La venganza de los Pérez, cap. 12 «El salto del tajo»

XII


El salto del tajo

Nunca se pudo explicar cómo el niño descolgó la bayoneta que lucía sobre la chimenea en desuso. Estaba a una altura considerable, donde el padre la había colocado para decorar la sala comedor del viejo rancho. Gavino, quien había mutado y no era Gavino hacía tiempo, se llevó ese secreto con su muerte.
Ni usando una banqueta como escalera, y tampoco valiéndose del más alto de los taburetes para subir al estante que se extendía a lo largo de toda la boca del hogar, hubiera podido el purrete alcanzar el arma con facilidad y desprenderla de los ganchos amurados a la pared del tiraje, a los que dos gruesas arandelas se sujetaban por la culata y por el caño del arma, asidas con firmeza como garfios.
Si bien el niño era alto para su corta edad, resultaba pequeño para la altura en que se hallaba expuesta el arma.
No solo fue sorprendente que la hubiera descolgado por su peso, lo que de por sí resultaba un extraordinario portento, sino que hubiera podido calar la bayoneta que estaba colocada aún más arriba que el fusil. Más prodigiosa aún fue la demostración de habilidad y fuerza de Gavino, para ajusticiar al atormentador que lo abusó a voluntad durante un buen tiempo.
Nadie podrá saber qué pensó Dionisio cuando el niño ensartó la afilada cuchilla del arma en sus duras carnes de pederasta. De lo que todos estaban seguros, cuando se supo de su muerte, es que tuvo que ser superado por la sorpresa al observar el extraordinario salto que ese tajo mortal hizo para meterse entre sus carnes, algo por encima de la altura de la vejiga para luego deslizarse de izquierda a derecha describiendo una gran boca por la que saltaron sus intestinos, junto a una generosa hemorragia que manó a borbotones hasta la muerte. El segundo bayonetazo, directo al pecho, algo en dirección a la izquierda, más sorprendente que el primero, fue un salto sanguinario seguro y exacto. ¡Si partió el corazón justo en dos mitades! Una simetría mortal maravillosa.
Tal vez el odio fulminante del muchacho le dio esa fuerza y esa precisión para la buena fortuna de infante verdugo. La anatomía del tajo era tan vigorosa y vengativa que pareció resumir en los brillos de sus bordes otras muertes anteriores, de cuando las matanzas genocidas campeaban de norte a sur con aires de falso progreso. O solo se trató de suerte de principiante, como deslizó el quinielero cuando supo del suceso muchos años después.
Fue el mismo odio que se transfirió por el filo de la acerada hoja a los tejidos que cedieron hendidos, que debió acompañar a Dionisio hasta el último suspiro, cuando se desplomó y dio la cara contra el piso de cemento coloreado, rompiéndose unos huesos del pómulo izquierdo de su carota.
La bayoneta era una Remington de la época de la matanza patagónica. Eleuterio la compró una tarde, en la feria de un pueblo cercano, dispuesta en la calle principal y que se extendía unos cien metros de cada lado de la calle. Solía organizarse los sábados desde la mañana temprana y casi hasta al caer la noche, y en la que se vendía todo tipo de chucherías, a muchas de las cuales se las promocionaba como portadoras de poderes milagrosos.
Las armas tenían un lugar de preferencias entre los compradores. Y el tamaño de sus milagros dependía del calibre que se adquiriera. La policía se mostraba tolerante con el tráfico, pero seguía con atención a los compradores que, en general, eran pueblerinos, sin antecedentes de delitos de robo, ni hábitos de buscar pelea a donde fueran. Las riñas estaban aceptadas hasta las trompadas, a los tiros, no. Los disparos siempre hacían voces de revoluciones y calentaban los ánimos de los insatisfechos. No había que alimentar con perfumes de pólvoras los estados insurreccionales habituales en los más explotados del campo. Su prohibición se justificaba en una asepsia reglamentada hasta el destalle, que se embanderaba en el exclusivo monopolio de la fuerza que era patrimonio de los uniformados.
Al principio del barateo, Eleuterio dudó en comprar el viejo fusil. El Remington estaba en buen estado, tal vez demasiado, supuso, para un arma del siglo XIX. Y, por otra parte, y esta era su duda de mayor trascendencia, ¿qué seguridad tenía que el arma hubiera sido usada, efectivamente, en la cacería de originarios patagónicos, cuando se expandió la oligarquía hacia el extremo sur del continente?
No dudaba que se trataba de un Remington legítimo, era un modelo “Patria”, calibre 43 spanish, un fusil monotiro y retrocarga, usado por los contendientes argentinos durante años. De eso hasta podía dar fe él mismo, ya que era un experto en ese tipo de armas antiguas. Las podía reconocer hasta con los ojos cerrados.
Su preocupación estribaba si había un modo fehaciente de certificar si la acerada hoja de la bayoneta del Remington había conocido la sangre del “infiel” –como lo denominaba todavía la reducida elite pituca del pequeño poblado– chorreando por los laterales acanalados de la hoja, por los cuales la vida expiaba mezclada con el aire helado de la estepa patagónica.
El mercachifle que la ofreció aseguraba la legitimidad de su origen. Los pesos que pedía a cambio de la misma, solo se justificaban, para Eleuterio, si era real su participación en el genocidio.
El buhonero no encontraba mejores argumentos que los que había esgrimido para convencer a su comprador. Eleuterio siguió dudando de la adquisición. Hasta que, luego de un alto en la disputa generada por el regateo, otro bagayero, amigo o pariente del primero, le juró que con esa bayoneta se habían extirpado esas numerosas orejas de indios que guardaba en una bolsita de yute y que exhibía sin prejuicios. El impacto que produjo en el ánimo del comprador ese manojo de orejas disecadas, fue suficiente para inclinar el fiel de la balanza y alejar la duda de sus bolsillos.
El segundo vendedor, asistiendo a su compadre, explicó que las orejas y la bayoneta se vendían juntas. Era una apostasía castigada el separarlas. Eran lo que eran porque una, la cuchilla, se correspondía con las otras, las orejas amputadas. El acero bruñido del arma exterminadora, era a las amputaciones como la nube a la tormenta.
Además, agregó, el hombre que se dejara llevar por la mezquindad y la tacañería, e intentase comprar solo una de las dos reliquias, sufriría seguramente algún tipo de desgracia afín con la que padecieron los indios cuando fueron mutilados. La bayoneta misma se encargaría de castigarlo. Era preferible darse vuelta sin adquirir nada, que regatear por solo una de las reliquias y exponerse a desgracias impensadas.
Además, poseer los dos tesoros, decían los vendedores parloteando ya a coro, oficiaría de seguro amuleto contra esas desdichas. Los hechos echarían por tierra la superchería aquella.
Las orejas se pagaban tanto el par, y el Remington como pieza única: fusil y bayoneta. Eran el testimonio más contundente de la limpieza étnica que progresó sin mayores inconvenientes, bajo la égida del general que, entre halagos de las prostitutas incorporadas a la campaña y que alejaban al militar de todo riesgo de vida, fue ascendido a estadista nacional luego de la carnicería.
En alguna oportunidad se supo que los bandidos solo cortaban las orejas de los indios para cobrar la recompensa fijada por los latifundistas, pero los dejaban con vida, y los usaban para servir como esclavos. Esa práctica era muy común con las mujeres, a quienes sometían a la condición de esclavas sexuales de por vida, hasta que las mataban en una noche de borrachera, o alguna peste se ocupaba de exterminarlas.

Los hijos nacidos de esas violaciones fueron condenados al trabajo servil en las estancias y se constituyeron, con el paso del tiempo, en la capa más oprimida de la clase obrera rural. Fueron los ignorados de un sistema que los poderosos propietarios organizaron siguiendo un camino prusiano, impregnados de resabios feudales, sus limitados pensamientos, y que hizo siervos de los siervos a esos entenados desposeídos.
Eleuterio, convencido y satisfecho por la explicación del orejero, parecía dispuesto a pagar por esas joyas sin pichulear. Sin embargo, algo circunspecto, dedicó una mirada a los pabellones disecados y con voz pausada y casi inaudible, preguntó si no estaban a la venta algunos genitales de indios.
