Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.37 «La extraña muerte de Doña Eriseta»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.37 «La extraña muerte de Doña Eriseta»

XXXVII

Apéndice a “La Pasión de Amanda Da Silva”


La extraña muerte de Doña Eriseta [1]

La tarde se hacía noche en campo abierto. Perdida en esas inmensidades, la tarde siempre se hacía noche con docilidad.
Donde la Escuela militar la noche era más noche que en la ciudad. No había allí vestigio citadino. Ni luz, ni color, ni movimiento. Todo se cubría de negritud y las luces, apenas salpicaduras blancas en un lienzo negro, eran devoradas tan pronto como nacían.
Doña Eriseta rechazó toda compañía ofrecida para su seguridad.
—Este no es un lugar para que una señora como usted ande sola por estas calles desoladas y oscuras. No tome a mal lo que le voy a decir, señora, pero menos para señoras ataviadas con esas ropas que hablan de mucho dinero. Puedo llevarla hasta su hogar si lo desea.
—No necesito de nadie –fue su respuesta–. Seré vieja, pero no soy inútil. Nadie se atreverá conmigo.
Luego le ofreció acompañarla hasta el lugar de donde partía el último colectivo con destino a la ciudad. Rechazó la gentileza con la misma vehemencia que el anterior ofrecimiento. Si el hombre le hubiese dado cabida habría comenzado con otros de sus sermones, pero agotado de tantas recriminaciones, se limitó a saludarla con amabilidad, y le deseó la mejor suerte para ella y la familia.
De todos modos, el oficial, un poco por prudencia y otro tanto por temor, antes de abandonar el amplio hall de la Escuela luego de despedir a la mujer, ordenó a un soldado que siguiese la caminata de Doña Eriseta hasta el parador. Le recomendó que lo hiciera a una razonable distancia y que aguardara que partiera en el colectivo.
Solo cuando estuviera seguro de que la mujer había emprendido su viaje de regreso, retornara a la Escuela y a la mañana siguiente brindara el informe correspondiente. Tan prudente como su jefe, o tal vez temeroso de un castigo por no interpretar cabalmente la orden, no solo esperó a que la mujer subiera al colectivo, sino a que se perdiesen de su vista las luces traseras del ómnibus en el que viajaba Doña Eriseta.
Cumplido el mandado, el soldado retornó sin perder tiempo como le fue mandado. No esperó a la mañana siguiente. Prefirió esa misma noche dar parte del cumplimiento de la obligación encomendada.
Se presentó ante el oficial y le informó que siguió a la mujer a prudente distancia como le indicó, entre diez o quince metros calculó, que esperó que el colectivo llegara al parador y que ella subiera para el viaje. Finalmente, aguardó hasta perder de vista el transporte. Durante todo el trayecto ella no se percató del seguimiento. De eso, aseveró el soldado, estaba completamente seguro. Esa misma seguridad la compartió el oficial, porque si Doña Eriseta se hubiera percatado del acompañamiento, el soldado se hubiera visto envuelto en el escándalo que le habría hecho sufrir un incómodo momento.
También informó que a la mujer no le fue fácil ascender al colectivo. Se la notaba fatigada y muy poco ágil para trepar al colectivo.
—¡Vieja testaruda! –se quejó el oficial ante el soldado que conservó la forma circunspecta que tenía ante su superior.
También informó que un hombre que salió de una oscuridad por detrás del parador y, por lo tanto, no pudo ver de dónde había llegado, la ayudó a subir. Que ella tomó el gesto con disgusto y acusó al hombre de entrometido y atrevido. Aunque el soldado no podía asegurarlo, creía que el hombre también había escuchado las maldiciones, pero no pareció haberle dado mayor importancia.
El oficial podía imaginar la situación porque él mismo había soportado el mal carácter de la doña y su lengua filosa e irrespetuosa.
—¿Conocido el “comedido y atrevido”?
El soldado negó con un movimiento corto de su cabeza.
—¿Algo que le llamara la atención de ese hombre?
—Apareció de la nada, de la oscuridad –explicó el soldado.
Una sombra que salió de las sombras.
El oficial mandó al soldado a descansar recordándole que a la mañana presentara ese mismo informe pero por escrito.
