Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.35 «El sobre rojo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.35 «El sobre rojo»

XXXV

El sobre rojo


Una irrupción de tierra y piedra se abría hacia el horizonte; la dorada matriz del sol asomaba su latitud perfecta por el balcón de unas nubes de aspecto de paloma. El automóvil parecía quieto, como estampado en el paisaje, suspendido entre las alcanforadas brumas terrosas que emanaban las piedras cuarteadas que sudaban invisibles unas pequeñas esquirlas que se hundían sin fin al tocar la tierra caliente.
Al frente, nada. Solo un extraño brillo surgido del borde del contorno de la tierra al unirse con el cielo. A la izquierda, nada. Salvo un ligero humo de la quema de unos insectos que posaban sus patas hasta incinerarse en las piedras ardientes. A la derecha, nada. Salvo el temblor de las escorias rozándose en secreto contra el lomo de una prominencia cobriza. Atrás, el huraño retén que había sido devorado por la arrogante arena roja que volaba frenética como una ríspida espuma. Amanda, a donde miraba, solo veía ascender unos hilos naranjas que brotaban desde las mismas piedras al resquebrajarse por el peso del sol sobre ellas y que abrasaban al auto sofocándola.
Ni el chofer ni Amanda parecían decididos a hablar, no solo porque el calor sofocante conspiraba. Ambos especulaban uno sobre el otro y la que más recelaba de hablar de más era Amanda. Ella estaba muy pendiente del sobre rojo que le dio el capitán antes de partir con rumbo incierto. Apoyado sobre sus piernas, lo miraba una y otra vez, como si esa observación le permitiría en algún momento saber qué contenía.
Hablar resecaba la lengua y la garganta que en poco tiempo y por efecto del áspero polvillo rojo que flotaba, terminaban cuarteándose como un cuero resecado por el sol y el aire caliente. Mantener la boca cerrada era una buena manera de ahorrar saliva y no decir cosas inconvenientes. Para más, la provisión de agua que cargaron en el automóvil era escasa y lo prudente, en eso ambos coincidían, era no malgastarla. Amanda, después de la experiencia de la sorprendente tormenta que la atrapó camino al puesto de los “Pérez” y de que la sobrevivió gracias a Juan, Frutos y Abundio, era remisa a arriesgar la preciada carga de agua solo por charlatanear de cosas intrascendentes. Atravesaban ese desierto que ella desconocía por completo, y de quedarse varados en él, estaba convencida, les iría la vida en ello. Deshidratarse allí era cosa de horas.
El chofer, en cambio, prefería, hasta ese momento, el silencio por prudencia. Sabía de sobra lo inconveniente que resultaba para un originario hablar con una enviada de Buenos Aires, aunque se trataba de esa mujer que estaban esperando. Los porteños siempre tenían algo de que quejarse, lo aprendió de sus mayores, en la infancia, cuando hacía de peón en propiedades que los citadinos adquirían por monedas.
El coronel en jefe era un porteño hecho y derecho. Nunca dejó de hablar, a pesar de su larga estancia en la mansión, con ese yeísmo voseado típico que, suponía el cabo “Pérez”, debería ser producto de la cercanía del río donde las lenguas porteñas habrían chapaleado con los invasores españoles, algo del barro rioplatense desde la insipiente colonia. Los humedales, apostaba “Pérez” con seguridad, ablandaban la lengua y provocaban cierta incorregible aspiración sibilante de la letra “s”, seguramente producto de impregnar con abundante saliva cada palabra. Nadie deseaba hablar de cerca con el coronel en jefe, quien, por la falta de varias piezas dentales en el frente de su dentadura, escupía copiosamente a su interlocutor cada vez que le daba una orden.
En ellos, por el contrario, era tan poca la humedad de sus bocas, que las palabras salían crujiendo y arrastrándose por la lengua, chatas y anchas, rodando desde el fondo del garguero hasta la lengua y de allí a los labios resecos, en un sonido más visceral que el que producían las cuerdas vocales de los de Buenos Aires.
Con esa forma peculiar de pronunciar las palabras, lo escuchó muchas veces al coronel en jefe vociferar los tangos desafinando ante una vieja vitrola, la que, usando púas de cactus, reproducía los pesados y frágiles discos de pasta de 78 revoluciones por minuto de las grabaciones de Carlos Gardel. “El día que me quieras” sonaba y sonaba y el viejo militar se emocionaba hasta casi con sinceridad mientras acariciaba los suaves senos de unas prostitutas compradas a unos traficantes paraguayos y que servían en un burdel de mala muerte.
Sobre la sensibilidad de ese hombre pocos se animaban a hablar y, para la mayoría, era un secreto a voces, que solo se trataba de una representación tendiente a engañar a los más incrédulos, los que terminaban jodidos por caer en la ingenuidad. Basta ver las marcas en su pistola reglamentaria calibre 45, para saber de qué se hablaba.
La emoción verdadera se comentó algunas veces, surgía cuando escuchaba unas duras marchas militares alemanas y que le recordaban una fecha1 que solía invocar en contadas oportunidades, que el cabo “Pérez” no sabía que representaba.
Para un originario, una palabra de más, un gesto malinterpretado, era motivo del castigo, y todo por si acaso. Por eso el silencio siempre era un prudente refugio.
“Pégale al indio todos los días que él sabrá por qué lo haces”, repetía el coronel remedando un dicho que se lo atribuía a un amigo oriental.
Nunca importaban explicaciones ni justificativos. La ley era clara, primero se castigaba y después se escuchaba al sospechado de infracción. Por regla, después de las palabras, de nuevo al cepo, los grilletes y los garrotazos, hasta que el verdugo se conformaba.
Pero a diferencia de Amanda, él no temía al camino ni al calor. Se comparaba con los animales que podían pasar días enteros sin beber ni una gota de agua.
Experto en las travesías más riesgosas, disfrutaba cada encomienda que le hacía su jefe, quien lo tenía como hombre confiable y experto. Los viajes eran como volver a cierta libertad perdida. El camino, el viento, los olores, la vida, todo lo conformaba. Nunca se quejaba si había que hacer una travesía por más dura y peligrosa que fuera. Era, probablemente, en el único que el viejo coronel en jefe confiaba para ciertos mandados, como ese, que le ordenó cumplir en el mismo momento que lo despachó rumbo al retén. ¡Si habría hecho ese viaje en tantas veces! Y apenas con una pobre provisión de agua.
Después de todo, era hijo de esas tierras en las que todavía se repetía el nombre de Viltipoco, hijo de Purmamarca2, el que sitió Jujuy, la ciudadela en la que se emboscó en nombre de El Salvador, la esclavitud con sus sacramentos brutales desmenuzando las entrañas de los sometidos.
“Pérez” cada tanto miraba a la muchacha por el espejo retrovisor y ella observaba esos ojos achinados de pupilas negras con sus brillitos minerales que se reían de su silencio y de ese sopor insoportable que la fatigaba. El hombre al final decidió hablarle, debía hacerlo, carta mediante, solo él sabía la importancia de las palabras que estaban guardadas en el sobre de color rojo, solo él sería testigo de la última transformación. El silencio no ayudaba a la transición.
—Calor, ¿eh? –Dijo con su risita entre dientes.
—Mucho, sí. –Amanda respondió lacónica. Se abanicó con el sobre procurando darse un aire que la aliviara. No apartó la vista de la ventanilla y el aire caliente la golpeaba de lleno en el rostro.
—¿Se siente bien? –Preguntó “Pérez”, sabiendo que, si no era sí, poco o nada podía hacer por ella. Para arribar a destino faltaban muchas horas.
—Solo acalorada. Algo sedienta.
—¡Hay agua! ¡Beba! ¡Beba! No se prive.
—Luego, prefiero ahorrar la provisión por si acaso. –Dijo Amanda preocupada.
—Mujer precavida.
—En el desierto me vuelvo cautelosa –respondió con algo de humor. Se acomodó el cabello que el viento desordenaba. Estaba reseco como finas raicillas ardidas.
—¿El entrenamiento incluía la sed y el calor extremo? –“Pérez” mantenía la vista al frente y su pequeña sonrisa entre los dientes mientras le hablaba.
—Nunca de este modo. –Suspiró Amanda con algo de resignación.
—¡Nada se parece a esto! Se lo aseguro.
—Le creo.
—La tierra del Gran Viltipoco, hijo de Purmamarca, el que andaba en cueros por estos lares. Ni el sol lo arredraba ni el frío lo intimidaba. –Amanda escuchó el nombre de Viltipoco por primera vez.
—¿Viltipoco? ¿Quién es Viltipoco? –Preguntó despegando la lengua de la sequedad que la tenía amarrada. Apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento del acompañante y sobre ellos el mentón. Miró al chofer con atención esperando su respuesta.
—Hijo de Purmamarca.
—Ya me dijo eso. Pero quiero saber quién es. –Dijo impaciente.
—Quién fue, dirá.
—Quién fue, perdón.
—¿Escuchó hablar de las guerras calchaquíes? –“Pérez” le preguntó sin responder a su pregunta.
—Me hablaron de Chalimín.
—¡Claro! El Juan y el Frutos. Seguro fue el Juan, apuesto, Frutos no suele ser conversador.
—Juan me habló de él, Frutos no me hablaba nunca.
—Pero Frutos es muy valiente.
