La venganza de los Pérez, cap. 11 «Cazador furtivo»

XI


Cazador furtivo

Silverio repasó con sus manos doblemente enguantadas esa especie de bargueño, de aproximadamente un metro de ancho, por ochenta centímetros de profundidad y poco más de un metro de altura. Lo deslumbraba su lustrado en tono caoba suave y esos adornos de bronce repujado, cada uno en una esquina. Le resultaba ingeniosa la idea de adornar su frente con cuatro cajones falsos, dos en la parte superior que ocupaban cada uno la mitad del ancho del mueble, y dos cajones que abarcaban el ancho total. Sus manijitas de bronce reproducían un exquisito dibujo de una filigrana que hasta podría parecer árabe. Pero era inglesa. La delicada lancería era el resultado tal vez de una aleatoria imitación del arte islámico.
Sabía que el tablero horizontal superior, también finamente trabajado, disimulaba con gracia su virtud de abatible; que las bisagras que le daban movimiento estaban enmascaradas con delicadeza extraordinaria, dentro de la tabla, sin usar ni clavos ni tornillos. Una calidad en la carpintería que no se apreciaba en los muebles modernos.
Para Silverio era un misterio cómo habían podido los carpinteros empotrar esos bronces con tanta gracia para que, al mismo tiempo, fueran lo bastante firmes como para que cumplieran su función con eficacia.
Deslizó varias veces su mano acariciando la tapa del mueble y antes de rozar con la punta de sus dedazos enguantados el lateral derecho, donde estaba embutida la cerradura también de bronce, suspiró como si acariciara sensual un hermoso cuerpo. Abrió la puerta y descubrió el freezer. Tuvo un gesto de satisfacción que llamó la atención de Abigaíl, quien observaba, no sin extrañeza, tanto el cuerpo inerme del coronel, como aquel grandote cortejando un mueble antiguo. Recién había logrado calmarse. Minutos antes, cuando ni siquiera alcanzó a desvestirse, el tipo se inyectó la droga con urgencia e ingresó en un silencio áspero. No solía quedar enmudecido. Siempre ordenando, amenazando, prometiendo castigos. Pero esa noche calló de golpe, y adquirió ese silencio de sepultura.
Abigaíl no recordaba las veces que pulsó el llamador para poner al tanto a Silverio que algo no estaba bien. La clave para Abigaíl era simple, pulsar tres veces. Una, dos, tres. Nada más. Arriba, en el departamento de Silverio, una luz roja se encendería tres veces, tres destellos pequeños como tres chispazos. Debían ser cortos, como hechos al pasar, casi como tres besos de luz. Esa fue la indicación que le dio para que lo informara de cualquier inconveniente. A su buen criterio quedaba la decisión de usar aquella alarma.
Cuando el coronel estaba en su casa los viernes de recreo, solo una vez oprimía el interruptor. La luz chispeaba brevemente un resplandor seco, como si Podestá hablara a través de la lamparilla de luz filosa, anunciando el tormento de sexos amarrados cautivos en el vicio. Un toque eléctrico en la lámpara roja era la señal para que el portero quitara de funcionamiento la cámara. Estaba convencido de que la filmadora era cegada durante diez minutos por su expresa orden, y que era esa ceguera del ojo de la videocámara, la que acompañaba la llegada y el ingreso de esa esfinge latigada que daba escalofríos de solo mirarla, incluso de soslayo. El hombre de exactitud prusiana, relojes rigurosos, a las veinte horas de la noche recibía a su presa, a las siete horas de la mañana siguiente –luego que dejaba agarrotado el camastro que sirvió de lecho– la despedía sudada. Nunca un error, nunca un retraso.
Pero esa noche la luz de alarma se prendió y apagó repetidas veces. No sonó como la simple luz que era. Sonó rabiosa, histérica. Silverio entendió los berrinches de la luz y bajó sin hacer escándalo. Al llegar a la puerta de servicio del departamento B del primer piso, golpeó acariciándola con sus nudillos, indicando con ese golpeteo preestablecido, que era él quien acudía por el llamado desesperado. No usó su llave. Ignoraba lo que realmente ocurría en ese departamento. Si topaba con Podestá se habría visto envuelto en una verdadera desgracia.
Abigaíl abrió confiada, esperando el socorro que reclamó con sus destellos a través de la lamparilla roja. Al entrar sigiloso, Silverio le vio el rostro desfigurado, la boca herida de un solo interrogante. Le dijo que la aguja sorprendente –conservaba esa imagen con un puntito rojo en su extremo subcutáneo– entró matando clandestina, una vida de secretos que se esperaba durara como duró su estirpe. Silverio no precisó mayores explicaciones. Sin embargo, Abigaíl no reparó en el gesto de silencio que le hizo, apenas ingresó. Balbuceó “me parece que se murió”, o algo así como “el tipo se murió”. No era lo que “Pérez y Pérez” esperaba de él. Cuando recibió el mensaje por el celular de emergencia que tenían asignado por una situación anómala con Podestá, suspiró con fuerza y solo dijo “qué hijo de puta”. Y repitió con más fastidio “¡qué pedazo de hijo de puta!” Y se acordó del “puto martillo de brujas”, y comprendió que Podestá jodió el asunto como ninguno. “Su martillo de brujas y toda su mierda en helicóptero”, despotricaba “Pérez y Pérez” mientras digería la noticia de la muerte anticipada del “Vasco”. Una muerte irresponsable. Una muerte al “divino pedo”. Todo el plan “A” se acabó en el último jadeo del vicioso. A los tumbos, entonces, el gambito para seguir la partida, tal vez buscando tablas, para salvar la ropa.
“Pérez y Pérez” sabía que de la muerte nadie podía retornar, y menos el “gran coronel Don Arancibia López Huidobro” –como recitaría la fanfarria militar el día de sus exequias–, por quien ni Dios ni el mismísimo diablo, harían una modesta concesión para ayudarlo a esquivar el hoyo de la tumba. Allí viajó y allí se quedaría, descendido a sus infiernos.
Silverio le indicó a Abigaíl que esperara con un movimiento de su mano, y luego se llevó el dedo índice a los labios para reclamar silencio. Calma y silencio, acallar las palpitaciones al galope. La sangre de la amante hacía también su ruido en la cabeza, sonando a herramienta que remueve encarnizados escombros, como si un ave rapaz, desde adentro del cráneo, insistiera a picotazos salir a través de los ojos desbocados, aterida de pánico, irreconocible. Y el muerto ahí, tirado, como una marca boba, una soga de carne y hueso inanimada, desnudo, exánime y derrotado.
Volvería, le dijo para calmarla; que estuviera segura, que volvería a ordenar esa muerte en posición de feto, con prolijas amarras en las manos y pies, para que no manoteara ni pataleara a los dioses rabiosos que lo esperaron apetitoso esa noche en que empezó a ser larva y solo larva, en una bóveda de hielo. Volvería por el muerto y también por ella. Y a cada uno lo suyo, lo que le tocara de ahí en más y para siempre. Tenía que mandar los mensajes a su base, como “Pérez y Pérez” le había ordenado ante cualquier emergencia, y saber así el destino de las cosas.
Subió sereno los cinco pisos que lo separaban de su departamento. Nada de correr, la fatiga no arreglaba esos asuntos. Sin ruidos, respirando apenas; llegó huraño, mirando en todas direcciones para espantar por si acaso una maldición del muerto que dejó allí abajo. Abrió la puerta, de la que mantenía adecuadamente aceitadas sus rudas bisagras para que no chirriaran alcahuetas, y despertaran a otros viejos que dormían su eucarístico sueño en la noche citadina. Ingresó sigiloso y buscó en un cofre un teléfono que nunca antes había utilizado.
Su primer mensaje fue “Job 14:10-12”. Esperó la respuesta. Minutos después llegó. “Marcos 16:5”, decía escueto. Y luego, otro, tan breve como el primero. “Ezequiel 3:1”. Cabeceó asistiendo. Sus dedazos no lo ayudan a escribir rápido y bien. Tecleó y borró varias veces, torpe, nervioso. Finalmente, escribió “Job 38:30”. Como respuesta leyó “Salmos 72:19”. Allí terminó el intercambio de mensajes.
Pidió ratificar la orden sobre Abigaíl. Escribió “¿Levítico 18:22?”. Si Abigaíl hubiese tenido oportunidad de leer el texto que el hombrón enviaba desde ese celular, no habría tenido inconveniente en saber qué estaban tramando. Nadie, como ella conocía la Biblia, la tenía estampada en todo el cuerpo, a varillazos. Fueron dos mensajes, el primero decía: “Números 21:17”, al que Silverio respondió: “¿Si es negativo?” Leyó sin error: “Mateo 14:1”. Ya no necesitó responder. Se cargó de un facón grande que emboscó en sus enormes pantalones de trabajo, por detrás del cuchillo verijero que siempre llevaba para defenderse. Si tenía que hacerlo, el tajo sería grande, un descogote profundo, irreparable. El estropicio de sangre ya se vería cómo componerlo. “¡Así es la vida!”, se dijo y no por consolarse, “órdenes son órdenes”. Ni sabía que en la historia de Abigaíl otra cabeza rodó a la sepultura por otra lascivia manifiesta. “Órdenes son órdenes”, obediente y sin congoja, se animó a lo que viniera. ¡Era tan improbable que ese ser extraño saltara con éxito su fuga! Solo una langosta, solo un felino en estado de combate, llegaría a ese extremo satisfactoriamente. “¡Así es la vida!” ¿Por qué el salto propuesto? Interrogó cuando se trazó esa hipótesis de fuga. “Para que se mate”, le dijeron y no preguntó más, era innecesario. Recordó entonces lo que Podestá le enrostró una vez por metido, “saber es lo peor que le puede pasar. El que sabe muere primero”. En ciertas lides, ser ignorante es un salvoconducto.
Volvió al departamento, pero en esa oportunidad ingresó usando su llave maestra. Las luces y sombras se fatigaban entre los cuerpos con vida del hombrón y la ninfa, y el del muerto, que ya adquiría cierta apariencia apelmazada. Se quedó mirando como embobado la escena. Admiraba inexplicablemente esa escuálida estética de Podestá en ese cuarto que los arquitectos habían destinado al personal de servicio, aunque él lo había reservado para sus encuentros sexuales. El sexo se le hacía ritual en ese antro; pestilente, amargo, triturado. Era donde, desde hacía un tiempo, recibía a Abigaíl, su propiedad. Otras parejas menos cordiales también pasaron lúbricas noches con el hombre que yacía muerto.
A pesar de que restringió el uso del lugar a sus encuentros amorosos, para Silverio mantenía cierto encanto el adorno del cuartucho. Era una mezcla de ascetismo espartano y detalles de mayordomía, como para que el ambiente pudiera contener tanto al esquizoide que eyaculaba en pus sus venenos, como a la pareja de turno, sin dejar nunca de establecer la diferencia social que los abismaba. Para todos sus visitantes, la misma orden de siempre. De veinte a veinte y diez, de siete a las siete y diez, las cámaras debían dejar de filmar. Si hubiese sabido que otro jefe, su superior, revocó su orden de apagarlas esos diez minutos a la llegada y a la partida de sus amantes, se hubiera comportado como una fiera. “¿Apagar las cámaras?”, preguntó exaltado “Pérez y Pérez” cuando Silverio le contó lo de la orden. “Ni en pedo. Que se deje de joder.” Fue la respuesta. Pero el portero nunca le transmitió a Podestá la contraorden. “Pérez y Pérez” descartaba que no lo haría. Lo autorizó a no entregar aquellos DVD que correspondían al viernes y el sábado del encuentro. Le ordenó conservarlo en su departamento, la caja fuerte que se instaló allí, era lo suficientemente segura como para resguardar las grabaciones. Cuando fuera necesario las retirarían oportunamente de ella.
Pero si la disposición fue inútil para Silverio no lo fue para Abigaíl. Siempre fue puntual, y Podestá sabía que siempre lo sería. El escrupuloso sentido de la puntualidad se le infundió como vitamina por los poros de la piel. Tal vez fue el choque de sudores de eléctricos jadeos, el que transmitió ese temor a un retraso, a un equívoco horario.
—Era un milico. ¿No? –afirmó Silverio con simple sonrisa trasparente–. Una orden y a cumplirla, qué mierda. Y si no, al carajo. –Y mientras hablaba con desenfreno en voz baja, empezó a manipular el cadáver.
—“Hay que dar el ejemplo”, decía ¿no? –con voz suave, imitando el tono con el que el coronel hablaba–. Si él podía, todos podían. No había excusas. Y a la mierda…
—Más o menos. –Tímida Abigaíl aprobaba desorientada la humorada del gigante. No comprendía por qué tanta naturalidad frente a un suceso desgraciado.