Ni el oficial ni el soldado podían suponer que algo más de dos horas después de que subiera al colectivo de regreso, el cadáver de Doña Eriseta yacía en la vereda que corría en paralelo a las vías del ferrocarril, en el barrio donde se alzaba su palacete.
Dos policías que investigaban el crimen, a la mañana del homicidio, se hicieron presentes en la institución y hablaron con el oficial que había atendido a Doña Eriseta por el tema de la expulsión de su nieto de la Escuela. También lo hicieron con el soldado que hizo la custodia de la mujer hasta que emprendió el viaje de regreso.
Lejos estuvieron los policías de ser muy estrictos en el interrogatorio. Se conformaron con una declaración escrita que el oficial a cargo de los asuntos legales de la Escuela les haría llegar de manera urgente. Allí no encontrarían ninguna explicación al crimen. La expulsión de Jorge de la Escuela no podía, por entonces, vincularse al horrible homicidio.
Más exigente fue el interrogatorio con el chofer que realizó ese viaje desde el parador de la Escuela militar, hasta la parada final, a pocas cuadras del domicilio de la muerta. Los policías llegaron a su modesto domicilio y el hombre se prestó al interrogatorio sin inconvenientes.
El chofer recordaba perfectamente a la mujer. “¿Cómo olvidarla?” Dijo. Repitió, “¿cómo olvidarla?” Y esa fue toda una definición.
Se notaba que la mujer no era del lugar, sostuvo. Zona de paisanos, proletarios y militares, donde las mujeres no andaban por las calles cuando caía el sol y menos sin compañía. Era hora de atender la casa, a los hijos, al marido, hora de la familia.
Salvo las prostitutas que pateaban la noche en busca del mango, ninguna otra mujer se veía en la calle.
Pero esa vieja, además de no ser del lugar, vestía raro, dijo. Llevaba pieles, atuendo no visto por esos lados, salvo por las fotos de Radiolandia o Antena, revista que las viejas de alcurnia negaban leer, pero que disfrutaban a escondidas, y que las amas de casa esperaban con ansiedad casi religiosa. Para unas “cosas de tilingas”, como si ellas no fueran las primeras en mandar a la mucama a comprar las revistas. Para las otras, chismorreo encantador de divas y galanes. Saber de la vida de los famosos artistas era un placer que ninguna mujer se privaba, no importaba la clase social a la que se perteneciera.
El chofer insistió con lo de las pieles. “Como la de las artistas”, dijo. Estaba claro que estaba impresionado por el atuendo. “Llevaba un animal colgando”, dijo. La estola de visión maravilló al hombre.
El collar de perlas también lo recordaba. Lo llamó “un colgante de bolitas blancas”. Los anillos, los aros, las pulseras. También el rouge rojo furioso en los labios aceitosos. La pasta celeste en los párpados. El embadurnado marrón por todo el rostro al límite preciso del hueso de la mandíbula.
El hombre recordaba todo y describió a la mujer con minucioso detalle. Lo hizo todo con precisión, como si fuera él mismo otro investigador y no el chofer de un colectivo de mediana distancia. Hasta ahí fue la investigación policial.
Dos días después del crimen, el caso pasó a estar a cargo de la Agencia. “Órdenes de arriba”, dijo el jefe de la Policía, quien debió resignar su jurisdicción por orden del gobierno.
Cuando la investigación quedó a cargo de los camaradas de Miguel, la conclusión fue indiscutible. “Es un crimen personal”. Ni las pieles, ni las joyas, ni la cartera, fueron robadas por el homicida. A quien fuera el asesino no lo movió el robo sino el asesinato.
“¿Venganza?” Miguel recibió esa pregunta sin inmutarse. Era posible, muy posible. Años de tareas especiales no solo cosechaban halagos y ascensos. Una prole de enemigos esperaba su oportunidad de tomarse revancha contra aquellos que los habían perjudicado en algún asunto. Y no siempre la venganza se podía dirigir contra los inspiradores del infortunio. Entonces la revancha podía validarse en otra persona, un allegado o querido del verdadero destinatario de la vendetta.
