Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.7 “Tan sólo cinco minutos”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.7 “Tan sólo cinco minutos”

VII

Tan sólo cinco minutos


“Pérez y Pérez” fue informado en detalle del progreso del viaje del automóvil que trasportaba a Amanda. Salvo esos cinco minutos de silencio, supo todo lo que se dijeron la mujer y el chofer, y por los vigilantes dispersos en el camino, cómo fue su paso por cada puesto de vigilancia. Pidió explicaciones por esos 300 segundos de silencio absoluto.
Los técnicos en comunicaciones le dijeron que se trataba de un accidente de la topografía, una hondonada más o menos profunda rodeada de unas modestas elevaciones de tierra blanda que se chupaban las señales como si fuera agua para los sedientos. Por ese vallecito pequeño, el chofer-guardián quedaba “cinco insignificantes minutos” incomunicado.
Al jefe, eso de “cinco insignificantes minutos” le pareció una “significativa estupidez”, y así se lo dijo al mensajero que le transmitió esa información.
—¿“Cinco insignificantes minutos”? ¿Escuché bien?
—Sí, señor.
—¿No le parece una “significativa estupidez”?
—No lo creo, señor. Fueron solo cinco minutos. ¿Qué pudo haber pasado en solo cinco minutos?
—En cinco minutos se mata un hombre, dos, tres, diez, mil, cien mil, depende el arma y el alma del asesino. –Respondió “Pérez y Pérez” que estaba enfurecido, aunque controlaba sus emociones a la perfección. Pensó que, en cinco minutos, tal vez mucho menos, hasta podría matar a ese mensajero.
—Un asesino solitario puede matar en “cinco insignificantes minutos” a muchas personas. –El jefe, que se había puesto especialmente cínico en ese momento, le dijo que los más fáciles de asesinar eran los niños, indefensos, que no podían atinar a hacer nada por salvarse.
—Herodes, ¿recuerda? Herodes el Grande. –El hombre se mantuvo en silencio.
—Le pregunté si recuerda el nombre de Herodes el Grande. ¿Oyó hablar de él? Habrá tomado la comunión, imagino.
—Sí, señor.
“Pérez y Pérez”, de extraordinaria memoria, recitó:

—“Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que habían precisado los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: “Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen”. Evangelio de Mateo, capítulo dos, versículos del dieciséis al dieciocho.

—¿Tiene hijos? –Le preguntó sin quitarle los ojos de encima.
—Sí, señor. –Respondió el hombre, temblando por la amenaza.
—Siempre recuerde a Herodes el Grande y su furia contra los magos. Es un consejo que le doy, sepa aprovecharlo. No siempre la suerte tocará dos veces a su puerta.
El mensajero tragó saliva y hasta necesitó esforzarse para contener una lágrima.
—“Cinco insignificantes minutos”, –continuó el jefe diciéndole–. Suficiente tiempo para echar todo a perder. Asesinos reunidos en un Estado, dispuestos a dominar a sus semejantes –explicó–, se las ingenian para que en “cinco insignificantes minutos” desaparezca una porción entera de la humanidad.
—Numancia.
Le dijo al subordinado.
—Alessia.
Le dijo al subordinado.
—Masada.
Le dijo al subordinado.
—La revuelta de An-Lushang.
Le dijo al subordinado.
—Guernica.
Le dijo al subordinado.
—Treblinka.
Le dijo al subordinado.
—Auswitch.
Le dijo al subordinado.
—Nagasaki.
Le dijo al subordinado.
—Hiroshima.
Le dijo al subordinado.
—Tienamen.
Le dijo al subordinado.
—Vasena.
Le dijo al subordinado.
—Patagonia.
Le dijo al subordinado.
—Rincon Bomba.
Le dijo al subordinado.
—Dieciséis de junio del cincuenta y cinco.
—La Perla. ¿Quiere que siga?
Le dijo al subordinado.
—Puedo estar un mes explicándole lo que se puede hacer en “cinco insignificantes minutos”.
—No, señor. Lo siento.
—Retírese. Y corrijan ese problema. –El hombre se marchó desconsolado.
Los vigilantes del asilo avisaron del arribo del automóvil en el que viajaba Amanda. “Pérez y Pérez” indicó seguir con lo convenido.
Apenas se detuvo el automóvil, tres robustas enfermeras salieron a su encuentro llevando una silla de ruedas. Amanda las observó hasta con picardía. Tal vez estaban al tanto de las pelotas de Mediolazo y todas esas fornidas mujeres se habían reunido para proteger sus vaginas de los devastadores puntapiés del ama de llaves.
La ayudaron tan solícitas como hipócritas a acomodarse en la silla. El chofer-guardián en silencio les entregó las pocas pertenencias que la mujer trajo para su nuevo destino. Se marchó sin siquiera mirar a Amanda para despedirse.
La primera impresión que Amanda tuvo del geriátrico a donde estaba por ingresar, fue su similitud con aquel desquiciado caserío donde moraba “La Reliquia” desde su falsificada muerte.

Concluyó su observación en que sus superiores le impusieron una cuota del mismo tormento que al Ilustre. Ella también padecería la encerrona carcelaria en su decadencia. Pero a diferencia del inmortal símbolo de la patria, sabía que tenía la ventaja de la muerte asegurada. Solo quería darse el gusto de poder agradecerla.
Alguna vez el suboficial “Pérez” le dijo que las personas mueren como viven. Y sintió pánico. ¿Cómo sería eso para ella? Años encerrada cuidando a un hombre privado de su muerte, lavándolo, untándolo en aceites sanadores, perfumándolo para que conservara el garbo que ella pretendía para un prócer de su trascendencia.
¿Cómo sería la muerte para ella si cada uno muere cómo vive? ¿Añorando al amor desaparecido? ¿Llorando su niña por los rincones, mientras la madre loca y abrumada de golpes y sucesivas violaciones, se iba esfumando en su delirio hasta el día fatal, aquel, imborrable, inenarrable, que el monstruo se descolgó desde la lámpara del techo y deshizo la osamenta a golpes de puño casi hasta matarla? ¡Y ella obedeció la orden de encerrarse! ¿Por qué obedeció esa orden? El suboficial “Pérez” se lo dijo una, diez, cien veces. Y hasta le acomodó un sopapo alguna vez, para hacerla entrar en razones. ¡Un sopapo! Como aquel de Miguel, el heraldo malvado que llegó entre los dedos del sopapo en la infancia.
Para lo único que ellos estaban era para garantizar la vida de “La Reliquia”. Siendo todos prisioneros, el único que debía recibir hasta el cuidado del crimen en su nombre, era él, el Ilustre. Los demás, se las compondrían como pudieran, incluidas la madre y la niña. Y así fue. Cada uno se las arregló cómo pudo. Todo estaba escrito: a cara o cruz. La madre murió apabullada de golpes. La niña conoció en el pupilaje la última estación de sus abusos. Amanda se marchó a esperar el sueño eterno en un geriátrico de mala muerte a donde sus jefes la encerraron.
Debía enfrentar el asedio de la jauría de los perros de presa que husmeaba los alrededores del retiro donde la enclaustraron.
Cada tanto le llegaban exploradoras aventajadas que le mandaban los jefes superiores para controlarla. Olfateaban los pliegues de su apergaminada piel, los humores de sus glándulas, el tufo de su boca desdentada. Y daban vuelta y vuelta alrededor de su silla de ruedas, esperando el momento oportuno para secuestrarla.
Ella estaba siempre atenta. No la querían muerta. Querían capturarla. Apropiarse de sus días finales. Descifrar sus enigmas. Querían saber sobre la leyenda de sus palabras escritas en un miserable cuadernos marca “Gloria”. Alguien, en un oscuro escritorio de la burocracia, insistió con la sospecha de un escrito peligroso que la vieja criada habría realizado para joderlos después de muerta. ¡Muchos condenados dejan sus venganzas en crueles testamentos imborrables! ¡Y la venganza de los muertos es indestructible!

Las tres enfermeras la llevaron a un cuarto que Amanda creyó, con razón, sería la habitación en la que quedaría alojada. No tenía ventana. Allí la desvistieron por completo y se llevaron sus ropas. Otra mujer, una mucama parecía por su atuendo, le trajo una muda de ropa para que se vistiera. Le ofreció su ayuda, pero Amanda la rechazó y la mujer abandonó el cuarto dejándola sola. Luego de acomodarse el corpiño, de manera imperceptible volvió a guardar el papelito que el suboficial “Pérez” le dio al partir.
Las enfermeras informaron a sus superiores que entre las ropas, Amanda, no escondía nada. ¿Decepción? ¿Confirmación? Ella nunca lo sabría.
Los días de encierro pasaron sin mayores novedades. Cada tanto se incorporaba de su silla de ruedas a la que la habían confinado y exclamaba “¡Sin novedad en el frente!” Todos la miraban con sorpresa o conmiseración. Ella se convenció de que nadie recordaba a Remarque.
Salvo las exploradoras que llegaban para auscultarla, nada alteraba la rutina del geriátrico. Allí no todos eran empleados de la Agencia. Amanda supuso que se trataba del negocio personal de algún jefe que engordaba sus bolsillos aprovechándose de ancianos abandonados por sus familias. Se derivaba para su encierro a algunos viejos agentes retirados que debían estar bajo control para que no soltaran la lengua llevados del incontrolable Alzheimer.
Ella se entretuvo con el papel de “vieja de loca” que había decidido representar. Y lo hacía a la perfección. La desquiciada que decía que vivió con el general Belgrano durante incontables años. Al principio los jefes se alarmaron por sus palabras, pero después comprendieron que sonaban hasta graciosas y que a Amanda le gustaba jugar con su situación hasta el límite mismo del riesgo. Quien está muerto en vida ya no tiene nada que perder. Había que seguir el juego, esperando que ella cometiera un error o decidiera confesar algún secreto bien guardado, como si eran ciertas esas palabras escritas que se le atribuían en un cuaderno marca “Gloria”.
A Amanda siempre le gustó correr riesgos. De no haber sido por ello nunca se hubiera presentado a la agencia, como le sugirió Miguel. Recordó ese interrogatorio:
—¿Le gusta correr riesgos? –Le gritó el inquisidor.
—Sí, mucho.
¡Y no había mentido en lo más mínimo! El riesgo fue muchas veces motor de sus acciones.
—¿Y cómo sabe que va a salir sana y salva de aquí?
—Porque ustedes me necesitan.
—¡Claro! ¡Acá tenemos una imprescindible! ¡El cementerio está lleno de imprescindibles! ¡Es bueno que se entere!
—Si señor.
Esperaba darle la razón a aquel burócrata insoportable. El cementerio de los imprescindibles era su objetivo; la paz final, eterna, extraordinaria.
Pasaba horas sentada a un patio interior que tenía una cúpula de vidrio que dejaba pasar la luz y mantenía el calor del ambiente. Los otros viejos sudaban la gota gorda, pero para ella era fresco el lugar, acostumbrada al calor abrazador de aquella tierra maldecida por los sepultados vivos.
La mayor parte del tiempo, dormitaba. Eso le dio la primera señal de que sus fuerzas estaban mermando rápidamente. No le preocupaba su debilidad, solo que la desguarneciera y terminara por permitir que encontraran su pequeño papelito con las tres respuestas. Pensó en tragarlo sin leerlo. Correr riesgo la entusiasmaba, pero poner en peligro a sus camaradas, no. Antes moriría por ellos.
Sentada en silencio, dormitando, todos la acariciaban al pasar. Si ella alzaba la vista y los miraba procurando parecer extraviada, le preguntaban por el prócer.
—Doña Amanda –le decían–. ¿Cómo anda Belgrano?
—¡Muy bien m’hijo! ¡Muy bien! –Respondía desvariando.
—¿Y hablo con él hoy? –preguntaban con una risita cínica.
—Muy poquito querido, casi no habla. –Respondía ella y volvía a su aparente estado de somnolencia.
Con poco, casi nada, todos la tomaban por “la loca linda de Belgrano”, y el dicho corrió de tal manera que la mayoría atribuyó el apodo a que la vieja mujer venía de vivir en Barrancas de Belgrano. La “vieja loca de Belgrano”, así pasó a ser conocida para casi todos (menos para las tres robustas enfermeras-vigilantes que desconfiaban de ella todo el tiempo), y perdió para ellos su apariencia de mujer ruda. (¡Esas manos! ¡Esas manos! Qué sorprendían al observarlas), y pasó a ser considerada una viejita que añoraba el parque diseñado por Charles Thays. Cada tanto, ella, parloteaba sobre la quinta de Valentín Alsina, el Camino del Bajo o el Camino de las Cañitas, y eso alimentó la fábula. Los empleados pasaron a atenderla hasta con esmero. De ese modo comenzó una confusión que con el paso del tiempo se volvió incorregible, salvo para los jefes que bien sabían de qué se trataba la argucia.
