Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.32 «Cuatro dedos»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.32 «Cuatro dedos»

XXXII

Cuatro dedos


Cabalgaron desde esa mañana. El sol acompañó la marcha subido al techo del cielo en el que ni una nube se veía en todo el horizonte. Los caballos andaban como si supieran el camino de memoria, eligiendo por dónde sortear cada vado y esquivando las protuberancias que surgían de la tierra y que podían ser interpretados como misteriosos mojones que hacían advertencias a unos intrusos profanadores de un territorio sagrado, o hitos religiosos convenientemente dispuestos para la adoración de los pocos que se animaban por esas inmensidades. Los jinetes miraron los signos sin arriesgar un sentimiento y se mantuvieron en silencio. Había poco que decir y era mejor ahorrar saliva.
A pesar de la monotonía aparente del paisaje, Amanda cabalgó observando cada posible detalle de la geografía, las formas de la luz, las texturas del viento y los perfumes particulares que surgían entre las piedras.
Todos sus sentidos trataban de descifrar los secretos que envolvían la naturaleza de cada cosa para disimular su verdadera esencia. Pero los perfumes que llegaban a su nariz y a su cerebro, sin duda, eran los más significativos. Ellos la envolvían en su dominio como un traje de crepúsculo, una telaraña roja, el fermento de un gusano del pasado del que brotaba un hilo negro que tejía alrededor suyo un capullo más negro donde acabar su metamorfosis definitivamente.
Amanda olía ese mensaje penetrante. Olía la historia que llegaba cargada del enojo de la tierra encrespada, atesorado en la inconsolable alforja del pasado. Tierra seca y rebelde, tierra de sueños agrestes, tierra acechada piedra a piedra por aullidos que brotaban de las sombras como unas runas de significado indescifrable.
Olía los pedazos de guerras sangrientas diseminados desde la extensión del pasado donde se combatió a brazo partido hasta el presente mismo; olía los yelmos oxidados, las armaduras de luto, las manos y las piernas agazapadas de tormentos. Algo quedaba también del olor de las antiguas cosechas justo antes que se desataran hambrunas tremendas y no quedara nada qué comer ni qué beber durante siglos.
También pudo sentir el perfume del ruido del galope de las lanzas, de la furia de las flechas, de los extremos de la sangre que brotaba generosa desde el ojo de una herida impetuosa. De tramo en tramo surgían ante ella y a su paso, los cuchillos de los desamparados que señalaban al cielo en señal de repudio y de original congoja.
Al cabo de unas horas de cabalgar en silencio quedaron subidos a una lomada extendida desde donde podían ver todavía al árbol que llegó hasta la cima del hemisferio y lo derribó un hacha incomprensible llegada desde la inmensidad oceánica más allá de la vista humana. Quedaba su reminiscencia verde flotando como una única y magnífica carabela, salvada del naufragio de la vida originaria entre la pomposidad de lo que alguna vez fuera una selva. En esa cúspide del mundo fue donde acabó todo. Allí mismo donde se palpaba la nieve con la lengua llagosa para saberle el gusto de las sangres desvestidas de todo misterio.
Desde un lugar lejano que los jinetes no sabían descubrir, pareció sonar un tambor redondo como la pupila del runa uturunco. Por el socavón de su sonido surgió el vapor ferroso de las bocas relucientes de los arcabuces que mortíferos estallaron por tres siglos, derribando las águilas atrevidas desde sus nidos hasta el fondo de un lodazal de sangres y gotas de huesos rotos a golpe de garrotes. También donde el morado tigre yaguaroguí yacía con sus dos cabezas decapitadas, y el lomo roto del Tatu-Tumpa sangraba desde sus vísceras una luna muerta incapaz de proteger a nadie.
En ese pozo del barro de la noche se sepultaron todos los arcos, todas las flechas, todas las macanas, todas las naciones molidas como simples piedras de sal de la historia con la que sazonaron el banquete de oro y plata que devoraron rituales allende los mares, donde los reyes se apareaban con sus propios espantos sin arrepentimientos en nombre de Dios padre todopoderoso.
Luego los vientos de las filudas lanzas extranjeras con sus bailes macabros se presentaron ante ellos. Cruzaron entre sones de trompetas de guerra el espacio de la sangre de olor dulce, pero sabor amargo, y las sangres rodaron decapitadas con sus derrotas a cuestas. Los tres vieron esas derrotas pasar ante sus ojos hacia el fondo negro del olvido de todos los sucesos.
Las derrotas eran hombres y mujeres velando la última carnicería de la raza, vencidos por la magnitud de la espada, seres muertos, pero nunca sometidos.
A ellos, despojados de carne, de piel, de huesos, matas de paja ichu, envolvieron con sus largas hebras misericordiosas para darles consuelo a los cartílagos desnudos detrás de las heridas abiertas, las arterias derramadas de dolores profundos, las partículas de huesos rotos clavadas en la carne. Los muertos desde entonces y por trescientos años repitieron sus muertes de generación en generación hasta que se presentó el exterminio con su rostro desolador de espectro.
Los que quedaron vivos llagaron hasta la última guerra de la independencia con la enfermedad de la mita y la encomienda. Una cal salitrosa les dejó los huesos a la intemperie, en carne viva. El salitre desolló los nombres y los apellidos de los que gobernaron las alturas rocosas, los escarpados abismos azules de las noches primerizas, cuando la materia era raza alfarera y argamasa prodigiosa de barro y bronce glacial a la intemperie. De ellos se olvidaron casi todos menos aquellos definitivos y que quedaron impresos en la secreta simiente en armas de la última batalla altiplana.
En esa encrucijada encarnizada de la muerte y la vida, cabalgaba Amanda con la escarapela prendida al pecho como si llevara la semilla de la patria al fantástico lugar donde echaría la insurrección de las raíces para brotar hasta el implacable cielo de la libertad esperada.
Tres días y tres noches, tardó en llegar al último puesto en medio del sopor de su desmayo por fiebre.
Tres días y tres noches para partir hacia el primer retén, advertida de que ya no tenía retorno y casi lista o lista por completo (y así se vería a sí misma tal y como era), para su última y definitiva mutación.
Tres días y tres noches. Se lo repitió pausadamente para asimilar el suplicio del número tres que la perseguía desde hacía años por algo que ella no podía comprender.
Número tres mordiéndole la memoria como en el pasado.
Ni Amanda, ni Amor, ni Anita. Las tres prohibidas tres veces, como tres veces negó Pedro antes que cantara el gallo, y luego lloró tres lágrimas desconsolado la muerte del maestro que él mismo había negado.
Treinta y tres la edad de Cristo y tres clavos suficientes para pasar la carne de lado a lado y sentenciar al hombre a tres días de muerte.
