La venganza de los Pérez, cap. 24 «El cuchillo verijero»

La venganza de los Pérez, cap. 24 «El cuchillo verijero»

XXIV

El cuchillo verijero


Silverio llevaba siempre consigo el cuchillo verijero. Obsequio del padre, cuando todavía era un adolescente del tamaño de un adulto. Un regalo apurado por su mala salud. De alrededor de unos quince centímetros de largo, era un antiguo verijero encabado en alpaca, trabajado con extremo cuidado y delicadeza. Su artesano se había esmerado en reproducir a la perfección un dibujo de flores arracimadas (parecían de acacia) que se ceñían infinitas unas a otras; intercaladas, unas diminutas hojas que exponían sus nervaduras entre los pétalos finamente cincelados.
La vaina era tan elegante y minuciosa como el mango. Las flores acompañaban la forma casi cónica y achatada de la misma, que terminaba en una flor de lis.
Lo llevaba enganchado del ancho cinturón de cuero crudo bordado por encima de la verija. Disimulado bajo la amplia camisa de trabajo, pasaba desapercibido. Era un compañero que nunca faltaba, se tratara de la ocasión que se trate. Y, además, era silencioso como Silverio.
El padre cuando se lo obsequió lo presentó llevándolo en sus dos manos como una ofrenda.
—Es para vos hijo. Cuidalo bien. Fue de mi padre, tu abuelo, y del padre de este, mi abuelo. Todavía sos un pibe. Pero te noto sereno y cuidadoso como un hombre maduro. Y te veo en condiciones de que lo poseas desde ahora. Si llegás a ser padre de un varón, cuando lo sepas hombre, dale el cuchillo, así como hice yo. Que siga la hoja de ruta de la vida.
—¿Por qué tanto apuro, papá? ¿Por qué no lo conservás hasta dentro de unos años? –Preocupado, Silverio le preguntó a su padre intuyendo la respuesta.
—Porque sabés que estoy enfermo. Si muero, voy a perder la oportunidad de dártelo como dejó indicado tu bisabuelo, quien fue su primer propietario y empezó esta tradición. No quiero pensar lo que me van a hacer esos viejos mañeros si llego a dónde están y se enteran de que falté a la palabra. Así que agarralo y cuídalo.
—Espero, papá, que viva muchos años más. Ya se murió mamá y no quiero estar solo. –Triste, Silverio, más que una expresión de deseo, le impartió una orden al padre. Un reclamo imposible de satisfacer. El hombre sabía que su enfermedad avanzaba demasiado rápido y estaba más comprometida su salud de lo que reconocía. No solía comentar siquiera cuando regresaba del oncólogo qué le había dicho el médico, cuál era su pronóstico. Después de la quimioterapia, algo repuesto, empezó a ordenar su partida. Allí fue cuando decidió traspasar el verijero. Le estaba confiando a Silverio parte de su propia esencia.
—El paisano en el campo tiene un dicho para el verijero –le dijo en esa oportunidad–. “Sirve tanto pa’brir un asau, como pa’cerrar una discusión.” Por suerte, hasta ahora, solo se usó para “pa’abrir un asau”. Esperemos que nunca lo necesités para cerrar una discusión. Si así no fuera –agregó mirándolo a los ojos– usalo con discreción. El hombre no es animal para ser carneado como cordero, y si hay que carnearlo que sea sin tormento. Nunca es bueno atormentar a nadie. Ni siquiera al tipo más perverso. –Silverio asintió con un leve movimiento de su cabeza; prometió conservar el obsequio con dedicación y en la medida que no se presentara una desgraciada situación, solo usarlo en asados. Pero si alguna vez se hallaba en la encrucijada en que tuviera que cargarse a un hombre, lo haría rápido y concluyente. Con su fuerza hercúlea la faena sería rápida. La puñalada sería eficaz, mortal, desprovista de mañas. Al hígado, de adentro hacia afuera, del centro a la derecha. El filo perfecto garantizaría la ejecución, y una copiosa hemorragia luego se ocuparía en segundos de terminar el indeseable pleito.
