Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 6 «Seremos felices»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 6 «Seremos felices»

VI

Seremos felices


Eriseta vistió a Amanda como para salir de visita. No solía atender a su nieta. Tomaba distancia da la muchachita por la que no evidenciaba ningún sentimiento amoroso. Puesta en la obligación por las circunstancias, tomó la tarea como una obligación, con la misma severidad con la que encaraba cualquier asunto.
La mujer era obsesiva y reparaba hasta en el menor de los detalles de la vestimenta y manipulaba a la niña como a un muñeco de trapo. Así se comportó a lo largo de toda su vida, con sus hijos, con sus otros nietos, con quien fuera. No iba a cambiar por ese trance. Ruda y exigente hasta el cansancio, a ella había que responderle siempre de buen talante y con prontitud.
En el pasado nunca dedicó sus desvelos a vestir a una niñita, siempre trató con varones. Su esposo no contó para nada en los asuntos de crianza, era un ser intrascendente salvo por sus relaciones, fortuna y posición social. Sus hijos eran cuatro y tres de ellos fueron dóciles a las órdenes de una madre que solía alzar la voz como si fuera un general en plena acción de combate. Cuando no obedecían de buen grado, ella encontraba el castigo justo para reparar la indisciplina. Miguel siempre fue el más díscolo y desobediente. Amanda era un permanente recuerdo de ese comportamiento “pueril”, diría la mujer, que tantos disgustos le provocó y contra lo que no hubo ni razón ni amenazas que lo hicieran renunciar a su enamoramiento.
Eriseta nunca aprobó la relación de Miguel con Anita. Cantaba burlona “yo no sé qué me han hecho tus ojos” ¸ algo que a Miguel le resultaba hasta gracioso y a lo que no respondía cualquiera fueran las circunstancias en que su madre buscaba provocar una discusión. Por otra parte, Miguel amaba la mirada de Anita, y reconocía hasta un amoroso embrujo de esos ojos por los que él sí podía decir “que al mirarme me matan de amor”. Esa mirada la heredó Amanda y Miguel la disfrutaba con paternal delicia.
Amanda soportaba hasta con exagerado estoicismo para su corta edad ese trato descomedido de su abuela paterna. Tenía tanto de angelical como de enigmático el comportamiento de la niña quien, en esos momentos, solo estaba angustiada por saber de su madre y su hermano. Tal vez en esa angustia radicara el secreto de su paciencia.
Eriseta la movía de un lado al otro sin ninguna delicadeza, mientras observaba cómo se ajustaba a ese cuerpito el vestido que eligió para ella. La niña la miraba no sorprendida (no tenía Eriseta la capacidad de sorprender a la niña), pero sí algo intrigada y con mucho fastidio de tanto celo en el arreglo. ¿Tal vez fueran al hospital, donde estarían Anita y Miguel, recibiendo al hermano? No lo creía. El comportamiento de la mujer no prometía ningún momento de felicidad.
Repetía la abuela paterna como un padrenuestro mientras observaba a la niña desde todos los ángulos posibles: “rigor, disciplina, disciplina, rigor. He ahí la fórmula”, y así la estaba tratando, con rigor y a través del rigor buscaba imponer, más no fuera esa sola vez, el sentido de la disciplina como ella la entendía, como un adiestramiento espartano para emprender cualquier empresa en la vida y hasta en la propia muerte.
Eriseta exigía una caída perfecta del volado del cuello mariposa, acompañando con elegancia la forma redonda del pequeño pescuezo; pequeño y redondeado por el que resbalaba oronda la luz que entraba por el ventanal desde los fondos del descampado traída por una pizca de brisa que olía a la humedad de la laguna. Cuello como un tallo lleno de gracia, largo, tal vez un poco largo, con algo de flamenco que mira a cada lado por descifrar el paso de la tarde, mientras el sol calentaba levemente los minúsculos músculos e iluminaba congracia el movimiento. Solo cuando se convencía de que aumentaba la gracia de la anatomía del cuello, pasaba a examinar con igual cuidado otras partes de la ropa que consideraba debían quedar perfectas para agraciar a la niña.
La curva densa de los hombritos bajo la tela debía sugerir la redondez de la manzana roja y el brillo de un oro vegetal lleno de vida. Pasaba su mano por el torso liso de la muchachita para asegurar que descendiera en suave cascada a la cintura diminuta, pero redonda, que luego se volcaba a un lado y otro en una cadera que se prometía perfecta cuando creciera hasta hacerse mujer. Del mismo modo recorrió la espalda de arriba hacia abajo hasta el borde preciso de los glúteos, ordenando a la tela seguir el movimiento de su regordeta mano, alisando la sospecha de unas sombras de arruga que para ella afeaban el conjunto que representaba la niña. Luego de la caderita, que se la hacía bambolear a un lado y otro para observar el movimiento de las tablas del vestido, se bajaba hasta el dobladillo que repasaba entre sus dedos para asegurarse de algo que Amanda no comprendía.
Amanda sabía que no debía preguntar –aunque deseaba hacerlo porque la curiosidad está en la esencia vital de cualquier niño–, a qué se debía ese atuendo de paseo que la había hecho vestir, ni por qué tanto esmero para que el vestido luciera impecable. No preguntaba por desconfianza, una emoción potente que apagaba su intriga como se enfrían las pretensiones cálidas de los vientos al tocar las rudas montañas de los continentes. En verdad desconfiaba de todo lo que hacía y decía su abuela Eriseta. La desconfianza es un sentimiento poderoso si está avalada por una fuerte sensación de desamor. El Amor, en cambio, y Amanda, así lo percibía de sus padres, le daba esa confianza intensa, ese estado de satisfacción por el que siempre se sentía protegida por Miguel y Anita de un modo maravilloso. Podía sentir ese abrazo paterno, esa caricia materna, tan intensos aun sin rozar piel con piel, y que duraba un tiempo que se dilataba caprichoso, prolongándose de una manera singular como en ninguna otra circunstancia ocurría. Lejos estaba de reconocer un cambio brutal en Miguel que jamás alcanzó a descifrar tal vez por el dolor que la provocaba.
Pero la desconfianza también tenía otras razones y no eran infundadas. Eriseta rara vez respondía espontáneamente una pregunta. No importaba el tenor de la misma y no solo las que le formulaba su nieta, podía no responder a cualquiera, sin dejar nunca muy claro a qué se debían sus evasivas. Era su modo de imponer distancia y de tomarse el tiempo necesario para no responder de manera inadecuada o, directamente, reservar en el silencio sus verdaderas opiniones o sentimientos. Pero a Amanda la ignoraba de un modo diferente, como si sus infantiles preguntas fueran dardos que penetraban su corazón y la herían de una manera irreparable. La miraba con recelo, imperturbable cuando oía la pregunta, indiferente hasta con exageración, tratándose de apenas una niña que solo preguntaba cosas de niña.
La artimaña de la mujer consistía en dejar pasar la pregunta y aprovechar otra oportunidad para responder a la que ignoró de inicio, muchas veces con otra pregunta. Así siempre se reservaba la última palabra. Vanidad del silencio, jactancia de las palabras.
A la niña le llevó algún tiempo comprender el ardid de su abuela paterna para no responder en el preciso instante en que le formulaba una pregunta. Como ya llevaba su condición musical impresa en sus cinco sentidos, y esa condición estaba signada por el rigor matemático, cuando descubrió el método, se volvió indiferente. En el instante que Amanda se aburrió de ese mecanismo elusivo de su abuela, si preguntaba algo lo hacía con picardía y al instante se marchaba sin esperar la respuesta. Así dejaba a Eriseta con los silencios en la boca que se le caían como rabiosa espuma, muda como una tenca, moviendo sus anchas caderas en espera de que la niña retorne tras su orden, como el ave abanica sus tres colas en señal de disgusto. Era su pequeña venganza. Si no había palabras que respondieran sus preguntas, tampoco habría oídos para escuchar explicaciones que ya no interesaban. Eriseta aborrecía ese comportamiento, pero a Amanda la deleitaba.
Al vestido rosa, centímetros más abajo, lo seguían las medias tres cuartos, blancas, con vivos al tono que completaban el atuendo. Pero para esa oportunidad los zapatos eran los abotinados de suela de goma y color negro. Amanda los detestaba, pero su abuela los amaba. “Se camina mejor con estos que con esa porquería de tiritas”, le explicaba mientras la niña la aborrecía por obligarla a llevar esos tamangos duros y pesados. Eran los que usaba para la escuela que, por otra parte, eran obligatorios. Las monjas le dijeron que unos buenos tamangos (y usaron esa palabra que sonó a pampa dilatada), eran primordiales para una buena educación. Cuando Amanda le repitió eso a su madre, Anita río a más no poder, pero se negó a explicar sus carcajadas. Solo habría alimentado la rebeldía de la pequeña.
De poder elegir, no hubiera dudado en calzar los de charol, justamente “esa porquería de tiritas”. Lo repitió como loro entusiasmado, “de charol, de charol, de charol”, tres veces seguidas, como cuando hacía sus preguntas inquietantes, esas que le provocaban accesos de tos a Miguel. Pero Eriseta hacía como quien oye llover. ¿Qué podía hacer Amanda? ¿Quejarse? La abuela no le respondería porque ese era su modo de imponer sus criterios, en silencio, muda, sin palabras y haciendo lo que se le venía en ganas, mientras la otra parte desesperaba una respuesta. Si no podía usar esos, que eran lo de paseo, prefería una especie de alpargatas negras que le regaló Miguel una tarde hacía algún tiempo y que Eriseta detestaba, porque los consideraba una “burda chancleta”, calzado “de cualquiera”, y afirmaba que ninguna niña decente debía andar calzada de alpargatas, algo propio “de chinitas” y no de gente decente como debería ser esa niña.
Cuando acabó el ritual del vestido, señaló en dirección a la puerta de calle. Eriseta, con el brazo extendido y su dedo índice amenazante, parecía más regordeta que de costumbre. Amanda notó la diferencia, aunque no estaba en condiciones de explicarla. Tal vez la luz, tal vez la ropa que vestía la mujer, tal vez la desacostumbrada cercanía.
La mujer era algo baja, de cabeza pequeña, como una redonda piedra rosada en la que creció una cabellera algo rala que pudo ser de color castaño, pero que estaba entrada en canas que la avejentaban y por eso siempre la llevaba teñida de un color casi rojizo intenso y peinada de peluquería. La cabecita se apoyaba en un cuello rechoncho, del que bajaba una modesta papada, hasta una pronunciada arruga que lo separaba del tórax.
Cara redonda, nariz prominente y ojos indiferentes bajo dos cejas que se disfrazaban de tajitos insignificantes de color marrón intenso. Boca no muy grande; siempre los labios pintados de un rojo furioso y pegajoso. La niña detestaba ese beso viscoso que quedaba estampado en sus pequeñas mejillas y que luego Anita debía limpiar hasta irritar su piel.
Las orejas se disimulaban debajo del cabello; de todos modos, eran pequeñas y colgaban de sus lóbulos enormes aros pesados de oro veinticuatro, una verdadera rareza, engarzada alguna piedra preciosa o perla legítima.
Amanda reparaba en la hinchazón que iban provocando los gruesos y dorados broches que aferraban los aros a la carnecita de los lóbulos como verdadera dentellada de unos diminutos y carnívoros insectos; las prominencias se ponían rojas y brillosas, sanguíneas, amenazando estallar en cualquier momento. No importaba cuán hinchados estuvieran esos lóbulos que Eriseta jamás se sacaba sus aros hasta que no regresaba a la casa y aliviaba a sus orejas del tormento.
De busto grande, muy grande, estaba obligada a usar un corsé que rebosaba de ballenas de acero para sostener sus voluminosos senos. En más de una ocasión Miguel bromeaba sobre el tamaño de los pechos maternos y eso le valía la reprimenda enérgica de Anita, que detestaba ese tipo de chistes. Sus reproches solo los hacía en voz muy baja, y por ello Amanda nunca pudo escuchar qué le decía a su padre cuando bromeaba sobre el asunto de las tetas maternas, pero en una oportunidad captó algo referido a la envidia del tamaño de no supo qué cosa. A Amanda los comentarios paternos sobre su propia madre la divertían, aunque no siempre podía descifrar la picardía con que él se refería a la anatomía de su abuela.
Eriseta ya no podía disimular el volumen de su abdomen, que sobresalía con voluntad propia. Era caderona, y siempre achacaba esa condición a los cuatro hijos, “todos varones” que había parido, como si el sexo de los hijos justificara en algo la dimensión de sus ancas. “Todos de mi legítimo esposo”, agregaba como si esa enunciada fidelidad resultara útil para disminuir en algo el tamaño de sus caderas.

Dos cortos bracitos ponían entre paréntesis el busto y el abdomen, que rebasaban esos límites, empujando hacia afuera los antebrazos y las manos que solía llevar apoyada a los costados de su panza comprimida por la ruda faja corsé, que lidiaba con esa anatomía con estoicismo de manera conmovedora, soportando entre su abigarrada trama los embates del sobrepeso.
Era de espalda corva, demasiado corta desde el cuello a la cintura, los hombros algo hacia adelante. Sosteniendo la espalda, sus glúteos redondos y macizos parecían avanzar hacia la cintura con el expreso cometido de hacerse notar exagerando su verdadero volumen.
Llevaba zapatos de taco bajo, detestaba el calzado sin taco, sentía verdadera repulsa por el mocasín, pero el taco aguja lo abandonó hacía unos años porque no soportaban el exceso de peso de la mujer y amenazaban con romperse en la oportunidad menos deseada. Era algo que la horrorizaba. Se imaginaba entrando al teatro Colón para participar de la gala de ópera en la que se representaría “Il Trovatore” de Giuseppe Verdi, caer desde el último escalón de la escalera de la entrada del teatro hasta el borde de la calle, por la traición de un par de “stilettos” ansiosos de vengarse a la primera oportunidad, por los martirios a los que eran sometidos por la vanidad femenina.
Eriseta sostuvo un buen tiempo su brazo extendido y señalando hacia la salida. Con la otra mano daba empujoncitos a Amanda para animarla a ganar la calle y dirigirse a su destino.
Cruzaron la calle en diagonal. Amanda descifró de inmediato a dónde se dirigían, ese camino lo hacía todos los días varias veces al día.
—¿Vamos de Carmen y Francisco? –como era de esperar, Eriseta no respondió la simple pregunta de la niña.
—¿Esa es la casa de la boliviana? –preguntó ella, lo que podía considerarse una respuesta. Amanda la miró extrañada, pero sin malicia, porque le sonó ridícula la pregunta. Era la única vivienda que poblaba el villorrio además de la suya y no podía ser otra que la casa de Carmen y Francisco. Algunos meses después llegarían nuevos vecinos, cuando Amanda ya estaba pupila en el colegio de las monjas.
—Sí, abuela. Esa es la casa de Carmen y Francisco, ¿cómo adivinaste? –caminó persiguiendo agitada el paso enérgico de Eriseta y con una pequeña sonrisa entre los labios. Eriseta debió reprenderla, pero su apuro la distrajo del reproche. Amanda se aprovechó de esa circunstancia y preguntó, sin esperar respuesta, por lo que realmente le preocupaba.
—¿Y papá? ¿Dónde está papá?
—¿Estarán tus vecinos? Tu papá me dijo que ya había arreglado con ellos para que te cuiden hoy y mañana. ¡Está tan ocupado! Su trabajo, el hospital, ¡tantas cosas! Tenés que portarte bien, de lo contrario no vamos a traer al bebé a casa. –Amanda ni consideró la amenaza de Eriseta. Su madre la pondría en su lugar, apenas volviera al hogar.
—¿Y mamá? –Eriseta apuró el paso. No respondió la pregunta. Insistía con esos pequeños empujones en el hombro de la niña para apurar la marcha. Amanda alzaba el hombro en señal de disgusto.
—No hagas eso, es horrible –la reprendió la mujer.
—¿Y mi hermano? –Amanda preguntó angustiada– ¿está en el hospital? –Pero Eriseta tampoco le respondió.
Amanda estaba un tanto confundida, pero no alcanzaba a descifrar qué estaba ocurriendo. Algo había en el aire que la obligaba a estar alerta. La sola presencia de Eriseta era una señal extraña. Ajena a la vida familiar, rara vez tenía un gesto cariñoso hacia ella o a Anita, incluso para su propio hijo, Miguel, a quien siempre algo le reprochaba cuando se encontraban en su lujosa casa. Podía jurar que su abuela, en ese preciso instante en que se encaminaba marcial hacia la casa de los vecinos, despedía un tufo extraño, un olor rancio, viscoso, diferente del penetrante olor de sus perfumes franceses que tanto irritaban la nariz de Anita y las más de las veces la hacían estornudar una y otra vez, una y otra vez hasta quedar exhausta.
No fue necesario que Eriseta llamara a lo de Carmen. Ella estaba atenta a la llegada de las visitas, esperando nerviosa a Amanda. No bien abrió la puertita de la modesta casa se arrodilló ante ella y la abrazó emocionada, los ojos llenos de lágrimas, dolida. Eriseta no podía ocultar su furia contra la mujer. Esperaba que el matrimonio acompañara su dura actitud para evitar que la niña sospechara algo de lo que estaba ocurriendo. Pero ni Carmen ni Francisco podían ser indiferentes ante la muerte de Anita. Francisco salió por el fondo de la casa para que no lo vieran llorar, él estaba desconsolado.
Amanda abrazó a Carmen. Si en ese instante le hubiesen ofrecido elegir entre Carmen y Eriseta, no hubiera dudado ni un instante en quedarse con “la boliviana”. Eriseta trató de interrumpir la escena, pero dudó en alterar aún más a la niña. Amanda la hubiera rechazado sin dudarlo, amaba a Carmen, que siempre era dulce y amorosa con ella.
—¿Me voy a quedar con vos? –preguntó Amanda por algo que ya sabía. Tal vez quisiera asegurarse que lo que le dijo Eriseta era verdad.
—Si mi hijita, acá, por los días que haga falta.
—¿Y el colegio?
—Un par de días que tú no concurras no te creará problemas. Tú eres una alumna aplicada.
—¿Sabés dónde está mi papá?
—La abuela sabe, ella te lo puede decir. –Carmen miró a la mujer que endurecía cada vez más su gesto de reproche.
—Los niños que preguntan demasiado se van a dormir sin comer, Amanda, así que mejor no preguntés más. –Así dijo Eriseta sin disimular su ira.
—Carmen, ¿dónde está mi mamá? –Carmen no podía contener las lágrimas y lloraba cada vez con más angustia. La mujer posó su mano ruda del trabajo agrario sobre el pecho de Amanda, del lado del corazón. La mano en el pecho como un parche de amor, calientes pétalos duros, los dedos que percibían los latidos acelerados del agitado corazón de Amanda. Quiso hablar, pero no supo qué decir. Miró a Eriseta buscando alivio, pero la señora la ignoró mientras reprochaba con su mirada la situación aquella. Hubo un silencio que se hizo áspero y sombrío. Como pudo, la mujer recobró el ánimo y la palabra.
—Acá, siempre va a estar acá, aquí dentro –le dijo mientras apenas señalaba con sus deditos el corazón de la niña. Amanda bajó su vista hasta la mano y apoyó la suya sobre la de la mujer. Pudo haber preguntado “¿acá?”, pero una vos interior la convenció de no hacerlo. El silencio se hizo más áspero y más sombrío, y solo se interrumpía por esa tosecita ridícula que Eriseta hacía para indicarle a la mujer que desistiera de sus explicaciones a las que después tildó de “pueriles”, palabras de “negra metereta” y “qué tenía que decirle esa sucia que iba a estar siempre en el corazón”, “lacrimógena”, “boliviana de mierda”. Miguel, tan triste y abatido y que no hallaba sosiego en ninguna explicación, ninguna excusa, ni oyó los reproches que salían de la boca de su madre como sarta de cangrejos.
—¿Y el bebé, dónde está? –preguntó Amanda mirando directo a los pequeños ojos de Carmen.
—Pronto vendrá a visitarte. Vendrá con tu padrecito. Serán felices. Serán muy felices. –Pero de Anita ni pronunció su nombre. El silencio se hizo torvo.
Un auto entró lentamente a la calle de tierra y redujo su marcha al observar a la mujerona que estaba parada contemplando el abrazo de la niña y la pequeña mujer, aquella que de lejos tenía aspecto de una figura ritual. Francisco se asomó desde el fondo, machete en mano, advirtiendo al intruso con su presencia que tuviera cuidado de sus acciones. Allí parado, hasta parecía más grande de lo que era, amenazante, todo él, un machete filoso. Al observar las señas entre la mujer y el chofer se retiró unos pasos para quedar nuevamente oculto tras la casita, pero sin desistir del cuchillo en su ruda mano campesina.
Eriseta hizo una seña enérgica al hombre y le indicó que esperara; él asintió con un leve movimiento de su cabeza y detuvo la marcha justo enfrente a la casa de los bolivianos. Trató de besar a la niña antes de partir, pero Amanda siguió abrazada a Carmen y la despidió apenas con un movimiento de su mano; fue más un empujón que un saludo. Un “dejame así, acá, andate”, y “solo quiero que vuelva mi mamá y mi hermano y mi papá”. Y se acurrucó entre los fuertes brazos de la vecina y sintió una seguridad que hacía horas no experimentaba. Suspiró varias veces y repitió para sí “seremos felices. Seremos muy felices. Seremos felices.” Tres veces, como repetía cuando se trataba de un asunto trascendente.

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