Pero para una venganza se necesita una conspiración. La Agencia sabía que no existe el vengador anónimo. La venganza siempre tiene un patrón que encarga el trabajo y un sicario que la ejecuta. Su calidad se mide por el dinero que se está dispuesto a pagar para que el crimen se cometa sin revelar responsabilidades. Un sicario barato puede resultar un chapucero.
Saber qué sicario pudo ser contratado no le llevaría a la Agencia mucho tiempo. Casi todos, si no todos, tenían vínculo con la organización. Así que esa información no llevaría ningún esfuerzo obtenerla.
Ninguna conspiración escapaba a la Agencia, fuera grande o fuera pequeña, y ningún sicario resultaba desconocido, fuera de los buenos o los malos.
Bastaba un llamado telefónico para informarse si una repartición había organizado una maquinación con algún fin particular, si se había contratado uno de esos sicarios o inventado un incidente criminal con alguna bandita de lúmpenes, siempre mano de obra barata y disponible. ¿Para qué? Podía ser para lograr un ministerio negado, acabar con la reputación de un candidato que prometía, apropiarse de una fortuna mal o bien habida, echar a pique un hipócrita matrimonio de un funcionario insoportable.
Todas las reparticiones negaron tener alguna participación en el crimen. Además, un homicidio de esas características resultaba un verdadero escándalo en el que nadie deseaba estar involucrado. Menos contra una mujer cuya familia era de las más prestigiosas de la sociedad de entonces.
Además, si se descubría que una repartición se hallaba comprometida en el asesinato, caería todo el rigor disciplinario contra sus máximos jefes y hasta contra los últimos subordinados, inclusos esos que no les cabía ni la menor responsabilidad del homicidio. Así eran las leyes por todos conocidas. No había en el castigo ningún cometido moral. Ejecución del mando. Obediencia debida. Nada de iniciativa personal. Así de simples eran las reglas.
Miguel pidió detalles del crimen.
La Agencia dudó en hacérselos conocer, lo truculento del crimen fue lo que los hizo dudar. Pero, después de todo, estaba en su derecho, se trataba de su madre y él era un miembro destacado de la Agencia. Tal vez Miguel advirtiera algún detalle que bien podría orientar la pesquisa.
Miguel se encontraba en misión en Río de Janeiro. Fue el destino que eligió y la Agencia le concedió, para alejarse de todos los problemas familiares. Allí actuaba con otro nombre, Arturo Loeb, y posaba por ser un hombre dedicado a los negocios petroleros. Pidió autorización para retornar a Buenos Aires y hacerse cargo de las exequias de su madre y contribuir al rápido esclarecimiento del brutal asesinato.
La Agencia no se lo permitió. La hipótesis de una venganza personal aconsejaba mantener a la distancia al joven burócrata.
Quienes seguían la investigación estaban convencidos de que el verdadero destinatario de la vendetta era él y que su pobre madre había resultado una víctima de algo que ignoraba por completo.
El informe que le hicieron llegar a Miguel por una vía muy reservada no ahorró detalles. Él así lo pidió y los jerarcas de la Agencia ordenaron satisfacer el reclamo.
El informe detallaba que “una gran herida seccionó la garganta de lado a lado”.
El tajo, describía, “cortó las arterias de manera brutal”. En una de las fotos que se le hizo llegar, Miguel pudo apreciar que la sangre empapó la ropa que llevaba doña Eriseta y luego se desparramó por la vereda. Fue muerte fue fulminante. Nadie sobrevive por mucho a semejante hemorragia.
Semanas después de producido el asesinato, los trabajadores del municipio que fueron enviados a limpiar ese emplaste rojo no pudieron quitar la mancha por completo. La sangre es persistente y caprichosa.
El informe abundaba en las investigaciones que la policía realizó cuando se descubrió el crimen y luego la Agencia continuó.
La policía interrogó a todos los vecinos cuyas viviendas daban a la vereda donde fue asesinada la mujer. Nada importante se rescató de esos interrogatorios. Los hombres hablaban hasta por los codos, las mujeres callaban.
Los hombres, medias palabras, comentarios de chismosos aburridos, habladurías de tipos que no tenían nada útil que hacer y se dedicaban a hablar por hablar de cualquier tema.