—Entiendo que los conoce bien.
—¡Aquí nos conocemos todos! Juan “Pérez”, Frutos “Pérez”, conocido como “el waqha Pérez”, y quien le habla, el cabo “Pérez”.
—Todos “Pérez”. Debe ser una gran familia.
—Ya lo creo. –Dijo sin desprenderse de su sonrisa–. Formamos como una logia, si me permite la comparación, de la que todos somos algo así como parientes, nada extraordinario.
—La Logia de los “Pérez”. Suena curioso.
—¿Le parece? Una familia numerosa que viene de la época de la Revolución de Mayo. ¡Mire si será antigua! El más viejo de todos murió descogotado por desobedecer. Un milico le cortó el pescuezo. ¡Qué bárbaro! Pero, le digo, fue una desobediencia debida. El hombre era de ley y nunca hubiera mancillado la bandera de las Provincias Unidas.
—¿Todos son en esa familia tan habladores como usted?
—No todos. Algunos somos deslenguados, otros son silenciosos como las serpientes.
—Todavía no me dijo quien fue Viltipoco.
—Cierto. –“Pérez” se encogió de hombros, pero siguió sin explicar sobre el cacique de Humahuaca.
—¿Y? –Amanda esperaba la respuesta.
—¿Y la suya?
—¿La mía, qué? –Preguntó extrañada y con algo de fastidio porque el chofer eludía la respuesta a su pregunta.
—La familia… la suya.
—No hablo de mi familia. –Amanda respondió terminante. Se reclinó sobre su asiento y apoyó sus manos sobre las piernas.
—Su razón tendrá, seguramente.
—La tengo. –Inquieta volvió a mirar por la ventanilla hacia el desierto que ardía martirizado por los rayos del sol.
—Si fuera “Pérez” no tendría tanto cuidado conmigo.
El chofer la miró por el espejo retrovisor y apreció ese gesto de fastidio que ya le había adivinado cuando partieron del retén. La comisura de los labios se deslizaba hacia abajo, aunque dentro del automóvil podía parecer que su boca se estaba derritiendo.
—Si fuera Pérez… si fuera Pérez… –Dijo Amanda más fastidiada–. Pero soy Da Silva y por eso soy reservada.
—¡Ah! ¿Los Da Silva son reservados?
—Mucho. –Mintió la muchacha.
—Da Silva: portuguesa. –Explicó “Pérez” como si supiera del origen del apellido de Amanda.
—Portuguesa. –Repitió Amanda con cierto tono de burla.
—Hasta ahora.
—¿Cómo que hasta ahora? –Amanda pegó un pequeño saltito en su asiento.
—Da Silva, escudo de armas: en campo de gules seis bezantes de oro, cargado cada uno de tres franjas de sable puestos en dos palos de tres.
—¿Escudo de armas? –Amanda extrañada trataba de saber de qué le hablaba el chofer.
—Sí, escudo de armas de los Da Silva. Aunque yo refiero eso de que son hijos de la selva, va mejor conmigo.
—¿Da Silva quiere decir “hijos de la selva”?
—Soy indio y me llevo mejor con los indios. Aunque sean de la selva. “Andaremos en pelotas como nuestros hermanos los indios”. –“Pérez” procuró imitar una voz grave e invocó la proclama sanmartiniana.
—Usted se divierte a mi costa. –Amanda volvió a reclinarse, pero no dejó de mirar al chofer a través del espejo retrovisor.
—¿No va a leer su carta?
—¿Es algo especial para usted esta carta?
—Yo la llevé al retén. Yo se la di al capitán. El coronel en jefe parecía inquieto con ese sobre que llegó de Buenos Aires. Parece que de un alto jefe. Cuando lo recibió se puso nervioso. Usted debe ser importante, porque nunca el coronel estuvo tan impaciente con una visita precedida de un sobre rojo. Ni azul, ni verde, ni negro. ¡Rojo! –Amanda reparó en el asunto de los colores de los sobres–. Rojo como la sangre.
—Rojo como la sangre. –Repitió Amanda recordando a Anita.
—¿No va a leer su carta?
—¿Tanto le importa que la lea?
—A la que le debería importar es a usted. Yo soy solo un indio de la tierra del Gran Viltipoco.
—Tal vez no sea una carta importante, debería tirarla por la ventanilla y olvidarme de ella. –Amanda hizo el gesto de arrojar el sobre fuera del automóvil.
—Yo no lo haría. Sé por qué se lo digo.
—¿Usted qué sabe? ¿O leyó mi carta?
—Sobre rojo, señorita.
—Sí, sobre rojo, ¿y qué hay con eso? –Preguntó Amanda enfadada.
—Alerta, peligro, cuidado, todo lo que el rojo significa.
—Podría significar “¡Peligro! ¡Peligro! ¡Cuidado! ¡Comunista!”.
—Sí, podría ser, pero no se acostumbra. Cuando de eso se trata, viene en telegrama cifrado. Si fulano es comunista, “hay que hacer tal cosa”, por ejemplo, “torturarlo”; si mengano es comunista, “hay que hacer tal otra”, por ejemplo “matarlo”; si zutano es comunista, “hay que hacer lo uno y lo otro”, es decir, “primero torturarlo, luego matarlo”. ¿Me comprende? Pero siempre en telegrama codificado, nunca se manda una carta para señalar a un comunista, porque cualquiera podría leerla e ir a poner de sobre aviso al tipo. Acá hay mucho simpatizante del comunismo, aunque, para no mentir, hay más simpatizantes peronistas, son mayoría, sin duda. Los negros como yo somos negros peronistas.
