Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 14 «Pupila»

XIV

Pupila


Amanda descendió del automóvil ayudada por el chofer. Miguel la esperó en la vereda del convento donde depositó la pequeña valijita de cuero.
La tarde avanzaba desde el río y empezaba a colorear las paredes del convento. La construcción parecía enorme vista desde la pequeña altura de la niña. Pero ella solo reparó en la enorme puerta que tenía a su frente. El timbre sonó ruidoso, exagerando sus gritos metálicos anunciando la llegada de los visitantes.
Por una mirilla que daba justo la medida de dos ojos, alguien observó a la pareja. Se oyó el picaporte, ceder y abrirse una de las hojas de la puerta chirriando a gusto. La jorobadita apareció sonriendo alegre y observando a Amanda que se iluminó repentinamente.
—La Madre Superiora lo está esperando –dijo, e invitó a pasar a Miguel, quien tomó de la mano a Amanda, que ya cargaba la valijita como una inmigrante recién llegada de los barcos.
—Es mejor que vaya usted solo, la niña bien se puede quedar conmigo. Somos amigas con esta señorita. –Amanda sintió con un movimiento de su cabeza. Miguel accedió como un autómata. Dejó la mano de Amanda y avanzó en dirección a donde la monjita le indicaba. Ella alzó a la niña que se abrazó con entusiasmo a la mujer a la que recién conoció cuando ingresó al colegio y con la única con la que se llevó desde entonces.
Algo tenían las dos que las ponía en comunión, algo que ambas percibieron sin necesidad de que se hablara. La música y la palabra las comunicó de entrada, “algo tenías adentro que te hizo meter la pata”, le recitó en alguna oportunidad Amanda cuando fueron apercibidas por sus demostraciones tangueras en un pasillo poblado de muchachas entusiastas.
Pocos minutos después, Miguel volvió donde Amanda. Ella predijo sus movimientos. Sabía que se arrodillaría como había hecho el día que llegó para hablarle de su madre muerta y cuando le dijo que iría a un lugar donde estaría mejor que en cualquier otro lado. Y así ocurrió, Miguel se arrodilló y, por última vez, la abrazó con fuerza, la besó varias veces, y no pudo mirarla a los ojos. Luego se marchó sin decir palabra alguna.
La monjita jorobada tomó con una mano la valijita de Amanda y con la otra a la niña. Ella se agarró fuerte de esos dedos largos y huesudos. Ella le dijo “dedos de pianista”, como si Amanda supiera de qué le hablaba. La niña sonrió cómplice y caminaron juntas por el gran patio de la escuela. Sus figuras desaparecieron en la oscuridad de un largo pasillo que conducía a una habitación donde otras niñas, algunas de su edad y otras mayores, descansaban esperando la hora de la cena.
Afuera se escuchaba un bochinche de pájaros sobre unas cúpulas, mientras los árboles susurraban en los patios del colegio, unos vientos que llegaban del río en el lomo de unos caballos que peregrinaban hacia la noche más próxima de la ciudad.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS