Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.11 «Simplemente María»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.11 «Simplemente María»

XI

Simplemente María


La alemana le dijo que el único lugar en el que se podía cantar y alivianar las penas era en el mismísimo “El Secreto”. El destino de los vagos, de algunos mequetrefes y parroquianos solitarios que jugaban sus horas al billar o a las cartas, entre café y café, ginebra y ginebra, soledad y soledad.
Amanda no se sorprendió por esa revelación. Había intuido que ese era el lugar a donde todos, más tarde o más temprano, iban a penar ente lágrima y lágrima. ¿Por qué ella sería la excepción?
Era un alto en la noche donde refugiarse en invierno para no morir de frío y un momento de distensión para los obreros, grapa mediante, esperando el tren en el que viajaban a la ciudad a trabajar en sus oficios.
La menor de las hermanas, esa de la que nunca supo el nombre, estuvo de acuerdo en que no había mejor lugar para cantar y deshacerse de una pena que el mugriento bar a la vera de la estación del ferrocarril. Y apostó que, si Amanda encantaba a los parroquianos con su voz, los comentarios sobre el maravilloso suceso llegarían bastante más allá de los dominios de los cuarteles, incluso interesando a la propia tropa, y que de todos lados vendrían a preguntar por esa angelical voz de la que se decía dulcificaba el alma y aliviaba las angustias y pesares. Amanda rio por las divagaciones de las hermanas. Pero no pudo abstraerse de la religiosidad con que las mujeres encararon el asunto de ir al pequeño altarcito que homenajeaba a Anita antes de emprender la empresa del canto entre los parroquianos del barsucho. Fueron a implorar por Amanda a quien le había dado la vida y, tal vez, y la única que la había amado sin ninguna condición.
Hasta allí llegaron caminando con lentitud, cada una con un ramo de flores en sus manos, en procesión, con parsimonia, y luego de santiguarse repetidas veces oraron tal vez por el alma joven de la difunta, tal vez por el alma en pena de la hija. Retiraron las flores marchitas que, en cada horqueta de cada rama extendida hacia el cielo adornaban el altar y dispusieron con elegancia los vivos ramos de flores multicolores que llevó cada una de ella.
Hubo una discusión acerca de la presencia de “Elga”. Amanda misma consideró innecesario que la poderosa “Elga” las acompañara hasta el reducto del “El Secreto”. Los malandras nunca se irían a entrometer con ellas. Con ninguna de ellas. Y cuando oyeran cantar a Amanda, daban por descontado las mujeres, más de uno de esos que se presentaban como macho cabrío, lloraría de emoción o de tristeza, conmovido por la voz celestial de la muchacha.
De todas maneras, había una ley no escrita, un verdadero código de honor que obligaba incluso a los rufianes a no sobrepasarse con ninguna dama y mucho menos con las que habitaban ese villorrio de proletarios y empleados de modesta condición. “Elga” entonces volvió a su funda y quedó guardada en el ropero de la habitación de Gertrudis.
La noche estaba extraña. Había un sabroso fermento distante que blanqueaba la luz de luna entre los pastos aromatizando el viento. Ardían unas sombras a lo lejos y dibujaban una corola de chispas que se confundían con los círculos que dibujaban las estrellas en sus giros entre las ramas de los árboles, que dejaron de ser azules para volverse negros. En las penumbras que las lucecitas de los hogares dispersaban en todas direcciones, se tatuaban las hojas de otros árboles enanos que competían con las carnosidades de los cactus que empuaban sus gordas hojas para maltratar a la perrada que se arrimaba a mearlos sin consideración.
La carbonera se hizo más oscura en ese momento de la noche. Como una titánica catedral de hollín, alzaba la colosal arquitectura de unos humos que dispersaban una arena negra que sumergía el villorrio en un médano de carbón inesperado. Debajo de las capas de hollín surgía la húmeda calle mojada por el abundante rocío, en sus dos posibles sentidos, hacia la gran avenida por donde se iba a la ciudad, y hacia el fondo de los cuarteles, pasando a la vera de la laguna. La calle se hacía ancha de mamados que iban a los tumbos de aquí para allá, perdidos en la noche, y adquiría un aspecto de agreste lámina trenzada en piedras pequeñas. Una espiral de vientito revolvía los polvillos que se habían acumulado en el día con el paso del colectivo de Ramón y las caballadas de los peones rurales.
Amanda, Gertrudis y su hermana, caminaban por la veredita ripiada en dirección a las vías del tren. Algunos se adelantaron a las tres mujeres pensando que algo extraordinario debería estar por ocurrir al verlas pasar en esa dirección. Si las alemanas salían como un cortejo detrás de la muchacha, hija del milagro de la vida y la muerte, entonces había que esperar algún acontecimiento aliviador que estaría por suceder. Tan pocas cosas ocurrían allí en donde el tiempo parecía lentificarse deliberadamente para simular que los segundos duraran minutos y los minutos horas y las horas días y los días meses. Amanda siempre sintió que en ese lugar el tiempo transcurría de un modo diferente. Así los más viejos fueron adquiriendo mañas de eternidad. Pero era una eternidad que no estaba dada en la sobrevida de un individuo, sino en la permanencia en el tiempo de toda esa especie como proyecto humano, de toda esa vecindad equiparada en sus riquezas y en sus pobrezas. Todos y ninguno eran la expresión eterna de aquellos primeros que se pusieron de pie ante la Historia misma, y sobre sus dos pies caminaron el mundo desde lugares remotos. Allí estaban hijos de la nada y padres de nadie, rompiendo las cadenas allá en la esclavitud, alzando los siervos en el dominio feudal, levantando los proletarios en la dominación capitalista. Ellos, ignorados de siempre, llevaban la historia sobre sus espaldas, levantaban sus propias fortalezas con las manos, abriendo los surcos fecundos con sus propios dedos y derribaban las alturas desde sus pequeños heroísmos. Su eternidad no estaba restringida a ninguna individualidad, sino en la continuidad colectiva de todos ellos.
Amanda, Gertrudis y su hermana, pensaron en el tiempo, pensaron en las sombras, pensaron en los ruidos, y palpitaron los vuelos de los murciélagos cargados de premoniciones, voladores inquietos que respiraban chillando el remoto aire caliente que llegaba desde los viejos hornos de pan de las lejanas chacras. Los murciélagos fueron palomos negros de buenos augurios en la desconocida noche del villorrio.
En la puerta del “El Secreto” la primera que se detuvo fue la propia Amanda y fue a ella quien todos los parroquianos vieron primero. Los que estaban sentados a sus mesas alzaron la vista para ver a la muchacha y dejaron los naipes asustados, abandonaron el dominó como a una maldición y abortaron las discusiones por inútiles.
Algo extraordinario debía de estar por ocurrir para que la muchacha hija de la santa de la vida y santa de la muerte estuviera entre ellos. ¿Cuántas veces los ángeles bajaban a compartir con los desamparados sus vivencias? Tal vez esos seres habían tomado alguna decisión y ellos, tan mortales como borrachos, tan ensimismados en el envido o el truco mentidos, no habían entendido ninguna de sus milagrosas señales.
Allí estaba la hija de la santa. ¡La hija de la santa ante ellos! Desprovista de oropeles, simple como era su madre, ante ellos, harapientos todos y olvidados de Dios y de los herodianos gobernantes que habían mandado a masacrar a todos los infantes, como hizo el opresor, temeroso del advenimiento anunciado. Allí estaban ellos, privilegiados testigos entre todos los privilegiados, apreciando a la muchacha como ningún otro habría de volver a verla jamás en toda la existencia.
Amanda, esa noche, estaba particularmente bella. La gris melancolía que patinaba sus ojos, impresionaba a los hombres que quedaron en silencio y expectantes.
El “Gallego” tartamudeó afectado por la sorpresa. Fue Prudencio o Serafín, el quinielero, quien lo sustrajo de su estado catatónico indicándole que hiciera callar al gramófono Columbia que chirriaba desesperadamente un paso doble. Luego de Amanda, aparecieron las dos alemanas.
—Este no es on lugar para una senorita como osté. ¿Me cumprende?
El “Gallego” trató de explicar en sus simples palabras lo inconveniente que resultaba para su boliche que esa muchacha estuviera presente a esa hora de la noche, en un lugar exclusivo para hombres. Qué dirían los milicos si se anoticiaran de la sorprendente presencia de la hija de la vecina muerta. Pero Amanda ignoró esas palabras que sabía eran más de compromiso que dichas como verdadera recriminación. El “Gallego” no volvió a hablar durante toda la noche. Y los milicos que se hicieron presentes, lloraron como cualquiera en la noche de las emociones.
Amanda se ubicó en el centro del salón. Los hombres corrieron las mesas para hacerle lugar. Las alemanas se quedaron cerca de la puerta que daba a la avenida. Afuera la noche se pulía hasta adquirir la tersura de unos pétalos nocturnos bajo el maravilloso nácar que las constelaciones aproximaban con sus luces.
Se oyó la voz cantar “Sur” y todo el cielo y su nombre flotando en el adiós.
Desde el fondo del boliche salieron en bandada los pibes del “Gallego” y hasta su propia esposa dirigiendo la prole para escuchar esa voz extraordinaria.
Luego, se hizo un silencio. Afuera del “El Secreto” el barrio se amontonó para escuchar cantar a esa muchacha que había vuelto para devolverles lo que creían haber perdido sin darse cuenta.
Los viejos sobrios juraron que cantó la Merello “Se dice de mí…” y que fueron transportados al “Mercado de Abasto”, donde la morocha lució sus encantos ante de transformarse para siempre en la Marturano. Aseguraron, ¡juraron! Cruzando los dedos y besándolos, que ellos la vieron, la palparon en sus emociones, y por eso lloraron de dolor por las palabras, lloraron de dolor por los sonidos, lloraron de dolor, así de simple.
Y en la puerta, apoyado en el marco de la vieja persiana, estaba él, envuelto en una nocturna intemperie, una nocturna soledad, un nocturno amor, esperando la simbiosis de dos cuerpos que se sabían el uno para el otro.
Amanda pensó para sí mientras cantaba una canción aprendida en la infancia.

En tu ausencia desvanezco de luz, ceniza soy,

O apenas lodo, escombro de amor que desespera.[1]

Él no podía dejaba de mirarla y adivinaba detrás de su emocionado canto, sus emocionados versos.

¡Hunde tu barco angostado

de proa ancha

en mi mar de bellos caracoleados

y oleadas amenas!

Dirige tu barca entre la espuma afortunada

de mi embriagada cadera desvestida.

Aprieta mi vello con tu vello

hasta que se confundan de revuelos.

Súbete a la guirnalda de mis labios

y ocupa con tu lengua la soledad del beso

que prometes suplicante a mi tristeza.[1]


Cuando cantó “María”, todo aquello encontró su verdadero sentido.

¡Acaso te llamaste solamente María!

Tu cabeza rodando temprano hacia la muerte

cuando el fuego caía como una furia roja.

En su vuelo mortal el metal lo fue todo,

y el solitario estambre de tu precioso cuello

cortó de un solo golpe. Allí acabó la vida.

Entonces te tomé entre mis frágiles brazos

y tu sangre me tiñó con su último misterio.

Te miré a los ojos, pero estabas ausente.

Reconocí el abismo de tus párpados tiesos

y tus amorosos labios ya vaciados de besos.

¡Acaso, como el tango, te llamaste solamente María!

Luego el silencio. El silencio perpetuó el momento. Así como llegó en el misterio de aquella noche envuelta en suspicacias de lunas que salpicaban las casas con sus manchas intactas, Amanda se fue, húmeda en flor, beso de agua y aroma de corola. Ella no volvería jamás a la pequeña soberanía de ese páramo.
Las alemanas se marcharon tomadas de sus manos como no hacían desde que eran niñas. Ensimismadas, caminaron sonámbulas, tal vez recordando la patria suya que dejaron atrás llena de muertes.
En “El Secreto”, los parroquianos permanecieron su ensoñación hasta que llegó el alba. El tren les devolvió la rutina de cada día.
Amanda y el misterioso muchacho se reunieron. Los amantes se estrecharon para curar sus fiebres y se marcharon juntos caminando de a besos cada tanto. Amanda sintió el arrullo del perfume de cereales, y supo que estaba ante un hecho trascendente.
Él la miró de ese modo, quieto, erguido, madera de una nave que naufraga, fruta que ovilla su cáscara prohibida, último mar entre fragmentos de orillas barridas por el viento.
Ella, desnuda de amor, bajo el territorio de la noche, lo observó cómo se iba quitando la ropa lentamente y palpaba la sangre misma que a él le inflaba caliente las venas tubulándolas; que dejaba de desvestirse para alzarle el vestidito a la muchacha Amanda, de ojos arrebatados de emoción, mientras un dedo de él se confundía en el sexo de ella, y él le reclamaba que dejara de pensar en lo que vendría y que lo tocara, que lo tocara con la lengua y deletreara su sabor, y que le metiera sus manos entre sus piernas, con fuerza, mientras le quitaba el vestidito y dejaba al descubierto los pequeños senos que metía en su boca para lamerlos, bajo la blancura pálida de una lámpara colgada en el techo pintado de amarillo.

¡Quédate amarrado a la oleada apretada

de tu cuerpo en mi cuerpo acariciados!

Justo en la orilla donde agitan las aves

de nuestras tiernas caricias sus plumajes.

Socava con tu ola prodigiosa

mi bahía inmadura como fruta temprana.

¡Llega! ¡Llega! ¡Nunca partas![1]


[1] Ídem.


[1] Ídem.


[1] Ídem.

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