Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.2 «De vuelta al villorrio»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.2 «De vuelta al villorrio»

II

De vuelta al villorrio

El villorrio no había cambiado demasiado desde que Amanda salió de él para terminar en el internado de las monjas.

Como entonces, las mañanas clareaban sin apuro, y salvo los días de lluvia en que todas las calles se anegaban de agua y se transformaban en barriales por las que corría un lodo liviano en dirección a la laguna, se podía caminar a paso firme. Las vereditas habían sido mejoradas con ripio, progreso menor que llegó de la mano de la carbonera, un negocio de un diputado conservador de la provincia de Buenos Aires y que había provocado la protesta de los vecinos que vieron que sus casas empezaron a llenarse de un hollín espeso y caprichoso que tiznaba todas las cosas. Las patronas chillaban porque no había forma de blanquear la ropa, que se ennegrecía adquiriendo un tono gris que ni el azul blanqueador y el sol combinados podían derrotar con facilidad.

Los trabajadores en su inmensa mayoría se dirigían a la capital y solo unos pocos, como Carmen y Francisco, caminaban algunos kilómetros campo adentro, hasta las quintas donde se producía verduras y frutas. Todos madrugaban para prepararse para salir a trabajar.

A las tres y media del nuevo día, sonaban los despertadores a cuerda en todo el barrio y los faroles “sol de noche” o las lamparitas de los que ya tenían luz eléctrica, se encendían iluminando las casitas. Se tomaba algunos mates con el pan que sobró del día anterior tostándolo para hacerlo crocante. Si no había pan, una buena galleta marinera, especialidad de la panadería del pueblo en las que se proveían todas las familias, alcanzaba para no salir con la panza vacía.

La mayoría de los trabajadores esperaba en el andén el arribo del tren desde las zonas más alejadas del suburbio. Pero los más veteranos preferían refugiarse en el boliche “El Secreto”, donde tomaban una medida de grapa o ginebra para calentar el garguero y hablaban de asuntos dé poca trascendencia. No era habitual hablar de política, y desde que se impuso la designación de los delegados de manzana (alcahuetes con título oficial), menos. No importaba si se estaba con Perón o en su contra, eso de andar llevando y trayendo chismes políticos a la unidad básica no conformaba a la gran mayoría.

Las represalias contra los opositores no eran bien vistas por ninguno de los vecinos. Después de todo, compartían las mismas penurias y sacrificios. Los más viejos, que además era muy bichos, recordaban que nada era para siempre, y le sugerían a los más fanáticos moderar sus fervores, no fuera cosa que a la larga la venganza política terminara por volverse en su contra cuando el régimen tocara a su fin.

El boliche, cuya luminaria pretensiosa anunciaba “bar-confitería”, conservaba el espíritu de las viejas almacenes de ramos generales, donde además de comprar insumos varios, los vecinos se juntaban a tomar unas copas antes de la cena y a jugar por porotos a las cartas, chinchón o truco, el preferido.

El propietario, un gallego enorme y de carácter hosco, pero no pendenciero, que despedía un olor rancio y penetrante a traspiración, prohibió jugar por plata, después de que unos malandras se trenzaron a cuchilladas y uno quedó tendido medio muerto, desangrándose en el salón –el último duelo del que se tenía memoria–, por lo que el comisario lo obligó a cerrar el negocio durante dos semanas, en la que se vio privado de sus modestos ingresos con los que sostenía una numerosa prole de la que nunca nadie supo el número exacto.

El “Gallego”, así, a secas, como se lo conocía, atendía durante toda la noche y la madrugada, y su esposa, tan voluminosa y hosca como él, aunque de olor más penetrante e insoportable, tomaba las riendas del negocio desde la mañana hasta que caía la tarde, hora en que debía ocuparse de las tareas de la casa, que incluía dar de comer al batallón de niños mocosos que chillaban hambrientos y cuyos gritos se podían escuchar desde varias cuadras a la redonda.