En el último tiempo lo llevaba sin olvidarlo jamás. Desde que desobedeció la orden de degollar en el departamento mismo de Podestá a Abigaíl, lo llevaba encima como un talismán. Se preocupaba de afilarlo pacientemente. Y en especial, de alargarle su filosa punta hasta asemejarlo a una aguja capaz de cortar los tejidos con un simple roce. Tenía talante de bisturí y hasta se lo podría confundir con uno cuando el brillo de una luz daba en la delgada línea del filo. Si por un instante lo sorprendía una sensación de que había olvidado el verijero, tanteaba preocupado y lo aferraba con fuerza para asegurarse que siguiera amarrado al cinto.
Desde la muerte de Sarita1 , palpar el pequeño cuchillo se le hizo un hábito. Era un comportamiento defensivo, de quien está a la expectativa temiendo una emboscada.
El deceso de la anciana no lo sorprendió, pero alteró sus costumbres. Andaba siempre expectante, vigilando hasta el menor movimiento, reparando en el sonido más leve como si fuera una amenaza significativa. Parecía crispado. Todos los vecinos notaron el cambio en su personalidad. No le atribuyeron otro origen que los sucesos desgraciados que habían enlutado a todos por igual. Las sucesivas muertes de los vecinos del primer piso, los había conmocionado en mayor o menor medida.

En el caso de López Huidobro, su deceso produjo sorpresa, porque lo consideraban un hombre relativamente joven aún y que parecía saludable. Salvo el último período en que había perdido peso de manera exagerada, y en más de una ocasión hasta se lo notó desalineado. Algo raro en él, siempre prolijamente, acicalado.
En el caso de Sarita, aunque nadie quisiese hablar de ello, el desenlace era esperable. El afecto era para Sarita, para el otro muerto solo el respeto al que obligan las circunstancias.
El coronel no era un propietario que contara con la simpatía de sus consocios. Pero lo conocían desde hacía un buen tiempo y hasta se habían acostumbrado a sus modales hoscos y poco afables. Nadie esperaba una muerte tan repentina. Y eso que nadie conocía las circunstancias en que se había producido.
Por esa muerte, Silverio tenía sobradas razones para inquietarse. Sobre la de Sarita, solo tenía sospechas. Se consolaba explicándose que no era un suceso inesperado. La edad, la soledad, las múltiples dolencias predecían un final inmediato. Aunque él no estaba del todo convencido de sus propios argumentos.
Tenía noventa años. Había estado internada casi por quince días por esas nanas. Una insuficiencia cardíaca para una persona de su edad era una dolencia severa que podía agravarse de manera súbita. Cuando los médicos del hospital le dieron el alta y la ambulancia la devolvió a su casa, los propios enfermeros, después de acomodarla en su cama, le dijeron a Silverio que, en una persona tan mayor, los cuidados deberían ser extremos. Él entendía la recomendación. Cómo no iba a comprender si había acompañado las enfermedades de madre y padre hasta sus muertes. Pero no estaba en condiciones de poner remedio a soledad de Sarita, que la volvía más vulnerable a cualquier padecimiento y más aún, a un imprevisto.
Con esa muerte le ocurría algo hasta entonces desconocido. Era como si un único suceso pudiera ser considerado desde dos enfoques totalmente diferentes que llevaban a conclusiones diametralmente opuestas.
Si se la analizaba desde una perspectiva, hasta diríase de simple lógica, la muerte era un hecho predecible. Pero si se lo ubicaba en el contexto de la muerte de López Huidobro (aunque pocos, muy pocos, estuviesen al tanto de cómo se produjo su deceso), la muerte de Sarita adquiría otro relieve. Esa sensación vaga, incluso confusa, se acentuaba porque había algo enrarecido que estaba presente en todos los sucesos que siguieron a la muerte de López Huidobro. Y en especial en la propia muerte de Sarita.
Cuando Silverio descubrió su cadáver, notó como si alguien se hubiese ocupado con esmero, de acomodarlo para que luciera como el de alguien que murió sin darse cuenta, sin padecimientos, sin sobresaltos. Había demasiada naturalidad en su rostro y en especial en su postura, recostada sobre tres almohadas dispuestas con elegancia, las manos entrecruzadas sosteniéndose una a la otra. La disposición del cuerpo sugería un tratamiento concienzudo, de alguien que procuró que la percepción de la muerta brindara cierto efecto beático. El orden de las pertenencias que la rodeaban repetía ese cuidado celoso en los detalles que podrían haber pasado desapercibidos para otros, pero no para Silverio.