—Puntualidad. Puntualidad y método. A tal hora me levanto, a tal hora me lavo los dientes, tantos segundos para cepillarme, tantos para enjuagarme; a tal hora voy a cagar, tantos segundos para limpiarme el culo, tantos para entrar, tantos para salir… así para todas las cosas, incluso para coger. ¿No? Simple. Vos de eso sabés porque eyaculaba con puntualidad. Sencillez y disciplina castrense. Planificación en estado puro. “¿Usaba forro?”, preguntó insolente. Abigaíl bajó la cabeza y no respondió de odio.
Para Silverio, la obsesión de la puntualidad, la relacionaba con la fascinación por la precisión de los cazadores furtivos. El acoso de la presa debía ser preciso para ser exitoso. Elegir el territorio de caza, emboscarse, esperar pacientemente, conocer los horarios de la víctima, usar el arma adecuada, todo se asociaba con lo puntual. La psicología del cazador furtivo se diferencia en un todo del cazador común. El cazador que se aviene a las normas, sigue el articulado que el formulario le impone. Mira, camina, atiende. Si le toca en gracia, dispara. Un tirito. Rara vez, dos. De ahí a que obtenga una pieza que lo reconforte, habrá que ver. Si lo logra, le cobrarán una riestra de impuestos interminables y muy onerosos, un verdadero robo.
En cambio, el cazador furtivo acecha, acosa, se regodea en el disparo, se satisface en la sangre que mana. Adora la muerte clandestina y la muerte clandestina es puntual, porque no sabe si tendrá otra oportunidad para manifestarse. Podestá era un especialista en ese asunto. Su relación con Abigaíl respondía a esos patrones. Cazador y presa. Victimario y víctima. Amo y esclava. Solo que la ecuación se resolvió abruptamente. La muerte debía ser, de ocurrir, oportuna y útil. Y hasta no era descabellado pensar que fuera en sentido inverso. Pero un evento ligado al vicio desbocado, o a una decisión que el mismo Podestá tomó y no notificó a ninguno, modificó la sustancia del futuro que cabía esperarse para un hombre, de las condiciones del oficial aquel y de su extraña pareja. No fue su voluntad lo que alteró el resultado, fue el propio cazador que, excedido, fue presa de sí mismo. El cazador resultó cazado y su víctima, observaba como se preparaba el cadáver para su momificación casera.
Silverio no apuró el rito del amarre del cadáver. No sabía por qué, pero esa era su orden, amarrarlo de manos y pies. Abigaíl se desentendió de la liturgia. ¿A qué los amarres? Entendió que lo estaba vistiendo de víctima al muerto. Y supo de inicio que la preparación solo era un dato menor. Sospechó a dónde iba a guardar el cadáver el portero. En esos años, aleccionada por Marian, se acostumbró a no preguntar por lo que no le decían. “No estamos para preguntar”, le dijo en más de una oportunidad, mientras la hostigaba con los versos de Schiller. “Lo nuestro no entra por los oídos”. Cierto, muy cierto. Hacía tiempo que su curiosidad estaba muerta.
De modo repentino cantó. Cantó para serenarse. Era una manera post morten de aislarse de la escena. Para alejarse del lugar a través de una musiquita liviana.
Silverio se irritó profundamente cuando oyó la canción. Abigaíl cantaba casi en voz alta. Tuvieron una discusión que fue subiendo el tono hasta que, ambos, se dieron cuenta de qué peligroso y estúpido era lo que estaban haciendo. Abigaíl midió a carcajadas lo cerca que estuvieron de una ridícula trifulca en la que ella llevaría la peor parte. El hombre comprendió que la querida del finado no se dejaría arrear como una vaca. Tocó el puñal con su mano y midió el cogote de la amante, por las dudas.
Cuando Silverio terminó de preparar el cadáver, de rodear sus tobillos con cinta, así como las muñecas, dedicó sus esfuerzos a acomodar la tumba en la que debía quedar depositado hasta que, por alguna circunstancia que él ignoraba, fuera descubierto. El rollo de papel que debía introducir en la boca del muerto, estaba todavía en un pequeño saco esterilizado, en un bolsito minúsculo que Silverio llevaba colgando del cuello.
Abrió con delicadeza el mueble dentro del cual se hallaba el freezer James Horizontal Fhj310k, importado. También levantó la tapa del congelador. El freezer estaba vacío. Un vapor helado se alzó con forma de estambres desde su interior. Un olor a húmedo cadáver invadió las narices confundiendo el olfato. Con frecuencia, el coronel lo vaciaba para limpiarlo. Siempre era poco lo que conservaba en él. Sus largas ausencias, su discreción en la comida, hacían que no fuera mucho lo que necesitaba conservar en el congelador.
