Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.9 «Todo termina»

IX

Todo termina


Miguel no estaba despreocupado, aunque su estado de ánimo tampoco podía considerarse angustioso. En su automóvil, sin apurar la marcha, se dirigía en dirección al colegio para visitar a Amanda luego de muchos meses de ausencia; la tarde estaba clara y calurosa, el cielo despejado por completo.

Un viento alegre cruzaba de lado a lado la ciudad y entretenía a los paseantes con sus pequeños silbidos que se gestaban entre las hojas de los árboles. El olor a río llegaba desde sus orillas e impregnaba todo el paisaje. Miguel aspiraba con placer ese perfume distintivo de Buenos Aires y que lo hacía recordar a su propia infancia, cuando en los días de calor, en pleno verano, llegaba junto a la familia a chapotear en las aguas del Río de la Plata que, iluminado por el sol a pleno, parecía más ancho y majestuoso que en otras estaciones del año.

Las noticias sobre su hija alentaban tanto dudas como certezas. Confiaba que los datos que le pasó una informante que solía transmitir los hechos con bastante objetividad (una virtud que no abundaba en las alcahuetas consagradas a Dios que siempre andaban prendidas de algún milagro, de algún suceso esotérico), lo ayudarían a no sufrir ningún contratiempo con la muchacha. Las cosas no venían bien entre ellos y eso era exclusiva responsabilidad suya. Y aunque Amanda nunca le reprochó su abandono porque realmente lo amaba, la situación lo dejaba siempre expuesto ante su hija.

Al saber de la metamorfosis de la niña sintió como si Anita le respirara en la nuca exigiéndole otro tipo de comportamiento con su pequeña. Aunque él se justificaba en su trabajo y en cuánto habían aumentado sus obligaciones, sabía de sobra que no había puesto todo el empeño que merecía la atención de la niña.

A medida que se aproximaba al internado, esa sensación viscosa que le producía la memoria de Anita cuestionando sus descuidos, se hacía más intensa y provocativa. Ese día como nunca antes. No lo consideró una premonición, pero debió reconocer que la intensidad de esas sensaciones era diferente a la de otras oportunidades.

No era supersticioso, y bajo ninguna consideración creía en eventos extraordinarios producidos por espíritus insatisfechos. Pero era incapaz de negar que la presencia de Anita fue una constante todos esos años en que mandó a Amanda al pupilaje, y ese último tiempo se había hecho más fuerte que nunca. Desde la ausencia lo presionaba como si estuviera de cuerpo presente todo el tiempo.

Eriseta lo ridiculizaba por ese sentimiento y le exigía deshacerse de esa sensiblería que lo desestabilizaba. Anita estaba muerta –repetía como si se tratara de un suceso intrascendente–, y de ese estado no regresaría jamás para estar a su lado. Mejor sería que se buscara una buena mujer que supiera atenderlo como correspondía y se dejara de desperdiciar sus años mozos en recuerdos y recriminaciones.

Su madre insistía que, por sus responsabilidades, tenía el deber de evitar toda perturbación ajena a sus obligaciones, toda preocupación innecesaria, y que ese cuidado debía ser una obligación autoimpuesta, un autocontrol. Un error en una apreciación, una orden incorrecta, una decisión a destiempo, y toda una carrera dedicada a la Agencia se podía venir abajo sin remedio. Había “mucho hijo de puta suelto esperando tu caída lo advertía. Y sugería no distraerse en asuntos que no merecían mayor atención. “Dejá que los muertos descansen en paz”, terminaba sus peroratas con esa recomendación.

Cuando estaba de poco humor, algo bastante frecuente en ella, volvía sobre los argumentos que una infinidad de veces le había repetido a su hijo: “Solo debés preocuparse por dedicarle más atención a Jorge en vez de hacerlo por una muchacha que no es de tu sangre.” Y agregaba que si Anita era un espíritu tan noble como él la presentaba (y esto dicho con descarado cinismo), como madre comprendería sin recelos que toda la fortuna de la que gozaba el niño justificaba las decisiones tomadas sobre Amanda. A cada uno lo que se merecía. Nada más justo. No hacía falta que volviese con aquello de “al César lo que es del César…”

Por otra parte, el internado de una muchacha en una institución religiosa era moneda corriente en esa época. Su hubiese nacido varón habría ido a dar a la Escuela Militar.

¿Quién prepararía mejor a una mujer para su futura misión de esposa, madre y ama de casa, que las virtuosas monjas que dedicaban sus vidas a Dios y solo a Dios, sin conocer otro amor que el de su vocación religiosa?

Las vidas de los “medio hermanos” Amanda y Jorge, sostenía Eriseta, se bifurcarían irremediablemente en direcciones muy diferentes y contra eso no había voluntad humana (y menos de un inexistente espíritu) que pudiera modificarlas. Miguel aceptaba resignado ese augurio, aunque conspiraba contra esa apreciación la alegría que a Jorge lo embargaba en cada oportunidad en que estuvo con Amanda. Buscaba sus brazos, sus besos, sus caricias y, sobre todo, sus canciones.

En el viejo piano del abuelo, Amanda tocaba unas músicas que embelesaban al niño en cuyo rostro se adivinaba el de la madre. Lo más notable era su sonrisa, como calcados los labios, el color vital y el sonido franco de quien ríe con toda la boca, algo que solía desmoronar a Miguel sin que mediara ni una palabra ni un gesto de desagrado de parte de los dos niños.

Eriseta nunca aceptó que Miguel le achacara que fue ella quien insistió con el internado “para sacarse de encima a la chica”. Detestaba cuando su hijo adquiría ese tono culposo y que solía emerger al beber algunas copas de más.

“Desgraciado de mierda” –decía acentuando cada sílaba para que su reproche sonara más hiriente–, “¿acaso vos te opusiste en algún momento al internado?” No, claro que no lo hizo y Miguel lo sabía perfectamente. Aunque él se justificara en que fueron otras las razones por lo que lo hizo.

El calificativo de “desgraciado de mierda” lo repetía varias veces, una tras otra, una tras otra, para que sonara en cada oportunidad más hiriente. Y le recomendaba que si iba a beber para poder llorar lo hiciera con bebidas más baratas, y no consumiendo sus delicados y costosos licores importados que él nunca pagaba. Para “moquear como una chinita que el patrón dejó embarazada” le recomendaba, lo mejor era el vino tinto barato, la botella de litro, de taninos poderosos capaces de hacer lagrimear al más pintado y de torcer el humor de cualquier borracho, incluso de los más sentimentales. “A llorar a la iglesia, m’hijito”, remataba su reproche y guardaba los licores bajo siete llaves.

Cuando Miguel dijo aquello por primera vez, a poco de dejar a Amanda a cargo de las monjas, no lo dejó concluir, lo interrumpió encolerizada. Lo tildó de “idiota”, y agregó para que no quedaran dudas “te queda muy feo este papel de pelotudo que venís a representar ante mí cada vez que te agarra un sentimiento de culpa. Si yo soy el origen de todos tus males, agarrá tus cositas m’hijito y andate a esa casita de mierda que tenés en el suburbio donde viven los bolitas amigos tuyos. De paso, saludá de mi parte a las fulanas esas que te cuidan el jardín de tu queridita esposa, las parientes del Fhürer. Deciles que le manda saludos una aliadófila de la primera hora.”

Como acostumbraba, Miguel calló tanto por no discutir como por cuidar sus propios intereses. Sobre bolivianos, pro nazis y aliadófilos, no valía el menor comentario. La guerra ya había terminado y la unidad suramericana estaba bastante lejos.

Sobre los asuntos familiares no iba a polemizar con Eriseta. Después de todo, solo él sabía las verdaderas razones y los verdaderos sentimientos por los que permitió que fuera su madre quien se ocupara del niño, con esas nurses que la Agencia le puso a su servicio para que él pudiera continuar con sus tareas, y por qué mandó a Amanda al internado. Sabía administrar tanto sus palabras como sus silencios.

Solo en una oportunidad dijo al respecto de Amanda algo de lo que no volvió a hablar nunca. Fue una tarde perdida y en presencia de las nurses, tal vez porque quiso que alguien pudiera dar testimonio de sus palabras.

Mirando a los ojos de su madre, quien le sostuvo la mirada, dijo que al dejar pupila lejos de la familia a Amanda, la salvó de cualquier contingencia desagradable. Y que a diferencia de ella que apostó al internado de la niña por desamor, él lo hizo solo por protegerla de personas peligrosas (y no se refería a Asmodeo con quien nunca hubiera despachado a la muchacha), que no solo sabían de más, sino que hablaban de más y eran muy capaces de usar algún secreto para perjudicar a la niña definitivamente.

Eriseta se desentendió de esa confesión, sabía con exactitud que no se refería al pervertido de su consuegro. Comprendía de qué le hablaba Miguel, pero prefirió dejar pasar el comentario para no enredarse en una discusión que podía resultar más que desagradable.

El fantasma de Anita rondaba con su prontuario a cuesta y el hombre blandía su dedo índice en señal acusatoria, mientras murmuraba entre dientes unas frases en clave de las que las nurses tomaron alguna nota. Ellas informaron que no les fue posible memorizarlas por lo extensas que resultaron y porque su fonética les resultó incomprensible.

Luego, como si no hubiera pronunciado ni una palabra, Miguel volvió a sus asuntos y las nurses al suyo, informando por escrito a sus superiores. Un grueso signo de pregunta con un lápiz rojo, escribió un director en uno de los márgenes de su legajo al lado del cual reprodujo los informes de las nurses sobre la supuesta clave con preciosa caligrafía.

El único que comprendió, años después, el significado de esas palabras y sabía del sentido de la clave, fue “Pérez y Pérez”, cuando abocado a la tarea de investigar ciertos asuntos vinculados a “La Reliquia”, y al funesto desenlace de la operación en que debieron acabar con la vida del Ilustre, halló esa clave anotada en una esquela que se conservó en perfectas condiciones.

Sonreía en soledad imaginando qué le hubiese dicho la tempestuosa y asesinada Eriseta de enterarse de sus investigaciones: “déjense de remover mierda vieja”, una expresión que cuadraba a la perfección con sus intempestivas reacciones cuando algo la desagradaba. Y convenía consigo mismo que algo de eso siempre se piensa cuando se vuelve sobre asuntos del pasado.

Para entonces, todos los protagonistas habían muerto hacía mucho tiempo, incluso Jorge, el menor de los hermanos, de quien lo único que se supo fue que murió demasiado joven de un infarto producto de su desordenada vida. Amanda, anciana, ya se había suicidado arrojándose bajo las ruedas del Sarmiento en la estación Liniers, y no había posibilidad alguna de lograr su testimonio más no fuera por el placer de acceder a esos pormenores. Y poner en riesgo el honor de algunos conspicuos miembros de la Agencia que habían fallado por entonces de cabo a rabo en todo aquello, no estaba entre sus preocupaciones.

El rojo signo de interrogación quedó en el margen izquierdo de un legajo amarronado por el paso del tiempo, estampado junto a la curiosa clave alfanumérica, como la crucial señal de peligro que una alimaña realmente venenosa, exhibía llamando a tener precaución con las pretensiones de rescatar del pasado acontecimientos que no se alcanzaron a comprender en su momento, y de los que muchos preferían no mencionar ni una palabra.

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