Los vendedores sonrieron cómplices. A coro dijeron que esas sí que eran joyas difíciles de encontrar en el mercado local. Porfiaban que los testículos disecados estaban acopiados en los escaparates de algunos gringos que se volvieron a sus tierras y jamás regresaron. Además, remataron, el costo estaba fuera del alcance de los criollos, salvo de aquellos que poseían grandes fortunas. Lamentó no poder completar su colección, al menos con un par de testículos embalsamados. Compró las mercancías ofertadas por una buena suma de dinero. Además del fusil y las orejas disecadas, se hizo de unas municiones inútiles del “Patria” que los vendedores le obsequiaron en recompensa por la compra.
Esos adornos le permitían evocar la segunda campaña contra los originarios en la que creía que sus antecesores habían participado. No se trataba solo de reconocerse en una historia que, sostenía, lo dignificaba por su trascendencia. Se trataba de la continuidad en el tiempo de los valores que lo inspiraban –o que decía que lo inspiraban– la propiedad, la religiosidad, la austeridad, hasta la pobreza. Todo eso, sostenía, estaba en la conciencia de su ser nacional, como lo definía.
El ser nacional, repetía con aires de político en campaña, se había consumado en aquellas empresas expansionistas, que terminaron por definir las dimensiones del gran latifundio nacional. Y lo más significativo era la moral heredada de padres a hijos. Desde los que precedieron a los tatarabuelos hasta los choznos, quienes perpetuaron las tradiciones consuetudinarias, establecidas en los arrabales de los campamentos de la soldadesca por los comandantes en jefe y los curas oportunistas, cuando el inglés compraba por chirolas las tierras del originario, entregada como premio a esos soldados que murieron hambreados y empobrecidos como el común de sus contemporáneos. Al final de la historia, los que oficiaron de instrumentos del saqueo y la muerte, culminaron sus días tal como sus exterminados.

Era una moral ambivalente, dócil con los apropiadores, rigurosa con los oprimidos. Con fuerza de garrote se impuso a sus anchas, irreverente en todo el territorio nacional. Parte de la tradición heredada de la larga guerra civil, que reconoció como un verdadero deporte la ejecución del oponente por los métodos más siniestros. Una moral surgida de las cimitarras dentadas de los mazorqueros, o de las balas de cañón que despedazaban a los condenados que eran ejecutados, amarrados a las bocas de las piezas de artillería, ante la risotada estruendosa de sus verdugos. Fue la moral que embebió en veneno la copa del secretario en aquella goleta inglesa, puso grilletes en los tobillos hidrópicos del ilustre, y baleó por la espalda a “ese otro caudillo” muerto en Salta, para beneplácito de comerciantes y hacendados que solo tenían ojos para el horizonte que les marcaba el río hacia el Atlántico majestuoso, que terminaba su viaje en la Europa insular de los británicos.
Defendía a viva voz, cuando se presentaba alguna discusión, esa curiosa moralidad de la que Eleuterio se consideraba discípulo; en ella se justificaba y por ella no encontraba reproches para sus acciones, todas bajo la advocación de Dios nuestro señor, amén.
El vecindario ni sospechaba de las aberraciones que ocurrían en el desvencijado rancho de los hermanos Eleuterio y Dionisio, siempre observados por la mirada vacía de esa mujer bebiendo su taza de humeante mate cocido. Las tupidas arboledas ocultaban celosamente los tormentos crueles al infante que había sido violado por uno de los hombres. La lógica de esa moralina explicaba en detalle que la víctima, en resumidas cuentas, era su hermano, quien atribulado se enfrentaba al dominio demoníaco de un niño pervertido y poseso por un espíritu aún más degenerado. Ya había tenido que ajustar cuentas con esa mujercita que lo abrumaba con su pubis del que podía oler su insinuante y embriagador perfume, incluso a la distancia. (Dudaba en asegurarlo, pero creía que se lo dijo Mateo con claridad, una noche en que se masturbaba agitado pensando en la niña-mujer).
Fortalecido con ese conjunto de dogmas, sostenía en su ruda mano la larga vara de sauce con la que azotaba a Gavino para expulsar el ánima perversa de la niña que moraba en el infante; para hacer que saliera de esa femineidad diabólica, y volviese al mundo de los hombres verdaderos, machos como su padre y como su tío, sementales en estado de celo permanente, solo moderados por la oración, algo borrachos y muy pendencieros, admiradores del tajo fácil seccionador de orejas de masacrados, para lucir alegres las amputaciones como adornos en el portante de sus chimeneas.
