Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 5 «El dolor de Vitruvio»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 5 «El dolor de Vitruvio»

V

El dolor de Vitruvio

No sabe dónde está el niño recién nacido, lo llevaron de prisa a un lugar donde dijeron estará bien cuidado. ¿Mejor que con ella? Imposible. Apenas un momento lo tuvo entre sus pechos y lo llenó de besos. Fue cuando gritó su llanto con fuerza y eso la llenó de vida. Luego vino el silencio en esa cama que no parece cama, sino una cornisa de cuero duro y frío donde la recostaron, rodeada de paredes tan blancas como la claridad de unas mortajas de muchas muertes.
Anita ahora duerme. ¿Sueña? No, soñar es otra cosa. Siente la profundidad del tiempo en una cavidad de colmena como una sacristía silenciosa y algo de frío último sumergida en el combo fondo de una vasija de barro milenario.
Duerme como el agua duerme, atenta a los vaivenes de las orillas empuñadas en piedra y mantiene una vigilia hasta ese momento indescifrable.
Luego de un lapso que parece silencio o que parece sangre, tal vez apenas segundos, tal vez minutos, tal vez horas, comprende. No puede medir el tiempo de a puñados ni la medida exacta de una luz que desvanece sus brillos.
La oscuridad se hace omnipresente, crece como una raja negra. Y la luz se disipa en tiniebla junto a un hedor que se presenta con apariencia humana.
Por el borde de la cama llega un perfume que parecía olvidado. Sepulto en una madriguera temprana donde dejar asuntos de alimañas. Huele a cigarro. Es un olor que trepa por las bordes del camastro sobre el que reposa. No debería sentir ese perfume penetrante, ácido, prohibido, del humo de un cigarro que se aproxima a la velocidad de una pequeña nube doméstica con una impúdica puntita incandescente.
El humo toca su frente y a escasos palmos de sigilo puede descifrar el brillo de la brasa que pasa sin quemar a la altura de los ojos, a la simple distancia de una simple pestaña. Pero la amenaza de espantosos tormentos. Una ampolla en los frágiles bordes de su vulva se promete si levanta la voz o exagera un sonido delator. Nadie debe enterarse, es un secreto que cicatrizará como cicatrizan las peores heridas.

La brasa se retira amenazante a una prudente distancia y el humo la roza satisfecho. No es el suave tacto de una mano de humo. Es húmedo y viscoso, unto erizado sobre la cándida piel, delicada cáscara de rosas.
El humo se hace lengua de papila terrosa, frota su frente y le dibuja una arruga de tinieblas. La arruga se ilumina de la brasa, pero conserva su apariencia de arruga en el lado oscuro de la luna; desciende dibujando unas extrañas formas circulares por el ritual del torso hasta el abdomen sonrosado, cándida piel… delicada cáscara de rosas.
La saliva hace una marca como una herida que, de tan confundida, no sabe sangrar, y se espesa en ese ungüento detestable. Quisiera deshacerse de ella, arrancarla feroz de un manotazo, pero un dedo de brasa ardiente la reprende. La señala con su punta incendiada lista a tatuar carnívora una cicatriz fosforescente.
La baba se nutre de su espanto que rueda a los tumbos, como si le ardieran los ojos de pavuras. Humeante crece aferrada a la piel de su cara y promete penetrar por la pupila dilatada con una magnífica púa.
Como un capricho de olor, ese perfume baja por su cuello llevado por la misma lengua que recién le ensalivó hasta sus cejas. Baja la magna curva secreta de sus hombros y descubre esa geografía casi abstracta que se ofrece en el edén de un cuerpo fascinante. Pétalos de rosa sumergida, cuerpo palpitando allí tendido en un homenaje de desnudez que sangra su virginidad hasta agarrotarse de odio.
Más allá de las curvas de los hombros, dos senos como flores puras reposan en los aposentos de un perfume perfecto, mientras el pecho sube y baja de desesperación cargando en los pulmones el aire del cigarro que la enferma.
El cuerpo adolescente de Anita es maravilloso, es arterial, latente, fresco, fértil. Lo descubrió mientras un ojo a través de una rendija la observaba implacable. Lo tapó con sus pequeñas manos tratando de ocultarse de la devoradora mirada, aquella que aún la muerde, dejando cardenales y heridas a su paso.
Se reconoce a simple vista esa anatomía prodigiosa como la pensó el artista. Allí está impúber ella, inscripta en un cuadrado y un círculo perfectos, alrededor de los cuales suena de una trompeta matutina, una lejana música de lamentos a través de la cual una voz suave y cadenciosa repite un negro spirituals con sus enigmáticos mensajes libertarios. Desde la música, una religión magrea a unas muchachas negras que recogen copos de algodón de una plantación interminable, mientras sangran las manos de esclavitud y unos blancos ricachones desnudos ríen pecaminosos y beben un elixir elaborado a base de la sangre de esclavos despostados.
Si se la observa a la distancia de unos siglos, sería, sin duda, la mujer de Vitruvio, quien confirmaría las observaciones sobre la naturaleza humana. Tal vez Vitruvio, si no el propio Leonardo, hubieran podido despejar el humo-baba de ese ungüento de légamo viscoso que hilvana un collar alrededor del cuello, hasta la corola misma de los eróticos senos espantados contra el fino esternón, puente de hueso, que siente la asfixia de un cuerpo que lo aplasta definitivamente.
El humo palpa con sus secreciones las medidas de ese cuerpo humano que la naturaleza decide en las riberas de un útero perfecto. Anita recuerda como si acabara de enterarse por una “Orden del día” recién llegada a sus manos: “cuatro dedos hacen una palma, y cuatro palmas hacen un pie, seis palmas hacen un codo, cuatro codos hacen la altura del Hombre”. El hombre la aprieta y la socava.
Y “cuatro codos hacen un paso, y que veinticuatro palmas hacen un hombre”, mientras bufa devorador, el hombre la socava.
Le separa sus piernas lo suficiente como para que su altura disminuya un catorceavo y estira y sube los hombros delicados de rocíos hasta que sus dedos están al nivel del borde superior de su cadera de brusca despedida, y deja en evidencia su útero nupcial extraordinario, para encontrar el lúbrico centro geométrico de las extremidades separadas, mientras hurga su ombligo con la lengua y el rancio olor a cigarro se anoticia que en el espacio entre ellas se abre un triángulo equilátero perfecto, a donde se dirige mientras frota con ese ácido perfume esa angustiada humanidad adolescente.
Desde el nacimiento del pelo hasta la punta de la barbilla tiembla la niña hasta en la décima parte de la altura de ese hombre, y el hombre la socava.
Desde la punta de la barbilla a la parte superior de la cabeza es un octavo de su estatura que se espanta, y el hombre la sacaba.
Desde la parte superior del pecho al extremo de su cabeza será un sexto del hombre que jadea, y el hombre la socava.
Desde la parte superior del pecho al nacimiento del pelo será la séptima parte del hombre completo, y el hombre la socava.
Desde los pezones a la parte de arriba de la cabeza será la cuarta parte del hombre, y el hombre la socava.
Desde el codo a la punta de la mano será la quinta parte del hombre; y desde el codo al ángulo de la axila será la octava parte del hombre y la mano completa será la décima parte del hombre, y el hombre la socava.
El comienzo de los genitales marca la mitad del hombre, y el hombre la socava.
El pie es la séptima parte del hombre que empuja los suyos hasta torcerlos en dirección a la nada, y el hombre la socava.
Desde la planta del pie hasta debajo de la rodilla será la cuarta parte del hombre, y el hombre la socava.
Desde debajo de la rodilla al comienzo de los genitales que se inflan será la cuarta parte del hombre, y el hombre la socava.
Anita debería llorar, pero no puede. Quisiera llorar, pero no puede. Suena una larga amenaza que la aturde y que hasta en esa mañana la domina; lleva ese caimán de dientes rojos, serpiente de permanente azufre, borde de cuchilla de piedra, aun en las entrañas que sangran sodomizadas como calandrias muertas. Le dice en voz muy baja “este es nuestro secreto, calla, para siempre calla”. Y el humo se hace perpetuo veneno que arde unas llagas del tamaño de un puño.
En el instante mismo en que discute esas lágrimas a la memoria, escucha un grito distinto del humo ardiente de la baba humana; es un grito que corre espantado por un ancho pasillo reclamando ayuda. Apenas oye el tropel de gente que llega hasta su camilla, alguien dice que un charco inmenso de sangre como una maraña de líquidos y coágulos se ha desprendido desde su entrepierna que luce roja como una manzana herida.
Alguien grita “¡se muere!” Y busca como obligar a la hemorragia a desistir en ese preciso instante. Pero la hemorragia la desangra hasta los huesos.
Anita solo querría que le quitaran ese olor del cigarro que va de su nariz hasta el cerebro. Quiere amputar ese recuerdo y solo eso. Pero no encuentra el modo. No quiere llevárselo puesto como una mala ropa de tejidos negros.
El tropel grita y desespera mientras la hemorragia se abunda de coágulos pequeños.
“Póngala cabeza abajo, ¡cabeza abajo!”, gritan a coro unas mujeres de rostro indefinido, pero en esa posición le duele la cabeza como nunca le ocurrió y el olor del cigarro se hace más penetrante a la altura que queda su cabeza.
Anita sabe que solo los hombres mayores que deambulan impunes por la familia, fuman esas cosas apestosas y se recuerda niña temblando entre los brazos de su madre, quien también llora como si compartiera la misma desgracia. Ejerce unos últimos suspiros. Toca con su recuerdo la pequeña humanidad de Amanda y suspira aliviada. Pero Amanda no sabe quién la toca y corre hacia la tiniebla de una enorme casona donde otra niña se atrapa de babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas, frente a la inmensidad de una puerta azul que nunca se abre vencida de tinieblas.
Anita quiere dormir, pero el tropel de gente no la deja. Quiere dormir con ese frío raro, esa extraña celada que le acaba el calor de la sangre a cada instante. Los golpes en la cara la confunden. Y mucho más los gritos como loros desbocados que revolotean a su alrededor tan funesto presagio.
Piensa en el niño recién nacido y llama Ícaro al niño. Ella eligió ese nombre y le dará unas alas para que emprenda su vuelo extraordinario. Las suyas ya ardieron quemadas por la braza impúdica del cigarro que la abraza con ese olor a hombre que la socava. Retorna a Amanda y ejerce su última sonrisa.
Cierra los ojos. ¿Sueña? Solo cierra los ojos y se olvida la vida en un suspiro. El ruido cesa, el párpado sucumbe, la boca se vacía de palabras. Llega un crepúsculo y la muerte entra al territorio de la vida y alza su definitivo muro de silencio.

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