En algún momento del juego a Amanda consideró qué podía ocurrir si el disfraz fracasaba. Si finalmente la jauría lograba cerrar el cerco sobre ella. Ensañados, perpetuarían su vida armados de la ciencia para atormentarla para que confesara todo lo que ellos creían que ella escondía. ¡Y eso que todavía no había aparecido esa maldita “Orden del día N.º 5”!
De noche, cada vez con más frecuencia, las exploradoras se aproximaban con sus húmedos hocicos a registrarla, manchaban con sus babitas de diablo su modesto camisón, revisaban sus calzones, las arrugas de su vagina, los pliegues de sus tetas, las rugosidades de su cuerpo. Entonces imaginaba que se proponían abrirle un boquete del tamaño de un pomelo en medio de su pecho donde creían ella guardaba ese pequeño papelito manuscrito con las tres respuestas cruciales y tal vez otros misterios extraordinarios. ¡El número tres! ¡El número tres! ¡Siempre en su vida!
Extraerían todos sus secretos de un bocado, con sus dentelladas de cuchilla, diseccionando las verdades ocultas en los tejidos más íntimos del cuerpo. Abierto el agujero que dejaría el corazón a la intemperie, la jauría hallaría satisfacción en arrancarle pedazos de la víscera a pellizcos. A brutos pellizcos, mientras le reclamaban que confesara todo lo que sabía, todo.
—¡Hablá, maldita vieja! ¡Hablá! –Le gritarían entre los tormentos de la vivisección.
Ascendería por sus nervios intactos un dolor indescriptible. Pero no se presentaría la muerte. La muerte se ausentaría. ¿Por qué su abandono?, se preguntaría enfurecida, rechazando una sobrevivida de la que renegaba mientras el tormento crecía exponencialmente hasta el suplicio brutal. La muerte no es nada si no se propone terminar con lo porvenir, porque jamás puede suprimir lo que aconteció en el pasado.
Esperó con tantas ansias el derecho a su muerte para acompañar a los héroes de tantas batallas de los que sabía su nombre y su gloria, contada sin miserias por el propio comandante en jefe, que desesperaba su ausencia. ¡Qué ironía! El premio a sus desvelos era acabar invocando la propia muerte.
Todas las noches no fueron iguales. Pasó Anita. Pasó Miguel. Pasó Jorge. Pasó Gertrudis. Pasó Francisco. Pasó “La Mamaní”. Pasó el amante desaparecido. Pasó Juan. Pasó Frutos. Pasó Chalimín. Pasó Viltipoco, hijo de Purmamarca. Pasó Abundio. Pasó Teresa. Pasó la Kolki. Pasó el cabo “Pérez”. Pasó “La Reliquia”. Pasó el suboficial “Pérez” con el papelito en la mano. Pasaron los vivos y los muertos de sed enterrados a siete pies de profundidad para que aprendieran para siempre a ser sumisos. Y pasaron los kilmes con sus cadenas al cuello en dirección al Río de la Plata.
En cada oportunidad, la noche en cueros dejaba su impalpable vuelo hacia la desembocadura del alba para que Amanda hallara algo de consuelo en su batalla final. Y la luna le gritaba “¡Al alba venceré!” “¡Al alba venceré!”
Fue esa noche misteriosa, distinta. Recuperó ese olor a cereales de la infancia que solo conoció en situaciones extraordinarias. Se preguntó de dónde podía haber llegado ese aroma hasta los oscuros huecos de su vieja nariz. No encontró respuesta. No era el pasado el que volvía, era el futuro entre banderas.
La luz tembló detrás de una puerta que se mantenía cerrada con candados del tamaño de un puño. Se preguntó cómo esos espectros con aires familiares podían haber burlado todas las seguridades del geriátrico. Sus guardias, sus cámaras, sus tres cancerberas durmiendo en el umbral de su puerta. Tres gorgonas que en las noches mutaban a su verdadera apariencia de mastines.
Pero ellos entraron de a uno en fila sin que nada se los pudiera impedir. El primero era algo regordete, de pómulos hinchados, surcados por unas diminutas venas violáceas que se encendían virando a un bermellón violento, cuando se lo hostigaba. A los que venían detrás no pudo verlos, pero le pareció que todos eran jóvenes y llegaban arropados en los cantos de un coro de tragedia.