Acomodar el cuerpo no le implicó ningún esfuerzo. Silverio era muy fuerte como para que aquello lo complicara. El coronel, de condición atlética a pesar de su edad, en los últimos tiempos se había desmejorado y perdido peso, quizá en exceso.
Sacó del pequeño attache el rollito, prolijo, apretadito, para introducirlo en la boca del desgraciado. Abigaíl miró entre asombrada y escéptica la escena.
—Ahora le abro la boca y adentro. –Explicó Silverio como si se tratase de un cirujano próximo a resolver una cirugía innovadora.
—¿Y eso qué es? –Preguntó indiferente.
—“La venganza de los Pérez”. –Respondió con cínica convicción Silverio.
—¿Del tipo ese que veo con Marlene?
—No sé de qué me hablás. –Silverio interrumpió la confidencia. Tenía presente aquello de que el que menos sabe, más vive. No era asunto suyo con quién habla ella o esa Marlene a quien desconocía.
—¿Esa es la venganza? ¿Ese rollito insignificante?
—Este mismo. Este rollito va a dar qué hablar. Por este rollito, esta muerte tendrá un sentido inesperado.
Abigaíl dudó en preguntar. No podía imaginar como un rollo de tamaño insignificante, de no más de dos centímetros de largo y tal vez uno y medio de diámetro, podía condensar “la venganza de los Pérez”, unos tipos que se le hacían de piedra, de madera dura, de soportar martirios. Su odio, estaba segura, no podía caber en algo tan minúsculo. No sabía qué le ofertó Marlene al muchacho, pero recordaba su gesto de rechazo y su seca negativa al convite que leyó en una cartita que le entregó la chiquita esa tarde en el bar donde se vieron. “No, no, no”, repitió tres veces y le devolvió el sobrecito con el papelucho adentro.
En el rollo solo había algunas vocales, algunas consonantes, todas borroneadas y confusas, que obligarían a sesudos especialistas a descifrar el acertijo que los rufianes de la moderna inquisición, los esparcidores de la muerte, habían pergeñado de llegar a una situación semejante. Cuando culminaran sus estudios, la logia de los “Pérez”¸ quedaría sindicada como la responsable del asesinato. El gambito, sin embargo, resultaría un fracaso. En las sombras, otro burócrata esperaba agazapado aprovechar en su favor la felonía hasta que el propio Reinafé convocó a un concordato entre las partes en disputa. Allí acabó la malicia entre los propios.
Abigaíl miraba la patética tumba sin expresión en el rostro. Si se lo hubiese permitido, habría sonreído. Sus interrogantes no estaban entonces dirigidos al muerto ni a su extraña sepultura. Eran sobre su vida. Ante la mirada asombrada del portero que la observaba aferrado a la cuchilla disimulada entre la ropa, se puso de pie y se encogió de hombros; dio unos pasos en dirección al mueble donde ya reposaba el muerto con su recado en la boca, como yendo a un lugar imaginario, y vio un inmenso portal que tenía en el frontispicio una inscripción que decía en letras de molde “descartable”. Silverio la apartó con delicadeza y cerró las tapas, ocultando el cadáver de la vista.
El bedel, devenido en sepulturero, se movía cómodo en el ambiente; demostraba estar familiarizado con la casa. Tenía un conocimiento preciso de todo lo que allí había y de cómo se debía manipular cada cosa. Era llamativo apreciar semejante hombrón moverse con una delicadeza extrema. Abigaíl seguía sus cuidados movimientos en silencio.
¡No era esa la primera vez que incursionaba en el sector de servicios del departamento! Por su carácter y su formación, jamás hubiera improvisado. Supo aprovechar las largas ausencias del coronel cuando se hallaba en misión por su tarea. Combinaba precisión y completa prolijidad en su relevamiento. “Pérez y Pérez” se lo había exigido, y de ese modo, además de completar la provocación del rollo en la boca, puso a prueba las habilidades de penetración del gigante.
Silverio conocía de memoria –y hasta podría haberlo hecho con los ojos cerrados– las dimensiones de la habitación en donde el coronel tenía sus encuentros amorosos. El largo de la cama, la consistencia del colchón, el olor del cotín, el volumen del ropero, los cuidados del freezer.
