Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.5 «Un merecido castigo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 2.5 «Un merecido castigo»

V

Un merecido castigo


Cuando la sombra de la Madre Superiora se posó sobre sus cabezas como el cuervo de Poe sobre sus versos, las niñas abandonaron como una bandada de débiles aves la galería de las infidencias. Unas estelas de sustos dejaron en la huida.

Escaparon llevadas por el viento de los castigos; viento de siete puntas que al estrellar su chasquido contra el aire sonaba como las siete colas de una fantástica víbora cascabel, sierpe vibrante de oscuridades que no prometía nada bueno a las prófugas. Si se hubieran atrevido a voltear para ver quién detrás de ella seguía con atención su escape, habrían visto a la Madre Superiora moviendo su mano en señal de la próxima penitencia.

Las vocecitas infantiles de las fugitivas quedaron prendidas de algunas rugosidades de las altas paredes y bóvedas que hacían la galería majestuosa y tardaron un buen rato en apagar sus ecos. Cabeza para abajo, como murciélagos de sílabas y diptongos, de sujetos y predicados, susurraron perdones de todas las formas que les fue posible hasta que agotaron definitivamente su energía. Los ruegos siempre se desvanecen con mucho más apuro que las cicatrices del castigo.

Todas huyeron, todas, menos Amanda, quien quedó suspendida en el aire, sin poder hablar o moverse. La niña no halló el modo de salir de ese estado de parálisis porque sus piernas –y no solo ellas, porque otros músculos de otras partes de su cuerpo también sufrieron ese letargo–, dejaron de obedecer las órdenes que le impartía su cerebro, y solo respondieron al sacrosanto temor que les provocaba aquella trinidad que adquiría forma humana a veces y forma animal otras.

El ruido de la huida de las alumnas se estiró por todo el pasillo, y el último sonido se quedó en la frontera entre la sombra de la monja y el cuerpito de Amanda amarrado a la nada y sujetado con fuerza extraordinaria, tratando de asistirla para que pudiera ella también huir en ese preciso momento.

No importaba si no había dónde esconderse porque la novicia alcahueta las hubiese denunciado. Solo se trataba de escapar. Con la fuga, habría tiempo de inventar un justificativo, de diseñar un pretexto, de excusarse mintiendo como hacían siempre.

La monja dio varias vueltas alrededor de Amanda. A la niña se le hacía como si una cucaracha gigante merodeara su humanidad, saboreando sus leves carnes con dos infinitas antenas que auscultaban la brevedad de su anatomía. A veces cucaracha, a veces ave rapaz, a veces solo sombra. Así se presentaba esa mujer ante los ojos de Amanda. No se trataba esa asombrosa metamorfosis de un mero producto de su imaginación, sino que se correspondía con su verdadera naturaleza.

Cuando avanzaba con paso corto y veloz para dirigirse a cualquier lugar parecía una cucaracha. Cuando merodeaba la misa en busca de infractoras, un ave rapaz al acecho de su presa. Cuando rezaba, apenas sombra a punta de evaporarse, no bien la luz la rozara. Cuando se trataba de dinero, esa trinidad se manifestaba en plenitud. Lo que puede el dinero, no lo puede ni la promesa del cielo.

Amanda estaba convencida de que en ella había tanto de cucaracha, como de ave rapaz, como de sombra. Lo que no podía precisar eran las proporciones, era ese un misterio que la alucinaba y del que nunca se animó a hablar ni con su jorobadita amorosa.

La monja, tanteando con una de las antenas la cabeza de Amanda, buscaba explicación a ese comportamiento.

Ella, generosa, le dio a Bach a manos llenas, incluso más allá de lo tolerable, infringiendo los horarios que todas las demás se veían obligadas a respetar, y la niña le devolvió una crencha engrasada, recitada a viva voz, en los fondos del colegio. Algo había fallado en el trueque. Así lo creía la monja. Deducía que por cada Bach que se le daba a Amanda como una gracia divina, ella debía retribuir con amorosa devoción no menos que un Ave María, un fragmento de la pasión según San Mateo, o, aunque más no fuera una o dos frases del Réquiem de Mozart. Pero nunca esos versos mugrientos. Sancionarla prohibiéndole el estudio de la música era imposible. El cura concertista estallaría enfurecido contra ella y era un hombre apreciado por el obispo por sus músicas maravillosas, con quien no podía enfrentarse. Además, era el benefactor y protector de Amanda, y le importaban un comino todas sus travesuras, las que, por otra parte, consideraba hasta interesantes. Así que él no era útil al propósito de escarmentarla.

Ella misma se ocuparía en persona de castigarla. La tenía atrapada allí, en la galería última del colegio, donde rara vez la luz del día se atrevía a inmiscuirse en su interior y de donde no había escapatoria.

Amanda notaba que cuanto más la observaba la monja, más adquiría la fisonomía de un descomunal insecto, más grandes se hacían sus ojos, más significativas sus antenas y con más nerviosismo abría y cerraba la boca mientras balbuceaba todo tipo de reproches en latín, el idioma que prefería la mujer para descargar sus enojos y anunciar sus decisiones cuando de penitencias se trataba.

Las demás pupilas, a las que se le prometía estar a salvo del castigo si delataban a su compañera, serían compelidas a detallar sus versiones de esa desobediencia poética a la que siguieron por el impulso extraordinario de la voluntad de Amanda. Y deberían hacerlo ¡por escrito!, porque, les dijo la novicia soplona, que, para acceder al perdón del pecado, era indispensable una verdadera confesión de puño y letra (la que sería debidamente archivada), primer paso para llegar al sincero arrepentimiento y, posteriormente, la necesaria reparación del mal causado. De ese modo, la demanda de justicia de la gran cucaracha superiora, quedaría efectivamente satisfecha y ellas eximidas de mayores agobios, salvo el de ser pequeñas delatoras bajo la coacción de sus tutoras, algo que no alteraría demasiado su futura educación.

Por su parte, Amanda debería asumir todas las consecuencias, porque, dijo la monja entre gruñidos en latín, ninguna otra era capaz de cautivar a un auditorio tanto con su rara capacidad para la declamación como para la interpretación de la música. Elogio o reprimenda, Amanda no supo cómo considerar esas palabras que recoleto el insecto pronunció hasta con exagerada parsimonia.

—¿Qué tengo que hacer con vos? –preguntó el gigante insecto no solo con voz amenazante, al tiempo que lamía obsesiva sus patas para limpiarlas de impurezas–. ¿Llamar a tu padre? –Amanda movió negativamente su cabeza–. ¿Llamar a tu abuela Doña Eriseta? –Amanda movió con más denuedo su cabeza negativamente. Menos que nadie la abuela paterna que la afeaba de solo suponerla.

—¿Arrodillarte sobre el maíz durante la sagrada misa? –Amanda vio pasar por ese castigo a unas cuantas muchachas que se rindieron ante el tormento. Sus rodillas temblaron descontroladas, de solo suponer los agudos dolores de esas puntitas blancas que descendían del corazón del grano hacia un extremo agudo y afilado.

Sopesando los pros y los contras de cada expiación, caviló la monja por unos instantes, reflexionando sobre cuál era el castigo más conveniente para la insolente, aquella de rostro bonito y cuerpito sugerente.

Lo que imaginara, estaba reunido en un voluminoso libro donde del derecho consuetudinario de los tormentos estaba divinamente establecido. Aquello que Torquemada sistematizó con sabiduría siniestra para los herejes que infectaban de sublevaciones el mundo de los señores feudales y que la santísima inquisición eliminaba con precisión quirúrgica, tenía un apéndice secreto dedicado a las indisciplinas de díscolas aprendices de versos en lunfardo rioplatense.

Circunspecta, juntó sus patas como orando y sin dejar de reflexionar, volvió con sus preguntas a Amanda sobre asuntos que ella ni quería enterarse porque desesperaba por Miguel y aborrecía a Eriseta. Si el destino era el maíz, lo aceptaría a pesar de la pequeñez de sus rodillas infantiles, y aunque estas estuvieran a punto de desfallecer a sabiendas de que su dueña, las abandonaría al suplicio de los alfilerazos del rudo maíz.

—¿Qué tengo que hacer con vos, Amanda? –preguntó nuevamente la formidable cucaracha apoyando sobre su pata derecha lo que parecía la barbilla–. ¿Qué tengo que hacer con vos, Amanda? –repitió esperando al menos un gemido por respuesta.

La niña mordió sus labios sin saber qué decir. La monja esperó y esperó mientras movía su cabeza de un lado al otro en signo de impaciencia. Amanda bajó la cabeza y cerró sus ojos con fuerza. En ese instante, en ese preciso instante del último pestañeo, un silencio distinto entró al pasillo y ahogó cualquier sonido. Era el silencio de la traición, denso, cruel, indiferente.

El silencio de la alevosía rodeó entusiasta al insecto verdugo.

—Pero antes, y esto puede ser hasta tu salvoconducto al perdón –dijo inquietante la interrogadora–, quiero saber de dónde sacaste esos versos. ¿Quién te los dio, Amanda? ¿Quién? Gánate el perdón, niña, y dime quién te dio esos versos.

Mientras abría sus alas oscuras que se extendían hasta con magnificencia, hizo emerger por el lomo a la altura de la unión del tórax con la cabeza como la sombra de una joroba. La giba, provocativa, la incitaba a la delación. “¡Habla Amanda, habla! ¡Delata, Amanda, delata!”, escuchaba la convocatoria de la giba maléfica al peor de los pecados, la traición.

El silencio, dibujada una cruel sonrisa de lado a lado, movía de arriba a abajo las amplias alas del insecto como si se tratara de dos negros abanicos que hacían un aire tan oscuro y espeso como el de las mortajas que aprisionan los muertos para que no huyan de su estado final. El ambiente se llenó de perfidia y hasta la niña pudo sentir el peso de ese ungüento mágico que espontáneo brotaba del solo agitar de las alas, y que le oprimía el pecho y cortaba la respiración resecando la boca que quedaba desierta.

Detrás de una columna, la jorobadita espiaba asustada la escena. Estaba emboscada en una penumbra que disimulaba astutamente su deformidad. Si Amanda la delataba sería su última infracción; la Madre Superiora ya la había advertido que su comportamiento era cuestionado hasta por el propio obispo, quien no vio nunca con buenos ojos ni su balanceo al ritmo de “Peerón, Peerón”, ni su admiración por Hugo del Carril y su inflamada versión de la marchita aquella que llenaba los espacios musicales de todos los informativos radiales, explicando la razón de una vida.

Desde el fondo de la felonía se escuchó claramente con voz de Judas preguntar: “Amada, ¿Quién te dio esos versos mugrosos?” Pero Amanda calló. Tres veces la alevosía hizo su pregunta. Y tres veces Amanda calló.

Un gallo, confundido o no, cantó, no se supo nunca desde donde y liberó a la niña de algunos de sus estados opresivos. Con el canto del gallo se hizo una luz allá lejos, donde el pasillo se hundía de lleno en su perspectiva. La luz tocó a Amanda como lo haría el abdomen encendido de una luciérnaga al rozar el perfume de una flor recién abierta.

La monja dejó su aspecto de insecto y se irguió como un ave de rapiña. “¡Habla, niña, habla! ¡Delata, niña, delata!”, chilló con furia. La jorobadita, oculta tras la columna, contenía sus lágrimas como podía y apretaba con fuerza sus manos rogando por ella más que por la niña.

El ave feroz dio varias vueltas por encima de la cabeza de Amanda, graznando perturbadora a la espera de la defección de las lealtades de esa niña esmirriada y atrevida. A la tercera vuelta detuvo su vuelo amenazante y prendida de los marmóreos cabellos de un angelito esculpido en el extremo de una de las muchas columnas dóricas que sostenían la galería del piso superior, dijo, con gravedad, que estaba decidida la sentencia.

Agitando sus plumas que lucían aceitadas, anunció que el castigo se correspondería con la falta. Estaba todo dicho. Y expresado eso, se volvió sombra y se alejó flotando como solo las sombras verdaderas pueden hacer, en dirección contraria a Amanda, por el centro del amplio patio que desembocaba en otro corredor muy iluminado que presidía una imagen de la Virgen de Luján. Allí recobró su aspecto humano y se encerró en su despacho.

Llamó a Miguel en primer término y luego a la celadora alcahueta. Al padre lo citó de manera perentoria, “es una falta muy grave”, le dijo sin darle tiempo a preguntar de qué se trataba. A la novicia le indicó que Amanda participaría de la misa de las tres de la mañana, a la que nunca había concurrido ninguna de las pupilas a lo largo de su historia, y solo lo hacían algunas de las monjas que en la clausura vitalicia decían encontrarse con su Dios. Y le advirtió que preparara la “alfombra” para que la niña expiara arrodillara sus pecados. La celadora rio con verdadera satisfacción, Dios podía hacerse temer hasta con el tamaño de un grano de maíz.

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