—¡Mujer! –oyó que le dijo en tono bíblico–, allí hay una calzada, un camino y será llamado verdadero camino, y el inmundo no transitará por él, sino que será solo para la que merezca ese camino. Los necios no vagarán por él. Porque él lo ha escogido para que sus hijas puedan retornar a sus casas. Vuelve de donde partiste. Tu misterio está encerrado en ti, tu nombre estará por siempre a salvo.
Al abandonar la cohorte su pequeña habitación quedó abierta una entrada por donde escapar hacia la luz, como aquella que la loca Encarnación buscaba en la fantasía de un boquete abierto con los golpes del roído taco de su zapatito. La luz era una luna inmensa, extensa luna de una geografía blanca, tronando como un ruido empuñado por unas manos tan vigorosas como las suyas.
Amanda dejó la silla de ruedas, caminó ignorando artrosis y osteoporosis, atravesó hacia la luz sin que las tres cancerberas apreciaran su fuga. Dormían babeando, sus ojos estaban cerrados como si fueron cocidos por esa la luz magnífica. No podrían petrificarla; Medusa, Esteno y Euríale dormían sudorosas, tumbadas una al lado de la otra en vueltas en sus impecables guardapolvos blancos.
Camino por el sendero indicado. Una cálida luz de eclipse la envolvía como si la sustancia de Anita estuviera presente, custodiando sus pasos hacia aquel lugar de la encrucijada final.
Amanda llegó indescriptible al borde del andén, espiando a la jauría que se aproximaba en cámara lenta, tan desquiciada como inútil, a muchos cientos de metros de distancia.
Ella había decidido que el paso siguiente sería hacia el futuro. Hacia adelante. ¿Habría cumplido ese bendito suboficial su promesa de muerte? Haberlo sabido hubiera completado el círculo áureo de su propia muerte.
Abstraída contemplaba la luminiscencia aproximarse hasta envolverla definitivamente en las sospechas de sus resplandores. A destiempo, el silencio intercalaba desavenencias sincopadas que provenían de un horizonte turbio y ciudadano que jadeaba quejoso desde los viejos rieles, echando al cielo bocanadas de penas grises y azules como chispitas salidas del viejo cableado de la corriente eléctrica.
El runrún catarroso de los fierros gastados, desalojaba durmientes para dar lindo espacio al acontecimiento que se prefiguraba. Los cirujas, atontados de puro alcohol etílico, no acertaban el vaticinio de ese tiempo que se acababa con forma de mujer vieja. Se oía a lo lejos, pero cada vez con más fuerza, una luna que tronaba entre los rieles, gatillando su blanco cautivante, su blanco enceguecedor hasta el fondo de la vieja pupila, que amontonaba un poco de sangre por sostener la imagen en la ajada retina.
Desde prudente distancia hay quienes dicen que la vieron extraer de su pecho un papelito pequeño, minúsculo, insignificante.
Lo leyó una vez, lo leyó otra vez, lo leyó por tercera vez. Tres preguntas, tres respuestas, tres lecturas. Luego lo llevó hasta su boca, lo mascó con alegría y lo tragó hecho una pasta apenas perceptible. También dicen que lloró unas lágrimas extraordinarias y que su llanto fue redondo, sonoro, zozobrante.
Como quien le suelta la mano a una sombra para que se deshaga en la luz de la luna tronante, luego de la lectura, luego de las lágrimas rescatadas, cayó leve, liviana, frágil en las entrañas de la luz de la luna que la tragó de repente. La fagocitó de las oscuridades para devolverla a una materia originaria, como una pasta de vida que se aplasta para alcanzar una increíble identidad orgánica.
Los perseguidores llegaron cuando luna desapareció entre un grito salido no se sabía de dónde. Miraron con ira, con disgusto, la apariencia escurridiza de una memoria que encontró en la muerte su resurrección. ¡Vaya ironía! Fueron de sombras y la luz imposible los cegó en un instante tan corto como el adiós entre la vida y la muerte indispensable.
Amanda encontró su victoria al alba: cuando sus captores la buscaron solo encontraron una sustancia humana hecha de silencios y un gesto de bandera patria irreconocible para sus perseguidores.
Su misterio quedó encerrado en ella, nunca nadie sabrá su nombre. Amanda cumplió con su deber: fue decenios de silencio, y muda se ofreció a su bandera en póstumo triunfo para derrotar a sus perseguidores.
Dicen, pero solo dicen, no juran, que aún algo de un viento puro llevó en todas direcciones un grito extraordinario:
¡Al alba venceré!
¡Venceré! ¡Venceré!

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