La supuesta historia familiar sostenía esas creencias y axiomas. Se recostaba en una presumida alcurnia devenida del estado militar, aunque en realidad no había documento alguno que así lo demostrara. Eleuterio se pavoneaba afirmando que su tatarabuelo fue parte de las tropas del general Roca, en aquella expedición exterminadora.
Se enfurecía cuando los vecinos menos pudientes, parte de la peonada, vinculaban la expedición a los intereses aviesos del pérfido inglés. No aceptaba que, en resumidas cuentas, solo fueron a rendir como tributo miles de hectáreas al avaro gringo agazapado tras esos estados mayores de la subordinación. ¡No! Gritaba exaltado hasta la ira. Defendía las que él creía eran las razones verdaderas de la expansión: progreso y fe. Progreso infinito, fe inquebrantable. La espada y la cruz, síntesis de la nacionalidad bien entendida, herencia de Pizarro y muchos otros destructores llegados en sus sangrientas carabelas.
En algunos caseríos del poblado, se conservaban todavía recuerdos de la primera expedición militar conquistadora hasta las inmediaciones del Salado, organizada por el Restaurador de las Leyes. Esos eventos protagonizados por los antecesores, daban hasta cierta alcurnia, un jactancioso brillo patricio a sus descendientes. Aunque nunca alcanzaran para que se integraran a la minúscula elite conservadora del pueblo, eran suficientes para pavonearse en el boliche a donde iban noche tras noche los paisanos a jugar al truco y empedarse con grapa y ginebra.
Hasta las orillas del vasto río bonaerense habría llegado la tatarabuela, –o trastatarabuela materna, no lo sabía con precisión– una vieja endurecida por las privaciones de la vida rural, siempre dispuesta a fumar unos cigarritos de chala, beber grapa y disparar su viejo fusil a pistón. Quedaban en una de las cajas apiladas en el galpón de los tormentos, unos cartuchos muy bien conservados, cuya munición había sido sal gruesa, para espantar a corta distancia a algún bribón calenturiento que esperaba poder entrometerse entre las musculosas piernas de la bruta mujerona al menos por una noche.
Decía la tradición oral, que era tan buena con la puntería que ejercitaba con esos rufianes, incluso en la oscuridad de la noche cerrada, que en todos los poblados aledaños se la conocía de mentas, y se la temía como al más varonil de los criollos. Su fama de gran tiradora y su frigidez eran la comidilla soez de los borrachines amontonados en las pulperías de antaño. La una, era la contraparte de la otra. La descendencia, se decía, había sido producto de una violación por un oficial del ejército que estaba de paso y que solo a trompadas pudo someter a la mujer y embarazarla.
Para Eleuterio, poseer esas reliquias era muy gratificante. Las orejas amputadas a los indios al impulso de la expansión terrateniente, eran un magnífico trofeo que lucía con satisfacción.
Los británicos supieron coleccionar las orejas de los originarios como si se tratara de pintorescos abalorios de colores, encontrados dispersos en toda la inmensidad del territorio estepario. Los extravagantes recuerdos de fragmentos de humanos aniquilados, eran muy apreciados en la culta metrópoli de Londres. Eran souvenirs exóticos, que se exhibían en las tertulias del té, alguna tarde fría y aneblada, entre cuentos mentirosos de hazañas inexistentes.
En el extremo opuesto a quienes rodaban los mares en busca de desentrañar los misterios de las ciencias naturales en cada continente, esos nuevos conquistadores navegaron en expediciones macabras y exterminadoras, recolectando recortes humanos que, aún sangrantes, podían pesarse y medirse para rendir sus equivalencias en libras esterlinas. Ninguna filantropía los estimulaba, ninguna expectativa por la flora o la fauna de una región inhóspita, pero, a su vez, cautivante; fueron guiados por el deseo inagotable de la multiplicación del Imperio y sus vastas riquezas. Esa luctuosa nave de la dominación, era expresión cabal de la codicia colonial que se referenciaba desde tiempos ancestrales, incluso en el decapitador real Oliverio Cromwell, cuando definió en sus “Actas de Navegación” el instrumento fundacional de la gran expansión imperialista, expansión que navegó en todas direcciones a bordo de una armada pirata.
Las velas de la nave imperial en estas latitudes, fueron impulsadas por los sotaventos del latifundio de la invertebrada oligarquía vernácula, que solícita contribuyó a la expansión del Imperio en los confines extremos del hemisferio sur.