Amanda recordó el interrogatorio al que la sometió el hombre de cabeza con forma de pepino. Ante algunas respuestas suyas, él subrayaba con color rojo, y luego escribía “clara influencia materna”.
“Igor Fedorovich o Dimitri – los comunistas se infiltran de modos muy extraños – Inglés – Francés – ¿Miente a menudo? – ¿Dios o el diablo? – ¡Hereje! – ¿Obediencia o desobediencia? – ¡Mentirosa! – Los infiernos que describió el Dante – ¡Puta! – Desvirgada – Subrayado rojo – Clara influencia materna – Doble subrayado rojo – Clara influencia materna – Subrayado rojo – Clara influencia materna – Doble subrayado rojo– Clara influencia materna.”
Amanda balbuceó como si estuviera en trance:
—Rojo: Peligro, cuidado… Clara influencia materna –Vio por el espejo que el hombre asentía con leves movimientos de su cabeza.
—Rojo: peligro. Rojo: cuidado. ¿Me comprende?
—¿Debo preocuparme?
—Si la carta viene en sobre rojo es porque es algo importante. Sí es verde, todo tranquilo. Azul…
—¿Qué significa el color azul? –Ella no había podido deducir el significado de ese color.
—¿Azul? Algo así como si yo le dijera “usted no tiene ni idea de ese asunto”. Ignorante, si lo prefiere. Sí, ignorante es una respuesta bastante aproximada. “Usted es ignorante de esta cuestión”. ¿Me explico?
—Completamente.
Amanda recordó que cada vez que su interrogador subrayaba su nombre lo hizo con tinta azul.
—Y si el sobre es de color negro: falso, falso, falso. No podía ser de otro modo. ¿Qué color elegirían los blancos para simbolizar lo falso?
—El negro.
—Usted lo dijo, no fui yo.
Amanda volvió su vista a sobre. El chofer la observaba cada tanto por el espejo retrovisor. Lo abrió y extrajo un papel blanco, muy blanco, era un manuscrito prolijo, de líneas perfectas, las que comenzaban a la misma distancia del margen izquierdo y terminaban a la misma del margen derecho. Cada línea estaba separada una de la otra por la misma distancia, y estaba escrito con una estilográfica de tinta azul, muy azul. Al recorrer a primera vista la escritura, reconoció la letra de Miguel, su padre. Entonces, conteniendo la respiración, leyó con atención:
“Amanda, no soy tu padre. No sé quién fue tu padre biológico.
Conocí a tu mamá cuando tenías un año y te adopté como mi hija, pero no sos mi hija, no sos mi sangre.
Quiero que sepas que ni siquiera te llamás Amanda. Ese no es tu verdadero nombre. La obligué a tu mamá a cambiártelo por conveniencia. Lo elegí yo porque significa “la que merece ser amada”. Los papeles de tu nacimiento son falsos, me los proveyó la agencia para ocultar tu verdadero origen.
Mi nombre no es Miguel ni mi apellido Da Silva. Es una identidad de fantasía, me la dieron para una tarea reservada. La conservé por necesidad. Por lo tanto, tampoco tu verdadero apellido es Da Silva.
A tu mamá se la llamó Anita Cruspaga, pero esa no fue su verdadera identidad.
No estoy autorizado a decirte sus verdaderos nombres. Es un asunto de prontuario y para mantener el secreto sobre ella negocié que sus datos personales serían borrados de todos los archivos.
A partir de su muerte, tu mamá no existe en ningún lugar de la memoria administrativa.
Al cremar su cuerpo y arrojar las cenizas al osario general, no subsistió nada de ella. Solo quedan tus recuerdos que durarán hasta que mueras, o tu memoria muera antes que tu cuerpo.
Nunca sabrás tu verdadero nombre, ni el de tu madre, ni quien fue tu padre biológico.
De todos modos, serás conocida como Amanda Da Silva.
Te deseo lo mejor.
Quien hasta hoy se llamó
Miguel Da Silva.”
¿Era esa la carta de Miguel que le entregaron al arribar a la segunda posta? ¡Cómo saberlo!
¿Era esa la carta de Miguel que la tormenta deshizo con su torrencial lluvia? ¡Cómo saberlo!
¿La que el barro lijó hasta hacerla un pastiche ininteligible? ¡Cómo saberlo!
¿Y si era una intriga de ese musculoso capitán? ¡Cómo saberlo! ¿Y si solo era una patraña de ese indio, con grado de cabo, de apellido “Pérez”? ¡Cómo saberlo!
Eran penas cuatro palabras:
No soy tu padre.
No sos mi hija.
Cuatro palabras, solo eran:
No sos mi padre.
No soy tu hija.
¿Tan solo cuatro palabras? Tan solo cuatro palabras.
¿Sin amor, sin piedad?
¡Sin amor! ¡Sin piedad!
Cuatro.
Una,
dos,
tres,
cuatro.
No te llamás Amanda. ¡No me llamo Amanda!
No me llamo Miguel. ¡No se llama Miguel!
No se llamaba Anita. ¡No se llamó Anita!