Tres días y resucitó de entre los muertos y estableció una catedral de catecismos.
Y recordó sin proponérselo de ese modo:
Tres llamados del destino.
Tres preguntas sin respuesta.
Tres veces tres.
Treinta y tres, la edad de la muerta que lloraba la monjita sin consuelo.
Y al final soltó una pregunta que dejó a Amanda sin aliento desde que era una niña:
“¿A qué edad murió tu madre, Amanda?”
El que hablaba en su lengua ancestral le dijo sin abrir la boca y mirándola a los ojos: “treinta y tres”, y respondió el enigma. Ella debería haber llorado, pero no lo podía hacer desde su infancia, desde que Miguel, su padre, lloró, contra su pequeño pecho al anunciar la muerte de la madre.
Solo pudo mirar al Frutos que nunca abrió la boca durante todo el camino porque era hombre de pocas palabras, muy pocas, casi ninguna. Cómo lo había escuchado era una pregunta que era mejor no hacerse. Y cómo podría saber él la edad de Anita, no se atrevió ni a sospecharlo.
En el camino comieron charqui. Bebieron agua. Mascaron coca. Amanda se llenó la boca con esas hojas que nunca había probado y que le arrimó Frutos. Las acomodó debajo de la mejilla derecha, donde se hicieron pasta amarga y jugosa.
La reconfortó su extraño amargor tonificante. Cuando escupía su oscura saliva, la tierra la chupaba con desesperación. Después sabría que era la sed de los sepultados vivos.
El calor del mediodía se hizo penetrante y aunque no había viento, si no escurridizas brisas cubrieron sus narices y bocas con unos pañuelos que llevaban en las alforjas para no tragar el polvo de las piedras que lijaba los bronquios hasta hacerlos sangrar. Estaba segura de que los tres durmieron sobre las monturas como si hubieran permanecido catatónicos y que marcharon sonámbulos por un tiempo indefinido.
Al caer la tarde, muchas leguas al frente, se divisaba el primer retén, agazapado en el horizonte como un rampante puma, mordiendo clandestino el borde de la tierra y el cielo con sus dientes negros. Era tan grande como oscuro; era una fruta negra sobre el altar de una tierra negra; una mancha de sangre vieja por un corredor de piedra y polvo de cenizas que se derrumbaba de este a oeste, hacia la guarida donde muchas noches salían a amenazar el gobierno de la luz del día. Hilos de mugre rodaban desde el alto de sus miradores, y esparcían un olor nauseabundo para espantar a algún atrevido que decidiera aproximarse aquel promontorio que prometía la muerte entre suplicios increíbles.
A medida que la noche se presentaba, el frío iba ganando intensidad. A paso lento, un tanto entumecidos, arribaron a una especie de mirador alto, muy alto, desde el cual se podía dominar con la vista una gran extensión. Era una construcción de cemento, sobre una gruesa columna también de cemento a la que se subía por una estrecha escalera de hierro.
—¡¿Quién vive?! –Un soldado a quien no se podía ver, gritó desde esa casamata.
—¡Juan y Frutos “Pérez”! –Gritó Juan a viva voz. Amanda y los dos hombres miraban hacia arriba sin poder distinguir dónde estaba el soldado–. Venimos con la entrega que pidió el coronel en jefe. –Desde el reducto no se oyó nada.
Un hombre se asomó por uno de los cuatro estrechos miradores que tenía la construcción en cada uno de sus costados. Medio cuerpo afuera, casi colgando para poder verlos y para apuntarles directo a sus redondas cabezas con su fusil.
—¡Quédense donde están! –Les gritó, mientras otro guardia bajaba por la larga escalera de hierro. El que descendía llevaba su fusil en la espalda y portaba una enorme linterna militar.
—¿Los “Pérez” de los tres ranchos del último puesto? –Preguntó sabiendo de quienes se trataba, aunque todavía no podía distinguir sus rostros.
—Los mismos. –Respondió Juan.
—Los esperábamos ayer. –Le dijo el guardia.
—La tormenta nos retrasó.
—Suponíamos. Dichosos ustedes que probaron el agua. Aquí todo tiene sabor a mierda. ¿La mujer es la enviada de Buenos Aires?
—Así es. Tenemos orden de seguir hasta el fuerte.
—El “cuatro dedos” está insoportable, deberían tenerlo presente. –Con un movimiento de la cabeza señaló a Amanda–. ¿Ya la advirtieron?
—Abundio le dijo.
—¡El Abundio! ¿Todavía anda con ganas de hablar del “cuatro dedos”?
—Su lengua se mueve poco, pero suele ser oportuna. –Dijo Juan.
—Qué tipo, ese. ¡El mejor baqueano que se conoce! –Exclamó el guardia en confianza–. Que viva mil años.
—La Teresa lo cuida con esmero. No sé si pa’ tanta vida.
—¿Anda “La Kori” remediando los achaques todavía?
—Tal cual. Si anda adolorido diga que así la traigo en persona a la sanadora.
—¡No, qué va! Por ahora solo me duele el culo de estar sentado en ese piso de cemento.
El guardia reparó en la escarapela que Amanda lucía en su pecho.
—¿La escarapela?
—Regalo de Don Abundio.
—Miren que al “cuatro dedos” no le gustan esos adornos.
—No es un adorno, es una escarapela. –Amanda le habló por primera vez. Su voz sonó fuerte y decidida. El hombre tragó saliva. No estaba acostumbrado a escuchar la voz de mando de una mujer. Pero supo ser discreto.
—Yo solo le comento, señorita. Por el bien suyo que será el de todos. –Miró a Frutos que le guiñó un ojo.
—¿Podemos seguir? –Preguntó Juan–. Queremos llegar cuanto antes.
—Hacemos las señales para avisar al segundo puesto quiénes son y cuando nos respondan, podrán seguir.
—¿Estarán atentos, aquellos?
—Están al pedo como nosotros, esperando una señal de algo. Cuando ven una luz creen que es la mismísima estrella de Belén que les anuncia la buena nueva. Así de embolados están los tipos como todos por estos lares. Seguro responden enseguida.
—¿Cuántos hombres hay en esta casamata? –Preguntó Amanda.
—Dos. ¿Por qué pregunta? –Respondió el guardia.
—Curiosidad femenina, llámele.
—En cada refugio hay dos guardias. Solo en el retén mayor hay un destacamento. O tal vez algo menos que un destacamento. Los hombres van y vienen, uno nunca sabe.
—¿Mujeres? –Amanda preguntó sorprendiendo al guardia.
—¡¿Mujeres!? No. En ningún refugio y en ningún retén hay mujeres.
—No hay familias, entonces.
—No. Soldados solitarios, muy solitarios. La familia aquí es un recuerdo de que alguna vez se fue hombre.