Eleuterio, de regreso, adornó el estante del hogar inútil, distribuyendo las orejas disecadas, cuidando que las más grandes quedaran a la izquierda y las más pequeñas en el lado opuesto.
Observó con detenimiento un par muy pequeño, que perteneció, con seguridad, a un niño pequeño, las que apartó del montón y las dispuso al centro de la cruel ornamentación, a distancia considerable de las otras, destacándolas. Consideró en alguna oportunidad cortar las de Gavino y de ese modo eliminar la posibilidad de que el niño huyera para ejercer más allá del villorrio las perversiones que le imputaban, impulsado por ese díscolo espíritu con perfume a clítoris que lo poseía. Un niño sin orejas sería muy fácil de identificar por la autoridad y por los vecinos a donde fuera y el que, de solo verlo, espantaría al común siempre presos de todo tipo de supercherías.
Pospuso en varias oportunidades esa ablación porque no acababa de configurar en su mente el aspecto del niño desorejado colgando del bruto aparejo en el árbol de donde pendía cuando los tormentos. Sospechaba que un error en la estética del suplicio haría que la salvación se hiciese imposible.
Arriba de las orejas de los originarios clavadas en el tablado, un metro por encima de ellas, lucían el fusil, primero, y la bayoneta después. Orejas, Remington y bayoneta, hacían un conjunto horripilante que traía recuerdos espantosos para el niño sometido, pero que al trío inflaba de voluptuosos sentimientos.
Ese día fue enigmático. No fue un día de tormentos. Estos se habían repetido hasta tres veces la última semana, y a pesar de su brutalidad los hombres comprendieron que, de persistir, el niño no resistiría mucho más tiempo. No lo querían muerto, sino penitente.
El sol de la tarde lucía más rojo que amarillo, indescifrable, decapitaba las sombras vegetales que sangraban a su paso sus propias sangres verdes, y las nubes se evaporaban desde la mañana mordidas por la radiante dentellada de un animal dorado establecido en el borde último del horizonte perdido. Así despejado, el cielo se anaranjó sanguinario a la intemperie y se cruzó con franjas violáceas de puros caprichos. Eran como tajos galopando vengativos hacia su última morada. Había un viento caldeado, lleno de olorosas gotas de sal y barro proveniente del Salado. La crecida, no mayor que otros años, perfumaba aún más con sus esencias terrosas los bañados que se multiplicaban a lo largo de las riberas. Unos juncos altos con sus penachos blancos, se alineaba prolijos a lo largo de las zanjas que el agua abría a voluntad.
Gavino se refugió en la esquina más apartada de la habitación en la que dormía con su tío. En el dormitorio, el calor de la tarde y la humedad elevada habían depositado sus vahos que se mezclaban con los hedores de la cama sucia y andrajosa donde dormía Dionisio. El ambiente se tornó bochornoso. No solo el clima alimentaba esa condición, sino el odio de Gavino que hasta podía asirse, como un estilete, filoso y dispuesto.
El hombre, sudado, contaminado de esos olores que predicen una muerte segura, entró cabizbajo, borracho y tambaleante, tal vez dispuesto a magrear al niño incapaz de una erección por el exceso de alcohol. U obligarlo al sexo oral, una práctica que imponía a los manotazos.
Se detuvo mirando obnubilado al niño agazapado en el rincón izquierdo de la habitación. Al tiempo que dejó caer sus pantalones, ordenó con un ademán que Gavino obediente fuera hasta él. Rio como un idiota. Carente de reflejos por la borrachera, vio como el purrete se abalanzó cargando el Remington “Patria” y ensartó a fondo la bayoneta en el bajo vientre y, seguido, la deslizó de izquierda a derecha. Dionisio no tuvo mayores oportunidades de impedir el ataque. Cuando Gavino se retiró tan rápido como veloz, cayó de rodillas frente al muchacho. Los intestinos se atropellaron para brotar por la herida, dibujando una grotesca guirnalda que colgaba desde la altura de las caderas hasta el piso. Malherido, no entendía que resultaba prudente, si recoger con sus sucias manotas los intestinos desparramados, o intentar tomar al púber del gañote y acogotarlo hasta asfixiarlo.
Apenas alzó una mano con actitud indefinida, un segundo bayonetazo directo al pecho liquidó el asunto en medio de una hemorragia que empapaba la ropa y regaba el suelo de cemento rojo de ferrite y rojo de sangre.
Arrodillado, como penitente, el hombre quedó suspenso; algo desorbitados los ojos, la boca entreabierta de la que ya asomaba un hilito rojo por la comisura de los labios. Atinó a balbucear unas palabrotas y se fue de bruces contra el piso.
El ruido ronco del golpe de la cabeza distrajo por un momento a Eleuterio, quien volteó su cabeza buscando el origen del sonido. Sin embargo, no fue suficiente para hacerlo desistir de su tarea. Estaba a poca distancia del rancho, moliendo granos para las aves de corral.
Gavino huyó por los fondos. Saltó de la última ventana y se dirigió hasta desaparecer por la tupida arboleda que había crecido en los terrenos lindantes. Su padre no pudo advertir la fuga. Solo cuando sonó el grito espeluznante de la esposa, detuvo sus trabajos y se dirigió al interior de la casa.
La mujer olió la sangre que manaba y ese olor a pura muerte del muerto que perfumaba la casa, repentino. Era ese mismo olor crudo, patibulario y sombrío, sin prodigios, que sintió esa madrugada cuando desapareció Acacia definitivamente.
Ambrosia dejó su taza de mate cocido en la mesada de viejo mármol blanco y buscó a Dionisio. Sabía, por los olores funerarios, que iba a encontrar el despojo del hombre, aquel con el que convivía desde hacía años en el rancho. Llegó al cadáver, yacente, inmutable; el estertor de la última sangre se apagó en ese sordo jadeo apuñalado. Ambrosia gritó histérica, fue un grito gutural, de dolores hasta la muerte; la bocaza enorme, abriendo la garganta en desesperación, ingente y desprovista la voz de llanto, solo grito histérico, de sepulcral contorno, batiente como un parche a lo bruto percutido.
Llevado del grito de la esposa, no conmovido, solo sorprendido, Eleuterio ingresó a la pequeña habitación y observó el cadáver de su hermano, semidesnudo, empapado en sangre. A su lado, Ambrosia, ya silente, perturbada, como al lado de un ataúd inmóvil, esperando el responso último del propio hermano que seguía mirando desde una distancia incomprensible. Ella alzaba con su mano la sangre acomodada junto al cadáver y toqueteó las tripas, tratando de devolverlas a la cavidad del abdomen, buscando rescatar de la infortunada suerte al que yacía en silencio definitivo.
El hombre, expectante, trató de comprender si la escena se correspondía con la realidad o solo estaba en su imaginación. Había estado bebiendo minutos antes con Dionisio, vino caliente, que solía actuar como un narcótico en las tardes como aquella, en que el calor sofocaba y solo se recomendaba una bebida refrescante.
Vio el Remington con su bayoneta a una corta distancia del muerto que todavía manaba sangre con cierta profusión. ¿Cómo podía haber llegado a allí el arma? ¿Alguien se había atrevido a calar la cuchilla alterando el orden exacto con el que él había resuelto la ornamentación en el comedor del rancho? Quien estaba a su frente, despanzurrado, sobre un charco de sangre, mostrando las robustas nalgas que tornaron en fofas de repente, ladeado por Ambrosia, en silencio, ¿era realmente su hermano? ¿O era una sombra que, urdida entre el vino y la modorra, había adquirido el tono y el olor de los taninos que usaba para curar las pieles crudas de los animales?
No sabía si dar crédito a lo que veían sus ojos. Para mayor desconcierto, recordó en ese instante los augurios de buena ventura que los buhoneros le hicieron por adquirir el arma y las orejas disecadas de los indios. ¿Todo había resultado una patraña?
Ese cadáver oliendo a taninos, ¿no desmentía las magias promocionadas por los dos comerciantes cuando lo sedujeron con el “Patria”? Quienes le juramentaron que todo maleficio estaría descartado, si orejas y fusil se mantenían unidos como el cuerpo y la sombra, ¿podían haber resultado solo charlatanes dispuestos a esquilmarlo? ¿No era que el divorcio entre orejas y arma, alentaría a la bayoneta a establecer justicia por su propio filo? ¡Cómo podía haber ocurrido semejante error en su propia casa! Estas ridículas cavilaciones lo atosigaban sin atinar en ningún momento a asistir al hermano. De manera inesperada, en medio de sus disgregaciones, reapareció Gavino entrando por la última abertura, que carecía de postigos y ventana.
Eleuterio vio como el niño volvió a asir la bayoneta con una determinación que contradecía su frágil apariencia. Supuso que debía imponerle respeto, a como diera lugar. Razonó: ¿No debería azotar hasta la muerte a semejante sacrílego, ese mocoso poseído que había deshecho en dos tajos todas las razones por las que compró a muy buen precio esas reliquias? Ignoraba, sí, que Gavino había cargado con munición el Remington, decidido a usarlo si era necesario. Nunca había disparado un arma, como tampoco nunca había despachado un hombre a bayonetazos. Con la misma confianza con la que ultimó al tío, estaba dispuesto a halar el gatillo sin considerar la fuerza que debería haber experimentado para lograrlo. Si el proyectil se disparaba, ese sí sería un milagro solo atribuible a la interdicción fabulosa de Acacia, quien debería asistir al niño para completar su faena.
Solo un verdadero infiel podía llevar la muerte a la propia familia, caviló Eleuterio mirando al impúber desde el fondo de sus ojos enfermos. ¿No sería Gavino, al final de cuentas, hijo de algún infiel que pasó por la Ambrosia, y había venido a traerle la decepción por el fracaso de la magia de su compra, e incluso la desgracia de la muerte inesperada de su amado hermano, esa rara mañana de campo, cuando el sol estaba tan rojo que parecía un incendio espectral en el firmamento?
No tuvo ningún atrevimiento de arrebatarle el arma al pequeño. No por cobardía, su fuerza hombruna hubiera superado cualquier intento del impúber de enfrentar al adulto. Simplemente, quedó impedido de hacerlo. Lo perturbaban los tres sucesos: el fracaso del conjuro, la posible infidelidad de Ambrosia con un indio, y la muerte tempranera del hermano. Eran sus tres golpes del destino. Ambrosia continuó juntando la sangre del muerto con la palma de su mano ahuecada como una cuchara de sacrificio, y volcándola en la herida del vientre de Dionisio.
Gavino en ningún momento sacó sus ojos de los ojos de Eleuterio. Al hondo enfermo de las pupilas del padre, les clavó las propias y descifró por ellas sus ocurrencias. Si se atrevía a un gesto, a un modo de amenaza, lo bordaría a bayonetazos igual que al otro abusador, o le hubiese disparado sin vacilaciones. Ignoraba que la vieja munición nunca hubiera funcionado. Pero tal era su ira, tal era el tamaño de su odio, que no solo podía reunir fuerzas inconmensurables para su acto de justificada venganza, sino que hasta hubiera podido resecar la pólvora e incendiarla para expulsar un plomo candente hasta la muerte. La misma Acacia, la hermana muerta como una nada por su grácil apariencia, parecía asistirlo en la empresa de ejecutar a esos pervertidos que siempre actuaban bajo la indiferente mirada de la extraviada mujer, envuelta en los vapores de su taza de mate cocido.
El hombre giró sobre sus pasos y se marchó llevando consigo a la mujer que estaba alucinada, imaginando esos anélidos hambrientos ya hurguetear las entrañas que se hacían cenagosas entre sangres y polvos olorosos.
Gavino no sintió el arrebato de ensartarlo por la espalda. Tampoco de ajusticiar a la mujer. Volvió para matarlos, pero desistió de la empresa. Era momento de escapar para siempre. Dejó el fusil y huyó por la ventana sin mirar atrás.
Eleuterio retornó a la habitación de la mano de Ambrosia. La mujer embobada insistía con el cadáver. Lo señalaba con su dedo, como si indicara un descubrimiento fenomenal. El esposo asentía con leves movimientos de su cabeza. Ella volvió al grito desencajado. Sobre el cadáver de Dionisio gritó palabras de amor irreproducibles. Siguió mecánica arriando sangre hasta el vientre abierto del finado. Las tripas se habían aplastado hasta adquirir cierta apariencia de papiro.
Eleuterio contempló la escena con disgusto, y volvió sobre sus tres cavilaciones. ¿Y si no era indio el padre del pequeño desgraciado? ¿La consanguineidad indulta los pecados? ¿Podía haber sido esa la razón por la que Ambrosia lo sacó de la cama a puntapiés, una noche en que el esperma caliente lo apuraba? Escapó a las respuestas que, muchas veces, son sones indeseables que se vuelcan de las bocas sin remedio. Además, consideró en su confusión, todo podría deberse al accionar maligno de esa niña de pubis oloroso que lo acosaba desde entonces, distorsionando sus percepciones y confundiendo sus razonamientos.
Turbado, tomó al cadáver de su hermano por la bufanda que se enroscó con fuerza alrededor del cuello y lo arrastró hasta sacarlo de la casa. Se dirigió a los fondos, donde el cobertizo desvencijado. Una vez en su interior, comenzó a cavar una amplia zanja donde depositar el cadáver.
Conociendo el lugar preciso donde yacían los restos de Acacia, decidió excavar a buena distancia de la primera tumba. Encontró el borde del enterramiento de la niña degollada, donde permanecieron acomodados unos retoños de huesitos amarillos, roídos los restos exangües de carnecitas resecas bajo la tierra dura. Desde allí trazó una línea perpendicular, imaginaria, y estableció la prudente distancia para evitar la contaminación con aquella abominación que lo atormentaba.
¿No hubiese sido el deseo de Dionisio poder dormir el sueño eterno junto al cuerpo de la niña de la que reclamaba el derecho a la primera noche? Procaz, el padre celoso, prefirió la muerte de la niña que entregarla otro hombre, aunque fuera su hermano. Siguió el consejo de Mateo a pie juntillas, como los hechos le estaban confirmando. Se alegró al despejar la duda que lo tuvo en ascuas algún tiempo. Era cierto que escuchó que Mateo le dijo sin remordimientos, con voz pausada esa noche descorazonada mientras se masturbaba: “Si tu ojo derecho te es ocasión de pecar, arráncalo y échalo de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Si tu mano derecha te es ocasión de pecar, córtala y échala de ti; porque te es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo vaya al infierno.” Y así fue, esa madrugada fría de helado rocío cayendo a gotones sobre el paisaje torvo. La cáscara de la helada blanca sonó bajo los pies, mientras caminaba a Acacia hacia su muerte. Habló como Aarón a sus hijos, y dijo: “Esta es la ley de la expiación: en el lugar donde será degollado el holocausto, será degollada la expiación por el pecado delante de Jehová: es cosa santísima.”
Ni muerto Dionisio, moraría junto Acacia.
Gavino, para entonces, corría incansable y sin rumbo, deshaciendo el camino hasta la ruta interprovincial. Ágil, liviano y desesperado, no le costó atravesar los seis kilómetros de distancia desde la tapera. Allí se perdió. Solo “El rubio botella” lo vio pasar a la carrera, desde el ancho zanjón inundado donde se solazaban los cuises que esperaba cazar para la cena.
Cuando la policía interrogó a los vecinos sobre todos esos acontecimientos espeluznantes, “El rubio botella” se llamó a silencio. Jamás hizo un comentario de haber visto al niño pasar al galope. Para su suerte, nadie le preguntó sobre el asunto, su palabra no era considerada. Él sabía que ante la autoridad lo mejor era mantener la boca bien cerrada; temía además que lo involucraran en los crímenes. Era quien realizaba en el pueblo las tareas más duras y degradantes, en las que nadie quería ofrecer su fuerza de trabajo. Siempre estaba a merced de cualquiera y si a alguno deseaba perjudicarlo, podía hacerlo sin temer consecuencia alguna.
Sintió hasta alegría de presenciar esa huida veloz. Si hubiese podido detener por un instante al niño le habría ofrecido huir juntos. Pero el tiempo que tardaban sus razonamientos en manifestarse como palabras entendibles, fue suficiente para que Gavino desapareciera de su vista tras algo del polvo del camino. Cuando pudo pronunciar el nombre del niño, este ya estaba subido a algún camión para llegar a cualquier lugar, y dejar atrás para siempre a Eleuterio, Ambrosia y el cadáver de su tío Dionisio, muerto de dos certeros bayonetazos del glorioso Remington “Patria”, esa tarde caliente de rojos prodigiosos de un cielo empurpurado, que se iba tornasolando y anunciaba demasiado temprano una luna violeta cautivante.

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