Sus anteojos debidamente guardados en su funda, impecables, sin marcas de los dedos de Sarita, algo lejos del alcance de su mano. El pañuelito bordado, acompañando el ángulo recto más próximo de los cuatro que describía el mármol de la mesa de luz, guardando exacta distancia de cada lado; el velador dispuesto en el centro del mármol, revelaban un deseo expreso de lograr una precisa simetría.
Todas las cosas lucían sin huellas evidentes a la vista, como si hubieran sido limpiadas antes de disponerlas en su lugar.
Había dedicación hasta en la posición de las pantuflas color rosa, primorosamente alineadas una al lado de la otra y las dos en perfecta perpendicular a la cama, sobre el pequeño tapete de flores de acacia que Sarita conservaba de los tiempos de su propia abuela. La posición de las pantuflas, también revelaba una obsesión por la simetría.
A Silverio todo le parecía escenográfico. Él, que iba y venía de lo de Sarita, fuera por llevarle algo de pan, una mermelada, o cualquier cosa que necesitara la vieja vecina, había visto el inevitable desorden, no muy significativo pero evidente, que la anciana tenía por sus achaques y limitaciones. Quien asistía a los mandados para satisfacer sus moderadas necesidades era él y nunca había notado tanto precisión en el arreglo como cuando su muerte.
Sarita se cuidó muy bien de decirle a Silverio el contenido de su conversación con el fiscal de la causa. Solo le comentó lo agradable y buen mozo que resultó el doctorcito, ese que la visitó durante su internación. Estaba convencida de que todas sus palabras se habían incorporado a la causa, algo que no había ocurrido por orden expresa de “Pérez y Pérez”. Peor aún, por sus revelaciones sobre la sexualidad del difunto y sus visitantes, se deslizó la posibilidad de asesinarla para evitar que anduviera desparramando esos chismes.
De las incontables denuncias que pesaban en su contra, radicadas en la seccional de policía de su zona, Sarita no tenía ni la menor idea. Y mucho menos de la que se agregó en connivencia con el comisario que fuera amigo del coronel muerto y que manifestara ese extraño gusto por la escritura patrullera y la picana expurgadora. La denuncia la sindicaba como una vieja desquiciada, peligrosa y de cuidado.
Silverio sí estaba al tanto de todos esos enjuagues. Y por ello desconfiaba de la muerte de Sarita. No es que tuviera un encariñamiento especial con la vecina. La costumbre también crea hábitos agradables. Tal vez fueran las circunstancias, se explicó, que rodeaban el suceso. No siempre muere un jefe en medio de una orgía y se lo esconde en un freezer para momificarlo rudimentariamente. En la reunión en que se lo puso al tanto de esos probables sucesos, lo del freezer pareció una joda que movía a la risa fácil entre los presentes. Después le hablaron del degüello del amante del coronel. Y, comprensivo, el más experto, le sugirió que lo trozara dentro del refrigerador para evitar que el sangrado enchastrara toda la habitación.
Del muerto se ocupó hacendoso. Del asunto de saltar de terraza a terraza, ni quiso mencionarle a Abigaíl el tema. Y desistió de la decapitación, simplemente porque no pudo. A sabiendas de su desobediencia, a sabiendas de lo que implicaba desobedecer.
Se lo dijeron la primera vez que fue al curso de entrenamiento. “Obedecer”, esa era la premisa. “Obedecer, siempre. Desobedecer, nunca”. Y él había infringido la primera ley. Pero cumplió con esmero la limpieza de la escena del crimen. Los investigadores, que fueron muchos y que repitieron sus búsquedas en varias oportunidades, no lograron levantar una sola evidencia del lugar. No lo sabía, pero “Pérez y Pérez” disfrutó de ese éxito a pesar de que ya estaba informado de la desobediencia de su subordinado. “Así es la vida. Una de cal y una de arena”, dijo no bien le comunicaron la indisciplina del grandote. “De algo hay que morir”, parafraseó a su camarada, de quien copió esa expresión que estaba empezando a frustrarlo por su repetido uso. Dio la orden de terminar con el asunto y propuso los nombres de dos limpiadores.
Cuando Silverio recibió la visita de Segni sintió algo de pánico, aunque pudo controlarlo con eficacia. No conocía a ese personaje que actuaba con aires de verdugo. Fue a husmear. Olió el lugar, miró a Silverio, midió su apartamento. Segni le preguntó por las grabaciones faltantes. Le dijo que él no sabía de esa falta.
—¿Y de la rubia de la filmación tampoco sabés nada?

—No. Yo jamás espiaba a las personas que recibía el coronel. No me metía en sus cosas, era mi superior.
—Portero discreto, raro. Los porteros son todos chismosos, resulta que vos sos la excepción.
—Será, yo qué sé. Nunca espié a quienes recibía el coronel. Ya se lo dije.
Segni le advirtió que se mantuviera en su puesto y no intentara irse del edificio. Silverio lo tranquilizó afirmando que bajo ninguna circunstancia dejaría su puesto de trabajo, no tenía razones para ello.
El tiempo que duró esa conversación, Silverio mantuvo sus manos cerca del verijero. Había decidido que si Segni se pasaba de la raya lo iba a carnear sin dudarlo. Después vería cómo huía. Y siempre quedaba un último recurso. Pero Segni no insistió más de la cuenta. Tenía orden de comportarse con cautela y serenidad y no excederse con sus preguntas. Su trabajo era bichar el edificio, el apartamento del portero, el ámbito en que se desenvolvía y medir al gigante para saber cómo proceder a la limpieza. De lo otro, se ocuparían los ejecutores cuando les dieran la orden.
La mañana de ese viernes, justamente un viernes como aquel día de la muerte de Podestá, se hicieron presentes dos matones en la portería. Uno de ellos, conocido como Chikatilo, llevaba la voz cantante. El otro se apodaba Víbora. Aunque no era ni largo ni flaco. Por el contrario, el tipo impresionaba. Su contextura física superaba con creces la del encargado y eso que Silverio era alto, fornido, de espaldas anchas, brazos fuertes. Chikatilo captó el asombro de Silverio por el tamaño de Víbora, su compinche. “Es anaconda”, le dijo sonriendo, “flor de tarasca, nada de culebrita”. Silverio sonrió de compromiso. “Y ni te imaginás el tamaño de aquella. Atro qué víbora.”
Mientras subían en el ascensor hacia la portería, Chikatilo le dijo que querían ver la terraza. Silverio supo al instante qué buscaban.
—No hay problema. Busco la llave y subimos.
—¿No te interesa pelado que quiero ver? –Preguntó provocativo.
—No. Aprendí a no meterme en asuntos ajenos.
—¿Serán ajenos, pelado? –Chikatilo se mostraba pendenciero y confianzudo. Silverio, en cambio, lo trataba con respeto y no lo tuteaba.
—¿Entran o me esperan en el pasillo? –Les dijo mientras buscaba sus llaves de uno de sus bolsillos.
—Esperamos. –Respondió el sicario.
—Busco la llave de la terraza y vamos a ver lo que los trajo por aquí.

Los matones se quedaron en la puerta del departamento observando los movimientos de Silverio, quien retiró una llave de un portallaves que imitaba un escudo de armas.
—Por la escalera. –Les indicó haciendo un gesto con la mano.
Subieron con cierta lentitud. Chikatilo le ordenó encabezar el ascenso, mientras subían, observaba la nuca de Silverio y tenía su mano sobre la culata de su arma en la sobaquera. Víbora, algunos escalones más abajo, también tenía la mano sobre el arma.
Silverio abrió la puerta. Entró a la terraza seguido por los dos hombres. Chikatilo se dirigió hacia su izquierda, para mirar la terraza contigua.
—Decime pelado: ¿por qué la mina no saltó como te ordenaron?
—No sé de qué me habla.
—No te hagás el boludo, gordo. La rubia del video. La que mató al coronel. ¿Por qué no saltó desde esta terraza? Tenía que hacerse mierda allá abajo, ves, contra la loza aquella. Pelado, ¿por qué no saltó la mina? –Silverio no respondió. No podía.
—¿Te quedaste mudo, sorete? –Chikatilo se puso insolente–. ¿Sabés pelado? Mi jefe, tu jefe, quiere saber por qué dejaste escapar a la mina.
—Yo no dejé escapar a nadie. ¿Eso de dónde lo sacaste? –Silverio subió el tono de su voz. Los matones se crisparon.
—No te pongás pesado, pelado. ¿Quién crees que somos?
—No lo sé, yo no los conozco. Nadie me avisó que ustedes venían a interrogarme.
¿Querías una invitación especial? No estamos para un bautismo, pelado. No sé si me explico. –Chikatilo merodeó la trifulca en sus palabras. Víbora señaló su cintura, alardeando de su arma–. Queremos saber ¿por qué dejaste escapar a la mina que mató al coronel? Es una pregunta fácil, gordito.
—¿Y quién dice que eso ocurrió y que yo tuve algo que ver? –Preguntó Silverio contradiciendo a Chikatilo.
—Lo dicen en la Agencia, lo dicen tus jefes, lo digo yo, pelado. –Chikatilo fregó la punta del cañón de su arma por la nariz de Silverio–. Vos nos vas a acompañar. Tranqui, ¿eh? Sin quilombos. En la base te van a sacar todas las dudas. Los jefes quieren que vengas con nosotros. Te van a explicar las cosas como se suelen explicar en la base. Con mucho detalle. Por ahí te muestran algo que filmaron. Y te aclara la cabeza. –Chikatilo adquirió ya un tono directamente amenazante.
—¿Una filmación que me compromete a mí?
—Ya hablé demasiado, pelado. Pero te digo que te metiste en un quilombo del que no vas a salir. Que te acusen de ser cómplice del asesinato de un camarada, encima de oficial de alta graduación como López Huidobro, ese sí que es un quilombo grande. ¡Pelado! ¡Vos sí que no te anduviste con chiquitas!
—¡Yo no tengo nada que ver con esa muerte! –Gritó Silverio y avanzó pasos hacia los matones.
—¡No te hagás el loco porque te quemo acá, boludo! –Chikatilo gritó y al mismo tiempo que Víbora, extrajo su arma. Uno apuntó a la cabeza y el otro al pecho de Silverio.
—No hace falta. Guarden las armas. Soy hombre leal y no tengo inconveniente en ir a la base. Allí aclararemos todo.
—Bajá tranquilo “hombre leal”, porque te quemo en la escalera.
—Guarden las armas. Los vecinos van y vienen a la terraza a colgar la ropa. Van a armar un escándalo al pedo.
—Si hacés algo raro te liquidamos acá. Me importa un carajo los vecinos de mierda de este puto edificio. Mejor que ni pestañees.
—¡Por favor! ¿Qué les puedo hacer yo? Ustedes son dos y están armados. Vamos. –Indicó Silverio enérgico–. Bajo primero, usted atrás. –Tanta seguridad de Silverio desconcertó a los matones.
—Cambiate. –Ordenó el Chikatilo–. No vas a venir disfrazado de portero. No hagás ninguna boludez.
—Quédense tranquilos.
Silverio encabezó el descenso. Los otros dos bajaron detrás de él, llevaban las armas que estaban amartilladas. Silverio dejó su mano muy cerca del verijero.
¿Sería posible un plan de escape? Debía despanzurrar dos tipos al mismo tiempo. Trató de imaginar, mientras bajaba con tranquilidad la escalera, la secuencia. No se le presentaba sencilla.
A uno, seguro lo ensartaba. Al Víbora, que era el primero que lo seguía. Fue Chikatilo quien le indicó con un movimiento del arma que se pusiera detrás de Silverio, como una barrera de músculo y huesos protegiéndolo. Víbora empuñaba la 9 mm mal disimulada entre sus ropas. Chikatilo, algo alejado, algunos escalones más arriba, parapetado detrás de Víbora, también estaba listo para descargar el arma contra Silverio. La separación entre ellos lo ponía a buena distancia para un disparo certero.

El tiempo parecía haberse lentificado, y los tres descendían con una lentitud extraordinaria que tanto Chikatilo como Víbora no captaban ensimismados en sus alertas y temores. En cambio, Silverio, aprovechaba ese diferente transcurrir del tiempo para insistir en un plan de escape.
Calculó que apuñalar al primero era cosa sencilla. Evaluó el tiempo que podía tardar en ensartar el verijero en el hígado y deslizarlo hacia la derecha para seccionar en dos el órgano. Estaba preparado para realizar un movimiento fulminante, serpentino, inesperado. Luego, con su manota izquierda, asir de la camisa el cuerpo sangrante del matón, usarlo como un enorme escudo y arremeter con más velocidad y más violencia contra Chikatilo. Era poco probable que pudiera ensartar de una en el hígado al fanfarrón ese. Chikatilo era diestro, Silverio también. El órgano del matón quedaba en diagonal a la mano con la que empuñaba el cuchillo. El tiempo que tardaría en describir la puñalada, tal vez le sirviera a Chikatilo para dispararle y evitar ser ensartado. Esos, estaba seguro, eran buenos tiradores.
Se convenció de que, al tiempo que sostenía con su mano izquierda el cadáver del Víbora (que a esa altura ya debería estar muerto por la hemorragia), debería golpear con el cuerpazo la mano derecha de Chikatilo para desviar el o los disparos y penetrar en línea recta directo al corazón. Necesitaba ser más veloz que el sicario. Los 15 centímetros de afilada hoja de acero inoxidable, garantizaban alcanzar el músculo cardíaco y seccionarlo como un durazno.
¿Y después qué? Huir. Huir con prisa y sin pausa. Para siempre. ¿Podría? ¿Y si las cosas no resultaban como se ilusionaba? Quedaba un último recurso, un buen tajo en la carótida y moriría rápidamente. Lo tenía decidido.
Silverio jugaba a ajedrez. No era un erudito, pero apreciaba el juego. Cuando tenía tiempo libre, el que le correspondía por convenio, se iba a un parque a jugar algunas partidas con otros aficionados como él. Sabía muy bien cuando un juego llegaba al final. El rey se daba por vencido muriendo por propia voluntad o le asestaban el jaque mate final. Así se sentía en ese momento. Morir, después de todo, de esa forma, no era algo que no había imaginado en alguna oportunidad, pero cuando despidió al amante de Podestá quedó convencido que nada de lo que ocurriese debía sorprenderlo.
Siempre se prometió que, si se encontraba en una encrucijada mortal, él se iría al infierno, pero que a alguno se lo iba a llevar puesto. Y en ese momento ¡hasta podían ser dos los que lo acompañaran en el viaje final hasta el averno!

Sacó del bolsillo trasero izquierdo la llave de su departamento. La llevaba del lado izquierdo para no estorbar la mano con la que empuñaría, de ser necesario, el verijero. La puerta era de hierro, vieja puerta que ya no se fabricaba por su alto costo. La chapa no era blindada, pero tenía un discreto grosor que la hacía impenetrable si se hubiese querido voltear a empujones. Hasta podría resistir un calibre 22 y frenar el entusiasmo homicida de una bala 9 mm. Sus bisagras eran muy gruesas, también de hierro. Eran puertas que fueron fabricadas para que duraran años, decenas de años. Silverio la mantenía pintada y la había cuidado para que la corrosión no la echara a perder. La cerradura era una Travex común, pero del lado de adentro, cuando se ingresaba, tenía adosado un grueso pasador de hierro que iba a encajar en una abertura asegurada en el propio hormigón de la pared. Cuando desde adentro se aseguraba la puerta con ese pasador, para violentarla había que cortarla con una moladora de tipo industrial. Silverio, temiendo alguna intromisión a su casa por lo que fuere, había rellenado la puerta con un material de alta resistencia. No había ninguna posibilidad de que alguien irrumpiera fácilmente en su vivienda.
Liberó la puerta de la cerradura. Giró sobre sus talones inesperadamente y, luego de empujar la puerta para que quedara abierta, arremetió contra Víbora con decisión y fuerza bruta. Ensartó el verijero en el hígado del corpulento matón y lo hizo correr con una velocidad alucinante hacia la derecha. Una enorme salpicadura de sangre manchó la camisa de Silverio.
Con su mano izquierda, como había planificado, tomó a Víbora de la camisa y empujó la mano derecha de Chikatilo con la que empuñaba su arma. Como los matones estaban demasiado cerca uno del otro, Silverio creyó poder sacar ventaja de esa situación y favorecer su maniobra. Al tiempo que iban cayendo los tres, estiró el estiletazo del verijero.
Se oyó un disparo. Se oyó un crujido grave, como de hueso roto. Y otro disparo. Y otro sonido más agudo, como quien corta unas cuerdas de guitarra.
En el pecho de Silverio se abrieron a cada lado dos precisos agujeros. El de Chikatilo, en cambio, a la altura del corazón, se estiró en un tajo recto que adquirió forma de una bocaza de labios demasiados rojos. Músculo y pedazos de costilla, saltaron por los aires. Con esa violencia apuñaló Silverio al sicario.
Cayeron el piso. Silverio sobre Víbora, quien, de manera inexplicable, aún respiraba y se ahogaba en su propia sangre. Los dos aprisionaron a Chikatilo que estaba desahuciado. La espalda de Silverio dejaba ver dos orificios de salida, más anchos y redondos que los de entrada. De los tres cuerpos apilados una chorrera de sangre bajaba por la escalera hacia el piso inferior. Caía por el borde lateral hacia la planta baja.
Víbora regurgitó un coágulo y murió. Presenció su muerte con el cuerpazo aquel aplastándolo. Chikatilo, en cambio, murió no bien el cuchillo le seccionó el corazón. Pero fue más veloz con el arma que Silverio con el verijero; antes de que lo ensartara, tuvo tiempo de efectuar los dos disparos que acertaron en el pecho enorme del portero. Como Silverio había previsto, era un buen tirador, rápido y preciso.
Cómo pudo ponerse de pie nunca se explicó. Los peritos que analizaron la escena del crimen estaban seguros de que una tercera persona (daban por cierto que era Silverio), se incorporó de entre los muertos y se puso de pie. Entró con su hemorragia a cuestas al departamento. Cerró la puerta tras de sí y alcanzó a correr el pasador asegurándola. Quería morir sin interrupciones. Llevó su desangre hasta el baño.
Apoyado en el lavatorio con sus dos manos, se miró al espejo con simpatía. Murmuró “dos” no “uno”. Repitió: “dos”. Se los llevó puesto. Como se lo prometió, cumplió.
Se recostó sangrando en la pared que daba a la izquierda del lavabo. Despacio se dejó caer hasta el piso, donde quedó sentado mientras un hilo de sangre corría hacia la rejilla.
Afuera los vecinos, alertados por los disparos, salieron a sus pasillos preguntando asustados. “¿Qué pasa Silverio?” Gritaron una y otra vez. “¡Qué pasó Silverio!” Varios llamaron al 911. Silverio no podía hablar, además ¿qué iba a decir? Respiraba con gran dificultad.
Sentado en el piso del baño, se sacó su camisa de trabajo y palpó los dos huecos. Eran dos escarapelas funerarias. Su dedo entraba completo y cómodo en cada uno. Creyó palpar el tejido del enorme pulmón que amenazaba colapsar muy lentamente, mientras la sangre inundaba la cavidad torácica.
Por alguna causa que no estaba en condiciones de descifrar, mientras la sangre lo ahogaba lentamente, recordó su infancia. Como a Bado, la memoria, se hizo de su propia voluntad para seleccionar un recuerdo. Se vio sentado a la mesa hogareña junto al padre mientras la madre acomodaba los platos para compartir un almuerzo. Era un día especial, el día de San Silverio, y él insistía mientras el padre reía, que no podía ser casual que San Silverio, Belgrano y él, compartieran una fecha en común. Papá le acariciaba la cabeza, mientras el reprochaba su vanidad. ¡Compararse a un Santo! ¡Compararse a un General de la patria! ¡Qué muchacho ese cuyo nombre había salido de un libro desconocido al papel manuscrito y sellado de un acta de nacimiento amarillada por los años! La madre, en el recuerdo, repetía su disgusto por ese nombre que ella nunca hubiera elegido.
Respirando con dificultad, se consoló con esos muertos en el pasillo, acuchillados con el bello verijero. Al final, había servido para terminar una discusión. Y qué discusión. Dos mastines que perdieron su arrogancia de cancerberos, siempre dispuestos a devorar hombres a puras dentelladas, por el fino filo de un cuchillo encabado en pura plata. Conoció de cerca a esos lobos comedores de hombres. Conoció a López Huidobro, animal sofisticado. ¡Ese sí quera un lobo hambriento!
Él, que se hubiera conformado con llevarse a uno solo puesto, vio perderse a tres. ¡A tres! Hubiese exclamado si no estuvieran sus pulmones henchidos de fluidos que lo fatigaban. El suboficial “Pérez” podía descansar tranquilo.
Guardó el cuchillo manchado en sangres, que tenía todavía aferrado a su manaza, en su bonita funda. Lo miró con amor sin inquietarlo el tono bordó que adquirió por los coágulos.
Allí estaban sus ascendientes mirándolo satisfechos, todos apocopados en el filo preciso que le fue dando en esos últimos días. Se alegraba de haber cumplido el pedido del padre. Cuando tuvo que carnear a un hombre, lo hizo sin exageraciones. Les propinó la muerte sin aditamentos. Nada de torturas. Él no se había hecho hombre para nada de eso.
Como no tuvo hijo varón al que transferirle el obsequio, ni hija que lo sucediera, allí quedaría, en su funda de alpaca finamente trabajada. Lo robaría algún malandrín de los que intervenían en la investigación. Hay cosas que escapan al gobierno de las personas cuando se produce su muerte. Este era el caso. No sintió angustia porque moría solo. Su decisión le ahorró interrogatorios y torturas y le regaló una satisfacción difícil de describir.
Sentado allí, sobre el piso del baño, viendo el hilito de sangre correr caprichoso hasta la rejilla, se interrogó reflexivo. ¿Fue un error no degollar al amante en esa pieza? Se respondió que no, que fue justo. Estaba convencido. Los hombres tienen siempre que tomar decisiones y sabía que ya estaban jugados con el asunto de Podestá. Más tarde o más temprano, sería descartado como tantos otros. De ese modo, su larga clandestinidad daba un fruto más disfrutable. El asesino muerto por “Juana de Arco” y dos perros de presa destripados sin remedio. Llevaba en silencio tres estampas magníficas, esperaba que Dios existiera para discutir amable ese asunto justiciero.
Se puso morado. Color de muerte. Sin embargo, no se lo notaba ni cansado ni preocupado, hasta parecía sereno.
Acarició el verijero, lucía más plateado que nunca, la luz del baño lo hacía brillar caprichoso.
—Bueno padre, –se dijo con calma chicha–, cumplí con su encomienda.
Recordó en ese instante la vos paterna diciendo: “Es para vos hijo. Cuidalo bien. Fue de mi padre, tu abuelo, y del padre de este, mi abuelo. Todavía sos un pibe. Pero te noto sereno y cuidadoso como un hombre maduro. Y te veo en condiciones de que lo poseas desde ahora.
Si llegás a ser padre de un varón, cuando lo sepas hombre, dale el cuchillo, así como hice yo. Que siga la hoja de ruta de la vida.
Por suerte, hasta ahora, solo se usó para “pa’abrir un asau”. Esperemos que nunca lo necesites para cerrar una discusión. Si así no fuera, usalo con discreción. El hombre no es animal para ser carneado como cordero, y si hay que carnearlo que sea sin tormento. Nunca es bueno atormentar a nadie. Ni siquiera al tipo más perverso.” Así fue hecho, respetando la orden paterna.
Afuera, una batahola de rugidos amenazaba voltear la puerta. Alguien entró por un ventiluz estrecho. Un frío desconocido ascendió por sus piernas. Cerró los ojos y se dejó vencer por un sueño irreconocible.

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