En el “El Secreto”, también se solía jugar al dominó, un juego tranquilo que los más viejos practicaban aburridos, impedidos por sus achaques de sostener una reyerta más allá de unas palabras de más. También se levantaba quiniela. Jugar unos centavos a un numerito soñado o vinculado a un suceso excepcional, era una obligación que no se podía dejar pasar por alto. Si la patrona olvidaba jugar al número indicado por el marido, eso era motivo de brutales reproches.

La sola posibilidad de agarrar un número a la cabeza y recibir un buen toco, hacían perder a los hombres la perspectiva de las cosas. Deliraban con fortunas extraordinarias, enormes montañas de billetes que escalarían entusiastas para mirar desde la altura del dinero fácil a sus antiguos vecinos, los que, carcomidos por la envidia más oscura, embobados como zombis, rogarían por una limosna más no fuera para disfrutar algo de ese milagro del azar.

Don Prudencio o Serafín llamaban al hombre que levantaba la quiniela, un asturiano de carácter afable. Usaba dos nombres, tal vez para confundir a sus perseguidores de la policía que querían cobrar el diezmo correspondiente a todos esos negocios. Era un sobreviviente de la guerra civil española que se salvó de ser fusilado por los fascistas gracias a una confusión inexplicable.

Era el quinielero de ese barrio y de todos los otros más o menos cercanos. Otro español a quien nadie conocía, era el capitalista, también escapado de España cuando Franco derrotó a la República.

Prudencio o Serafín levantaba la quiniela a la que se jugaba por moneditas, y pagaba con religiosa puntualidad y exactitud. Algunos, que decían conocer su verdadera historia, decían que su capacidad para los números era consecuencia de su condición de artillero en las fuerzas antifranquistas, especialidad militar que exigía cierto conocimiento de la ciencia matemática. Tal vez fuera republicano, o anarquista o comunista. Nadie podía asegurarlo, aunque una prostituta que solía atender sus necesidades amatorias una vez al mes, dijo haber visto la estampita de un tipo de gruesos bigotes y rostro adusto, debajo del vidrio de su mesita de noche, y a la que él acariciaba por encima del vidrio, con un amor extraño para un hombre de su tipo.

“El Secreto”, solía ser, por las noches, el refugio de vagos y malandras que pasaban la madrugada al abrigo del frío del descampado y lejos de las miradas inquisidoras de los policías que debían hacer las rondas nocturnas. Los “milicos”, como se los llamaba, una reminiscencia de tiempos pasados, se refugiaban, también, pero en una casilla del ferrocarril en la que una enorme salamandra alimentada con trozos de quebracho de durmientes descartados, calentaba el galpón en el que hasta se podía dormir sin mayores inconvenientes. Salvo el ruido chillón que ratas y ratones hacían disputándose las bolsas de maíz que esperaban ser cargadas en los vagones de carga del ferrocarril para ser despachadas a distintas estancias para alimentar a los cerdos, la noche se podía pasar con bastante tranquilidad.

A la hora de ir a trabajar, todos los haraganes y rufianes desaparecían; el trabajo era una obligación que se negaban a aceptar rechazando cualquier argumento en favor del trabajo. Partían con rumbos inciertos a dormir hasta después del mediodía, incluso ya entrada la tarde. Cuando ellos abandonaban las mesas, los obreros que bebían sus tragos las ocupaban esperando la llegada del tren.

El boliche daba a la estación y desde sus ventanas se podía escuchar el ruido del ferrocarril aproximarse desde la distancia. Por una puerta al fondo, los hombres salían corriendo para subirse en el vagón furgón en el que las bicicletas de los trabajadores colgaban una al lado de la otra de unos sólidos ganchos. A esa estación del ferrocarril, el tren ya llegaba cargado hacia la capital.

Sincronizadas con llamativa exactitud –decían que los viejos obreros y técnicos formados por los ingleses conservaban sus hábitos de puntualidad–, llegaban al mismo tiempo la formación que seguía hacia la ciudad y la que lo hacía en dirección a las zonas rurales las que, años después, desaparecieron por completo, corridas por el loteo generalizado que dio lugar al nacimiento de nuevos y populosos barrios.

Amanda descendió del tren mirando en una y otra dirección. No esperaba nada en particular, pero necesitaba recuperar las imágenes familiares del paisaje de su niñez. Los colores, las formas, los atributos de la geografía del suburbio, eran caricias que le devolvían instantes amorosos, esos de los que fue despojada desde que murió su madre.

Hasta el perfume le hizo sentir que volvía a aquellos días de la infancia. El olor al combustible de las locomotoras diésel se había disipado empujado por unas ventiscas que llegaban por detrás de cada formación, y los aromas propios del lugar tomaban preeminencia. La humedad de la laguna jugaba suspicaz en su nariz con sus olores a barros en los que se descomponían hojas muertas de las plantas que rodeaban su perímetro. Con ese olor llenó sus pulmones que se hincharon satisfechos.

Abandonó la estación por una salida lateral del andén, que daba a la calle paralela a las vías del ferrocarril, la que más se había poblado de modestas casitas desde que abandono el barrio.

Caminó con lentitud, avanzando por la avenida principal, tratando de reconocer todos los detalles.

La casita de madera canadiense le resultó más pequeña de lo que la recordaba. Podía verla mientras avanzaba por el camino paralelo a los grandes galpones carboneros que se habían instalado durante su ausencia, aprovechando los amplios terrenos vacíos que Ferrocarriles Argentinos tenía a un lado y otro del tendido de las vías del ferrocarril.

Sobre un terraplén de no más de un metro de altura, el enorme horno que quemaba las maderas para hacer el carbón, humeaba como un gigantesco cigarro de color ladrillo, y dejaba caer una llovizna de hollín de intensos reflejos azules metalizados, que ensuciaba las calles que el viento no llegaba a barrer pese a su obstinación.

Tuvo que detenerse varios metros antes de la esquina de la cuadra de su casa, porque una angustia poderosa le ganó el corazón que latía aturdido y desesperado. Apoyó su pequeña valija azul en la veredita de tierra mejorada con ripio y se quedó mirando por la calle que se desenrollaba hasta la laguna. Hasta entones nunca se le había ocurrido una aventura semejante. La justificaba por el rencor que Eriseta le manifestaba a cada instante. Y eso de venderle el piano fue la gota que derramó el vaso.

Le quedaba la angustia por Jorge como un regusto desagradable, pero la voz de sus sueños le dijo que supiera esperar hasta el tiempo de la cosecha.

Una transpiración fría recorrió todo su cuerpo. Llevó su mano a la frente y retiró las gotas de sudor que empezaban a deslizarse hacia las cejas. Se sintió afiebrada, aunque sabía perfectamente que no tenía temperatura. Su malestar se originaba en asuntos del espíritu y en ningún otro tipo de afección. Las medicinas que precisaba no provendrían de las argucias de la química, sino en encontrarle sentido a todo aquello que le estaba ocurriendo. Y eso no estaba en ese momento al alcance de su entendimiento.

Reconocía con facilidad que estaba falta de verdadero amor, y eso la deprimía y desanimaba. Ella era Amanda, digna de ser amada, ¿y entonces? ¿Qué había pasado en todos esos últimos años?

Tampoco su exagerada delgadez la ayudaba a pasar el tranco con facilidad. A veces se sentía débil y esa debilidad encontraba su explicación en la pobre alimentación que le suministraban las monjas. En parte, porque no tenía apetito y había dejado de sentirle gusto a aquellos alimentos que eran sus preferidos. Y, por otro lado, porque la comida del internado cada día era peor, desabrida, escasa, incomible. Había perdido mucho peso los últimos tiempos y su extrema delgadez provocaba la preocupación de cualquiera que la observara.

Cierto vacío en el estómago la devolvió a la realidad de su fuga. No había cenado, enfurecida por la venta del piano. Pero tampoco pudo desayunar y las pocas monedas que llevaba encima servían para pagar algunos viajes, pero no para comprar un desayuno. Además, no se animaba a entrar sola a “El Secreto”, a pedir un café con leche y galletas. ¿Qué iría a decir la gallega cuando la viera?

Pasaría un tiempito hasta que se decidió a entrar al boliche, una noche extraña, en la que rompió el molde y cantó a lo Merello ante la asombrada mirada del Gallego. Era una noche triste, llena de melancolía y a las puertas del amor intenso.

Esa vez, hasta la mujerona y sus incontables purretes dejaron todo para escucharla (y eso que era una hora en que todos deberían estar durmiendo), y no pudieron evitar que sus lagrimones saltaran de los ojos conmovidos por la belleza de esa voz que sonaba el tango reo como los dioses de la mitología tanguera lo hubieran querido.

Cómo se proveería de comida era un asunto en que todavía no había pensado. Primero pensó en buscar la ayuda de Carmen, Francisco, pero le pareció que la casa estaba tapiada, como si nadie ya viviera en ella. Si no eran sus queridos bolivianos, las alemanas, el tambero, o cualquier otro vecino la ayudaría, ninguno de ellos le mezquinaría un plato de comida. Por algunos días podría zafar ayudada por la buena voluntad de los antiguos moradores que la conocían desde que era pequeña. Se tomaría ese tiempo para decidir qué hacer. Sospechaba que su padre estaría al caer en cualquier momento. Miguel sabía de sobra dónde encontrarla.

Llegó a la casita. El jardín lucía impecable, como la vereda de las vecinas alemanas. Se detuvo a la entrada, sin animarse a avanzar más allá de la entrada al terreno.

Notó que se habían levantado en las inmediaciones de su casa algunas nuevas –podían contarse con los dedos de una mano–, todas de material. La única sobreviviente de madera era a la suya y lucía limpia y cuidada.

La de “La Negra” –supo días después que así le decían y que era hija de portugueses– justo al frente de la suya; la de “Don Pedro”, a la derecha de su casa vista de frente; la de otra “Gallega”, una mujer sola, que limpiaba casas en la capital a algunas familias copetudas. Todas tenían sus ladrillos a la vista, esperando el revoque final.

Esperaría que las alemanas salieran a barrer su lustrosa vereda para pedirles la llave de la casa. Ellas se habían hecho cargo de cuidar la propiedad y mantener arreglado el jardín. Nunca aceptaron un peso de Miguel, lo hacían solo por solidaridad. Los delegados de Eriseta no volvieron más luego de dos o tres visitas.

La muerte de Anita conmovió al vecindario; supieron apreciarla con sinceridad, era una mujer hacendosa, siempre de buen talante, solidaria, nunca mezquina con quien se le arrimara para pedir una ayuda. Cuidar la casa, limpiarla y mantener prolijo el jardín, era una especie de tributo a la joven muerta en el parto. Después de todo, repetían a quien quisiera oírlo, había hecho el sacrificio supremo de una madre, dar la vida para salvar la de su hijo. En esas palabras se conocía esa historia del sacrificio materno de Anita.

Lamentaban los vecinos no haber visto al niño más que un par de veces, en dos ocasiones que Miguel lo llevó para que lo conocieran; de Amanda todos conservaban el recuerdo de cuando era una niña. Verla adolescente, a pesar de su delgadez, sorprendió a todos. La comparación con Anita fue inevitable.

—¿Eres tú, Amanda? –la mayor de las alemanas le preguntó con picardía al observarla sentada ante la pequeña puerta de la entrada al jardín. La mujer había salido del chalet y con un lampazo muy grande estaba lista para encerar la vereda.

—Si, señora. Soy yo.

—¡Hermana! ¡Hermana! La niña de la mujer muerta está aquí sentada a la puerta de su casa. –Amanda sintió un intenso calor al escuchar la manera en que la mujer la describía.

—¿Y qué haces ahí sentada? ¿Qué esperas?

—Regresé y quería pedirles me abrieran la puerta de mi casa. Sé que mi padre les confió la llave.

—¿Regresaste? ¿O solo estás de paso?

—No, señora, no estoy de paso. Regresé, como le dije, para quedarme.

—¿Vas a quedarte sola? ¡Qué coraje! Volviste sola y flaca como una lombriz y vas a quedarte aquí como si nada. ¿Acaso dónde te tuvieron no te daban de comer?

La alemana llevaba la escoba como si en verdad cargara una esbelta carabina.

—¡Schwester! ¡Schwester! Llamó en alemán.

—No entiendo el alemán, señora. ¿Podría hablar en castellano? También puedo entender el francés.

—Podría hablar castellano, pero mi hermana prefiere que las cosas importantes se las diga en alemán. Eso la hace sentir también importante. –Por el pasillo lateral del chalet apareció la otra mujer, que era algo más joven pero menos agradable que la primera.

—¡Amanda! ¡Amanda! Has vuelto a nuestro pobre lugar. Tal vez viniste con intención de quedarte con nosotros. ¿Te quedarás aquí, con nosotras, con estas dos pobres viejas alemanas que nunca pueden dejar de discutir?

—Se quedará, se quedará, no le queda más remedio. Nosotros no dejaremos que se marche nuevamente. –Dijo terminante la mayor de las alemanas, quien, señalando a Amanda con su dedazo, la puso al tanto del llamado que recibieron hacía pocos instantes.

—Tu padre acaba de llamarnos y dijo que no te dejáramos escapar por ninguna causa. Se lo notaba angustiado. Le dije seriamente: “usted algo habrá hecho para que la muchacha escape”. – Luego agregó que lo recriminó por su descuido como padre.

— Los hombres siempre echan todo a perder, muchacha. Es bueno que lo sepas. Incluidos los padres, y esos más a menudo que los maridos, lo sé por experiencia. Los hombres son especialistas en echar a perder todas las cosas, el amor, la paz, la comida, la cama. Todo. ¡Si lo sabré yo! –exclamó.

—No consideres escapar, Amanda, no te lo permitiremos. –La menor de las hermanas le advirtió.

—No voy a escaparme. Lo juro. Solo quiero que me abran la puerta de mi casa. Ustedes tienen la llave.

—No jures en vano muchacha porque Dios escucha todos los juramentos. –Retrucó la mujer.

—No juro en vano.

—Me alegro –dijo–. Si no tendría que retenerte a la fuerza. Aunque por lo delgada que te veo supongo que no podrías oponer mayor resistencia. –Amanda se encogió de hombros, e hizo una mueca que arranco otras sonrisas de las dos mujeres.

—¡Amanda! Cada día te pareces más a tu madre. ¿Lo sabías? –la mayor de las mujeres dijo observando detenidamente a la muchacha–. Ya lo creo que estás muy parecida, tengo muy buena memoria. Serás hermosa como ella. Tu mamá era una hermosa mujer. No solo atractiva, era inteligente, y muy valiente. Mucho.

—No tengo ninguna foto suya. En el colegio donde estuve pupila las monjas no me dejaban tener ninguna clase de fotos.

—Las monjas son todas envidiosas y malignas –respondió la mujer que era una atea convencida–. Para mí son como esos ángeles que Dios echó de paraíso por sus pecados. ¡Demonios de hábitos negros! ¡Cofias blancas y hábitos muy negros! ¡Solo querían la maldita manzana roja y jugosa! ¡Les gustaba la víbora mostrándoles su larga lengua bífida! Pero como no la pudieron tener, condenaron a Eva. De envidiosas. Porque Eva tuvo amor y ellas nunca. Adán permitió que la entregaran. Otro desgraciado. Un traidor vulgar. Ya les dije que los hombres solo sirven para arruinar las cosas. Así fue desde el inicio de los tiempos. ¡Pobre Eva!

A las monjas las arrojaron en la tierra para atormentar a niñas como tú y fastidiarnos la vida a las alemanas como yo. Nadie me pegó tanto en mi vida como esas monjas. ¿A ti te pegaban? Hijas de puta. Siempre dije que las monjas eran unas hijas de puta. Ni mi padre me pegó tanto como ellas, y eso que era un hombre siempre dispuesto a pegarte. ¿Miento acaso?

—Eras una malcriada –respondió la menor–. Nunca supiste tener la boca cerrada, por eso te pegaban seguido, para que te callaras. Papá te mandó al colegio de monjas para que alguien te enseñara educación. Él no pudo, a pesar de todo lo que te golpeó. Lo recuerdo perfectamente. Para mí todo el problema fue que te llenaron la cabeza con esas ideas absurdas.

—Absurda son tus palabras. ¿Qué clase de hermana justifica que unas monjas de porquería me pegaran cuanto se le dieran las ganas? Increíble. ¿No lo crees, muchacha? –Amanda movió afirmativamente su cabeza.

—Niña, ¿desayunaste? Te veo muy feo color –le dijo tomándole la cara y moviéndola de un lado al otro para observarla mejor–. Tienes la piel amarilla, color de mala bilis. De eso murió nuestra madre.

—Tenía casi cien años, hermana. La madre murió de vieja, de muy vieja.

—¿Y qué importa? Tenía un color horrible el día que murió. La bilis le invadió el cuerpo, de lo contrario hubiera vivido muchos años más. Era muy fuerte y muy ardiente. Ella fue quien le sacó la costumbre de pegarnos que tenía nuestro padre.

—Papá murió en la guerra. En una trinchera roñosa llena de ratas y de cadáveres apestosos.

—¿Y quién crees que lo enroló en el ejército? Ella se quedó con el kapelmestir, que le cantaba hermosas canciones amorosas, mientras los hombres como nuestro padre morían como moscas, envenenados por los gases en esas trincheras llenas de excrementos.

—No hables así de nuestra madre. Era una sufrida mujer alemana, Algo de amor precisaba.

—¡Entre las piernas! –dijo la mayor haciendo un gesto obsceno que llenó de vergüenza a Amanda–. El amor que más le gustaba era el de mayor tamaño. Todas lo supimos siempre y lo bien que hizo. ¿O acaso tú no escuchabas sus alaridos? –La hermana menor estaba a punto de estallar de furia–. ¿No desayunaste o entendí mal? ¿Dijiste Amanda que no desayunaste? –Repitió la pregunta para salir de algún modo de la discusión familiar.

—No, señora. No pude hacerlo.

—Entonces entrá hasta que llegue tu padre. –La menor la acompañó hacia adentro con un suave empujón en un hombro–. Te haremos un buen desayuno. De los que nos gusta a nosotras. ¡Pan casero! ¡Manteca casera! ¡Buen tocino! Y leche, mucha leche recién ordeñada.

—A tu padre se lo notaba preocupado –dijo la mayor–. Después de todo es un padre viudo. Los viudos se vuelven torpes, y no saben cómo manejar los asuntos de sus hijas mujeres. Las mujeres tenemos más experiencia en esos menesteres. No deberías ser muy severa con él, pobre padre viudo. Disculpalo y vuelve con él, no lo hagas sufrir demasiado. Aunque yo le dije que se lo tendría merecido. ¿Qué podía haber hecho de malo una niña como tú?

—Yo no hice nada malo, señora. Yo no hice nada malo.

—Yo lo sabía, yo tenía razón. Una muchacha como tú no puede tener maldad en su corazón.

—Cuando ya su rama está tierna y brotan sus hojas, sabéis que el verano está cerca. –La otra que escuchaba en silencio la conversación, citó un texto bíblico que Amanda sabía de memoria, aunque no podía relacionarlo ni con su fuga ni con la próxima llegada de su padre.

—¿Qué tiene que ver la higuera en todo esto? –la mayor preguntó haciendo un gesto de rechazo por las palabras de la otra.

—Con la niña ha llegado el momento. Eso quise decir, bruta. Llegó el momento. Pasaron muchos años, pero llegó el momento. El fruto está maduro.

—¡Qué fruto ni fruto! Solo querías repetir una frase hueca de tu insignificante y mentirosa Biblia. Eres una chupa cirios, lame culo de los curas…

—¡Vete al carajo, maldita comunista! ¡Por eso las monjas te pegaban! Porque eras una maldita comunista con la cabeza llena de esas mierdas. ¡Socialismo! ¡Comunismo! Toda mierda. ¡Maldita comunista! ¡Por tu culpa fusilaron a tu esposo y deportaron a tus hijos!

La mayor de las alemanas se rascó la cabeza con fuerza. Unas venas en su frente se hincharon tanto que parecían estaban por reventar. Su nariz se había ensanchado y sus arrugas se hicieron más pronunciadas. Las cejas estaban muy arqueadas, como el lomo de un gato enfadado. La boca estaba rígida y tan apretada que los labios parecían apenas dos pequeñas rayas de color morado. Respiraba con agitación y parecía que en cualquier momento iba a tomarla a trompadas a su hermana. Pero la pelea no pasó a mayores.

Con un ademán relajado hizo pasar a Amanda a la cocina comedor del chalet. Lucía impecable. Todo brillaba. Había un perfume a jazmines que llegaba desde una enorme planta que estaba a un costado de la casa, en un lugar algo apartado de la vista.

Unas pequeñas tacitas de porcelana en una vitrina de cristal trabajado lucían con esmero el arte de quienes le dieron forma y color. A su alrededor, la cristalería brillaba con luz propia. De ese mueble sacaron una gran taza para la leche. Era una taza blanca, pero era de un blanco diferente, ceremonioso, níveo.

Le indicaron que se sentara en una silla de mimbre amarillo. Era una silla de respaldo alto, y Amanda, que no era muy alta, parecía más pequeña de lo que en realidad era.

Al cabo de un momento de silencio, el perfume del pan casero invadió la casa y la manteca se dejaba untar con facilidad, cremosa y fresca, deslizándose por la esponjosa miga, tal como la había saboreado en aquellos bellos años de su primera infancia.

El tocino chilló en una gran sartén de hierro fundido y habló con ese idioma inconfundible de los buenos momentos. 


Amanda se relajó; comió y bebió y se sintió aliviada, estaba hambrienta y nunca había tomado un desayuno semejante. Había algo de Anita en todo el ambiente. Y eso la reconfortó.

—Señora –dijo Amanda dirigiéndose a la mayor de las hermanas.

—¡Señora! ¡Señora! ¡La gata llora! ¿Qué te ocurre ahora?

—¿Y Carmen y Francisco? –Preguntó señalando en dirección a la esquina opuesta, donde estaba la casita de los bolivianos.

—¡Ah! ¡Horrible! ¡Horrible! –Amanda arqueó sus cejas interrogándose sobre qué pudo haber ocurrido y que la mujer consideraba tan terrible.

—¿Qué pasó? Su casa parece tapiada, como si ya no vivieran allí.

—Ya no viven, niña. Se fueron a su tierra. ¿Bolivia? ¿Así se llama?

—Sí, Bolivia.

—La hija, Isabelita, murió de “perritonitis”.

—¡“Perritonitis”! ¡Pedazo de bruta! ¡“Perritonitis”! ¿Se volvió “perrito”? –La hermana menor se burló de la mujer por el modo en que pronunciaba esa palabra.

—Di conmigo, Pe, ri, to, ni, tis. Peritonitis. ¿entiendes bruta alemana del Volga? No “perritonitis”. –La mayor estaba tentada de golpear con un florero que estaba a su derecha en la redonda cabeza de su hermana. Pero volvió su vista hacia Amanda que estaba realmente conmovida.

—¿No te dijo tu padre nada de esto?

—No, para nada.

—¿No digo yo que los viudos no sirven para nada? ¡Con lo que te querían ellos! Siempre lloraron por vos y por tu madre.

—Yo los amaba. Eran realmente buenos conmigo. Hubiese vivido con ellos de haber podido elegir.

—Pero los niños no eligen su futuro, lo eligen sus padres y ellos lo soportan como pueden. Te lo podemos decir sin mentirte.

—¿Hace mucho que murió la hija?

—Dos años, tal vez algo más, no recuerdo bien. Debería mirar la estampita del velorio.

—¿Podremos ir a su tumba? Quisiera llevarle flores, del jardín, esas tan hermosas que ustedes cultivaron.

—Me temo que no será posible. Se la llevaron con ellos a su país cuando decidieron regresar. Volvieron los tres juntos. Solo quedó la casita que cuida Don Juan, el correntino. Un grandote, calvo, de pocas palabras que se ha radicado con su esposa casi enfrente de la casita de los bolivianos. Tienen dos hijos.

—Qué tristeza.

—Es cierto. Estamos llenos de tristezas –se quejó Gertrudis.

—Hay gente que no conozco, vecinos nuevos, que llegaron mientras estuve ausente.

—Es cierto. Es que pasaron varios años. La vida sigue. La gente busca donde hacer el nido, como las aves. Aquí lindo lugar. Cerca de ciudad, pero todavía tranquilo. Cuando este pueblo deje de ser pueblo, por suerte yo estaré muerta. No me gusta la ciudad. Todos locos.

Gertrudis repasó el nombre de algunos de los nuevos parroquianos que llegaron al villorrio en esos años y le dijo a Amanda que tenía que conocerlos a todos.

—Nos ocuparemos con mi hermana de presentarlos.

—Habrá tiempo para ello –respondió Amanda, quien prefería tomarse su tiempo para hacerse de nuevas amistades. Pero a Gertrudis los deseos de Amanda no le importaban demasiado.

—Está “La Negra”, hija de portugueses, maestra de escuela. –Empezó a enumerarlos–. Dos hijos pequeños. La española, a dos terrenos de nuestra casa. Un español que regentea una especie de pensión de señoritas. Un matrimonio del que nunca se puede saber a ciencia cierta la cantidad de hijos que tienen. Siempre aparecen con uno nuevo. Ramón, el colectivero y su esposa “La Mamani”, y varios otros que te iremos haciendo conocer con el tiempo.

Amanda miraba en dirección a las casas que le señalaba la alemana mientras mencionaba a algunos de los nuevos vecinos. Le preguntó que había de cierto en la propaganda que señalaba que pronto se rellenaría la laguna donde pasó parte de su infancia, y se lotearían todos esos terrenos a familias que desearan radicarse en esa zona.

Gertrudis le explicó que con la llegada de la fábrica textil la zona había cambiado. Era una gran empresa y estaba demandando mano de obra, en especial, muchas mujeres.

Sus dueños preferían que sus trabajadores estuvieran radicados en la zona más próxima a la planta. Así creían que podían integrar la empresa al barrio y que este sintiera que era fuente de progreso y bienestar para sus moradores.

Después de la instalación de la fábrica, se prometió rellenar la laguna para ampliar la oferta de terrenos para viviendas cercanas a la planta industrial; luego el asfalto de las calles interiores del barrio, las cloacas y la mejora del transporte público. Y con eso el barrio se expandiría en todas direcciones.

Todos los vecinos disfrutaban ya de la instalación de la corriente eléctrica, y se prometía en pocos años la llegada del gas natural.

Una vez que esa infraestructura básica estuviera completada, la fisonomía del villorrio cambiaría completamente. Dejaría esa apariencia pueblerina que a Amanda tanto la seducía, y adquiriría las formas y los hábitos de los barrios suburbanos más próximos a la capital.

Pero Amanda, para entonces, ya no viviría allí. La Agencia fraguaría su muerte temprana en un destructivo incendio, para desaparecer mágicamente a la muchacha y su casita de madera canadiense de la memoria colectiva, y se ocuparía de que se perdieran todos sus registros públicos. Documento, partida de nacimiento, registros bautismales, actas escolares, todo, absolutamente todo. Moriría un día cualquiera decidido seguramente en el escritorio de un aburrido burócrata, y de su presencia no quedaría nada tangible.

La muerte se encargaría de los pocos testigos directos que la conocieron y trataron; con su desaparición, la existencia de Amanda Da Silva se alejaría definitivamente de la realidad. Sería solo un nombre en los archivos más reservados de la Agencia, los que, tiempo después, serían canibalizados producto de sucesivos enfrentamientos internos que terminaron por diezmar la documentación sobre su persona y sus actividades.


Estaba entrando, sin saberlo, de un modo tan particular, en el limbo que propone el olvido, en el que, quienes arriban a él, se transforman en una especie de fantasmas de la historia, y ni siquiera de la historia comprobable, sino de la tradición oral que con el paso del tiempo se torna más oscura e imprecisa. Sus habitantes mutaban en espectros de los que algunos creen religiosamente en su existencia sin abrigar ninguna duda, y otros, que se trata solo de una entelequia, una fabulación propia de un pueblo que necesita inventar mitos y leyendas que lo alienten para sobrellevar el peso de la historia sobre sus espaldas.

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