La venganza de los Pérez, cap. 22 «Cada uno atiende su juego»

La venganza de los Pérez, cap. 22 «Cada uno atiende su juego»

XXII

Cada uno atiende su juego

Marian danzaba espasmódica. Se contorsionaba hacia atrás, hacia adelante, poseída, como atravesando un trance de revelaciones místicas. Parecía alguien que estaba a punto de cambiar su condición a otra que se le prometía impactante.
Las luces irrumpían con la música estridente. Iban y venían desde lo alto hacia los cuerpos que, transpirados, reflejaban los haces dibujando extrañas formas llenas de anatomías asombrosas. Contorsiones lumínicas de flagrante osamenta.
Hacía tiempo que se merecía una noche como esa. Necesitaba el festejo. ¡Tanto esperó ese recreo! Después de meses de fatigosa búsqueda, seleccionando esas mercancías humanas para satisfacer la demanda de sexo; de encierro, entrenando a los escogidos, moldeándolos para cada servicio, elevándolos a la condición de acompañantes sofisticados. Personal bilingüe, culto o embrutecedor; refinado o soez. Hetero, homo o bisexual. Mujeres exóticas, travestis sofisticados, desnudistas maravillosos con miembros monumentales. Para todos los gustos. En el escaparate en exhibición no faltaba ningún producto. Todos estaban al alcance de bolsillos abultados o carteras “Louis Vuitton” infladas de billetes.
Bailaba rodeada de dos jóvenes mujeres que estaban tan poseídas como ella. Una era alta, delgada, morena. La otra de su misma estatura, pero más pulposa. Las tres eran objeto de la lascivia de unos clientes que esperaban con paciencia el momento de conocerlas. Allí intervendría el poco libre juego de la oferta y la demanda. Los demandantes, por lo general ricachos en juerga clandestina, esperaban que sus ofertas fueran todo lo convincente que su esperma reclamaba. Estaban dispuestos a satisfacer la demanda, pero sin dilapidar sus dineros. Un precio justo, un servicio completo.
Las ofertantes, en cambio, no estaban en condiciones de regatear mucho su mercancía. Una distracción era suficiente para que otra con más necesidades de efectivo constante y sonante, les birlara el cliente y arruinara la noche con un mal negocio.
Las tres bailarinas, Marian y sus acompañantes, no se miraban en ningún momento. Cada una actuaba como si no estuvieran a pocos centímetros una de otra. Si hasta se rozaban sudadas cuando sus cuerpos en movimiento se tocaban por accidente. Cada una realizaba su danza como si estuviera sola en aquella pista atestada de gente. El humo les agregaba una opacidad sensual a los cuerpos.
Era un humo frío que se confundía con el de los cigarrillos de marihuana. Tal vez era esa su justificación.
Las drogas se vendían más que el agua, que, por otra parte, era muy costosa. Si alguien pretendía ir a beber agua corriente a los baños, se iba a encontrar con la realidad de que allí el suministro había sido suprimido. No había agua ni para beber ni para hacerla correr en los excusados, previendo que algunos sedientos se animaran a beber de los mismísimos inodoros o mingitorios. El olor era insoportable.
“¡El agua vale más que el oro!”. Unos experimentos de DJ desquiciados bromearon durante toda la noche desde los micrófonos. Y la gente reía en señal de aprobación. En poco tiempo el ambiente adquirió una densidad inusitada. La cordialidad fue desterrada al desierto de Mad Max. Todo quedó envuelto en un frenesí perturbador que impedía que alguien siquiera pensara una palabra con sentido. Una sola, más no fuera, “mamá” o “papá”, por ejemplo, nada más que esas.
No se trataba de que nadie hablaba, por el contrario. Todos repetían oraciones incoherentes, balbuceaban palabras inconexas que parecían expresar deseos y posesiones. Abundaban los monosilábicos y una jerigonza pastosa que a medida que pasaban los minutos se hacía más y más ininteligible. Las lenguas se abarrotaban de incongruencias irreproducibles.
Algunos, empapados en transpiración, se sacaban las ropas. Varias mujeres quedaron casi al desnudo y sonreían mientras unos adolescentes las magreaban. Pero eso no motivaba al personal de la seguridad privada a intervenir. Los guardias solo observaban con gesto indiferente. Mostraban sus hercúleos brazos, redondos los bíceps, exagerados. El humo los envolvía desfigurando su imagen, pero en ellos dejaba su tono blancuzco y adquiría una tonalidad gris azulada; las luces, con sus fanáticas intermitencias, hacían brillar el sudor que se arracimaba en gotones furibundos. Humo y luces los tornaba más irreales y adquirían, sin proponérselo, apariencia de estatuas de cera.