Las mujeres se veían reflejadas en ese tajo brutal que los investigadores se empecinaban en describir en detalle.
Lo cierto es que nadie decía haber visto a la mujer caminar solitaria de noche por esa desolada calle y menos quien pudo ser su atacante.
Miguel prestó especial atención al relato del chofer del colectivo en el que Doña Eriseta regresó de la entrevista en la Escuela militar. Su versión de la presencia de un hombre que surgió de entre las sombras y que ayudó a Doña Eriseta a subir al colectivo, coincidía con la del soldado, quien relató el mismo suceso.
Mientras el soldado no recordaba la fisonomía de ese misterioso pasajero, el chofer sí la recordaba y en detalle.
“Un hombre de mediana edad, de buena contextura física, ni muy alto ni muy bajo, de rostro adusto, tez morena, tal vez algo curtido por el sol, ojos oscuros, nariz prominente y también prominente mentón”. Una descripción que no le sugería ni a los investigadores ni a Miguel algún conocido.
El chofer agregó en su declaración “la mujer no le agradeció la ayuda. Por el contrario, algo murmuró en voz baja, tal vez un reproche contra el comedido que la ayudó a subir”, aunque eso no podía asegurarlo. Que Doña Eriseta “se sentó en el primer asiento individual, atrás del asiento de chofer, y el hombre en el segundo, detrás de la mujer”. Le preguntaron si la mujer habló con ese pasajero. El chofer fue rotundo, “No. A lo largo de todo el viaje no se dirigieron la palabra”.
—¿Y dónde descendió el misterioso hombre? –le fue preguntado.
Si dudar ni por un instante, dijo “en Plaza Flores, mucho antes de donde bajó la señora”.
En el informe se dejó asentado debidamente que, “sin ánimo de ridiculizar a la occisa, Doña Eriseta Ordóñez de Da Silva, el chofer afirmó que la mujer hablaba sola, aunque él creía que no pasaba por loca, sino por enojada. Que despotricaba contra un oficial del Ejército. ‘Ese milico de mierda’ repitió varias veces. Interrogado que fuera sobre el particular, dijo que nunca pronunció ni el nombre ni el grado de ese uniformado. Solo repetía ‘ese milico de mierda’”.
La Agencia le aseguró a Miguel que sin dudas se trataba del oficial que debió informar a Doña Eriseta la expulsión de Jorge de la Escuela militar.
Los investigadores que viajaron a Río de Janeiro a presentar las condolencias de parte de las autoridades de la Agencia y de paso ponerlo al tanto de los avances de la investigación, le pidieron a Miguel su opinión sobre por qué su madre eligió hacer ese viaje sola, sin recurrir al servicio de su chofer, y por qué habría preferido regresar a su palacete por esa vereda que solía estar desolada a esa hora de la noche. Miguel no pudo explicarlo.
Les dijo que pudo tratarse de caprichos, de una distracción producto de su angustia por la expulsión de su nieto, o por simple soberbia. Todo eso podía ser cierto, tratándose de su madre que podía haber sido tildada de “vieja caprichosa”, de una abuela que tenía puestas enormes esperanzas en el futuro como militar y pianista de su “amado nieto Jorge”, y una patrona que siempre se consideró parte del mundo de los intocables por sus antecedentes y por su alcurnia.
Miguel recordaba muy bien la fisonomía del paisaje de esas calles aledañas a las vías del tren donde describían una poco acentuada curva y la oscuridad se hacía espesa, demasiado concentrada.
Esa noche, le informaron, la luna estuvo ausente y de ella solo se presintió un modesto resplandor que se vencía hacia el horizonte en dirección al este, desde donde la noche avanzaba en hacia el oeste, cubriendo con su manto negro todo el cielo.
Tampoco hubo muchas estrellas esa noche. Raro fenómeno. Solían verse desde las terrazas brillando hasta casi el amanecer. Pero justo esa noche, como en una conspiración cósmica, tampoco ellas brillaron en un oscuro cielo despejado.
Miguel repasó mentalmente el recorrido que debió hacer su madre desde que descendió del colectivo.
Para llegar a su palacete, Doña Eriseta debía atravesar la estación del ferrocarril. El último tren había pasado a eso de las 19 horas en dirección a Plaza Miserere, y los directores de la línea del Oeste informaron a la Agencia que no transitaba otra formación hasta la mañana siguiente a hora muy temprana, cuando los trabajadores iban y venían desde y hacia sus trabajos.
Los andenes, entonces, quedaban despoblados, y salvo algunos cirujas, paisanos bien conocidos por los guardias del ferrocarril y por muchos vecinos, nadie merodeaba por esos lugares a la hora en que se produjo el asesinato.
Como nunca ocurrían incidentes que preocuparan a los vecinos, algún altercado que valiera la pena salir a espiar, nadie estaba en ese preciso momento asomado a sus balcones apreciando la serenidad de esa hora crepuscular.
Todos los vecinos se consideraban gente de bien, clase media adinerada, integrantes de una clase acomodada, pacífica y apegada a las tradiciones.
No era habitual encontrar desconocidos husmeando por el vecindario. Los rateritos, preferían las aglomeraciones que se producían al bajar y subir al tren, o en los puestos del gran mercado, a unos cien metros de la estación del ferrocarril y poco más de veinte de la parada del colectivo que regresaba de la zona de la Escuela militar.
Desde la muerte del Petiso Orejudo nadie temía la aparición de un malhechor capaz de alterar la paz de la ciudad. Eran raros esos crímenes truculentos en la sociedad porteña. Un asesino serial no era moneda corriente, su aparición se vinculaba más a la literatura policial, y solo pensar en ellos espantaba y provocaba, al mismo tiempo, una morbosa fascinación que impulsaba a la tertulia truculenta y a la divagación si atenuantes.
El robo no superaba la estadística de cualquier gran ciudad y los asesinatos se podían contar con los dedos de una mano. Se sabía de crímenes por amor, por infidelidad, o incluso por error, pero nada extraordinario que perturbara el sueño de los citadinos.
Así que tanto los investigadores como Miguel, concluyeron que Doña Eriseta debió caminar con paso firme de la estación del ferrocarril a la calle que desembocaba a metros de su palacete sin sospechar el peligro que la acechaba.
Todos los testigos entrevistados, si bien no habían podido agregar nada muy valioso a la investigación, coincidieron que un olor extraño provino del fondo de esas sombras que el viento apenas tibio movía de un lado al otro de los terraplenes ferroviarios y luego llenaban las calles aledañas.
Miguel reparó mucho en ese raro detalle del aroma.
Era un perfume que recordaba a la quema de hojas, sin embargo, no era temporada de otoño, justo la época en que los plátanos dejan caer sus hojas secas y los vecinos las apilan en las esquinas para prenderles fuego. Sin ser ya verano, casi al fin de la temporada estival, el clima seguía siendo cálido y las copas de los árboles lucían todavía tupidas.
Los investigadores descubrieron que no hubo fuego en todo el vecindario y que tampoco nadie se entretuvo con los artilugios de una fogata. Los vecinos coincidieron que solo en los festejos de San Pedro y San Pablo los más entusiastas se reunían para la quema de las podas organizadas en grandes pilas que eran incendiadas todas el mismo tiempo.
Los investigadores le informaron que no hubo lucha o al menos una lucha significativa entre Doña Eriseta y el asesino. El cadáver no presentaba golpes ni escoriaciones ni en las manos ni en los brazos. No había signos evidentes de haber luchado por su vida.
Llamó la atención de los detectives que el cuello presentaba dos clases muy diferentes de corte. Uno, largo, delgado y de poca profundidad, como si hubiese sido realizado con una pequeña navaja, esas que los hombres acostumbran llevar en los bolsillos de los pantalones, que son livianas y suelen venir junto con un alicate para las uñas.
El otro era un tajo enorme, probablemente “cuchilla de carnicería muy afilada y contundente. El que hizo esta corte sabía lo que tenía que hacer”.
“¿Zurdo o diestro?” preguntó Miguel. “Diestro, sin duda. El corte va de izquierda a derecha. Con la mano izquierda tomó la cabeza y empuñando el cuchillo con la derecha propinó el tajo”.