Antes de la muerte, en todas las oportunidades que pudo, midió con sus observaciones el lavadero, su piletón azulejado con mosaicos multicolor, recordaba incluso cuántos y de qué color eran los azulejos venecianos que dibujaban ese arabesco sofisticado en la amplia pileta de lavar. El pequeño baño (con seguridad, salvo Abigaíl, no lo utilizaba ninguna otra persona), con su antiguo inodoro de cascada inglés, marca “Pescadas”, sus tablas de asiento laqueadas. Todo conservado con esmero. La ducha, en cambio, había sido anulada. Donde estuvo el caño acodado y la flor, había un tapón de hierro que dejaba ver una colita minúscula de estopa, anulando la salida de agua de la ducha. A Abigaíl le hubiese gustado poder ducharse para volver a su casa. Se lo pidió con temor no a una reprimenda, sino a una paliza. En más de una oportunidad la cacheteó mientras le decía en voz baja “puta de mierda”. Si a Abigaíl en esas circunstancias se le hubiese ocurrido levantar la voz, la hubiese molido a golpes. Pero el desquiciado, en esa ocasión, descartó el pedido solo con un gesto despectivo. “Me gustan sucias y con olor a sexo”, le respondió repulsivo. Mentía.
Al baño principal, el que estaba en el cuerpo central de la casa, nunca le consintió su acceso. Se lo dijo de modo terminante la primera vez que la citó para un encuentro.
—Jamás pasés esta puerta –por la que daba de la zona de servicios a la concina-comedor– Ni se te ocurra entrar en la casa. –Nunca debió refrendar la orden; obedeció sin cuestionar. Repitió murmurando para sí, las palabras pirograbadas en la puerta del roperito: “Ahora las sirvientas, a la cocina”. Cada uno sabía el lugar que le correspondía.
Aunque nunca lo manifestó más que en un par de oportunidades, Silverio disfrutaba que Podestá, tan pagado de sí mismo, nunca descubrió su ingreso al interior del departamento. Se regodeaba ante “Pérez y Pérez” que, sin embargo, no dejó de advertirle lo peligroso que era ese juego. Si el coronel descubría sus incursiones, las consecuencias no serían agradables. Con mucho esfuerzo lo pondría a salvo a mil kilómetros de distancia. Aunque Silverio sabía que eso no era seguro.
La mayor osadía fue llegar hasta la biblioteca del finado, y allí recortar con precisión de cirujano, el libro de la “Historia de Belgrano” de Bartolomé Mitre, que usaron para la serpentina funeraria que, especulaban entonces, pondrían en la boca del muerto, cuando la logia cayera en la trampa del homicidio que “Pérez y Pérez” organizaba, usando a Marlene y Abigaíl, sin que estas supieran realmente a qué servían. Pasaron muchos años durante los cuales a nadie se le ocurrió revisar el libro de Mitre, propiedad de Podestá, con el que se confeccionó la serpentina mortuoria conocida como “la venganza de los Pérez”. Cuando casi todos los protagonistas de la historia ya habían muerto, un curioso ansioso de lecturas históricas dio con el hallazgo en un depósito de la Agencia. Un manto de silencio se echó sobre el descubrimiento porque ya no tenía sentido volver sobre ese asunto. “Pérez y Pérez” se quedó con el libraco y luego lo quemó en un descampado de su propiedad.
La puerta de entrada a la debacle de la logia debía ser ese muchacho que se apodaba Bado y que administraba las pruebas en contra de la Agencia, entregándole documentos secretos a un mediocre periodista, que un desquiciado almacenó en un archivero en la mansión del norte.
Las incursiones de Silverio en los dominios del cazador furtivo las realizó para conocer a fondo el escenario de la trampa contra los relicarios. Cuando se pensó en el rollo, ya se tenía clara conciencia de que la vida de Podestá estaba muy comprometida por sus vicios. Y, además, aunque ninguno de ellos lo sabía, estaba el asunto del rosario, que selló ese destino con el mismo peso del bloque de cemento que llevó la monja amarrado a sus pies la noche del vuelo de la muerte.
La hipótesis de su muerte tomó cuerpo en todos los planificadores. Y “Pérez y Pérez” que no era estúpido, lo habló con el propio Podestá. Morir “al pedo”, le dijo, “una desgracia terminar tu vida de un modo indigno”. Un último servicio y el bronce para siempre. Como Belgrano, como San Martín. A Podestá siempre le sonó a fanfarroneada, a oferta fácil e incumplible. San Martín, Belgrano, Podestá… “¡Qué boludez!” se consoló inteligente.
El coronel libidinoso sabía que el consumo de drogas era cada vez mayor y cada vez más brutal; no podía acotarlo, lo dominaba cuando se lo proponía. Ni toda su voluntad de infante entrenado para acosos interminables, ni su inquietante preparación como comando, le aseguraban cierto control sobre sus vicios. Y aunque “Pérez y Pérez” no le dijo lo del rosario, lo intuyó. Ser un cebo que tentara la venganza de los conspirados no le pareció descabellado. Pero no era su muerte lo que estaba en sus planes, sí la propia venganza del fracaso del norte.
De las incursiones en su casa no estuvo nunca enterado. Para “Pérez y Pérez” esa ignorancia demostraba la decadencia de su camarada. Pero Silverio, luego de un tiempo, hizo de sus incursiones también un vicio. No se trataba de encender un porro ni aspirar una línea, era más sutil, incluso estimulante, como un elixir excitante que convocaba hedonista a la falta de respeto.
El placer que sentía al incursionar en la vivienda de ese jefe se había vuelto su propia droga. Nada de química, nada de combinaciones temerarias. Paso leve, exacto, sin rozar ni muebles ni adornos, excitarse al tantear los libros, los discos, los cuadros, sentir en las yemas de los dedos un orgasmo portentoso. Había quedado atrás el desafío que “Pérez y Pérez” le hizo para ponerlo a prueba. Se transformó en vicio, transgredir los dominios prohibidos, burlarse del encumbrado jefe, ese asesino profesional implicado fuera a saberse en cuántas muertes, y salir victorioso en cada incursión.
En soledad, en su cama, recordaba cada oportunidad en que penetraba la vivienda. Inventariaba el ingreso, las miradas en un sentido y otro, abajo y arriba, atrás y adelante, de un lado al otro, repasaba los rincones y, en especial, identificaba los olores. Teatralizaba su participación en el futuro. Ensayaba sus trabajos. Simulaba preparar el o los cadáveres. ¿Cómo podría saber el desenlace que tendrían esos coitos de sexos de serpientes, con sabor a corrales, a garfios que agonizan los tejidos humanos, de entraña ensangrentada? Sexo adobado de tétricas combinaciones químicas en forma de pastillas, líquidos y polvos narcotizantes, necrotizantes de la arrugada alma de ese par de viciosos.
Pronosticaba los amarres (como de seguro debería hacer como le indicó su jefe para simular un rito vengativo), introducir el cuerpo en el freezer con absoluto cuidado, introducir el rollo en la boca muerta, limpiar la habitación con obsesivo esmero. Repasar el lugar con la mirada. Salir sin hacer ruido. Volver a su apartamento, en la terraza. Descansar alegre. Satisfecho.
Pocas personas podían atribuirse la perspicacia de reconocer cualquier perfume en el ambiente, en la cama, en los muebles, donde fuera. Silverio podía oler el particular aroma del coronel, incluso desde su departamento en la terraza, después del sexto y último piso. Era una rara virtud que no sabía a qué atribuirla. Ese tufo a veces lo exasperaba.
En sus incursiones a la habitación de servicio, lo que más lo convocaba era el olor del cotín. Y eso que Podestá se esmeraba en limpiarlo luego de cada relación. Su preocupación por no manchar el colchón lo decidió a disponer sobre el mismo, primero, un nylon de buen gramaje, trasparente, que crujía con el movimiento de los cuerpos. Era un ruido que fatigaba a Abigaíl. Lo llevaba en sus oídos durante días.
Luego, una gruesa sábana muy vieja pero muy bien conservada. Así, defendía la higiene del colchón de cualquier fluido que pudiera mancharlo. Detestaba esas manchas, más si eran de mierda y esperma. O saliva y esperma. Sangre y esperma. Porque a veces su coito era tan violento, que alguna sangre se escabullía entre las piernas.
Tal vez a Silverio lo que lo atraía de ese perfume penetrante, mezcla de sexo y brutalidad que quedaba impregnando en la tela floreada del colchón de una plaza, fuera su persistencia, su capacidad de sobreponerse a cualquier limpieza, a cualquier perfume. Era una permanencia que no tenía que ver con la cualidad de los olores o de los perfumes de los cuerpos. No podía explicarla, pero podía hasta palparla. Tenía algo glacial, de azote, de varilla, de tajo en la garganta.
Con las sábanas Podestá era más exagerado. El coronel evaluó, en alguna oportunidad, deshacerse de ellas luego de una noche de sexo, incinerándolas. Le sobraban lugares donde hacerlo. Su obstinación no llegó a tanto. Pero hacía lavar las sábanas con obsesión maníaca. Las mandaba a un pequeño lavadero a la vuelta del edificio. Y en más de una oportunidad había regresado con las mismas para que las volvieran a lavar.

Las pasaba por su nariz y captaba quizás esa mínima molécula de olor a semen, o, peor aún, a sudor de Abigaíl, que era frecuente, porque la habitación pequeña carecía de buena ventilación y el calor sofocante hacía sudar los cuerpos en refriega de manera abundante. La gruesa tela de trama prieta debajo de la sábana y el nylon impermeable sobre el cotín de lana, aumentaban aún más el calor, haciéndolo, a veces, insoportable.
El olor de la transpiración lo distinguía como distingue un animal salvaje, el perfume de la sangre que mana de una presa herida. El suyo, consideraba, era varonil, punzante. El de Abigaíl, perverso, inquietante. No debía, entonces, quedar ni el menor rastro de ellos. Así que, hasta que no se satisficiera su necesidad de limpieza impoluta, las sábanas debían ser lavadas todas las veces que fueran suficientes.
No discutía jamás el pago por ello. Se lavaban todas las veces que el cliente lo reclamara, y este pagaba los servicios sin molestarse. Uno, dos, tres, las veces que consideraba indispensable. Solo cuando frotaba contra su nariz las sábanas y le quedaba en los cornetes prendidos los olores del jabón líquido y del enjuague para ropa, es que se daba por satisfactoria la limpieza.
El propietario ya se había acostumbrado a la obsesión de su cliente y en alguna oportunidad, no siempre, había decidido no cobrarle el último lavado en homenaje a un consumidor tan perseverante y limpio hasta la obsesión.
En cambio, para Silverio, que podía distinguir entre esos olores el perfume de Abigaíl, percibía en él una desesperación de sangres. Se hacía tan evidente en su cerebro, que hasta se configuraba el tamaño de una mortaja prematura, en forma de baldosa, al borde de un asfalto inanimado.
Estaba convencido todo ese tiempo, desde que Podestá le presento a Abigaíl, que estaba tratando con dos cadáveres que ignoraban su muerte. O que tal vez ya hubieran muerto, uno aullando al ardor incinerante de “Juana de Arco”, y el otro en el sucucho del rancho perdido, y no se hubieran dado cuenta de sus malogrados destinos. Por una condición especialísima, esas esqueléticas figuras se prolongaron hasta esa habitación de eyaculaciones harpías, alargando en el tiempo lo que estaba predicho, para hacer evidentes todas las cicatrices que reptaban sinuosas por las almas de esos dos condenados.
Él mismo se consideraba un muerto en estado latente. “Pérez y Pérez” le prometió hasta el hartazgo salvarlo de cualquier desgracia. Silverio, agradecido, estaba convencido de que esas eran palabras ligeras como las hojas muertas. Por eso andaba calzado siempre con su cuchillo verijero. Nada de armas, mucho ruido. La deflagración, el olor de la pólvora, el estampido titánico de la bala lanzada hacia la muerte, no lo conformaban. Le dijo a “Pérez y Pérez” un día de confesiones: “no va a ser gratis, jefe. Al que venga con ganas de ponerme, lo llevo puesto”.
Miró a Abigaíl con desconfianza, siempre la mano en el mango de la cuchilla. ¿Y ahora?, se preguntó. ¿Salto, degüello, estrangulamiento? ¿Y ahora? ¿Qué hacemos? Pareció preguntarle al amante con ojos de borrego abandonado.
Abigaíl se tomó el cuello con las domas manos. Pareció protegerlo; fue solo un acto reflejo. Quedó su espejo enfrentado a otro espejo, la garganta abierta, transparente en sangre, acongojada. Pero en los ojos del gigante se vio langosta, gato, rana, viento. Era un salto imposible, al vacío inexplicable. Pero no esa noche, otra, distinta. Vio la mano en la cuchilla, el ojo en su cuello, y un susurro de tráquea sonando hasta la fractura.
¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué será de nosotros? –pensó en preguntar, como si eso le pudiera dar algún alivio. Pero eligió callar. Supo que no hubiera recibido ninguna respuesta. Se asumió tan desdichada y solitaria como cuando llegó esa noche debajo de su blanca e inmaculada capelina blanca.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS