Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3 «Amanda»

III

Amanda


Amanda era pequeña, parecía frágil, pero no lo era. Su cabello castaño lucía unos bucles de reflejos rojizos que parecían girar lenta pero ininterrumpidamente. Esos destellos helicoidales, de los que no se podía saber si iban o venían, alumbraban su pequeña frente, la que limitaban dos delicadas líneas que dibujaban sus cejas. Nadie podía decir si eran o no pintadas, ellas describían su curvatura con extraordinario detalle como verdaderas acuarelas, cada línea un cabello desde el centro hacia cada lado con exquisita proporción.
Los ojos eran oscuros; tenían algo de luz y algo de noche, de agua torrentosa y de áspera tierra desplegada, relámpago compacto y asuntos de martirios. Ojos como ningunos, redondos gotones de uvas negras, luciérnagas de negro cuarzo que destellaban y que encandilaban si se los miraba fijamente como a un horizonte de metales. La intensidad de esa mirada la acompañó hasta el último momento de su vida y muchas veces fue el elixir pacificador al que el Ilustre acudía en días de desasosiego, cuando dudaba si encontraría vientos propicios para que la enseña patria flameara sin declinaciones.
En los párpados, bordadas pestañas que sus secretos brillos ciliados alargaban como joyas que se ofertaban para ser admiradas con sorpresa.
La nariz es pequeña, con la apariencia de un grano de un cereal maravilloso, larvado aún, sin germinar, flanqueado por el noble ópalo de sus redondas mejillas de muñeca.
Debajo de la nariz, la pequeña boca, leves labios de sublime amatista; boca cándida y sugerente que bajaba en un imperceptible rictus de somnolencia que torcía de manera imperceptible, pero con gracia, la comisura de los labios a cada lado.
Su cuerpo estaba bien proporcionado, aunque solo era una niña. Al crecer no perdería esa armonía. Torso breve, caderas que prometían, piernas no demasiado largas. Pequeños pies inquietos que infatigables iban de aquí para allá por voluntad propia y la niña detrás, siempre apurada, deslumbrada de juegos fabulosos. Pero lo que más se destacaba de Amanda no era tanto su aspecto sino su curiosidad, que era como una punta de flecha afilada y potente que disparaba su boca sin aviso, y a la que su padre temía con sobradas razones.
Justo de ese modo, mientras la niña se balanceaba indiferente posando por distraída, despachó su interrogante que impactó de lleno en la inseguridad paterna. Miguel dejó de lado en ese instante en lo que está pensando, y algo desorientado, trató de pronunciar una respuesta más o menos satisfactoria. No encontró esas palabras, aunque hurgó hasta el fondo de sus explicaciones. “Eeeeehhh”, dijo monosilábico, casi onomatopéyico y perdido. En su cabeza sonaba el eco de la duda alargando la letra “e” para hallar un consuelo, pero fue solo un “eeeehhh” como una clarinada llamando al fragor de un combate perdido de antemano. Cavilando, se interrogó así mismo en voz alta: “¿de dónde vienen los niños? ¿Qué te puedo decir?” –Buscó un atajo salvador.
—¡Qué te puedo decir, Amanda!
—Lo que te pregunto, papá –machacó la niña–, ¿de dónde vienen los niños? ¿De dónde? Eso me podés decir…
En cada oportunidad que preguntaba, prudente miraba primero a la madre, quien sabía eludir su mirada con la propia no menos inquietante, y luego al padre, a quien los ojos de su hija le pesaban como el mismo cielo que Atlas debió sostener luego de la derrota de los Titanes.
Miguel quiso demostrar serenidad, pero su rostro se encendió sofocado y unas diminutas gotas de sudor cayeron de su frente, haciéndole sentir hasta cierto pudor por el aspecto indefenso que adquirió su persona luego de oír la pregunta aquella. Amanda captó con facilidad el cambio de ánimo de su padre y eso la estimulaba a insistir por una respuesta que la satisficiera.
—¿De dónde vienen los niños? ¿De dónde vienen los niños? ¿De dónde vienen los niños?
Repitió la pregunta sobre ese asunto que la inquietaba como un fermento que brotaba de la intimidad de los tejidos, y que hacía ya algún tiempo daba vueltas por su cerebro. Ya no era una simple pregunta que se podía eludir con un gesto despectivo, como otras veces sus padres se desentendían de esos interrogatorios inesperados.
Y volvía otras tres veces con su pregunta. Siempre repetía tres veces las que para ella tenían una trascendente importancia, una costumbre que sus padres no podían explicar; lo atribuyeron a una simple manía, algo extraño para una niña de tan corta edad. No solo lo hacía de ese modo, sino que en cada oportunidad su voz sonaba más fuerte (aunque sin alcanzar a transformarse en grito), exigiendo casi impertinente una explicación a quien dirigió su pregunta. Si no había respuesta, cada pregunta es acompañada por un saltito hacia adelante, sobre un solo pie, como si en realidad jugara a una rayuela de la que los adultos eran solo espectadores abrumados por su incapacidad de responder sobre un asunto tan humano. Para Amanda, ese impulso daba más vigor a su demanda.
Sobre uno solo de sus pies, los bracitos extendidos suplicando, las manos abiertas ofertando sus filiales caricias, quedaba de su padre a la muy breve distancia de un suspiro. El hombre, confundido, humedecía sus labios con su lengua para aplacar una sed que nacía de su zozobra. Oía la frecuencia de la respiración algo turbulenta de la niña, y captaba esa vibración inquisidora que Amanda compartía con su madre, quien también sabía echarle encima como pequeños perros garroneros cuando quería una respuesta exacta sobre algún asunto de la casa, del trabajo o la política.
La prepotencia en la voz se hacía más significativa, hasta alcanzar un tono monacal, raro para una niña de tan corta edad que tenía esa voz blanca, aguda, propia de los infantes.
El alboroto inquisidor sonaba como la voz de cáscara reseca del cura párroco del colegio de monjas cuando sus interminables misas en latín, quien asolaba a las infantas con sus sermones llenos de abominaciones cavernosas y rojosnaranjas aullidos del averno. La turbación de su padre iba en aumento, pero eso no la conmovía, por el contrario, la estimulaba. Padre e hija quedaban frente a frente, una expectante y el otro mudo, ambos tomados de las manos en una especie de tregua necesaria.
El sol entraba por el amplio ventanal que daba a la galería de baldosas casi blancas con delicados arabescos rojos y calentaba el comedor con la indecisión propia del otoño. Afuera las hojas parecían pájaros amarillos que iban de aquí para allá batiendo sus alas nerviosas en la cámara nupcial de un cielo azul en el que las nubes trenzaban delicadas hebras de nubes blancas. Y las preguntas se filtraban hasta el fondo de unos pinos que apenas se inclinaban simétricos empujados por un húmedo viento en dirección a la laguna, siempre con rumbo norte.
Amanda ponía sus ojos sobre los del padre, advirtiendo que iba a reiniciar el oratorio de las preguntas incómodas, y canturreaba provocativa, con voz suave y melodiosa, “de dónde vienen los niños”, “de dónde vienen los niños”, “de dónde vienen los niños”. Toc-toc-toc, tres golpecitos delicados con su pequeño puño en la gran puerta de las vacilaciones patriarcales. Toc-toc-toc. ¿Hay palabras ahí? Silencio, solo silencio. El padre estaba ausente de palabras.
La niña torcía su cabeza hacia la derecha, decepcionada de la repentina mudez de su querido padre. Por eso Amanda empezó a hurgar las pupilas marrones de Miguel con las propias, tan oscuras como salvajes lobos negros al acecho. Percibió que sus defensas estaban al caer y suponía que pronto podrá avanzar por el puente del silencio hacia el reducto fortificado en el que se hallaba secuestra la verdad que reclamaba. Sin embargo, ni aturdido por un gualicho ni por el embrujo de esos ojos de arcillas negras, jamás revelaría eso que para él era un vedado secreto de la biología humana al que las personas solo accedían ya entrados en años, cuando el sexo pasaba a ser un misterio de a dos. Es imposible que algo deshiciera su voluntad paterna de quedarse en silencio a como diera lugar, jamás respondería esa pregunta repetida tres veces y otras tantas veces más, que su pequeña hija hacía irreverente, porque simplemente no sabía cómo hacerlo. Y no encontraba mentira alguna que a él mismo le resultara convincente. “Los trae la cigüeña”, se explicó a sí mismo. “¿La cigüeña?” se interrogó. “Ridículo”. ¿Qué cigüeña volaría desde el país de no se sabe dónde a ese pequeño reducto bonaerense apenas habitado por dos familias en sus modestas casas?
En los fondos de las leguas bonaerenses donde habitan proletarios y empleados de medidos recursos, no había cigüeñas ni las habría nunca. Había chorlitos, jilgueros, cardenales y hasta loros multicolores y cotorras parlanchinas y gritonas, todas pequeñas aves incapaces de llevar colgando de sus piquitos un bebé humano. Cigüeñas suburbanas jamás las hubo ni las habrá. Miguel agitaba su mano procurando espantar a la mítica ave ante la sorprendida mirada de Amanda, quien no adivinaba la razón de los manotazos que su padre tiraba al vacío, y menos sospechaba que las manotadas esas procuraban espantar a las zancudas de plumas blancas, rosadas patas y picos encendidos, entreveradas en sus pensamientos.
“Una semilla”, pensó que podría ser una buena respuesta. “¿Una semilla?”, de inmediato se cuestionó. “Sí, una semilla pequeña, una semillita”, se respondió con ganas, hasta parecer convincente. ¿Y dónde se pone esa semilla? ¿Dónde?” “¡En el amor de la madre!” Se alborotaba. Buena respuesta. Dónde sino en el amor de la madre. “¿Y dónde queda el amor de la madre?”, se interrogó decepcionado. ¿Dónde? “Extravagante”, concluyó. Una semilla demasiado estrafalaria. “¿Qué clase de semilla germina un niño?” Era un salto a la ciencia ficción a la que Miguel, Frankenstein mediante, no era para nada aficionado. Por otra parte, esa respuesta sería el pretexto de otra serie interminable de preguntas. “¿Qué semilla, papá?” escucharía no bien formulara esa explicación. “¿De dónde salió la semilla?” Sería el siguiente interrogante. Y el rematé lo pondría a balbucear como hacen los infantes al comienzo del habla: “¿En qué lugar de mamá se pone esa semilla? ¿En qué lugar de su cuerpo está alojado el amor de mamá? ¿Y quién la pone? ¿Y cómo se pone?” “¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué?” Nada de semillas mágicas, nada. ¡Nada de semillas!
Amanda, indulgente, lo acariciaba con una tal ternura que hasta podría hacerlo lagrimear contra su voluntad. Ella se tomaba su tiempo para estirar el suplicio de su interrogatorio, sabía, no importa cómo, que se adentraba por una gruta de asuntos muy humanos. Había visto otros niños pequeños, bebés en brazos de otras madres, y nunca sintió curiosidad sobre el origen de cada uno de ellos. Pero cuando el acontecimiento llegó hasta su madre se volvió arterial y desde entonces reclamaba su respuesta. Intuía un suceso extraordinario, pero solo encontraba por confesión esos silencios paternos que tanto la intrigaban y hasta le provocaban una rabia furibunda y la convocaban a recriminar contra ese mutismo que no provenía de la ignorancia, sino de un suburbio en donde las verdades eran prisioneras de prejuicios tan poderosos como las rudas tormentas que azotaban el paisaje del villorrio de tanto en tanto. Era el suburbio de la verdad en donde la mentira se pavoneaba agorera y alardeaba sus embustes metafísicos.
Acosado, Miguel solo atinaba a toser un catarro propio de los viejos fumadores de cigarros “Avanti” que llevaban en las gargantas unas ronqueras toscas que sonaban como al raspar dos trozos de carbón de piedra. Tosía y tosía como si le extrajeran el oxígeno vital hasta del último alvéolo y luego pensaba en una mentira, absurda, completamente absurda, ¡nada de cigüeñas! ¡Nada de semillas! Una mentira del tamaño de una fruta, pero se atragantaba con ella cuando estaba por decirla y allí quedaba, obturando la glotis, percutiendo siniestra las dos cuerdas vocales de la mentira.
Le quedaba un último recurso, frotar su cara con las manos en un acto reflejo que Amanda conocía a la perfección. Era el momento previo a ordenar a la niña irse a su cuarto y no molestar más con sus preguntas. De paso borraba con las manos las muecas de incomodidad que quedaban caprichosas estampadas en la cara y las reemplazaba con una mueca de incredulidad poco creíble. Los ojos descifradores de la hija lo sometían a una incomodidad que no sufría ni en su trabajo, cuando algún superior le reclamaba una distracción o un error en sus informes. Luego empezaba a rascarse la cabeza como maldecido por una alergia interminable. La hija sabía de la comezón que le producían ciertas preguntas.
A esa altura del fracaso, el hombre esperaba que lo salve, aunque fuera a los apurones, Anita, quien sí sabía salir de cualquier atolladero como nadie. Anita lo miraba con picardía, hasta con cierta conmiseración, cuando abandonaba las operaciones matemáticas incrustadas en la planilla de cálculos que llevaba a todas partes como si ya integraran parte de su anatomía.
Como era de esperarse, la madre se mantenía inmutable y retomaba la resolución de las operaciones complejas de números nigromantes que se presentaban al mundo del común de los mortales como acertijos sagrados llenos de misterios imposibles. No se dejaba en ningún momento distraer por el oratorio de las tres repeticiones de aquello “de dónde vienen los niños”, y menos se amilanaba por la mirada intransigente de la pequeña. La suya, cuando se lo proponía, era fría como un estanque helado y dura como un diamante de odio.
Quiere gritar “¡pero sí es una niña, Miguel! ¡Por Dios! ¡Si es apenas una niña!” “¿Cómo te puede controlar una niña que no tiene aún ni siete años?” Pero callaba, seguía atendiendo los enigmas matemáticos que su superioridad no podía ni sabía develar. Cuando finalmente se oyó su voz, tanto la hija como el marido quedaron paralizados como si un conjuro extraordinario los hubiese dejado suspendidos. La niña atenta a la respuesta y el hombre a la salvación que presumía estaba por ofrendarle su esposa.
—Los trae el doctor en su maletín de médico –dijo mintiendo con tal descaro que hasta sorprendió al propio Miguel que desesperaba una respuesta.
Amanda se volteó para observarla. “¿Los trae el doctor en su maletín de médico?” Se preguntó intrigada. Y desconfió por instinto de la respuesta. Pero comprendió que no tenía manera en ese preciso instante de comprobar si su madre le estaba diciendo la verdad o burlándose de ella como solía hacer en ciertas oportunidades. Y llegar a la verdad no sería nada fácil, sospechaba. Hurgar los bolsillos y las carteras de los mayores era una habilidad que poseía la niña y que había puesto a sus padres en más de un apuro. Allí se había topado con souvenirs extraordinarios, de formas y colores muy variados, que las más de las veces ningún adulto reconocía como propio. Pero revisar la cilíndrica valijita del médico y develar la incógnita aquella, era una empresa no solo muy difícil sino hasta peligrosa. Los maletines de doctores podrían esconder misterios reservados solo a ellos y a los que no debía nunca asomarse una niña de su edad. Utensilios sospechosos, aparatos sofisticados, instrumentos reservados al conocimiento médico, pociones milagrosas de vida y, por qué no, hasta de muerte. Elixir para el amor, pócimas para el odio, pastillas para el olvido, ungüentos para el recuerdo, todas sublimaciones de la ciencia hipocrática tan alejada de las preocupaciones de una niña curiosa. Por otra parte, rara vez él se desprendía de su bolso, al que mantenía asido con su pequeña manito como si llevara del cogote a un animalito de aspecto tubular. Una vez que ingresaba a la habitación para auscultar a Anita cargando su maletín, no había ninguna posibilidad de curiosear el contenido del mismo, la puerta del cuarto del matrimonio donde reposaba la madre se cerraba y lo que allí ocurría era un secreto entre ella y el médico. Un secreto que desesperaba a Amanda, pero al que le estaba expresamente prohibido siquiera asomarse.
Imaginó escurrirse hasta encontrar refugio debajo de la amplia cama matrimonial y allí monitorear la posición del bolso, que súbitamente había adquirido la solemnidad de una vasija ritual, y lograr, aunque más no fuera por un instante fugaz, dejar caer sus ojos hacia las entrañas del misterioso neceser en donde seguro se arrellanaría su hermano sobre blandos almohadones de fundas de color celeste y finas sábanas de hilo bordadas con primorosos angelitos y hasta flores en el mismo tono.
La niña solía recibir al hombre con abrazos y besos en cada oportunidad que llegaba y que él festeja con sinceridad. Pasaba por atenta, pero lo suyo no era amabilidad, era puro interés. El hombre la saludaba con ternura sin sospechar, aparentemente, las verdaderas razones de su cariñoso recibimiento.
—Hola Amanda –le decía sin sacarle los ojos de encima mientras acariciaba su cabeza.
—Hola doctor. ¿Va a ver a mi mamá?
—Así es. ¿Todo bien? ¿La cuidaste? –preguntaba con ternura.
—¡Claro! –respondía seria y decidida, aunque no estaba muy segura de cuánto la había cuidado en los últimos días. Se distraía con facilidad jugando con sus cajillas de cigarros y sus muñecos rellenos de fea estopa.
—Me alegro que la cuidés tanto. Seguramente tu hermano o hermana también habrán de estar contentos con tus cuidados. –La felicitó con cierta solemnidad y la siguió por el caminito de cemento que los levaba hasta la casa.
—Hermano –Amanda afirmó rotunda sobre el sexo del bebé–. Hermano –repitió sin dudar.
—¿Hermano? ¿Tan segura estás? ¿Yo no estaría tan seguro? Puede ser una nena, como vos. –El doctor la invitó a dudar de su afirmación. Amanda sintió una picante curiosidad. ¿Habrá visto dentro de su maleta que no se trata de un varón? Le resultaba inaceptable que ella estuviera equivocada acerca del sexo.
—Hermano. Será varón. Yo sé que será varón –el hombre se encogió de hombros y sonrió–. Lo que no sé es cómo se va a llamar. ¿Juan? ¿Le parece lindo nombre a usted?
—Eso tenés que preguntarle a tu mamá. Yo solo traigo bebés al mundo, no les pongo nombre ni los bautizo.
Amanda quedó fuertemente impresionada. Esas palabras “yo solo traigo bebés al mundo” la dejaron casi perpleja. “¿Cómo los trae?”, se preguntó, “¿en esa pequeña valija?” Tal vez resultaba muy cierto lo que su madre le dijo sobre las virtudes extraordinarias de ese maletín que visto desde afuera no parecía muy significativo.
Amanda, que parecía un lazarillo conduciendo al visitante hacia la casa, empujó la puerta de entrada que estaba semiabierta. El doctor era un hombre corpulento, al pasar por la puerta parecía ocupar todo el ancho y el alto de la abertura. Alto, muy alto, y desde la perspectiva de Amanda parecía aún más de lo que en realidad era. Amplia la espalda, redondos los hombros, musculosos los brazos, macizo el cuello. Sin embargo, su cabeza era de un tamaño indefinido. Si se la observaba de frente parecía enorme, pero por los lados se aplanaba hasta tornarse demasiado delgada para el volumen del cuello y los hombros que la sostenían. El piso de pinotea crujía bajo sus pies quejándose del peso del visitante.
La niña daba vueltas alrededor suyo en una especie de ritual que para cualquier observador ocasional podría resultar desconcertante; se detenía primero mirando de frente esa cabeza y, seguido, a los costados. Trataba de comprender ese acertijo que le presentaba el cráneo, aquel que mudaba de forma con solo desplazarse unos pasos a su alrededor. Al cabo de un rato, el doctor sacudía intencionalmente su cabeza de manera exagerada, acentuando aún más esa metamorfosis que inquietaba a la niña que observaba su cabeza mutante. Nunca se disgustaba por esa agobiante observación a que era sometido. Y no era esa la primera vez, ni sería la última, que le ocurriría. Él mismo en ocasiones notó ese extravagante fenómeno, pero se consolaba al atribuirlo a una ilusión óptica, seguramente producida por su desprolija cabellera blanca que caía casi hasta sus hombros, y por ciertas iridiscencias que su piel hacía al recibir la luz en determinado ángulo. Sus marcadas arrugas contribuían al desconcierto de esas mutaciones.
Cuando la cabeza era vista de frente, los ojos resultaban algo pequeños. Vistos de lado, se asemejaban al de los peces y siempre se tenía la sensación que él podía moverlos con independencia uno del otro, como los camaleones. Sus orejas eran de tamaño mediano y algo arrepolladas; el pabellón de ambas describía un repulgue desprolijo. Pero su nariz sí que era grande. Solo el tupido bigote que se bifurcaba hacia arriba disimulaba un poco su voluminosa punta del tamaño de una ciruela y que lucía el mismo color morado de esa fruta, solo que más aterciopelado y surcado de pequeñas venas como hilitos rojos que amenazaban saltar hacia el observador en algún momento de distracción.
Los labios eran carnosos y parecían siempre resecos. Tal vez por eso insistía en mojarlos con su lenguaza, la que se asomaba carnosa y rosada, que los repasaba en uno y otro sentido de manera invariable, primero al labio superior y luego al inferior, para guardarse después de cumplida su tarea refrescante, en la cavidad de su boca que también adquiría una profundidad significativa tal vez por efecto de la oscuridad que se guarnecía en ella. Su mentón era bastante cuadrado y prominente, saliendo de la cara hacia adelante, con un pequeño hoyuelo justo en el punto medio, que distraía a quien lo observaba por su perfecta redondez y exagerada profundidad.
Pero lo que Amanda no podía dejar de observar, aunque se lo propusiera, y por ello había recibido más de un tirón de orejas, eran las manos del hombre. Brazos de fortachón, pero manos de enano, muy pequeñas, desproporcionadas, si hasta parecían un desprejuiciado error de su anatomía, una confusión antropomórfica entre manos pequeñas y brazos hercúleos.
Los dedos pequeños y rechonchos culminaban en uñas rosadas que lucían un borde muy blanco como si alguien les hubiese pintado con esmero una línea delicada de ese color.
Luego de remangar la camisa y exponer sus velludos y gruesos antebrazos, lavaba en repetidas oportunidades en el lavabo del baño sus manos con enjundia con un pequeño cepillito que saca de su increíble maletín doctoral. Las lavaba del derecho, las lavaba del revés, las lavaba de costado. Lavaba los pequeños dedos con dedicación extrema. Cada dedo, cada vez. Entre cada uno de ellos con especial cuidado. Y luego cepillaba las uñas, una por una, empezando por la del dedo meñique derecho, para pasar luego al meñique izquierdo y así con cada una de ellas. Amanda lo observaba hasta con descaro.
—Antes de tocar al bebé, lavate siempre bien las manos. No bien, ¡muy bien! ¡Como nunca antes! –La niña aceptaba la orden porque encontraba razonable higienizarse para tocar a su hermano.
Le llevaba un largo rato el aseo de sus manos. Luego, más arriba de sus muñecas, emprendía con igual dedicación la limpieza de los antebrazos. Era un ritual interminable porque tenían un diámetro exagerado, surcado de músculos rígidos que mostraban que en su juventud se había dedicado a trabajos pesados, quizás para solventar sus estudios. Luego volvía a lavar las manos ya lavadas.
Toda esa cuidadosa higiene la realizaba antes de entrar a la habitación donde lo esperaba Anita. Pero para auscultarla, usaba unos hisopos de algodón hidrófilo como si no quisiera tocarla con sus propias manos. Uno de ellos estaba empapado en alcohol medicinal, el otro no. Parecían dos grandes fósforos de madera, pero cuya cabeza estaba hecha con ese algodón tan blanco y refinado. Era una operación extraña, sin lugar a dudas. Apoyaba el hisopo empapado en alcohol en el vientre que estaba cada vez más redondo, y bajaba por él hasta la entrepierna donde se detenía. Entonces apoyaba el que está seco y lo movía con delicadeza de un lado a otro y de arriba abajo. Estaba serio y hacía como quien miraba una foto conocida desde una extraña posición de privilegio. Luego ponía los hisopos dentro de un recipiente de vidrio y cerraba el envase con fuerza con una tapa metálica de color oscuro de la que escapan los bordes de una gasa que protegía la boca del frasco. Sin que se sepa de donde, extraía como por arte de magia unos gruesos guantes de látex que calzaba con precisión y palpaba la entrepierna, pero ladeando levemente la cabeza hacia su izquierda, hasta convencerse de que todo estaba como él esperaba, sin mirar en dirección al cuerpo de Anita en ningún momento. Satisfecho, exhalaba con convicción el aire de sus enormes pulmones y sonreía satisfecho. “Todo bien, Anita”, es todo lo que decía, y Anita suspiraba con emoción.
Cuando dejaba la habitación y se preparaba para partir, nunca lo hacía sin antes lavarse las manos con la misma dedicación que cuando llegó. Y luego de lavarlas con otro pequeño cepillo, algo más pequeño pero voluminoso, que extraía de entre los secretos de su bolso, las empapaba en alcohol, el que rociaba, en esa oportunidad, con una especie de pequeño perfumero de vidrio de color verde jade y que impregnaba por un instante la casa con su perfume tan particular. Luego del ritual, observaba metódicamente las uñas de borde blanco, las miraba desde arriba, de frente y del revés, solo por cerciorarse de su higiene.
En más de una oportunidad, mientras hacía esto, con el rabo del ojo descifraba la mirada de Amanda observando a la distancia la boca abierta de su oscuro maletín. Como si no diera importancia al examen obsesivo de la niña, volteaba cada tanto procurando parecer distraído y le sonreía cómplice. Amanda sospechaba que el hombre sabía qué busca indiscreta.
Cuando ocurría ese juego de miradas, el espeso bigote blanco parecía moverse con mayor independencia que otras partes de su cara. Sus puntas se erizaban hasta afinarse como las extraordinarias antenas que lucían los insectos, aptas para el tacto y el olfato, y hasta para escuchar el más imperceptible capricho de una niña de tan enrulados cabellos, ojos oscuros y nariz respingada. Por ellos captaba los cambios en el clima de la propia casa y hasta en el ánimo de su pequeña anfitriona, y lo advertían que ella deseaba tomar de un golpe las dos manijitas del maletín y salir corriendo para poder ver de una buena y definitiva vez el aspecto maravilloso de ese hermano que se prometía de alegrías.
Pero no todo era decisión en ella y el doctor comprendía su vacilación, pero no la naturaleza de la misma. Amanda dudaba de cómo tomaría su hermano esa incursión prohibida, tan repentina como intempestiva, de una curiosa de menos de siete años. Consideraba que Juan, o como fuera a llamarse, solo debía descansar orondo allí dentro, a resguardo de cualquier contingencia (y eso incluía la curiosidad de la hermana), durante nada más y nada menos que nueve meses. ¡Nueve meses! Le dijo su mamá que se tomaba el doctor en retirar al niño del bolso y entregarlo a los padres con la condición que lo cuidarían de la mejor manera. Eran nueve seguros y apacibles meses en que el fulano se estaría tan sereno y a resguardo de miradas indiscretas de parientes y desconocidos, confiando en la pertinaz vigilancia del médico, en su sabiduría y también en esas pequeñas manos que a pesar de su tamaño infunden seguridad.
¡Nueve meses!, le aseguró que se tomó ese mismo hombre de bigotes inmensos y cabellera blanca que poblaba desordenadamente su cabeza, para depositarla en los delicados brazos de su madre. Pero Amanda no podía recordar nada vinculado a ese extraordinario suceso. Cuando trataba de hacerlo, una extraña congoja la asaltaba, imaginándose allí dentro, sin mucha luz ni mucho aire fresco, dentro de ese pequeño tubo de cuero.
¿Cómo era posible que un hombre por el solo hecho de poseer esa pequeña y extraordinaria maleta marrón pudiera hacer esperar ¡nueve meses! para entregar a sus padres al hijo esperado? ¿Nadie podía intervenir para acabar con la tiranía de ese señor que ostentaba su tupido bigote de retorcidas puntas y que parecía crecer cuando ella lo observaba por un tiempo considerable hasta hacer desaparecer los gruesos labios? ¿Por qué no dos meses, o tres, a lo sumo?
—Nada que hacer –dijo su madre contrariándola–. Hay que esperar nueve meses completos. O cuarenta semanas. O nueve lunas. –Cifras que a Amanda le sonaban extravagantes. Y la advertía frunciendo el ceño que, si alguien se atrevía a revisar su maletín, el doctor bien podía decidir que, en lugar de nueve meses para entregar al niño, fueran diez u once.
—Así que es mejor que te alejes de los misterios del maletín, Amanda –recomendó Anita y agregó amenazante–, los médicos suelen ser muy severos con sus pacientes y en especial cuando se trata de un nacimiento, pero son mucho más celosos de los secretos que guardan en sus maletines.
La niña se encogió de hombros como si no le importara la advertencia, pero la tomaba muy en serio. Lejos estaba en su ánimo de cargar con la responsabilidad de retrasar la llegada del hermano o de develar algún misterio médico que debía permanecer desconocido para ella. Eso sí, quería saber por qué el vientre de su madre crecía ¡semana a semana! ¡y hasta por día! No encontraba verdadera relación entre el maletín del médico y ese abultamiento de perfecta lisura que empezaba a crecer y atraía la curiosidad de Amanda tanto como los secretos del neceser. Tenía mucho con un interrogante extraordinario ¿a qué agregar otro?

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