Los nudistas iban en aumento. No se trataba solo del calor, no. Las drogas devolvían al cerebro una imagen irreal. Cada uno alucinaba su propio edén. Danzaban con bífidas figuras, despanzurraban Abeles con caínicos puñales, desfloran vaginas de pieles de manzanas. Y todos eran expulsados al compás de una monserga electrónica. Las mujeres se quitaban sus minúsculos vestidos, los hombres sus pantalones, todos se drogaban y hasta algunos morían por sobredosis o por deshidratación. Entonces, los encargados, seguidos de los guardias, aparecían como una especie de insectos, una legión de pseudo mantis carroñeras dispuestas a devorar el inútil cadáver atestado de fármacos. Empezaban por la cabeza, el platillo de los antropomorfos sibaritas que adoraban los sesos derretidos y las lenguas inflamadas de los occisos, cocidas en abundantes estupefacientes. Las orejas y los ojos eran servidos a modo de postre. Quien recibía los ojos, debía considerarse agasajado y bien recompensado. Satisfechos del manjar, digerían velozmente el cadáver cuyos restos regurgitaban a unos quinientos metros del lugar en una especie de descampado en donde los encontraría el recolector de basura quien, acostumbrado a hallar ese tipo de despojos con más o menos frecuencia, llamaría a la policía. Esta, a su vez, daría intervención a la emergencia médica. Un doctor de ocasión establecería que se trató de una muerte por paro cardiorrespiratorio. Recogerían los restos semi digeridos del espécimen devorado en una bolsa negra de cadáveres, lo cargarían en la morquera oficial y volverían cada uno a sus funciones, sin mediar mayores complicaciones para ninguno de ellos. Alguien comunicaría a la familia, si la tuviera, el infausto hallazgo. No justificarían para nada los pedazos faltantes del fenecido. Nadie comprometido, todos a salvo.
A Marian esas bacanales la apasionaban. Por eso bailaba con tanto entusiasmo, posesa de una exaltación solo equiparable a su deseo de aspirar un cóctel de drogas que podía ir desde la cocaína hasta un par de Superman, y, si se presentaba la oportunidad, éxtasis, que la catapultaba a un estado orgásmico indescriptible.
Tal vez por ese estado no pudo distinguir quien era el hombre que bailando con cierta torpeza se puso a su lado. La tocó varias veces sin que ella reparara en su presencia. Tampoco sintió las palmadas que le dio en la espalda procurando llamar su atención. Fue su acompañante alta, flaca, morocha, la que la hizo girar para dejarla frente a frente con el hombre que la requería. Era un hombre joven, algo regordete, pero bien parecido. Su chica supuso que se trataba de un cliente o alguien que buscaba algún servicio especial y por eso se dirigía directamente a la meretriz. Tal vez fuera un habitué de ServuS que se había satisfecho con las especialidades que la casa ofrecía a su selecta clientela.
El hombre susurró al oído de Marian. Ella pareció no comprender qué le decía el desconocido. Desaceleró su baile procurando darle tiempo al mensajero de repetir el recado bien pegado al pabellón de su oreja. Se paralizó de manera instantánea. Ella, y hasta la amiga más voluptuosa, escucharon con claridad las pocas palabras que pronunció el mandadero.
—Borrate. Hay quilombo con una de tus chicas “especiales”. La mano viene pesada. La están buscando para amasijarla. A vos te van a hacer picadillo. Borrate, boluda. –Marian trató de retenerlo. Se fue alejando de ella sin que pudiera evitarlo, aprovechando el bailoteo de los otros cuerpos que actuaban como una masa viscosa y sudada que expulsaba a los extraños como si se tratara del sistema inmunológico de la orgía.
Sintió deseos de vomitar. Arrastró a la flaca alta hasta un baño, no podía saber si era el de hombres o el de mujeres. Tampoco tenía alguna importancia a esa altura de la noche. Unió el aviso del desconocido al llamado que Abigaíl le hizo esa misma tarde pidiéndole una entrevista.
“¿Será esta hija de puta a la que andan buscando? La muy mierda me llamó a mi celular y dejó un mensaje pidiéndome verla. Me dejó pegada la muy hija de puta”. Carente de toda compasión, maldijo a Abigaíl. Su acompañante no entendía de qué le hablaba. En realidad, no entendía nada de lo que ocurría porque estaba alucinando por una pepa de ácido que alguien le regaló en el marasmo. ¿El hombre que se acercó a Marian sería el mismo que le propuso sexo oral? Se alzó de hombros y trató de explicar algo que nadie hubiera podido comprender.
—¿Ese era el mío? –Le preguntó a Marian desde su alucinación. Marian la miró desconcertada.
—No sé quién mierda era el tipo, ni sé de qué mierda me hablás vos.
—Todo joya, loca. Es que no sé si era el mismo con el que estuve antes o con el que estuve después de ingresar a la fiesta.
El que ella creía haber visto mientras bailaba ridícula, tenía siete cabezas, siete bocas y descontaba que debería tener siete miembros. ¿Sería negocio? Se preguntó intoxicada. Alguien le obsequió una segunda pepa. La aceptó sin reparar quien era. Marian la apartó de un empujón. La flaca hizo como que no le importaba y se fue en busca de la hidra de siete cabezas y sus variopintos penes.
Marian solo deseaba salir del lugar. Necesitaba aire frío y si pudiera, zambullirse en agua helada mejor. El chapuzón helado hasta podría rescatarla del estado calamitoso en el que estaba. Dura, embotada, crispada, no podía atinar a acatar la advertencia con celeridad e inteligencia; diseñar un plan de escape seguro, una prudente escapada que la apartara de sucesos de los que todavía no tenía ni la más remota idea. Jamás pensó que se pudiera tratar de una broma o un error. Y a pesar de que no pudo reconocer al hombre y hasta hubiera tenido dificultades para describirlo someramente, sabía que el aviso estaba dirigido sin posibilidad de error a ella y era verosímil. “Borrate”, le dijo preciso y demandante. “Borrate, boluda”, rebotó en su cráneo como la punta de una bala de teflón. “Hay quilombo con una de tus chicas “especiales”. Y esa expresión que remarcó silabeando, es-pe-cia-les, fue como el rayo que fulmina, la advertencia de Dios cuando el pecado. Si hasta casi la saca del sopor en el que estaba llevada por la música tecno, las luces, el humo y la droga. “Especiales”. No tenía muchas “chicas especiales”. Una, especialísima. Su rescatada. La que recitaba a Schiller, solfeaba a Lorca, meditaba a Mahler bajo la batuta de Bernstein. No podía ser otra. “La mano viene pesada. La están buscando para amasijarla. A vos te van a hacer picadillo.” No sabía quién le había hecho llegar el aviso, pero debía agradecérselo de por vida.
Un mensaje en su celular cantó presente. “¿Vos sos amiga de un chabón que se hace llamar Abigaíl”? Preguntaba un ignoto mensajero sin rostro y sin escrúpulos. Un ID desconocido saltaba en la pantalla con sus garras al frente.
Escribió a una velocidad imposible para una persona que, apenas segundo antes, estaba bajo el efecto de un cóctel de alucinógenos que hubiera adormilado las tres horrendas cabezas de la Quimera, la de león, la de cabra, la de dragón. “No conozco a nadie con ese nombre”, negó Marian sin vacilar. Trató que, al escribir, su interrogador apreciara su gesto de completa inocencia.
Caminó sin rumbo buscando una avenida donde subirse a un taxi. ¿Y a dónde podía dirigirse? Se cuestionó. ¿A su casa? No era prudente. ¿A “ServuS”? Si confiaba en la advertencia del desconocido, debería estar tomado por quienes andaban buscando a su “chica especial”.
Las prostitutas amigas no ofrecían lugares seguros. No tenía un contacto confiable. El de la Agencia solo se contactaba con ella en el propio burdel, simulando un servicio. No tenía modo de ponerlo al tanto de la advertencia. Tal vez fueron ellos mismos lo que la estaban poniendo de sobre aviso. Su condición de inorgánica le imponía un límite severo e insuperable. ¿Y Marcia? Lo descartó de plano, no le tenía nada de confianza. La meretriz que controlaba el negocio vendería a su propia madre con tal de ponerse a salvo de cualquier contingencia.
Estaba subordinada a órdenes de gente de la que no tenía ni idea de su existencia, ellos decidían y a ella solo le cabía obedecer. Así de simple era la ecuación. Como decía a menudo, en ese negocio ella no cortaba ni pinchaba.
Un segundo mensaje de texto se anunció con más contundencia que el primero. “¿Pero vos no sos amiga de un travesti que se hace llamar Abigaíl?”
“No”, respondió tajante. Y escribió más rápido y más angustiada que antes. “No conozco a ningún travesti ni a nadie que se llame de ese modo.” Negó por segunda vez.
Encontró un bar donde sentarse y esperar el alba. Pidió un café doble bien cargado. El mozo, un hombre algo mayor, la miró consternado por el aspecto degradado que ofrecía la mujer.
—¿Mala noche no? –Le dijo mientras le servía la taza de café humeante.
—Una mierda hermano. Una verdadera mierda.
—Se nota. Tomate el café y avísame si querés un taxi. Acá, la cana, no jode. Los tenemos arreglados. Vienen, manguean, se van.
—Gracias. Cuando me acuerde a dónde tengo que ir te lo pido.
El hombre se apartó y apoyado en el mostrador miraba por las vidrieras a la avenida por la que dos pibes en sus autos se prometían una picada mortal.
Un tercer mensaje de texto apareció escandaloso en la pantalla del celular. “¿Estás segura de que vos no tenés nada que ver con ese travesti de nombre Gavino y apodado Abigaíl?”
“NO. NO. NO.” Gritó en mayúsculas espantando la pregunta acusatoria. “No conozco a ningún Gavino. No conozco a ninguna Abigaíl. No conozco a nadie.” Negó por tercera vez. Luego de ese, cesaron los mensajes. El alba se anunciaba descalza en el claroscuro escampado de las enramadas de los árboles. Enseguida cantó un gallo.
Trató de relajarse para poder pensar. No cabía duda que la persona a la que se refirió el informante clandestino era Abigaíl. “Tu chica especial” era ella y no otra. Los tres mensajes de texto que negó, confirmaban su creencia. Se interrogó varias veces en qué podía haber ocurrido con su pupila.
Se recriminó su reacción primera. ¿A quién, si no a ella iba a llamar Abigaíl? Desde que se lo sacó a Moreira y le acarició las heridas brutales en la espalda en el viaje de regreso a Buenos Aires, quedaron unidos de manera excepcional. Siempre se reprochó no haber ido con el pibe a la basílica de Luján. Sabía que no era bautizo. No es que hubiera podido hacerlo acceder al sacramento en ese momento, pero un consuelo, más no fuera la imagen del Cristo o una palabra del cura, hubiese sido trascendente para esa especie de animalito recién salido de una trampa mortal después de haber sido martirizado durante años.
Además, se dijo, ella sabía que ese experimento andrógino que produjeron estaba destinado a un mandón degenerado. El que le hablaba en la nuca desde el filo de sus cuchillos tras el espejo brumoso. Y ella obedeció sin chistar. ¿Qué iba a decir? ¿Quién era ella después de todo? “Una reverenda puta”, como más de una vez se lo habían recordado, cuando no era tan solo “una puta de mierda”. Y eso cuando solo se limitaban al reproche oral. Porque otras tantas veces se ligó un soberano sopapo o una bruta trompada por “puta preguntona”.
Pero ella sabía por qué tuvo que enseñarle los poemas de Schiller, por qué la atormentó para que declamara con naturalidad, cómo la presionó hasta que aprendió a actuar, a engañar, a mentir, como solo ella lo había hecho a lo largo de su vida. Marian sabía por qué la entrenó para reconocer la obra de Gustav Mahler, por qué le enseñó la biografía de Leonard Bernstein, y hasta le hizo aprender por fonética algunas estrofas en alemán de los corales de sus sinfonías.
Era la comidilla de todo el burdel. “¿Quién lee a Schiller en alemán?” Decían mordaces las prostitutas. “¿Quién escucha a Mahler durante horas?” Repetían satíricas. “¿Quién dice “las mujeres son una calamidad?”
Cuando le venían con el chisme se desentendía de la conversación. Bastaba que le dijeran: “¿Sabés quien dice las mujeres…?”, para darse media vuelta y dejar a la alcahueta hablando a nadie. No quería saber. No quería saber nada. No quería que le revelen ninguno de los secretos del dueño de Abigaíl. Porque tenía miedo y el miedo nunca es zonzo. “Y la muy chota el día de su actuación más importante, se cagó en Schiller y recitó a Lorca. ¡Qué pedazo de turra! ¡Tanto laburo al pedo!” Pensó Marian como para consolarse ella misma de ese fracaso a medias. “Después de todo –justificó la desobediencia– al tipo le importó un carajo qué recitaba. Solo quería garchar con una muñeca de carne que había comprado hace años. Hijo de puta. ¡Ojalá se muera con un palo en el orto!”
Llamó al mozo.
—¿Te llamo un taxi? –Le preguntó atento.
—No, gracias. Prefiero caminar unas cuadras y sacarme esta resaca que me está matando.
—¿Aspirina? ¿Paracetamol? ¿Ibuprofeno?
—¿Tenés ibuprofeno?
—Sí.
—Dame dos, sé bueno.
—Yo soy bueno, un ángel. Te doy los dos ibuprofenos que pedís. Pero este que está en la caja te los va a cobrar como si fueran dos pastillas que curan el cáncer.
—¿Para curar la desgracia no tenés algo?
—Para eso solo tengo un taxi a tu casa.
—No. Me voy caminando. Sos un amor de mozo. Si vuelvo te voy a traer un regalo.
—Te espero. –Dijo el mozo contento de que alguien a esa hora le mintiera con tanto afecto. Marian pagó y salió sin rumbo alguno.
Se quitó sus zapatos de taco aguja. Caminó algunas cuadras, descalza, sin dirección. En un momento creyó ver al hombre que le había hecho la advertencia, dirigirse en la misma dirección que ella. Pero como no vio su rostro, como solo escuchó su voz deformada por la música estridente, no tenía forma de reconocerlo. Estaba equivocada. El mensajero estaba ya muy lejos de allí, fue solo una sombra que nunca nadie podría identificar. Las sombras se parecen todas entre sí. Apenas transmitió el aviso salió por la puerta principal, caminó una cuadra hasta una esquina próxima y se subió a un auto rumbo a la General Paz para alejarse definitivamente del lugar. Lo que le pudiese ocurrir a Marian a partir de entonces estaba en sus propias manos, nunca podría decir que “alguien”, desconocido y escurridizo, no le dio una mano para que zafara del quilombo. Amigos son los amigos, quedó claro. Y a ese desconocido le debía la vida. Muy distinto a lo que ella hizo con Abigaíl. Al comprender la diferencia entre su suerte y la de su pupila, sintió culpa, verdadera culpa. Pero no podía ni reprocharse la cobardía porque estaba abrumada y temerosa. Además, ¿de dónde iba a sacar valentía? ¿Del faso de marihuana? ¿De una línea de merca? ¿De dónde carajo?
La negó tres veces, esa noche la negó tres veces sin siquiera considerar una evasiva, una respuesta esquiva o, incluso, no responder a un mensaje del que no tenía ni idea el origen. No tenía la confirmación, pero intuía precisa que la pupila estaba condenada sin remedio. “La están buscando para amasijarla”, le dijo la sombra aquella junto a su oído, con voz tan clara y precisa que aun entonces podía escuchar esas palabras rebotar insistente en su canal auditivo. Y sin esperar al canto del gallo, la negó tres veces como hizo Pedro ante sus acusadores.
A “Dos Espíritus” (como la bautizó Amílcar, el amigo de Marcia cuando lo consultaron sobre el niño, aquel que amalgamaba los dos sexos en un fenómeno extraordinario), la abandonó sin prejuicios; dos espíritus desamparados, solos, librados a su mala fortuna. ¡Esa anomalía maravillosa de la anatomía, condenada a muerte!
“Dos Espíritus”, así de simple, ni hombre ni mujer, como les dijo Amílcar. “¿Y qué se hace con eso?”, recordaba mientras caminaba sin un destino seguro que preguntó intrigada cuando la revelación. “Nada”, respondió el artista usando su WhatsApp como “un oráculo. “Nada”, repitió seguro. “¿Nada? ¿Así de simple, nada?” cuestionó ella el dejar hacer que proponía el artista.
Él agregó seguro:
—Nada. Hay que dejarlos en paz. Deciden los espíritus, no las personas. Ellos toman la decisión sobre el cuerpo y el cuerpo obedece a los espíritus. Son espíritus de amor. Hay que dejarlos que decidan en libertad. De lo contrario se llenan de desgracia”.
Y luego dijo:
—¡Es We’Wha! ¡Es We’Wha! –Pero Marian nunca supo a qué se refería.
Recordó que luego de hablar con Amílcar se cuestionó qué debía hacer. ¿Obedecer al hombre o seguir sus instintos? ¿Dejar fluir los “dos espíritus” o interceder para imponer un destino posible?
“Pérez y Pérez” (a quien Marcia lo puso al tanto del fenómeno cuando lo capturó Moreira), le mandó a decir que no se involucrara, y que tenía un destino seguro para aquel extraño ser. Si el espíritu que dominaba era el femenino, que era lo que esperaba, se llamaría Abigaíl y nunca más Gavino. Y le dijo además que ya tenía quien podría interesarse por su metamorfosis. La encomendó cuidar esa crisálida hasta su plena transformación. Antes de que Marian reaccionara, Gavino estaba vendido a una sombra que detrás de un espejo le reclamaba “para cuando la mariposa”, y la vigilaba amarrado a su sexo de cuchillos, esperando que la fruta ascendiera a su sexualidad completa.
“¿Y por qué Abigaíl?”, preguntó comedida. “Simple. Se llamará como la esposa del Rey David”, –explicó una prostituta de la que nadie esperaba tal comentario–. “Será joven y bella y evitará que su ‘rey’, haga algo malo”. Si el rey era ese frío exterminador, dudaba Marian que una esmirriada persona de sexo misterioso pudiese siquiera torcer en algo el destino del perverso de garras afiladas.
Cuando Marian aceptó permitir que los espíritus decidieran, notó que el niño comenzaba a mutar sin reparos. Cada día que pasaba, Gavino se alejaba más y más hasta desaparecer, y Abigaíl crecía hasta completar esas complejas alteraciones. Era una crisálida pequeña, lubrica y deslumbrante, de la que comprendió que adquiría forma de Acacia cuando vio la foto de la niña muerta en el diario pueblerino. Hasta se podría creer que una Acacia clandestina salía desde adentro mismo de Gavino exponiéndose a Marian, quien miraba abstraída aquella conversión crucial. Se diría que Acacia anidaba en su interior, esperando el momento oportuno de emerger, cómo denunciaba Eleuterio contra el niño para justificar su pederastia.
La crisálida era también araña. Llevaba un curare al hombro, tenebrosa; un veneno de Acacia que, en modesta jeringa y plateada aguja de boca diminuta, caminaría por Once hacia el destino de un espectro dentro de un freezer importado, guardado en un exquisito mueble de caoba lustrosa. Y esa cuchilla enorme que esperaba su gañote como escasa caña de un bambú sangrante, que decidió hacerla huir para morir tan luego a las trompadas, desde la altura de un noveno piso.
La crisálida desventurada, de ese modo, se haría mariposa y ensayaría un vuelo desde una altura fatal, ponentina, a donde un ventanal miraba de par en par tan desplegado como encolerizado. Esa crisálida a hurtadillas, rescatada del bruto, mariposearía hasta una tarde y noche del tamaño de una melancolía, y moriría fatal, irremediable, baldía. Marian siempre pensó que a Abigaíl la esperaba un tiempo breve, un solo soplo, espectacular, inédito y finito. No mucho más del tiempo que viven las mariposas. En eso no se equivocó.
El frío de la mañana logró sustraerla de sus angustias. Un patrullero con un par de policías gordos pasó cerca de ella. Tuvo la impresión que iban a abordarla. Su imagen invitaba a una requisitoria policial. Sin embargo, solo aminoraron la marcha, la observaron con detenimiento y siguieron su camino. Tal vez el frío los disuadió del interrogatorio.
Recordaba el encuentro con el senador lujurioso. Bien le cabía aquel “viejo verde”, como el del tango, pero refinado. Pero le debía el favor porque fue él quien accedió a presentar a Abigaíl en sociedad. Eso le dio cabida en un ámbito al que nunca hubiera podido acceder por sí misma. ¿Podía ser ese su salvoconducto? Lo fue para Abigaíl para ingresar a la elite, ¿por qué no para ella para escapar de sus verdugos?
Marian, conocedora de los gustos del afamado legislador, lo invitó a conocer a su protegida. Fue una orden directa de “Pérez y Pérez”. Marcia le insistió hasta el hartazgo. Ella, aunque lo disimulara, sabía bien quien era Marcia y de su condición de orgánica de la Agencia, y que en esa condición radicaba su inexplicable interés para que cumpliera la orden. Era la administradora del burdel, aunque siempre quería venderse como una esforzada colaboradora. El control sobre el dinero y la información era la clave del lugar.
Cumplió la orden y arregló un encuentro con el político amigo. El opulento Senador llegó puntual a la entrevista que le propuso; la descripción que le hizo por teléfono lo había impresionado vivamente. Suspendió todas sus actividades, estaba ansioso por conocer a la persona que la madama le ofrecía. El hombre puso algunos reparos por el día y la hora elegidos por la mujer. Cuando sesionaban las comisiones solía ser el primero en dar el presente, nunca había faltado a ninguna de sus reuniones. El presentismo era una presea que pocos, muy pocos, podían ostentar. Él era uno de los agraciados, invicto hasta ese momento.
El cuerpo colegiado aceptaba que sus miembros podían ser más o menos incapaces, más o menos corruptos, más o menos oportunistas. Esos eran atributos que definían a un político burgués que se preciara, y sobre eso no podía haber mayores contratiempos.
Algunos senadores se podían mostrar algo recelosos ante la mediocridad exhibida por algunos de sus pares. Y estos, a los que se tildaban de incapaces, afirmaban que los primeros exageraban la nota, para así poder hacer pasar desapercibida la corruptela que los señalaba. Pero en cuanto al oportunismo, la cosa era bien diferente. Los más, habían coincidido en que el oportunismo, en política, no debía ser considerado un defecto y mucho menos una inmoralidad. Nada en la política burguesa bien entendida resiste el patrón de la moralidad. Ese podía merecerse para asuntos de familia, y hasta por ahí no más. Los asuntos de familia a veces eran tan complejos que la sola moralidad resultaba inútil para su consideración. ¿Cómo se podía conjugar la moralidad con los vaivenes de los bienes gananciales o de las herencias cuando fenecía algún miembro adinerado? Fuera la lucha por el reparto de bienes gananciales, o por las acreencias de una herencia afortunada, los enfrentamientos que provocaba hacían añicos la moralidad de sus contendientes. Por ello hubo que retirar toda consideración moralina de esos eventos mundanos que se circunscribían al poder del dinero. En cuanto a la moralidad como virtud aristotélica o cristiana (para los que sintiéndose occidentales preferían ubicarse en las verdades del Nuevo Testamento y no en las abundantes enseñanzas del filósofo griego), no parecía ser el ámbito de la senaduría el más apropiado para abordarla.
El oportunismo era una herramienta viva de la moderna política “globalizada”. Y hasta podía redundar en una virtud si se la sabía usar del modo y en el momento correcto.
Siempre, para morigerar sus efectos poco nobles, debía recurrirse a la palabra “patria” para sazonar el plato del oportunismo que se presentaba a la mesa de facciones o sectores en pugna.
Patria, bien común, interés general, eran como la santísima trinidad en la religión católica; por sí mismas explicaban que el oportunismo de carácter patriótico, estaba fundado en los valores intrínsecos de la nacionalidad y que exponían una virtud por excelencia, la de aquellos que eran capaces de abandonar el interés de la parte a la que hasta entonces representaban, para subsumirla al interés de otra que había venido asumir la representación del todo. Se sabía que el todo, siempre, estaba por encima de las partes. Los “todos” cambiaban de color, por lo que las partes se hallaban en derecho de imitarlos.
No se aceptaba que el oportunismo expresaba una avivada de quienes cambiaban de bando a su conveniencia. De modo alguno. Se trataba de quienes eran capaces de abandonar su espacio faccioso, para rendir tributo a los intereses superiores de la nación en su conjunto. Y eso era una virtud y nunca un defecto.
Mediocridad, corruptela y oportunismo, podían ameritar debates y atender a justificativos. Pero el ausentismo era considerado, por el conjunto, una afrenta a las obligaciones indelegables que imponía la representación de las provincias. Hacía a la causa del más puro federalismo estar siempre presente en las reuniones y en las sesiones ordinarias o extraordinarias.
Solo en esas oportunidades se podía exclamar a viva voz: “Señor presidente: ¿No hay nada para las provincias?”, y sentarse en el curul senatorial a esperar que el peculado federal asistiera con fondos coparticipables para satisfacer las demandas de los señores legisladores.
El presentismo había generado un ritual. Sí era por la mañana, café con leche y abundantes medialunas. Si era a media mañana, un oportuno tentempié, calmaba los jugos gástricos, muchas veces fomentadores de ruidos indeseables y daban curso a suculentos almuerzos que amenguaban las fogosidades del debate puntilloso de leyes que nunca, nadie, habría de respetar en donde fuera.
Difícilmente los sorprendiera la tarde. Pero si por alguna contingencia la noche los convocaba al tratamiento sobre tablas o al debate interminable, entonces la liturgia legislativa incluía porciones iguales de sensibilidad social, preocupación por la soberanía avasallada e intransigencia en los postulados doctrinarios. Luego a dormir, solo o bien acompañado.
Pero ese día, a esa hora, la invitación de Marian gatilló la curiosidad obscena del señor senador y lo obligó a decidir por su primera ausencia. Se sintió como el joven que debuta por primera vez ante una experimentada mujer de la calle.
Se justificó argumentando que por esa única vez estaría ausente de sus obligaciones, pero lo serenaba considerar que, a pesar de ello, ni la República ni su amada provincia, estarían en peligro. Y si lo descrito por Marian se aproximaba en algo a la verdad objetiva, su falta se hallaría plenamente justificada. No solo de política vive el hombre. No solo de patria se nutren los ideales.
El lugar donde Marian arregló el encuentro era algo apartado. Su ubicación se la hizo llegar a una cuenta de Gmail que figuraba con un nombre extraído de los infinitos listados que se intercambiaban los legisladores para diferentes necesidades. En el mismo correo en el que mencionaba el lugar, adjuntó un mapa con el camino más directo. No cabía la excusa de la distancia o del extravío. En cuanto a su seguridad, Marian le garantizaba total discreción. Se había revelado en esos años como una eficaz proveedora, atenta y discreta y hasta capaz de razonar los precios cuando el cliente consideraba que el exigido era excesivo. Marian nunca regateaba, lo consideraba de mal gusto. Sus clientes lo sabían y se cuidaban de ello. Nada peor que tener en los lupanares fama de amarrete, después de todo, se trataba de fondos del Estado que en carácter de reservados estaban destinados al gasto a discreción del cuerpo senatorial. Todo lo que se les reclamaba a los legisladores era prudencia, mesura, discreción. Asesoría, subsidios, viáticos y refrigerios, permitían solventar los gastos no oficiales con holgura. A cambio, inteligencia.

El senador llegó a la casa de citas como estaba previsto. Su chofer fue licenciado por algunas horas. Expresamente, le ordenó que aprovechara ese tiempo para disfrutar del paisaje. Lo premió con un extra para que pudiera adquirir alguna artesanía local con que obsequiar a la esposa. Marian lo recibió con efusiva alegría. Se abrazaron como solo se abrazan dos viejos amigos que cultivaban la fraternidad entre unas delicadas sábanas de seda.
El hombre estaba inquieto, decidido a comprobar con sus propios ojos los encantos de los que se le habló con tanta enjundia. Pero la situación adquirió otro carácter, inesperado. Marian le propuso un trato a cambio de un favor inapreciable. Al Senador se lo notaba a disgusto. No esperaba que cambiaran sobre la marcha la convocatoria. Dar vuelta la taba de ese modo era simplemente trampa. Y los tramposos nunca tenían buen final, se lo advirtió irritado.
Marian se disculpó. No había voluntad de trampearlo. Quería lo mejor para su pupila. Y no era que considerara que el Senador no podía calificar con holgura en esa consideración. Pero lo puso al corriente de la historia de la muchacha y le dijo que ella la había tomado como una hija.
Nunca le había ocurrido algo así con ninguna de sus chicas. Y eso que conoció y ofertó decenas. Pero este caso era especial. Necesitaba que él, como un amigo, la comprendiera. El hombre estaba tan furioso como confundido.
Por fin, Marian convocó a Abigaíl. El senador, al verla, quedó estupefacto. Desde donde estaba junto a Marian la observó tratando de descifrar la figura que se le presentaba. Le hizo un gesto para que se aproximara. Abigaíl dudó, pero obedeció la seña que le hizo Marian ordenándole cumplir con el pedido del hombre. Quedó a poco menos de un metro del senador quien la miró en detalle. Su cabello, sus aros, sus ojos con ese tono de acuarela, la nariz delineada a la perfección, los labios cincelados. El cuello, su pequeña figura, su armoniosa altura. Le pidió que diera una vuelta, Abigaíl giró sobre sus talones. No llevaba tacos, unas chatitas de cuero crudo de color beige. Mostraba su juventud perturbadora. Incluso parecía menor de lo que le habían dicho.
—¿Qué edad tenés, nena?
—No sé. No sé mi edad. –Respondió ruborizada.
—¿Cómo no sabés tu edad? –Extrañado preguntó el Senador.
—Es indocumentada. –Explicó Marian–. La familia no la anotó nunca. Supone que tiene diecinueve. –Dijo dieciocho por decir una edad.
—¡Diecinueve años! ¡Quién los tuviera! –Le hizo una seña para que Abigaíl se alejara–. Quiero hablar a solas con vos.
—Lo que quieras. –Aceptó la meretriz. Abigaíl se fue por donde vino. Su silueta se desvaneció como un espejismo. El hombre la siguió boquiabierto hasta perderla.
Hombre habituado a lides complejas, sin embargo, no podía disimular su enojo. Al mismo tiempo, estaba impresionado por la presencia de quien tanta preocupación mostraba Marian. Dudaba si marcharse sin mediar mayores comentarios o someterse al largo monólogo que lo esperaba, si pedía a la mujer una explicación sobre todo ese embrollo.
¿Desperdiciar el viaje? ¿Guardar rencores? Un viejo amigo le había dicho en alguna oportunidad “nunca cortés un piolín porque no sabés cuándo lo vas a precisar”. Esa era una de esas circunstancias en la que la disyuntiva era cortar el piolín o conservarlo tal cual, esperando la oportunidad para sacarle provecho.
—Te escucho Marian. Explicame de qué se trata.
—Quiero que la ayudes.
—¿“La” ayude? –El senador exagero el artículo “la” para que Marian comprendiera claramente que sabía que se trataba de un travesti como no había visto en su vida, pero travesti al fin.
—Quiero que la pongas a trabajar con vos en el Senado.
—¿Te volviste loca? Soy Senador, no una agencia de colocación.
—Con la ley de identidad vas a quedar de diez con esta preciosura.
—Ni en pedo, Marian. Todos votan la ley y después hacen chistes sobre putos. ¿Vos crees que a alguno de nosotros le importa esto de la igualdad de género? No seas boluda, Marian, por favor. Queda bonito, da votos. Seamos francos, solo se trata de seguir las encuestas. Si lo ven, lo único que van a querer es cogérselo de la noche a la mañana. Hace veinte años que soy legislador. Sé de qué hablo, creeme.
—Pero yo en vos creo, en vos confío. –Respondió demagógica Marian.
—Te agradezco tu confianza. Vení a mi provincia, radicate allá y votame. Y si me presentó a presidente, hacé campaña por mí.
—Por vos hago lo que me pidas. Presentala en sociedad. Cualquier otro que la presente no va a servir para nada. Pedime lo que quieras.
—¿Qué querés decir con eso?
—Vos tenés amigos, relaciones, contactos. Podés ayudarla. Lo que me pidas te doy a cambio de este favor.
—Eso. Eso. Eso me interesa. ¿Estás segura de lo que me ofrecés?
—Segurísima.
—Me refiero a lo que dijiste, “por vos hago lo que me pidas”. ¿Lo que te pida? ¿Estás segura? ¿Eso te incluye a vos?
—Desde ya.
—Estoy sorprendido. ¿Hace cuánto te dije que te vengas conmigo?
—Mucho tiempo.
—Y por esto…esta… lo que sea, ¿serías capaz? ¿Qué te agarró con este asunto?
—No importa. Es lo que quiero. No voy a tener hijos. No tengo sobrinos. Mi vida es una mierda. No quiero irme al infierno de una. Dame una posibilidad de entrar al purgatorio.
—¿Y porque protejas a un travesti te van a dar boleto para el purgatorio?
—Sí, hablé con Dios y me dijo que hablara con vos. –El senador no pudo disimular una sonrisa de resignación.
—¿Y cómo lo presento? Porque parece una mujer, pero es un hombre.
—No, no es un hombre, ¿o no ves un carajo? ¿No la viste o querés verla de nuevo?
—Sí, la vi, pero…
—Es mujer, gordo, ¡es mujer! Tiene documento de mujer. Y además es “dos espíritus”. –El Senador quedó intrigado.
—¿Dos qué? –Preguntó curioso.
—“Dos Espíritus”, una condición extraordinaria. –El hombre no alcanzaba a comprender a qué condición se refería la mujer–. Tenés un amigo que la conoce.
—¿Quién?
—Un pintor, un artista, se llama Amílcar. Él sabe de quién se trata, él nos dijo que es “dos espíritus”
—¿Amílcar? ¿Estás segura?
—Segurísima.
—No sé qué decirte. –Dudó confundido.
—Que me vas a ayudar. Vos me ayudás, la ayudás y me tenés a mí. ¿Qué más querés?
—Voy a hablar con Amílcar, entonces. ¿Qué estudios tiene tu protegido?
—“Protegida”, no seas jodido. –Lo reprendió Marian–. Yo la eduqué, sabe de todo, le enseñé a leer, a escribir, es una luz. Tiene una memoria prodigiosa. Recita poemas como una diosa. Si recita a Lorca te hace llorar.
—¿Vos creés que un poema de Lorca me pueda hacer llorar? –Incrédulo respondió el senador–. Yo nunca lloró y menos porque me reciten a Lorca.
—No importa lo que vos creas. Cuando la escuchés te va a hacer llorar, te lo garantizo.
—Así que no tiene estudios.
—Tiene, tiene, no seas pesado. Vos me vas a ayudar a que rinda y tenga título.
—¿Sabés lo que estás haciendo?
—Seguro. –Firme Marian ratificó su oferta.
—Mirá que estás haciendo lo mismo que el Fausto, firmás un contrato con el diablo.
—Si vos sos el diablo, voy tranquila al infierno.
—Dejame ver qué puedo hacer. Yo me comunico con vos por lo de tu “pupila” pero vas a tener que cumplir con tu palabra.
—Pedí, pedí lo que quieras.
—Hecho, después no empecés a llorar de arrepentimiento.
El senador cumplió y Marian también cumplió. Él presentó a Abigail a Amílcar, el artista amigo. Este se ocupó de exhibirla en sociedad. Cuando la vio en persona por primera vez se tapó la boca con sus dos manos. Repitió el mensaje del WhatsApp: “¡es We´Wha! ¡Es We´Wha!” El Senador quedó perplejo de ver la reacción del amigo. Parecía sometido a un embrujo del que solo un exorcismo calificado podría sustraerlo. Repitió varias veces “Dos espíritus”, y luego balbuceó “We’Wha”.
Ya estaba en firme la invitación para la inauguración de su próxima exposición. Allí la presentarían. La invitó a una sesión de fotos. Abigaíl posó para él durante algunas horas. Una de las tomas la amplió a tamaño natural y la completó al óleo, una extravagancia que tenía una fuerza centrífuga, que deshacía todos los tonsurados cerrojos de los ángeles disfrazados de blanco con su modosito bigote nacarado bajo la perfecta nariz griega. No había quién pudiese sustraerse a su encanto.
Esos recuerdos le confirmaron a Marian que su único salvoconducto era el Senador. Lo había tenido tantas veces entre sus piernas que hasta había aprendido a saber de la geografía de esa provincia por la cadencia de los testículos de su amante. No dudó ni un instante. Lo llamó al celular que usaban para sus encuentros. La suerte esa mañana la acompañaba, el hombre no estaba con su esposa en su residencia. Se hallaba de viaje en el exterior.
Marian estaba desesperada, tanto que el hombre captó su estado de ánimo por el parlante del celular.
—¿Qué te pasa? –Le preguntó al oír por el auricular su respiración entrecortada.
— Tengo miedo, amor, mucho miedo. –Marian respondió en voz muy baja, temiendo ser escuchada por un alcahuete.
—Parece grave.
—Sí, amor. Es grave. –El hombre, conmovido, le ofreció un plan de fuga.
—En el primer vuelo que se consiga venite a la provincia.
—No tengo un mango encima. Estoy en la calle, medio en pelotas.
—¿Y por qué andás desnuda por la calle, Marian?
—No estoy desnuda, la ropa me queda chica, viste. Después te explico amor, ahora no es el momento.
—Decime por donde andás y te mando un chofer del Senado para que te pase a buscar y te lleve a un lugar seguro hasta que puedas viajar. El pasaje lo reservo por la gobernación, yo lo arreglo. Decime en dónde estás. –Marian le dictó la dirección de una casa de departamentos que ofrecía cierto resguardo–. Llamo a la gente de presidencia para que nadie te joda, quedate tranquila, mis votos valen. Besos.
Respiró aliviada. Se refugió en el portal del edificio en donde esperó semi escondida, hasta que apareció el coche oficial que la recogió. Se dirigió a la casa de la provincia donde la aguardaban. Allí descansó hasta que pudo emprender el viaje a esa guarida prometida.
¿Y Abigaíl? Ya no era su pupila. No le atendió el llamado. La negó tres veces. El gallo ya había cantado. Estaba segura de que marchaba a paso sostenido a encontrarse con Acacia, en el cielo de los santos inocentes. Como Pedro, lloró amargamente.

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