—¿Dejaron de ser hombres?
—Somos soldados, señorita, solo soldados puestos a obedecer.
—¿Y la disciplina?
—El capitán Mediolazo se ocupa de disciplinarnos a todos a puro garrote. Nadie sale ileso donde él comanda. –El guardia le confirmó lo que Abundio le dijo sobre el jefe del retén.
—Pero si huelen una pollera acá se debe poner espeso el asunto.
—Ni que lo diga.
El soldado murmuró recordando el episodio de la mujer que el Mediolazo desgarró con su dedo por dentro, el que la pobre infeliz le arrancó con sus dientes, en venganza por la tortura que le había infligido y por la que murió desangrada.
—¿Tengo algo de qué cuidarme? –Le preguntó Amanda mirándolo directo a los ojos.
—De todo. Acá hay que cuidarse de todo. De las víboras y alacranes sabe de qué son capaces, pero los hombres son capaces de cualquier cosa.
—Tendré muy en cuenta su consejo. –Le dijo Amanda.
—Lo bien que hará, señorita.
El soldado le hizo unas señas con su linterna al guardia que se mantenía arriba, apuntándolos con su arma. Desapareció por la estrecha ventanita por la que estaba asomado y desde otra, la que miraba en dirección al norte, transmitió en morse a la guardia del otro mirador usando la luz de su linterna. Amanda leyó el mensaje sin inconveniente.
“Los “Pérez” del último puesto vienen con la entrega. Permiso para continuar.” Fue el mensaje. Desde la casamata vecina, luego de un tiempo, le respondieron también en morse: “Permiso concedido”. Antes de que el guardia gritara el mensaje, Amanda, en voz alta, lo tradujo.
—“Permiso concedido” –gritó con energía–, sorprendiendo al soldado que esperaba la palabra de su compañero. El de arriba confirmó lo dicho por Amanda.
—¿Sabe morse? –Le preguntó el soldado extrañado.
—Entre otras cosas. –Y puso su mano sobre el cuchillo verijero que llevaba apostado en la cintura. El hombre entendió de qué le hablaba.
Juan y Frutos lo saludaron con un gesto amistoso. Amanda apenas con un movimiento de su cabeza. El soldado la despidió haciendo la venia. No se atrevió a pensar en ella salvo como militar. Sabía que darse máquina resultaba poco inteligente. En medio de esa soledad no había modo de aliviar sus deseos y arriba solo lo esperaba un negro tan fiero como él.
En cada refugio se repitió la misma escena. Solo que los hombres, a medida que avanzaban hacia el retén, eran más callados y circunspectos. No hacían comentario de nada y tampoco se prestaban a diálogo alguno. Todos se mostraban respetuosos con la mujer, esa que venía desde Buenos Aires acompañada por los puesteros.
A medianoche se aproximaron a su destino. Eran cuatro construcciones muy altas, unidas por paredes gruesas y que describían un cuadrado perfecto. Se trataba de piedras unidas con cemento, como los antiguos pucará. Su fortaleza hasta parecía exagerada porque un ataque militar era impensado, pero protegían al destacamento de los fuertes vientos que llegaban de todas direcciones.
Se detuvieron a la entrada de la construcción. Un portón de dos hojas, lo suficientemente grande como para dejar pasar un camión militar, gobernaba el frente del edificio. En medio de la gran puerta, otra más pequeña para que pudiera pasar por ella una persona a la vez. En ella, a la altura de los ojos de una persona de estatura media, una mirilla cuadrada de no más de diez centímetros por lado.
De adentro gritaron a viva voz:
— ¡¿Quién vive?!
Juan respondió alzando la voz lo más que pudo:
—¡Juan y Frutos “Pérez”! Venimos con la entrega que pidió el coronel en jefe.
—¡Esperen ahí y no se muevan! –Amanda miró hacia arriba y vio a varios soldados que los apuntaban con sus fusiles.
—Identifíquense. –Gritó otro soldado que asomó hasta la mitad de su cuerpo. Hombre de rostro anónimo, escondido tras un pañuelo mugriento mientras iluminaba la cara del que encabeza el grupo tratando de reconocer sus rasgos.
—Juan “Pérez”. –Dijo Juan alzando una mano para que reconocieran quién era el que hablaba.
—Frutos “Pérez”. –Se presentó sin perder tiempo el compadre sabiendo que a los tipos no les gustaba que tardaran en responder sus preguntas. Pero Amanda se mantuvo en silencio.
—¡Usted! –Amanda ignoró la orden.
—¡¡Usted!! ¿No oye? –Amanda se mantuvo impasible.
—¡Usted! ¡La mujer! ¡Identifíquese! –Le exigió el soldado que la apuntó directo a la cabeza iluminada por el otro justo en la copa del sombrero.
—¡Me identifico un carajo! –Amanda se quitó el sombrero para que su rostro quedara por completo a la vista de los soldados–. ¿Quién mierda es usted para preguntar mi nombre? ¿Quién mierda se cree que es para darme una orden? –Le gritó mirándolo desde abajo–. ¿Oyó lo que le pregunté? ¡Respóndame bolsa de mierda! ¡Soy un oficial superior, pelotudo! ¡Soy un oficial superior! Cuando baje le patearé el culo hasta que sangre. ¡Vaya y busque a su jefe! Dígale que solo hablaré con el coronel en jefe y no con un pelotudo como usted.
El soldado se metió para adentro sin decir una sola palabra. Le hubiera cerrado la boca a trompadas. Amanda esperaba que volviera a aparecer para insultarla o repetirle la orden para que se identifique, y ella lo esperaba para putearlo hasta que se quedara sin voz. Pero el tipo desapareció por la ventanita y no volvía a aparecer.
Supuso que estaba informando a su jefe inmediato. “Estos no se tiran un pedo sin pedir permiso”, pensó con acierto. ¿Sería su jefe el mentado “cuatro dedos”? Esperó que el soldado volviera con sus nuevas órdenes, y así saber cómo seguía el asunto en ese retén que le pareció un cuartel de mala muerte, cuya tropa tenía el aspecto de tipos desahuciados.
Juan y Frutos estaban muy intranquilos, sorprendidos por el comportamiento de Amanda, que a cada momento se ponía más atrevida con los soldados, haciendo valer su condición de oficial superior, algo que ellos desconocían por completo.
Abundio le dijo que debía tener coraje para hacerle frente al “cuatro dedos”, pero pensaban los dos cada uno por su lado, que la mujer se estaba pasando de la raya siendo tan insolente con la tropa.
La muchacha había decidido jugar fuerte la partida, nada de esperar al lobo a campo abierto donde tenía ventaja sobre ella porque cazaba en grupo, guiando a esa horda de energúmenos desesperados por oler la entrepierna de una mujer, aunque llevara muerta varios días. Para esa caterva sometida al celibato forzoso, el olor de la carne putrefacta de una mujer hasta podía resultar excitante. El guardia del primer mirador se lo dijo clarito, “De las víboras y alacranes sabe de qué son capaces, pero los hombres son capaces de cualquier cosa”, lo que estaba haciendo era espantar a la jauría humana.
Ella decidió cazar al lobo en su propia guarida, donde esperaba confiado comer la carne de sus víctimas y regodearse en su sangre derramada. Ella se ofrecía como cebo sabiendo que el tipo no podría resistirse a la presencia de esa carne joven, fresca, oliendo a sangre nueva y a lúbrica humedad entre las piernas.
Lo haría confiar en su machismo y, cuando estuviera bien cebado, lo despacharía como se merecía. Consideró a su favor que tratándose de una enviada de Buenos Aires y destinada a servir a quien era su superior, también él debería arriesgar mucho al meterse con ella.
—¿Del Puesto de los “Pérez”, los tres ranchos al ingreso de la zona restringida? –Preguntó el soldado asomándose nuevamente por su ventanita.
—Los mismos.
—¿Traen la entrega?
—¿La entrega? ¿Qué dice imbécil? ¿Me ve cara de paquete?
—¿Digo si la mujer viene con ustedes?
—¿No me ve, soldado es ciego o pelotudo? –Amanda gritó enfurecida.
El soldado se mordió la lengua para no putearla.
Juan habló tratando de apaciguar los ánimos.
—Confirmado, traemos la… –estuvo a un tris de repetir “la entrega” y se corrigió a tiempo–, … la señorita sana y salva.
Estaba tan sorprendido como angustiado por la actitud cada vez más provocativa de Amanda.
—Esperen los tres ahí. El capitán Mediolazo está llegando para recibir el paquete.
—¡Paquete es el que te voy a meter por el culo! –Gritó Amanda, quien señaló al soldado con su dedo índice.
Frutos miró a Juan y le guiñó un ojo. No pudo disimular su sonrisa de satisfacción. ¡Tantas veces quiso putearlos a esos matones y debió tragarse sus palabras! El soldado volvió a morderse la lengua para no responder. El capitán le advirtió que no se metiera con “la pendeja esa” porque ese era un asunto de oficiales y no de soldados rasos; él en persona se ocuparía de bajarle los humos “a esa porteña puta y mal aprendida”.
Dos soldados abrieron de par en par el portón de ingreso al retén. El capitán Tiburcio Mediolazo llegó en su destartalado y oxidado jeep Land Rover, canadiense, a donde estaban los hombres y Amanda, quienes se habían apeado esperándolo para poder ingresar. Ella, instintivamente, palpó el cuchillo verijero en la cintura solo por corroborar que allí estaba, por si lo necesitaba para la ocasión, luego apoyó el sombrero del Abundio en el cuerno de la montura para tener sus dos manos libres. No quería arruinar ese bello sombrero que debía devolver a su dueño.
Detrás del jeep militar un pelotón venía al trote acompañándolo. Parecían un destacamento perdido desde el tiempo de Olañeta y que había ido a parar a ese pozo del mundo donde morían eternamente de sed los conquistadores.
El capitán, cuando descendió del vehículo, escupió la saliva mezclada con el jugo de la hoja de coca. Se rascó la entrepierna mientras miraba de arriba a abajo a la mujer. Se inclinó hacia adelante y se tiró un sonoro pedo que provocó la risotada de sus subordinados. Así empezó la partida, y si así, sin remilgos se largó el anfitrión, la visita se sintió de inmediato relevada de toda cortesía.
“No sabe con quién se mete”, pensó para sí Amanda, y recordó un verso de la crencha engrasada guardado en la memoria desde la infancia y que le vino justo para la ocasión: “soy una mina posta que hizo cancha de entrada.”
Mediolazo, o “cuatro dedos”, como era conocido, era un hombre alto y delgado, de rostro enjuto, ojos pequeños, de un color extraño, gris plomo, sucio, terroso. Rojos de sangre, surcados de infinitas venas que podían estallar en cualquier momento. Bastante narigudo, de los hoyos de su nariz salían unos largos y negros pelos que se confundían con los del bigote.
Abajo, tras la narizota, el bigote abundante tapaba el labio superior que era de un color oscuro, aunque no tanto como el labio inferior, más manchado por el jugo de las hojas de coca y los cigarros que fumaba a menudo.
La mandíbula inferior se iba hacia adelante con voluntad propia y se remataba en un mentón cuadrado y macizo, algo prominente para esa cara flaca y pellejuda.
Estaba sin rasurar de varios días, lo que le daba un aspecto muy sucio. Como era bastante cogotudo, la barba se estiraba casi hasta el pecho y ahí se mezclaba con el vello. Una redonda y gruesa nuez de Adán sobresalía de ese pescuezo agarrotado y flanqueado por dos arterias gruesas como tubos.
Andaba siempre mal presentado, y si no estuviera recluido en ese retén vistiendo un roñoso y roído traje militar del que apenas se le distinguían las insignias, se lo podría tomar por un pordiosero. Llevaba desatados los borceguíes, mal prendida la camisa y la bragueta a medio abrochar, algo que dedujo Amanda llevaba a propósito para exhibir su pene ante ella como si se tratara de una condecoración que ella debía recibir ansiosa.
Ver la bragueta medio desabrochada fue estímulo suficiente para volver a tocar el verijero, acomodado atrás, en la cintura, contra el cinto del pantalón. Si con él se podía carnear a un animal, ni pensar lo que haría con ese apéndice flácido que pendulaba entre las dos huesudas y descarnadas piernas del militar.
En su entrenamiento aprendió a capar carneros y a cortar la yugular de la garganta de las vacas en un solo movimiento, y estaba más que dispuesta a amputarle el pito al milico ese, mal entrazado y mal oliente. Degollarlo era más fácil pero inconveniente. Con un movimiento rápido y preciso, Amanda sabía que podía cortar la garganta del fulano y hacerlo desangrar delante de su roñosa jauría. Pero sabía que en ello le iría la vida. No bien la cabeza del hombre se separe lo suficiente del cuello para mostrar la intimidad de la garganta cercenada, la manada se arrojaría sobre ella para devorarla en venganza por la muerte de su menesteroso macho alfa.
El capitán llevaba una gran linterna. Sin saludar alumbró a Amanda directo a la cara. Ella no se inmutó. Eligió una partida brava y había que jugarla como se presentaba: si no había liga, mentiría el envido, y si la racha seguía mala, mentiría el truco. Pero bajo la manga tenía bien guardado el as de espadas bien afilado, para sacarle las tripas al fulano que se vanagloriaba de ser descendiente del visitador Areche.