¿Quién fue mi padre?
¿Quién fue mi madre?
¿Cuál es mi nombre?

Amanda no podía llorar desde aquella vez en su infancia, o simplemente tal vez ya ni siquiera supiera cómo olvidada que fuera de toda lágrima. Pero estaba demudada y eso se notaba en su rostro. El chofer fijó la vista en el camino y dejó de observarla. En su capullo la crisálida completaba su metamorfosis. Él se mantuvo en silencio por respeto, las penas era mejor dejarlas abrirse curso hasta que adquirieran su debida proporción.
Solo en ese instante Amanda comprendió lo que el interrogador le repitió entre gritos y además ridículos:
—¡Dígame su nombre!
—Amanda.
—¿Está segura que ese es su nombre?
—Estoy segura, señor.
—¿Cuál es su apellido?
—Da Silva.
—¡Da Silva! ¡Da Silva! ¡Falso! ¡Falso! ¿No se da cuenta de que es un apellido falso?
—Me llamo Amanda Da Silva.
¡Y el interrogador subrayó con azul la respuesta! ¡No sabe nada! ¡No sabe nada!
Amanda Da Silva. Hija de Anita Cruspaga. Hija de Miguel Da Silva. Todo falso, todo falso. ¡Falso! Nombres, apellidos, religión, sentimientos. Falso.

¡Usted no existe, señorita!
Es un invento.

Amanda cerró los ojos, se mantuvo reclinada sobre el respaldo de su asiento y dejó las manos sobre la carta de papel blanco, muy blanco, escrita con prolijas letras, con una estilográfica de tinta azul, muy azul. Y permaneció en silencio hasta finalizar el viaje. De ese suceso nunca habló con nadie.



[1] Ver poemario “Las guerras calchaquíes”.



[1] 10 de abril de 1938.

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