Miguel imaginó cómo el hombre debe haber jalado del cabello a Doña Eriseta para obligarla a girar la cabeza casi hasta tocar con su mentón el hombro izquierdo. De ese modo brutal, la obligó a exponer francamente su cuello. Fue seguro que Doña Eriseta no pudo vencer la fuerza del atacante que la forzó a permanecer en esa incómoda posición.
Esas manos deben haber sido demasiado fuertes para la pobre vieja. Miguel tuvo la sincera emoción que el homicida pudo partirle el cuello si se lo hubiera propuesto. Luego, mientras mantenía sujeta la cabeza de su madre por el cabello, con una pequeña navaja del tipo “Victorinox” dibujó un tajo pequeño debajo de la flácida papada.
¿Discutieron? ¿Cómo saberlo?
Miguel supuso que debió ser desconcertante para su madre que el hombre no le exigiera su cartera, no le reclamara el dinero, los anillos, los collares, las costosas pieles. En cualquier boliche del mercado negro, solo las pieles valdrían una fortuna. Imaginó al hombre simplemente deslizando lenta y cuidadosamente el cortaplumas, estirando hacia la yugular el tajito que comenzó muy cerca del promontorio de la nuez de Adán y la tráquea y luego la enorme “cuchilla de carnicería filosa y contundente”.
En ese momento tan extraño, su madre debe haber sentido que Dios estaba ausente. No lo hubiera podido explicar, pero estaba seguro de que ella debe haber sentido esa ausencia extraordinaria. Dios suele faltar a citas importantes, por eso mueren muchas veces santos inocentes.
Volvió al tema del extraño perfume.
¿Y el olor? ¿Qué de ese olor del que hablaron los vecinos?
No era a hojas secas, no era al aroma de las fogatas de San Pedro y San Pablo.
“Pudo haber sido a tabaco”, respondieron los burócratas siguiendo el informe de los peritos.
Tabaco. El tabaco tiene un olor único. Extraordinario. El tango volvió a la memoria de Miguel. Homero Manzi le dio una pista sin proponérselo, “con pasos apagados elegirá la esquina donde se mezclan luces de luna y almacén”. Pero fue una noche única, sin luz de luna, como le dijeron. No había ninguna luz por ningún lado. Solo el humo. “Fuma, fuma y fuma”.
El único hombre que se correspondía con esa descripción era Asmodeo M. Cierto que su figura no evocaba el poema de Manzi ni al ciego de Carriego, fumando, fumando y fumando. Era un animal extravertido, roñoso y lascivo. Miguel aseguró que debió matarlo cuando algunos de sus muchos atrevimientos, cuando Anita huía de él como la presa huye de su carnívoro perseguidor.
Miguel les refirió el incidente cuando la muerte de Anita.
Los hombres no acompañaron la confesión con ningún gesto. Tampoco preguntaron por Anita. Eran discretos.
“Él juró vengarse” les dijo. “Esto no va a quedar así”, amenazó luego de que Doña Eriseta la hiciera expulsar de la casa acusándolo de “degenerado”.
Pero quién tuvo aferrada a Doña Eriseta y cercenó su garganta con un enorme cuchillo de carnicería no pudo haber sido su suegro, ese hombre al que su madre había despachado de la casa en medio de insultos y escandalizada por la indecencia que el hombre insinuaba sobre Amanda. “El fulano que usted llama Asmodeo M., murió semanas antes del homicidio de su madre”.
Miguel fue sorprendido por la noticia. Gratamente sorprendido.
—Su cadáver se encontró muchos días después de muerto y fue por el olor a podrido que invadió prácticamente todo el edificio donde vivía. Los vecinos se quejaron por ese olor nauseabundo y la policía entró por la fuerza al departamento. Dicen que la escena no fue nada agradable. El hombre era un obeso mórbido de unos doscientos kilos de peso. Todo era una inmundicia y el muerto yacía en medio de un lago de coágulos, excrementos, orina y tejidos descompuestos. Las moscas habían sembrado de huevos el cadáver y una multitud de gusanos devoraba lentamente los tejidos.
“¿Un infarto?”, preguntó Miguel. “Es lo que dijo el forense”, le respondieron.
Miguel se quedó sin posibles culpables. Si no fue Asmodeo M., ¿entonces quién?
—Tiene que haber sido un hombre joven, relativamente joven, atlético. Alguien que coincide con la descripción que nos dio el chofer del colectivo.
No solo se debió tratar de un hombre joven, atlético y fuerte, sino de alguien que sabía cómo descogotar una persona de un solo tajo.
“Porque fue un solo tajo el que mató a su madre”, le dijo uno de los burócratas en esa entrevista. Ningún sicario fue contratado para ese ni ningún otro trabajo la noche del homicidio. Buscar a un asesino desconocido era igual a buscar “una aguja en un pajar”.
Miguel pareció resignado. Se mantuvo en silencio por un buen tiempo.
Cambió abruptamente de tema. Preguntó por su hijo. De él no tenía noticias. Para malas noticias bastaban las de la suerte de su madre.
El informe sobre Jorge fue escueto. No había noticias del paradero de su hijo conocido como Jorge Da Silva. El ejército informó a la Agencia que, probablemente, el joven se habría internado en la zona de la triple frontera, entre Argentina, Bolivia y Paraguay, un peligroso reducto de toda clase de malandras, contrabandista, ladrones, asesinos a sueldo, quienes estaban constituidos en bandas muy organizadas que tenían una estructura vertical centralizada de tipo militar, y no toleraban la presencia de ningún extraño. A estos, o se los mataba, o se los sometía a la esclavitud más brutal, muriendo en un lapso breve, por hambre, sed, o enfermedades propias de la zona.
Cuando la Agencia le sugirió al ejército realizar una incursión para establecer si el muchacho efectivamente había ingresado a ese territorio y estaba con vida siendo sometido a trabajo esclavo, o, en su defecto, hubiera sido asesinado, sus autoridades rechazaron de plano la iniciativa. Tal incursión solo terminaría por desatar un incidente internacional que involucraría a tres naciones, pero de impredecibles consecuencias. La relación de las naciones de la región, Chile, Bolivia, Perú, Argentina y Brasil, era muchas veces conflictiva, y un incidente armado podía facilitar en esos países el surgimiento de sectores belicistas proclives a desencadenar una guerra regional, que no resultaban aceptables para los intereses nacionales.
Teniendo en cuenta todos los antecedentes, la Agencia y el ejército convinieron que lo más prudente para no arriesgar la vida del joven, si efectivamente estaba en manos de esas bandas de delincuentes, ni provocar un incidente internacional, era esperar que el joven apareciera o fuera devuelto/canjeado por los mal vivientes.
También le informaron que decidieron buscar contactos confiables para ofrecer una recompensa de corroborarse que el joven fuera prisionero de alguna de esas bandas. La Agencia no puso tope a la suma del rescate, y expresó que respondería positivamente a cualquier exigencia de sus posibles captores.
Hasta tanto no se resolviera el crimen de su madre, la Agencia sugería/ordenaba no regresar a Buenos Aires. Miguel no podía resistir esa sugerencia/orden.
Como ya le fuera dicho, la conjetura más sólida era que la venganza debía estar dirigida contra su persona y se deseaba prevenir de otro atentado.
Casi finalizando la reunión con los enviados de la Agencia, uno de ellos le preguntó a Miguel si no daba ningún valor a algún asunto vinculado con la hija de su esposa muerta.
Para Miguel esas palabras no pasaron desapercibidas. Repasó para sí esas palabras “algún asunto vinculado con la hija de su esposa”. No le dijo el burócrata “con su hija”. Fue claro y contundente. Pero Miguel optó por no darse por enterado, algo que cuajaba perfectamente con su modo de abordar cualquier problema serio.
—¿Por qué lo dice? –preguntó sin alzar la vos.
“Dudas”, fue la respuesta. ¿Qué clase de dudas?
—Hay una carta dando vueltas por las alcahueterías de todos los servicios de inteligencia. Es una carta que se le atribuye a usted, pero que nosotros sabemos que no fue escrita por usted. La caligrafía no se corresponde con la suya.
—¿Han estudiado mi caligrafía?
—Sí, señor. Eso hemos hecho. Órdenes superiores.
Miguel debió preguntar “¿puedo leer la carta?” Pero no lo hizo. A los hombres le llamó la atención su esquivo comportamiento. Actuaba como el que toma distancia de un suceso que puede involucrarlo de mala manera. La carta a Amanda fue discutida con su madre, pero quién finalmente la escribió era un secreto que Miguel siempre guardó y Doña Eriseta se llevó a la tumba. Si los investigadores hubieran estudiado la caligrafía de la mujer, algo que Miguel no descartó, también hubieran descubierto que no fue ella quien la escribió. Si no fue Miguel ni Doña Eriseta, ¿pues entonces quién?
—También abunda en detalles sobre usted y su familia –agregó uno de los burócratas–. Parentescos, apellidos, nombres, legajos. Usted sabe, señor, lo cotidiano en nuestro modo de vivir.
—¿Por ejemplo? –Miguel preguntó.
—Por ejemplo, que usted tomó el apellido de un contrabandista brasileño, quien a su vez lo había tomado de un noble portugués. Uno de los tantos apellidos falsos que usamos para nuestro trabajo.
Miguel no se dio por enterado. “¿Algo más?” Preguntó Miguel.
—Sí, que su difunta esposa fue conocida como Anita Cruspaga, pero esa no fue su verdadera identidad.
Allí terminó la conversación. No del todo, los hombres cuidaron las apariencias. Se habló de condolencias y del tipo de exequias que se harían en honor a Doña Eriseta.
¿Causa de la muerte? El certificado de defunción diría “hemorragia cerebral”. Los forenses encontraron un gran tumor en el cerebro. La mujer habría muerto de todos modos poco tiempo después de no haber sido asesinada. Miguel encontró en ese diagnóstico explicación a las jaquecas feroces que aquejaron a su madre desde meses antes de morir.
A Miguel le pareció ajustada la decisión. ¿Qué cómo explicarían su ausencia?
Dolor, angustia, pena indescriptible, depresión. O lo que él sugiriese. Lo habitual para esos casos. Tampoco el funeral sería un suceso público, sino más bien uno bastante reservado. Gente de la profesión, explicaron. Discretos y capaces de llorar hasta con sentimiento. La calidad del servicio sería inmejorable. Que de eso no tuviera dudas.
Pidió por Jorge “encarecidamente” y le aseguraron que la Agencia no ahorraría esfuerzos por dar con su paradero. Todo lo referido al rescate estaba a disposición de quienes se estaban ocupando del asunto.
No hubo saludos exagerados entre Miguel y los mensajeros. Ellos esperaron una última pregunta, pero nunca se formuló. Miguel expresó su agradecimiento por el viaje, las explicaciones y todas las decisiones que tomó la Agencia para aliviar tan triste circunstancia.
Los hombres dejaron la bella oficina de rico empresario petrolero que ocupaba Arturo Loeb, como se lo conocía en Río de Janeiro a Miguel Da Silva.
“No preguntó nada”, dijo entre sorprendido y algo irritado uno de los burócratas.
—Quien no pregunta no necesita respuesta –dijo el otro mientras caminaba rápidamente como huyendo de Miguel.
Buenos Aires los esperaba para las honras funerarias de la ilustre, cuyo obituario ellos mismos redactaron. “Doña Eriseta Ordóñez de Da Silva, muerta luego de prolongada y cruel enfermedad. Dios la tenga en su gloria. Como dijo Lucas, 2:14, en los pastores y los ángeles, aparecerá con el ángel una multitud de los ejércitos celestiales, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace. Y Doña Eriseta entrará al Reino de los Cielos y se sentará a la diestra Dios Padre todopoderoso. Amén. QEPD. Sus hijos, nueras y nietos”.


[1] El relato aquí transcripto es muy posterior a las investigaciones sobre la vida de Amanda Da Silva. Aunque aún no hay certeza sobre lo que aquí se narra, se decidió incorporar la narración como Apéndice, junto a la nota sobre el comportamiento de Miguel Da Silva, al tomar conocimiento de la muerte de su madre.

[2] Hasta la actualidad no se ha podido recabar información sobre el destino del joven Jorge Da Silva.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS