Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.6 «Los heraldos negros»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.6 «Los heraldos negros»

VI

Los heraldos negros


Y un querubín desde lo alto de la cúpula

de la iglesia dijo mordiéndose los labios

al observar el sopapo que Miguel le propino a su hija:

“algo tenías adentro que te hizo meter la pata”.

—Amanda, hija, ¿de dónde sacaste estos versos? –Miguel preguntó conteniendo su ira. La niña calló melancólica y dejó que su mirada se perdiera entre los arabescos dibujados en las baldosas del piso del despacho de la Madre Superiora.

Si algo presenció castigos y perdones eran esas lustrosas baldosas. Años de reprimendas, años de sinsabores. Qué pies no habrán pisado ese suelo para delatar a la compañera o para justificar un error infantil, para escuchar el reclamo por una deuda o anunciar una expulsión por inconducta. Todos los pasillos conducían al despacho de la Madre Superiora, allí todo se dirimía. Y las baldosas eran las mudas testigos de aquellos sucesos estudiantiles y religiosos. Así que los dibujos lo sabían todo, y no sólo de castigos, de reproches, de infidencias, sino de cosas de las que mejor ni mencionar una palabra.

Por eso se retorcían en todas direcciones indiferentes a la ira paterna, dibujando frutos, hojas y zarcillos de una vid maravillosa, y asistían con sus rulos a la distracción de la alumna, nada más y nada menos aquella que hacía salir a Bach de entre los tubos del órgano, bajo la complaciente mirada del cura concertista.

Miguel golpeaba un librito que rescataron del armario donde Amanda guardaba sus pertenencias. Era uno pequeño, de tamaño inofensivo, barato, de los que abundaban en los cajones de ofertas, con olor a tinta fresca. ¿Cómo supieron de ese tesoro? Tal vez la novicia alcahueta hurgó entre sus ropas, en donde se protegía el poemario impreso en un rugoso papel de color marrón y en cuya tapa un compadrito fumaba bajo las gruesas letras del título del libro. Una mujer de largas y delgadas piernas salía de entre unas sombras dibujadas al lápiz para acercarse al hombre que, de seguro, sería su amor, su macho, su todo. Miguel recorría con la vista la tapa del libro y repetía al compás del movimiento de su cabeza prolijamente peinada “no lo puedo creer, no lo puedo creer, no lo puedo creer”. Tres veces, la misma cantidad de reproches que preguntas la hacía Amanda para fastidiarlo. Tres golpecitos en la rústica tapa, tres reproches.

—¿De dónde sacaste esto, Amanda? Quiero que me lo digas ¡ya! ¡Ya! ¿Entendiste?

—Si papá –respondió inocente a la pregunta.

—Si entendiste, ¿qué esperás para hablar? ¡Quiero oírte!

Pero Amanda no podía explicar nada sobre esa crencha engrasada y mucho menos cómo llegó a sus manos. De hacerlo mataría la poesía. No se trataba de la monjita confidente que cantaba a media voz “los muchachos peronistas” y una “Evita capitana” que entonaba imitando a la propia Nelly Omar. Para nada.

La jorobadita solo resultó un vehículo para que ella se asomara a un mundo que hasta entonces desconocía, una enviada que despertó un sentimiento que no la abandonaría jamás. Amanda, inocente, se rescató en la poesía.

Sin ninguna razón aparente, la niña empezó a enumerar los poemas del libro repudiado. Tal vez fue solo un acto reflejo, un ademán defensivo ante sus acusadores.

—“Fidelidad”, “Barrio Once”, “Barracas”, “Línea 9”, “La cortada de Carabelas”, “Puente Alsina”, “Bajo Belgrano”, “Los Bueyes” –recapituló provocativa–. El que les recité a las chicas se llama La canción de la mugre.

—Ah… La canción de la mugre. ¡Qué fantástico! Ahora quiero saber ¿de dónde sacaste estos versos? ¿Quién te los dio? Y es la última vez que te lo pregunto. No hagas que me enoje como nunca antes. ¿Quién te dio este libro? –Amanda continuó el inventario ignorando la pregunta y la amenaza de Miguel.

—“Melena”, “La ex canchera”, “Cacho de recuerdo”, “El vago Amargura”, “Langalay”, “Hermano chorro” …

—¡Hermano chorro! ¡Hermano chorro!

—Si, “Hermano chorro”, ¿vos también lo conocés, pa? –Miguel era gobernado por el asombro. Amanda dedujo el gesto adusto de su padre y prefirió seguir con su lista–. “Don Juan”, “El ñato Cemadas”, “Amasijo habitual”, “El entrerriano”, “Tango viejo”, “Quiniela”, “Floreo”, “Lucio el anarquista” …

—¿Terminaste?

—No papá. –Al hombre le temblaba la mano dispuesta al cachetazo–. “Dijo la grela”, “La engrupida” –Amanda exageró la palabra “engrupida” y miró de soslayo a la vieja monja, quien prefirió esquivar la mirada de la atrevida niña–. “La pebeta de Chiclana”, “La payaso”, “Sor Bacana”.

—¡Sor Bacana! –Gritó desencajada la monja, quien amenazaba desplegar sus antenas para auscultar los pecados de la niña aquella.

—¡Sor Bacana! ¡Por favor! Creo que es suficiente, señor, creo que es suficiente–. ¡No puedo escuchar más! ¡No quiero escuchar más! ¡Sor Bacana! ¡Sor Bacana! Ese es un insulto a nuestra condición. Aquí no hay ninguna “sor bacana”, todos somos siervas de Dios, abnegadas siervas de Dios. Ponemos en manos de Dios nuestro Señor y su Hijo Jesús y el Espíritu Santo y María, nuestra Madre Santísima, nuestras modestas vidas para felicidad de la feligresía, para servir a la misión que tiene nuestra Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, fundada por Pedro por designio de Dios. –Amanda siguió ese relato de la Madre Superiora no sin asombro y Miguel pareció asentir con un leve cabezazo de resignación–. ¡Es una falta de respeto! ¡Es intolerable! ¡Merece la inmediata expulsión!

Merece

La

Inmediata

¡Expulsión!

Así de grande oyó Amanda estas cuatro palabras:

MERECE

LA

INMEDIATA

¡EXPULSIÓN!

La palabra trueno sonó erizada para que la niña no confundiera las cosas:

¡EXPULSIÓN!

y un dedo del tamaño del odio señalaba la salida hacia un abismo lleno de reproches.

El eco destiló sus sonidos para despejar las dudas, si las hubiera:

¡Expulsión!

¡Expulsión!

¡Expulsión!

La novicia alcahueta repetía gozosa ¡expulsión! ¡Expulsión! ¡Expulsión!, y daba brincos de alegría. No podía contener su entusiasmo dañino. La jorobadita que dio el mal paso, en cambio, lloraba a mares escondida en otra sombra que sabía muy bien disimular su joroba tanto como la otra, la del largo corredor de los fondos del colegio.

¡Expulsión!

¡Expulsión!

¡Expulsión!

Tres veces. Como la trinidad de la Superiora: cucaracha-ave rapaz-sombra. Como las tres preguntas de la alevosía. Como el canto del gallo del que nunca se supo desde dónde cantó. Como las preguntas de Amanda para acosar a su padre. Como los tres reproches de Miguel. Tres. ¿Número mágico? Amanda no tenía respuesta.

— ¡No! –gritó la niña espantada por la amenaza aquella. Trató de explicar que sus versos no le faltaban el respeto a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, ni a la Madre Superiora, ni cuando se metamorfoseaba, ni a la novicia alcahueta.

Mucho menos a Dios Padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra.

— ¡No, ¡Madre, no! –exclamó ante la odiosa mirada de Miguel que vacilaba en cómo comportarse–. ¡No es una falta de respeto! Es solo una broma del poeta.

—Esta niña no podría ser más atrevida –bramó la Superiora, quien luchaba por no adquirir esa horrible forma de cucaracha gigante, o de ave rapaz de pico encorvado y garras filosas y puntudas, o de enigmática sombra.

—¡Una broma! –repitió mirando fijamente a los ojos del desconcertado padre–. Llamarnos “bacanas” y no sé cuántas cosas más.

Ni a Jesús Cristo, su único hijo, nuestro señor. Ni a María llena de gracia y bendita entre todas las mujeres, Madre de Dios, la que ruega por nosotros pecadores.

Y Amanda, inocente, no tuvo peor idea que recitar esos versos:

Cusifai, farolera, Sor Bacana ventuda

que das dique a la mersa con tus cosas shoficas

voy a darte un apunte fulero por giluna

a ver si con el justo que te bato te achicas.

Lo hizo solo por demostrar que no atentaba contra la institución religiosa. Un simple verso no declara una guerra ni promete una herejía. Pero Amanda no sabía el poder de la poesía. Muchos años después comprendería como es aquello de que la poesía es un arma cargada de futuro.

No vio venir el sopapo de Miguel.

Los sopapos son como heraldos negros, traen negros mensajes entre sus negros dedos. Negras las uñas, negras las rugosidades de las articulaciones, negras las líneas de la palma de la mano que se estampa en la cara rosa de la niña buena.

Los sopapos son como los heraldos negros de las malas noticias. De los negros castigos inmerecidos. De los rumores negros de los que esperan negras venganzas contra simples poemas.

Los sopapos son cicatrices negras en el alma blanca.

Los sopapos no saben de canciones y mucho menos de poemas. Solo de salmos negros de bocas negras y lenguas negras, untadas en betunes negros que enceran las humillaciones antes de proferirlas para que dejen sus negras marcas para siempre.

Dan órdenes negras, ¡las imponen! Con sus negros golpes en rostros infantiles rosados y fragantes.

Los sopapos llegan desde alturas desconocidas, son como cuervos de humo de plumas ennegrecidas, tiznes malvados, relumbros brutos, penumbras que atropellan con sus sospechas.

La novicia alcahueta celebró el golpazo, pero la jorobada llevó su mano al pecho, donde el corazón latía extenuante y murmuró un Ave María, tal vez de otra María, no aquella convocada para la expulsión de Amanda, una consoladora de niñas que recitaban poemas prohibidos.

Jamás le habían pegado. Nunca Miguel y mucho menos su madre. Era seguro que en el momento que sintió el sopapo sobre su breve rostro pensó en Anita y recordó aquello de ¿qué será de mí si ya no estás a mi lado?”. Pero Amanda calló, definitiva. No lloró ni lo haría. La suerte de sus lágrimas se había echado tiempo atrás.

—Te pregunté muchas veces de dónde sacaste este libro y todavía no escuché tu respuesta, –Miguel, enfurecido, no lograba vencer la obstinación de la niña–, ¿de dónde sacaste esos versos? –Amanda bajó la cabeza y dejó que sus ojos se enredaran con los arabescos de las baldosas del despacho de la directora, como cuando ingresó y ni sospechaba del sopapo que se cernía sobre su cara.

La Madre Superiora, venciendo sus instintos y conservando el aspecto monacal, sin ceder a la tentación de su trinidad que pugnaba por emerger ya como insecto, ya como ave rapaz, ya como sombra, ansiaba que Amanda delatara a la jorobadita; estaba segura de que ella y no otra fue la que introdujo el libro de Carlos de la Púa. Pero la delación nunca ocurrió. La lealtad, en Amanda, estaba en su sangre, don especialísimo que Anita le heredó al momento de su gestación.

Se asomó al pasillo desde la puerta de su despacho y llamó a viva vos a la monja jorobada quien salió de entre las penumbras y cabizbaja se aproximó respondiendo a la orden de la Superior.

Delante de Miguel, de Amanda, de la monja alcahueta, le preguntó mirándola al fondo de sus ojos:

—¿Usted le dio este libro a la niña? ¡Responda!

—No Madre, no. No lo conozco.

Le volvió a preguntar:

—¿Usted le dio este libro a la niña? ¡Responda!

—No Madre, no. No lo conozco.

—¿Usted le dio este libro a la niña? ¡Responda!

—No Madre, no. No lo conozco.

Tres veces le preguntó, tres veces lo negó.

Le indicó retirar a la alumna y llevarla a su habitación. Ella se encerró en el despacho con el atribulado padre, quien se justificó de todas las maneras que pudo y zanjó el asunto sin que se llegara a la expulsión de la niña. Dejó en manos de la monja su castigo. Él aprobaría el que fuera.

Amanda y la jorobadita caminaron en silencio, ella delante, la monjita atrás que suspiraba sinsabores sin que se oyesen sus palabras.

Antes de entrar a la habitación, la niña le pidió que se acercara, con un corto ademán de su pequeña mano. La jorobadita se arrodilló ante ella y se inclinó sin saber qué quería la niña. Sintió los brazos de Amanda rodear su cuello en un abrazo amoroso. Luego, la boca pegada al oído de la monja, recitó con algo de melancolía:

Para vos estos versos rantifusos
hechos de zurda, sí: de corazón;
como a tu vida triste los impuso
el arruyo de un tango compadrón.

La jorobada lloró desconsolada.

—Voy a confesar que yo traje ese libro al colegio.

—Nunca –enérgica y dulce al mismo tiempo, dijo Amanda contradiciéndola. Alzó el dedo índice de su mano derecha para ratificar su orden.

—Nunca. Nunca. –La monja escuchó la orden y no encontró modo de resistirse, y asintió obediente como si el adulto fuera Amanda y ella la colegiala a la que había que ayudar a enfrentar una incómoda contingencia.

Entonces, como buscando un alivio a su propia congoja, dijo “perdón”, y agregó “lo siento”, pero Amanda le cerró los labios con su mano para que callara. Para la niña, no había nada que perdonar. ¿Qué pecado podía ser recitar un poema, incluso engrasado en la grasa de la vida citadina? Le enjuagó las lágrimas, la besó en las mejillas y la miró desde la profundidad de sus ojos negros. Se despidió sonriendo como hacía todos los días, cada tarde-noche en que se iba a dormir.

Se dirigió a su cama y se desvistió sin premura.

Por primera vez notó que el camisón rosa ya le ajustaba a la altura del pecho y las caderas. Tiempos de cambios se anunciaban hasta con innecesario apuro. Los primeros signos de la pubertad llegaban sin ningún aviso previo. Así se le presentaba la naturaleza, la que, en una gota de sangre, en el púrpura aroma de su vasija rosa, se obsequiaba trémula agrandando la vida mientras la fertilidad crecía entre jóvenes células como una primordial semilla de vida. ¡Y toda esa tarde extraña, de completas acrobacias de versos, reproches y sopapo!

Las pupilas con las que compartía la habitación esperaban expectantes algún comentario de la compañera. Pero Amanda llevaba encima todavía ese golpe de la mano de Miguel en su mejilla, como quien carga con un peso extraordinario del que no encuentra forma de librarse. Se acomodó en su cama, pensó en Anita y se durmió angustiada.

Vieja ya, arropada en su amplia cama en la casona luego de otro largo día de interminable vigilia, recordó aquellas escenas de la infancia cuando la refriega de la crencha engrasada.

Recordó los arabescos de las baldosas del despacho de la directora que se fugaban en todas direcciones entre hojas y zarcillos, para ofrecerle a Amanda un atajo fantástico por donde huir de aquella trifulca de pecado y castigo. A la Madre Superiora y las raras metamorfosis que ella le atribuía. A la jorobadita que bailaba canturreando “Peerón, Peerón”, y lloró a mares el día que murió Evita. La misma que le enseñó la poesía que agitaba sus angustias en un entrevero de guapos y percantas, esas desfachatadas minas fieles de buen corazón, que exhibían atorrantas sus medias de seda con costura, las que invitaban a los ojos de los varones a subir del tobillo a la entrepierna, para agitarse de sudores de solo imaginar la cálida hondura de ese sexo atrevido.

Al sopapo insolente que le marcó el alma con su golpe perfecto.

A Anita derramándose hasta la muerte por su sangre joven mientras un recién nacido lloraba fragante en flores de luto la inquietud de una tumba demasiado temprana.

Comprendió entonces de qué hablaban los versos del peruano Vallejo, y supuso que de haber leído entonces lo que leyó ya adulta, habría recitado sincera como todo lo que hacía en esa época de su infancia:

hay golpes en la vida, tan fuertes…

¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios.


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