Juan y Frutos adivinaron los gestos de la muchacha y rogaban que el asunto no se le fuera de las manos, y que pronto los dejaran marcharse sin mayores inconvenientes, Amanda continuando hacia su destino y ellos volviendo donde la ranchada.
—¿Y esta pendeja raquítica nos mandaron? –Exclamó Mediolazo mirando a la recién llegada–. ¿Qué mierda tienen en la cabeza los de Buenos Aires? –Preguntó mientras daba vueltas como perro loco alrededor de la muchacha, y para cerciorarse de sí llevaba cuchillo a la cintura, cosa que comprobó por el brillo de la luz contra la alpaca del mango.
—¿Se creen que este es un desfile de moda esos porteños de mierda?
Amanda dejó caer los brazos a cada lado de su cuerpo en señal de relajamiento para que el hombre creyera que estaba resignada y sin fuerzas. Mediolazo se acercó a ella y la alumbró de nuevo de la cabeza a los pies. Luego se aproximó aún más y la olía como si fuera un sabueso reconociendo a su presa. Retrocedió unos pasos y miró a la tropa que sonreía embobada.
—Los voy a dejar oler a esta pendeja porque este perfume no lo van a volver a sentir en toda su puta vida de soldados. –Señaló en dirección a la entrepierna de Amanda–. Aunque está disfrazada de militar, abajo solo hay una conchita casi nueva. –Con su dedo gordo e índice simuló el tamaño del sexo de Amanda–. Poco uso, lo puedo percibir por su olor. Pero ya no es virgen, sépanlo tagarnas. Si quieren una virgen vayan a la iglesia, que es en el único lugar del mundo en donde van a encontrar una. ¿Entendieron?
—¡¡Sí, señor!! –Gritó a viva voz el pelotón.
—Yo huelo una virgen a kilómetro y medio de distancia y esta huele a puta lista a ser servida por una buena tropa necesitada de amor. –Aspiró ruidosamente varias veces–. ¡Huelan, soldados, huelan! –La tropa aspiraba ruidosamente el aire frío y seco.
—¿Necesitan amor? –Preguntó imperativo a sus soldados
—¡Sí, señor!
—¡No se oye! ¡Más fuerte!
—¡¡Sí, señor!! –Gritó a viva voz ese séquito miserable.
—Así escucha la señorita y va abriendo las piernas para lo que viene. – Regresó sobre Amanda y la miró a los ojos.
—¿Así que te gusta dar órdenes, pendeja? –Amanda le sostuvo la mirada y no le respondió. –El hombre retrocedió y giró mirando a donde estaba la soldadesca.
—A ver, che, vos, el petiso de la izquierda. –Llamó a un soldado que estaba en la primera línea.
—Andá a traerme a alguna india que le saque a esta infeliz el disfraz de militar que le pusieron los indios estos. –Señaló a Juan y Frutos–. Estos “Pérez” de mierda, como todos los “Pérez” de mierda que abundan por estos pagos de mierda, creen que están en el carnaval de la Pachamama y disfrazan a las copetudas mal educadas para divertirse.
“Cuatro dedos” caminó hasta Juan y se paró frente suyo, mirándolo fijo a los ojos. —Seguro que fue la gorda esa, la que el baqueano se monta cada tanto, la que la disfrazó de ese modo, ¿verdad? Les gusta burlarse del ejército, ¿no es cierto? Se disfrazan de militares para burlarse de nosotros.
Tomó la cabeza de Juan y hablándole a los gritos al oído, le dijo:
—Esa gorda te va a traer mala suerte, indio bruto. Yo sé que te la culeás cuando el viejo Abundio se va por los caminos de Dios. Pero llevate de mí consejo, indio sucio, buscate una buena chancha que es mejor que esa gorda asquerosa.
A la chanca, cuando acabás, dale una buena garroteada hasta dejarla morbosa, y vas a ver que no te sigue a ningún lado, porque hasta las chanchas aprenden más rápido lo que no hay que hacer, que esa mujer roñosa con la que convive el Abundio.
En ese puesto de mala muerte conviven todos como judíos del desierto oliéndose el culo unos a otros. ¿No es así? –Juan se mantuvo callado porque no sabía si debía responder.
—Te hice una pregunta, indio de mierda. ¿Conviven o no, como jodidos judíos del desierto oliéndose el culo unos a otros?
—Sí, señor.
—¡Más fuerte!
—¡¡Sí, señor!!
—Así me gusta. –El capitán caminó alrededor de Juan–. Si querés librarte de la gorda, y este es un consejo que te doy casi como un padre, la tenés que matar. Matala como mejor sepas hacerlo, pero hacelo rapidito, y yo voy a hacer como que nunca me enteré de tu crimen.
Haciendo la señal de la cruz le ordenó a Juan que se pusiera de rodillas. Frutos sostenía la vista al frente, casi sin pestañar, y Amanda, más atrás, seguía la escena sin perder la calma. Sabía que la humillación contra Juan buscaba sacarla a ella de las casillas. Como aquel interrogador, cuando se presentó como aspirante enviada por su padre. El que se pone nervioso, pierde. Gran enseñanza.
—Estás perdonado hijo de tu crimen. –Impostó la voz Mediolazo imitando a un cura y posando su sucia mano sobre la nuca de Juan–. Después dejá su cadáver a los buitres que ellos comen cualquier mierda. ¿Entendiste?
—Si, señor.
—No te oigo.
—¡¡Sí, señor!!
—Si no la matás, indio sucio, estará ahí para desgraciarles la vida a todos. –Juan, aun de rodillas, bajó más su cabeza tratando de esquivar la mirada del capitán y guardó un prudente silencio.
—¿Y la india? Para cuándo ¡carajo! –Miró a la tropa y gritó mientras el soldado corría hacia el interior del retén buscando a alguien que no existía.
Mediolazo regresó donde estaba Amanda esperándolo inmutable. La olió nuevamente como un perro. Giró alrededor de ella olfateando a veces a centímetros de su cara. Aprovecho a observar con más detalle el verijero.
—Díganle a la india que traiga para lavarle la cosita, debe apestar después de cabalgar un día. El coronel huele las vaginas más lejos que yo, tiene olfato bien entrenado para los flujos femeninos, y no queremos por nada del mundo que se le eche a perder la mercadería que compró en Buenos Aires. ¡Con lo que la habrá pagado!
Moviendo de arriba abajo, su cabeza comenzó a repetir sin emoción:
—Mirá lo que nos mandaron los porteños, –y coreó varias veces–, mirá lo que nos mandaron los porteños… –Se detuvo frente a Amanda y fijó su vista en la escarapela.
—¿Y esta mierda? ¿Qué hacés con esta mierda prendida en el pecho, pendeja? –Dijo mientras señalaba la escarapela con su dedo roñoso–. Sos puta, ¡no patriota! “Puuu-ta”. Como suena: “puuu-ta”. –Canturreó escupiendo la cara de Amanda–. Así que sacátela rápido porque verla entre tus tetas me dan ganas de vomitarlas. –Amanda observó la mano del capitán acercarse a su pecho y llevó la suya a la cintura, hasta el cuchillo verijero. Si tocaba la escarapela o rozaba sus senos, iba a amputarle al tipo otro dedo, y eso si tenía suerte de no perder alguno más en la cuchillada. El hombre observó el rápido movimiento de la mano de la mujer, y retiró la suya, claro del peligro que corría, con los años había aprendido que subestimar a un enemigo podía resultar mortal.
—Seguro te la dieron estos indios de mierda, ¿verdad? ¿Cuántos años hace que estos indios de mierda vienen jodiendo con sus boludeces de la guerra gaucha? Tengo las pelotas como dos melones de estas huevadas de los indios. ¿Por qué Roca no los mató a todos? ¿Eh? ¿Por qué fue blandito con estos mierdas? –Escupió a los pies de Amanda?– ¿Por qué tenemos que seguir dándole de comer a estos animales? Vos que venís de Buenos Aires a darnos lecciones, ¿no me lo querés explicar?
Mediolazo se arrimó como si fuera a abalanzarse sobre Amanda. Ella se preparó para apuñalarlo.
—Si te atrevés a tocarme, en vez de “cuatro dedos” te van a llamar “sin pelotas”, porque te las voy a cortar de un solo tajo.
El capitán se dejó tentar por el desafío y empezó a perder la proporción de las cosas. Detrás suyos, un alcahuete del coronel en jefe apreciaba la escena en silencio. Mediolazo se relamió libidinoso.
—¿Querés desafiarme a duelo de cuchillos? Vos no solo sos puta, sino que sos loca. –Le dijo echándole su aliento pútrido en la cara–. Hace mucho que no cojo y vos me vendrías muy bien para sacarme toda la leche que tengo. Apostemos, apostemos. A cuchillo. Si vos ganás, me cortás las pelotas como me amenazas, si gano yo… No querrás que te diga lo que te voy a hacer. ¿Querés, pendeja?
—Lo que quiero es que me dejés de joder y ordenés que me conduzcan a donde me espera el coronel en jefe. –Amanda le respondió en voz muy baja para que la tropa no pudiera escuchar lo que decía. En cambio, “cuatro dedos” gritaba a viva voz para exaltar a la partida contra la mujer–. Lo único que vas a coger de mí es un puñal en medio de tu ojete, así te cagás muriendo en sangre. –Mediolazo le dijo al oído “perra de mierda, vas a rogar después de que te coja toda esa tropa, que te deje tocarme la pija”.
—¡Apuesten! ¡Apuesten! –gritó Mediolazo ofertando–. ¿Cuánto dura la raquítica esta cuando conozca mi pija? ¿Cuánto dura la porteñita engreída? ¿Un polvo? ¡Paga diez mil pesos! ¿Un día? ¡Paga cinco mil! ¡Una semana! ¡Mil pesos! ¿Un mes? ¡Gratis! En un mes de cogidas no va a servir ni para fregar la bombacha. ¡Apuesten! ¡Vamos! ¡Apuesten! Vos, cara de nada –dijo señalando a un soldado que lo miraba asustado–, decime ¿Cuánto dura la pendeja? ¿Un día? ¿Dos días? ¿Tres días? ¿Cuántos?
—¡Un día, señor! ¡Un día! –gritó el soldado obediente, riendo y haciendo estallar en carcajadas a los otros.
—Cinco mil pesos roñosos apuesta este maricón. ¿Quién da más? ¿Quién da más? Aquí dijeron un día. Vos –señaló a un soldado– ¿Una semana? ¡Mil pesos! –Miró hacia el fondo de la fila–, el narigón de atrás dijo “una semana”. ¡Mil pesos! Vamos, vamos, ¿quién da más? Vamos, vamos, alguien que suba la apuesta. ¿Un día? ¡Cinco mil pesos! ¿Quién dijo un día? Dos semanas, vamos, vamos, alguien que apueste que la pendeja no aguanta ni un polvo del capitán “Cuatro dedos”. ¡Apuesten! Que la pendeja está muerta de hambre, ¡viene a buscar hombres de verdad!, porque en Buenos Aires ya no quedan.
—Indios abstenerse, no queremos líos ni con negros ni con indios, esta es cosa de blancos. ¡Apuesten! ¡Apuesten!
Yo voy con diez mil pesos a que ni dura un polvo. Después se la mandamos al coronel en jefe para que se la chupe como un caramelo. Más tarde la tira acá para la tropa, así podrán tenerla como una perrita que les lama bien lamido el pito a todos. El que se la abotona, gana.
¡Apuesten! ¡Apuesten! ¿Vos? ¿Tres semanas? –Un soldado mostró tres dedos para indicar su apuesta–. ¡Ah! Le tenés fe a la pendeja. ¡Tres semanas! ¿Alguien más?
Se detuvo frente a Frutos. Pensó que, si la mujer vino a buscar roña y no llegaba a desquitársela, hacerlo “cagar al indio mudo” le daría una satisfacción, aunque fuera menor.
—¿Y vos indio? ¿No querés apostar? –le preguntó mirándolo a los ojos–. Decime: ¿cuánto dura este cacho de carne que nos trajiste? –Fruto también lo miró a los ojos y habló sin temor.
—Para toda la vida.
—¡Qué tal el indio! ¡Aprendan del indio, tagarnas! ¡Indio agrandado! –Gritó Mediolazo entre risas–. ¿Hablaste con la Pachamama y te dijo que va a durar para toda la vida? ¡Dejate de joder indio o te voy a hacer cortar la lengua por insolente! ¡Las mujeres son una calamidad! ¡Una de las siete plagas que nos mandó Dios! ¡Indio mamado! Una calamidad no puede durar para toda la vida, hay que extirparla. ¡Apuesten! ¡Apuesten! ¡Vamos a extirpar esta calamidad! No le lleven el apunte al indio que está empedado con chicha barata.
—Va a durar toda la vida. –Frutos, atrevido como nunca, insistió redoblando la apuesta al “cuatro dedos”. Juan lo miró un tanto sorprendido y un tanto resignado. Pensó para sí “de algo hay que morir”, dispuesto a la pelea si se presentaba, pero vio decepcionado que el cuchillo caronero había quedado demasiado lejos de su mano, debajo de las caronas de su caballo.
—¿Esta porquería va a durar toda la vida? –Le habló a Frutos, pero mirando a Amanda–. No indio estás equivocado. Y te lo voy a probar ahora mismo, no me aguanta ni una chupada de pija. Pura espuma la mocosa, la voy a hacer cagar sangre, apenas se la acomode entre las nalgas.
Entonces, el “Cuatro dedos”, el nombrado capitán Tiburcio Mediolazo, quien orgulloso decía ser descendiente del visitador Areche –el que ejecutó a Tupac–, solo por hacer honor al desafío que le presentó la mujer esa, recién llegada, enviada por Buenos Aires a prestar servicios bajo el mando del coronel en jefe, se paró delante de ella con sus piernas abiertas, dispuesto a cumplir su palabra de macho endurecido en la soledad de aquella parte del mundo. Apoyó sus brazos en jarra en las caderas, desafiante. Río con su boca en la que faltaban muchos dientes, algunos perdidos en peleas y otros podridos, y lanzando pequeños escupitajos a la cara de la muchacha, esperó expectante la reacción de la intrusa, listo para vejarla las veces que se le vinieran en ganas.
Los soldados reían a carcajadas. Los que estaban arriba, en el mirador, distraídos por esa escena, dejaron de apuntar a los recién llegados y miraban a los contrincantes excitados por lo que observaban.
Amanda no le aflojó la mirada, y cuando lo tuvo en la medida justa, ni lejos ni cerca, cuando pudo medir la distancia precisa desde donde le llegaba su aliento podrido le dijo en una voz casi imperceptible:
—Hoy es el último día en que vas a tener esas pelotas que cuelgan entre tus piernas. Ya te lo dije, después de mí, no te van a apodar más “cuatro dedos”, te van a llamar “el viejo sin pelotas”. Viejo y castrado. Viejo y capón. Vas a servir para señorita de alguno de estos, porque de hombre no te voy a dejar nada, no te va a servir ni para mearte encima.
Mediolazo frotó su cara con una mano y se estiró lo que pudo para tantear con la otra una mano de Amanda. Pero ella no la retiró, como suponía el capitán que haría. Estaba dispuesta a cebarlo hasta que perdiera la cordura por completo, de ese modo no podía predecir qué le esperaba y ella ganaba tiempo para diseñar su estrategia. De paso dejó que sintiera la rudeza de sus manos, con las que podía caparlo igual que a un carnero.
“Cuatro dedos”, en efecto, sintió esos dedos fuertes y se sorprendió. Pero el roce lejos de amilanarlo lo excitó aún más y Amanda lo dejó que se entretuviera con el intrascendente roce de sus dedos. Mediolazo equivocó el sentido de la caricia.
El capitán retrocedió un par de pasos, solo para poder apreciar a Amanda de cuerpo entero e imaginarla desnuda con su verga en la juvenil vagina. Esa alucinación lo desquició por completo.
Deseaba morderla hasta sangrarla. Morderle los senos, la vulva, donde pudiera clavar sus pocos y podridos dientes. La penetraría de todas formas y luego le haría tragar su semen, mezclado con roña, con mierda, con liendres, con sangre.
La dejaría tirada, sobre el camastro sucio o boqueando en la letrina con mierda, desnuda, tirada sobre los orines y excrementos, exhibiendo sus intimidades inflamadas, bien servida por un auténtico macho endurecido en los desfiladeros de esa tierra aniquiladora, un soldado heredero de la bravura de los primeros conquistadores. Si esos fueron capaces de aniquilar imperios enteros y esclavizar multitudes, y como verdaderos leones humanos devorar a sus crías para que ya no se perpetuaran en pérfida descendencia, qué no haría con esa “porteña puta” que había venido a soliviantarse frente a su tropa, para humillarlo como si apenas fuera un sirviente y no un oficial de la milicia.
Él, autoproclamado descendiente de Areche, el que mató al sublevado ese y a toda su familia, se saciaría en ese cuerpo juvenil hasta que se secaran sus testículos de satisfacción.
Se lo prometía y era hombre de palabra: la dejaría sangrando por la vagina, por el ano, por la boca, a la vista de los todos los soldados que se reunirían en manada a aullar sus deseos, y solo cuando se hubiera satisfecho de ella por completo, la sortearía entre la tropa para que se la pasaran de a uno hasta que todos agotaran su semen en ese cuerpo núbil que ya no serviría para nada.
Mediolazo aspiró el aire reseco de la noche con una fuerza que lo despabiló y pasó su lengua por los labios en un obsceno gesto.
Sacó un cigarro de tabaco negro de su bolsillo trasero y con un yesquero lo encendió. Echó el humo del habano directamente al rostro de Amanda y ella sintió en ese preciso instante una descarga extraordinaria, una hiriente electricidad en su cerebro, que partió de los olores incrustados en su nariz, hasta la intimidad misma de un suceso que no podía recordar en su precisa dimensión. La voz de Anita, esa vez sí sonó desde un momento de su infancia indescriptible, desdibujado, impreciso; era una voz entre oscuridades que repetía una historia oculta desde siempre. ¿Qué recuerdo provocaba en ella ese olor rancio y penetrante? No podía describirlo a ciencia cierta. Solo intuía por su dolor que se trataba de otro dolor, pero inconmensurable.
Algo en sus íntimos tejidos se conmovió justo al instante en que el humo entró por su nariz. Se vio a sí misma en una cama, aplastada por una figura enorme, obesa, que fumaba un enorme habano mientras le pasaba la lengua por el cuerpo. Un calor homicida nació de ese recuerdo inexplicable y circuló desde sus pies hasta su cuero cabelludo. Debió respirar varias veces por la boca para alcanzar todo el oxígeno que necesitaba para calmar su ira. Mediolazo vio su boca abierta, su húmeda lengua inquietante, y sintió la suya amarrada a esa, pequeña rosa de papilas suaves y jugosas.
—¿Te gusta abrir la boca para provocarme? ¿Querés que te coma la lengüita?
Mediolazo escupió hasta el fondo de la garganta de Amanda la pasta negra de la saliva, la hoja de coca y el tabaco.
—Si andás buscando algo que ponerte en la boca, yo te puedo ofrecer algo mejor que mi lengua rasposa.
Todos los hombres miraron asombrados hacia la muchacha, que de frente al hombre no daba ningún signo de acobardarse. Tragó la pasta asquerosa que le escupió el otro, y a su vez lanzó un gargajo tan oscuro como la noche derramada a los pies del capitán desbocado.
Él llevó su mano a la bragueta y manoseó su miembro. Fue ese gesto libertino que devolvió a su memoria una lección única durante su entrenamiento que no volvió a repetirse.
El instructor le habló de los puntos débiles de los varones para que pudiera defenderse en caso de precisarlo. De todo lo que le habló, de todos los lugares sensibles que describió en el cuerpo de un varón, nada se comparaba al dolor que provocaba una buena patada en las pelotas. No cualquier patada, le explicó detalladamente. Una patada que solo podía gestarse en el supremo deseo de la supervivencia o de los instantes previos a un homicidio premeditado.
Una patada ni larga ni corta. Justa, precisa.
—Si la patada es larga –recordó le dijo–, golpea más allá de los testículos, en la raya del culo, debajo del ano. –Le habló así, sin rodeos, porque el hombre no sabía expresarse de otro modo–. Doler, duele. ¿Me explico? –Evocaba Amanda que le preguntó el instructor y ella movió su cabeza asintiendo–. Pero es ineficaz. Si la patada es corta, –explicó mostrando la zona, –pega en el miembro, y con algo de suerte en la vejiga. También duele, pero también es inútil.
Si se pasa de la vejiga y pega en el vientre –le indicó señalando el suyo–, el desgraciado puede tomarla del pie y hacerla caer. Entonces, muchacha, apriete bien la entrepierna porque antes de que se dé cuenta el tipo la habrá ensartado y acabado adentro. –Amanda lo miró sin prejuicios, esperando que el hombre culminara con su lección.
—La cosa no es maltratar al infeliz por ser un hijo de puta que se quiere aprovechar de una mujer. Si no sacarle las ganas de joder, y que por un buen rato no pueda moverse. Eso da tiempo como para retirarse a prudente distancia o huir en busca de buena protección. –Así que la patada debía ser justa y, le repitió insistente, ni larga ni corta.
—Tampoco de puntín –le dijo–, porque un pie chico como el suyo sí patea de puntín capaz que acaba en la entrepierna, justo al lado de los testículos, contra el muslo, donde está la coyuntura interna de la pierna. Con suerte podrá rozar un huevo y causar dolor, pero, –repitió–, el asunto no es infligir dolor al otro. O, mejor dicho, –se corrigió–, es infligir el suficiente dolor para que el atacante no pueda tomarse revancha. Usted debe dejarlo fuera de operaciones. –Y se rio con ganas por su descripción.
Así que la patada debía ser con el pie algo chanfleado, “así, así” le explicaba torciendo su propio pie para que ella aprendiera la inclinación justa en que debía torcerlo para descarga la patada justo contra los dos testículos.
—¿Zurda o diestra? –Recordó que le preguntó el entrenador.
—Zurda. –Dijo ella.
—Entonces la patada con la izquierda. Seca. Fuerte. Bien direccionada. Con el pie chanfleado un poquito hacia la derecha, como le expliqué.
Después de eso, le recomendó, volver con ese pie y esperar firme que el tipo se doblara para agarrarse las pelotas. Y cuando se retorciera del dolor, ahí nomás, sin perder tiempo, sin piedad –estaba de más decirlo– una patada con el pie derecho a la nariz, de abajo hacia arriba, para rompérsela, y si con el taco golpeaba la boca, podía romperle también los labios y unos cuantos dientes.
—Hay que torcer un poquito la punta del zapato para arriba, para agarrar bien de abajo a la nariz. Llevado por la fuerza de la patada, el pie sigue, pero el taco rompe la boca y los dientes. El tipo no sabrá si agarrarse las pelotas, la nariz o la boca. Tres dolores al mismo tiempo y solo dos manos. Así de limitada es la naturaleza humana, ¿se da cuenta? El tipo queda fuera de combate, se lo aseguro. Si usted aprende a defenderse como le enseñé, sepa que hasta el más avivado de los hombres llevará la peor parte.
Recordando ese aprendizaje miró al gallito Mediolazo de frente y calculó su patada. Ni larga ni corta. Justa y precisa. Tuvo que acercarse un poco más para estar a la distancia adecuada.
El otro desabrochó los botones restantes de su bragueta y sonrió tentado por la situación. Amanda, provocativa, se mojó los labios con su pequeña lengua.
—¿Anda apurada por probar? –preguntó “Cuatro dedos” al observar el gesto–, ¡haberlo dicho! La hubiéramos servido antes con todo gusto y nos ahorrábamos todo este bochorno. ¡Con lo caliente que estoy con voz, pendeja de mierda!
Amanda, con sus dos manos, le indicó que avanzara hacia ella. Y el hombre, ya listo a sacar su caliente pene erecto, avanzó confiado.
La pata fue precisa. Realmente justa. Ni larga ni corta, como le enseñó el instructor. Algo chanfleado el pie como le explicó aquel hombre. El borceguí hizo lo suyo, con su punta redondeada, chata y poderosa.
Golpe pleno en las dos pelotas. Fue tan fuerte que sonó a músculo partido, a tejido aplastado; sonó tan rudo que espantó a la tropa que aulló dolorida como si a todos ellos los hubieran pateado las pelotas al mismo tiempo.
El escroto de Mediolazo se llenó de sangre, y si hubiera tenido oportunidad de mirarlo, habría visto como adquiría el color morado del coágulo. Ya no tenía dos testículos, eran dos guindas oscuras y reventonas.
El hombre se dobló hacia adelante, descontrolado por el intenso dolor en sus testículos aplastados. Y entonces, en su nariz, de abajo hacia arriba, como le dijo el instructor, una patada con la fuerza de una mula lo sorprendió. Volaron por el aire los pocos dientes que le quedaba. Cayó hacia atrás, agarrado de sus pelotas y sangrando por la nariz y por la boca. Desmayado, golpeó la nuca contra la dura tierra.
Un comedido desenfundó su arma y pareció dispuesto a dispararle a Amanda. Pero el correveidile del coronel en jefe, quien siguió la pelea en absoluto silencio, gritó “¡Soldado, guarde el arma!”, y el milico se contuvo llevado de la orden de ese superior.
—Toda la tropa dos pasos atrás –gritó decidido el alcahuete–. Despejen el lugar, cada uno a su litera –ordenó–, y al que jode le hago dar una paliza que se va a acordar de mí para toda su puta vida. ¡Quince días de solitario al que se hace el boludo!
La soldadesca reconoció a ese jefe, obediente se retiró como le fue mandado. Amanda quedó frente al cuerpo del capitán Mediolazo, quien permaneció allí tirado, despatarrado, prendido a sus pelotas con las dos manos. Juan y Frutos no pudieron alzar la vista para mirarla, tan satisfechos que estaban. Sus expresiones de felicidad les hubieran costado varias semanas de calabozo solitario. Ella volvió donde el reyuno, se acomodó el sombrero que había dejado en el cuerno de la montura, y montó el caballo para ingresar con suave trote al retén sin que nadie se atreviera a molestarla, seguida de a pie por los dos puesteros.
Los guardias cerraron la gran puerta doble del retén mientras miraban el cuerpo inerme de su jefe, abandonado al frío de la noche en medio de una abundante sangre que brotaba de su nariz y de su boca rota.

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