Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.4 «Empezando»

IV

Empezando


No bien Miguel habló en casa de las dos alemanas del asunto de la vuelta de Amanda al barrio, y les dijo para justificarse, que él haría todo lo posible por estar el mayor tiempo posible con ella, pero que, además de trabajar, debía atender a su hijo enfermo de un asma terrible, con el que vivía del otro lado de la ciudad, por el barrio de Caballito, Gertrudis le dio la espalda y se marchó en dirección a su dormitorio sin esperar a que el hombre terminara su explicación. Pareció un gesto de brutal descortesía. Miguel quedó con las palabras en la boca creyendo que a la mayor de las mujeres no le interesara en lo más mínimo sus explicaciones.

Gertrudis, desde su habitación, cuando Miguel terminó de hablar, le dijo a viva voz que “Elga Suhl Simson” cuidaría de Amanda todo lo que fuera necesario y de la manera más eficaz posible.

—¡Ella sí que sabe ocuparse de estos asuntos! –exclamó con energía–. Mi hermana y yo hace años que confiamos en ella. Lo hicimos en Alemania y lo hacemos en Argentinen. Nunca nadie se entrometió con nosotras. De jóvenes teníamos algo que ofrecer, pero ahora de viejas, si alguien pretende entrar a nuestra casa no lo hará para enamorarnos; con seguridad y sin temor a equivocarme digo que vendrá a robarnos. Pero “Elga” lo pondrá en su lugar, se lo aseguro. Así que señor vecino, quédese muy tranquilo, porque estando “Elga” informada de la presencia de su hija, nadie se atreverá a tocar ni un pelo de la muchacha.

Miguel no sabía de qué le hablaba la mujer. Era la primera vez que oía ese nombre del que no tenía idea a quien podría pertenecer. Dudó si no sería el nombre de la mayor de las dos hermanas, porque en realidad no sabía el nombre de ninguna de las dos. Nunca lo preguntó, y no por temor a pasar por entrometido, solo porque no era de hacer amistad con facilidad con nadie. Tampoco ellas se los mencionaron cuando se presentaron. Tal vez sí se lo dijeron a Anita, pero quedaba hasta ridículo preguntar por semejante circunstancia que involucraba a la mujer muerta hacía varios años. Guardó silencio y prefirió esperar que la alemana siguiese con su explicación. Gertrudis regresó del cuarto trayendo en sus manos una brillante escopeta de dos caños de grueso calibre, brillante como lucía todo en esa casa.

—Le presento a “Elga”, nuestra protectora. –Le dijo mirándolo con una sonrisa pícara y cómplice–. Yo le puse ese nombre. Mi hermana los apellidos. “Elga Suhl Simson”, pero llámela solo “Elga”. Es sencilla como todo buen alemán. Además, le confieso, soy muy buena tiradora. Acá no hay ningún peligro estimado señor vecino. –Y palmeó tres veces a la escopeta a la que llamó “mi querida amiga Elga”–. Ella ya está al tanto de que nuestra vecina vuelve a su casa y está lista para actuar. Ningún bribón hará de las suyas–. Junto con la escopeta, la mujer traía una cartuchera repleta de cartuchos que ella misma fabricaba en sus momentos de ocio.

—Los comprados no son tan buenos, –le dijo a Miguel señalándole los cartuchos, pero él solo tenía ojos para la enorme escopeta que la mujer blandía como si fuera un simple palo de escoba–. Le bajan la calidad de la pólvora para ahorrar. Los perdigones son alemanes, me los manda un primo que los fabrica. Acero alemán. Muy bueno. Trece perdigones en cada cartucho del mejor acero alemán. Una preciosura.

La menor de las hermanas apoyó lo dicho por la mayor. Trajeron a “Elga” desde Alemania. La fabricó una empresa que primero la expropiaron los nazis y después los soviéticos, cuando derrotaron a las hordas del Führer. Era una buena arma, como todas las armas alemanas.

Nunca tuvieron un problema desde que se radicaron en ese villorrio. El arma nunca fue usada. Y eso que su casa daba a los fondos del ferrocarril donde solían deambular vagos y malandrines, que nunca se animaron a entrometerse en la propiedad de las alemanas porque sabían lo que les esperaba.

Alzó el arma en dirección a los ojos de Miguel, quien trató de no ruborizarse del temor que le produjo la acción, ya que ignoraba si el arma estaba cargada. No sería inteligente mostrarse como un cobarde porque una alemana enorme portara una también enorme escopeta calibre 12/70 y dirigiera sus dos cañones directo a sus ojos. Gertrudis solo quería demostrarle lo convincente que resultaban esas dos profundas y negras bocas como verdaderas cuevas de la muerte, que eran los dos cañones perfectamente torneados, si alguien se atrevía a mirarlos de frente con intenciones poco santas. Bajó el arma, lo que serenó a Miguel, y volvió a asegurarle que nadie se entrometería en la casa de su propiedad.

—Pero esta chica debe comer, está muy flaca, esquelética, raquítica, parece enfermiza. –Dijo para relajar al hombre que aún dejaba ver la inquietud que le produjo el arma entre los ojos.

—Ella sabrá administrase, se lo aseguro. La educamos en un muy buen colegio de monjas. Yo estaré todo lo posible con ella. Me voy a ocupar de que coma bien y esté cómoda.

—¡Hombres! ¡Hombres! ¡Monjas! ¡Monjas! Mala yunta. ¿Hombres? Echan todo a perder. Ya se lo he dicho incluso a usted. ¿Monjas? No me hable de monjas mi señor vecino. Monjas siempre hijas de puta. ¡Lo que la habrán hecho sufrir a su pobre hija! –la menor de las hermanas desaprobó las palabras de Gertrudis.

—No empieces con tus rezongos. El hombre vino a hablar de su hija, no de tus prejuicios contra las pobres monjas. –Gertrudis se llamó a silencio por no sostener una discusión con su hermana delante de un vecino al que conocían poco y nada. Luego de un momento retomó la palabra.

—Su hija está muy flaca. ¿Quiere usted enfermarla? ¿Cómo ha de dejar el cuidado de su alimentación a una muchacha solitaria? La gente si está sola come mal. La soledad arruina a las personas. No, nada de comer sola. Luego, hágame el favor, le pregunta a la muchacha si quiere que la cuidemos entre todos. Una noche puede comer aquí. Otra, de la “Negra”, buena portuguesa, maestra de niños. Tiene dos hijos pequeños que le van a encantar a Amanda. Se nota que es una chica amorosa con los más pequeños.

Luego en lo de la “Gallega”, también buena señora. Ricos arroces, buena mano. Al cuarto día podría comer con usted, para que usted no se haga el vivo. Y los viernes nos juntamos varios vecinos y comemos todos juntos. Tratamos de ser familia. Si usted quiere ser familia, puede venir, será bien recibido. Fines de semana, en casa. Vendrá con su otro hijo, el enfermito. Aquí sanará de todo. ¿Tiene asma? Yo le hago unas cataplasmas prodigiosas. Nada de yuyos, no sirven para nada, inútiles por completo. Cataplasmas, cataplasmas. Muchas hacíamos a los que vinieron de la guerra y se habían envenenado con gases venenosos. Salvamos muchos. Ella puede dar testimonio. Preparamos unos ungüentos sanadores que sacan el asma y curan otras enfermedades. –Gertrudis señalo a su hermana quien con un leve movimiento de su cabeza confirmó lo que la otra mujer le dijo a Miguel.

—Desayuno aquí todos los días –dijo la menor de las mujeres–, nadie se levanta más temprano que nosotras dos. Pan casero, manteca casera y tocino del bueno. Luego al colegio. ¿Y dónde va a estudiar la muchacha? –preguntó la mujer.

En qué colegio Amanda terminaría sus estudios secundarios era un asunto que todavía estaba pendiente. Miguel pretendía algún colegio prestigioso, Amanda deseaba hacerlo en el nacional que quedaba a pocos minutos de distancia. El colectivo lo tomaría en la esquina de la casita, sobre la avenida, y la dejaría en la puerta misma del colegio.

Miguel le pidió que no apurara una decisión. Él prefería un colegio religioso, pero Amanda, de solo oírlo, se enfurecía. Llegaron a un acuerdo: postergar la decisión por un tiempo. Recién comenzadas las vacaciones, podían tomarse ese tiempo para decidir.

Amanda, de todos modos, ya tenía resuelto que sería en ese colegio del Estado donde haría el quinto año. De allí saldría con título de maestra de escuela primaria, profesión que no descartaba en ese momento. Por otra parte, aprovecharía el tiempo libre que le dejaría ya no estar pupila, para aprender inglés y perfeccionar el francés.

Anita, desde que nació, le habló en los tres idiomas. En castellano, la lengua natal, ella le hablaba la mayor parte del tiempo. Pero todos los días, por las tardes, un tiempo en francés y otro tanto en inglés.

Amanda no podía precisar por qué de esos dos idiomas, el que recordaba mejor era el francés. Lo entendía con facilidad y la monja francesa del internado la ayudó a conversarlo con notable fluidez. El inglés parecía haber quedado dormido, oculto en algún lugar de su cerebro y no lograba dar con él. Recuperar esos idiomas era recuperar de algún modo a su madre. A pesar de que no podía recordar con facilidad el inglés, conservó en su memoria un poema que la conmovía profundamente y que solía recitarse a sí misma cuando se encontraba triste o desanimada. Era un poema que Anita repetía todos los días, como buscando que la repetición fijara en su hija esos versos que la fascinaban.

El amor a la humanidad del que hablaba el poeta le devolvía la fe en lo humano, una fe que no debía perder por ninguna circunstancia aun la más nefasta. Podía recitarlo de corrido, sin temor a equivocarse ni un solo verso. Era como si la propia Anita, emboscada en algún lugar del poema, dictara su dulce y conmovedora declamación.

¿Y la música? Miguel insistió para que no abandonara sus estudios. Pero Amanda fue terminante. Se acabó, no estudiaría nunca más música.

Al principio hizo responsable a su abuela por la venta del piano, pero luego llegó a convencerse de que, al morir su maestro, el cura concertista, algo se había muerto también en ella.

Amaría a la música de por vida, porque esos son amores que no mueren jamás, pero ya no le dedicaría sus esfuerzos, como lo hizo todos esos años en el colegio mientras fue pupila. Todo lo que aprendió con el cura concertista, lo llevaría con ella para siempre. Sus invocaciones a un Dios que ella no comprendía; sus manos alzadas en dirección a un cielo pintado de acuarelas reclamando sonidos extraordinarios; sus rebeliones contra la Madre Superiora; su calidez protectora. Siempre le quedaría un último recurso si la música le reclamaba algo que les quedó pendiente, refugiarse en el viejo Bach, volver a las fuentes, como le decía su maestro, ese quien siempre la recibiría con los brazos abiertos, como lo había hecho todos esos años que le dedicó a estudiar sus composiciones. Pero, para Amanda, el tiempo de la música había pasado definitivamente.

Tal vez Miguel no comprendiera aún que lo que había terminado, también, era su capacidad de gobernar a Amanda. Ella se había emancipado, aunque a su padre le costara aceptar esa situación y todavía esa emancipación él no pudiera percibirla tal y como era. Gracias a la tiranía de su abuela, Amanda se había atrevido a independizarse.

A partir de ese momento ella se supo realmente libre. Era un sentimiento todavía confuso, a veces algo abstracto, pero a partir de que impuso dónde viviría y donde ya no permanecería ni un instante, se sintió liberada de toda esa hipocresía corrosiva que intoxicaba su espíritu, esa manera de la extorsión basada en relaciones de intereses que ella no lograba aún descifrar, pero que repudia intensamente.

Y a poco de volver a su casita de madera canadiense, hasta sintió que, por primera vez, estaba en condiciones de abrirse a un amor verdadero, no ya como hija, no ya como compañera, sino como mujer.

Todos los cuidados de sus vecinos no la oprimían. Con ellos no se sentía prisionera ni cuestionada y eso que todos eran muy celosos de su protección. Por el contrario, los acompañaba, siempre que le pedían algo los complacía.

En poco tiempo subió de peso, y cambió su aspecto radicalmente. Parecía mayor de la edad que tenía realmente. Su propio padre se sorprendió del cambio y aceptó que su hija estaba en plena metamorfosis. El rostro había adquirido formas femeninas muy definidas, agrandado el busto, modelado las caderas, torneadas unas piernas largas y delicadas. La ropa ajustada exaltaba su figura. Todos empezaron a mirarla como una joven y bella mujer.

La niña que fuera había quedado en el pasado, jugando por las calles de tierra que se dirigían siempre hacia la laguna y donde se sumergían con sus cadencias de tierra y piedra. De ella se decía que estaba próxima a desaparecer porque el progreso había decidido que se debían rellenar esos terrenos anegados desde hacía décadas, luego de una lluvia magnífica que estableció el espejo de agua con rotunda soberanía.

Como ocurrió con Amanda, la fisonomía de todo aquello empezaba a cambiar definitivamente. Era un paisaje próximo a desaparecer, sumido en una metamorfosis de la que nadie sabía bien qué saldría al final de los cambios.

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