La venganza de los Pérez, cap. 1 «Éxodo»

Éxodo


Los fugados iban tirando de sus propias sombras hacia un destino prefigurado en mapas impresos en secreto. Iban hacia el este, donde la tierra se hacía río y el río, bandera.
Arriba o abajo, atrás o adelante, a un lado u otro, no había nadie. El paisaje estaba vacío de manos y piernas, de ojos y bocas, de cueros y raíces, de sangres y aguas; solo ellos solos, solos de cielos a pie, solos de nube y uña y niebla y lengua, atravesando el irascible polvo de molidas piedras ancestrales.
Anduvieron siguiendo las huellas inconclusas dejadas hacía tiempo, eran huellas emboscadas entre los atávicos polvos. Las seguían buscando la posta donde los esperaban otros con sus mismas angustias.
Los días, sobre la tierra, descendían como geométricas señales y se repetían del mismo modo desde los tiempos en que no había memoria. De la mañana a la noche bajaban en las mañanas en húmedas trenzas de azules, en las tardes en húmedas trenzas de rojos y naranjas (una manera de incendio vertical), y en las noches en húmedas trenzas de negros minerales de estrellas como alhajas. De la noche a la mañana, pabellones de fuegos al alba, láminas violetas entre rayos al crepúsculo, azulejos barnizados por rocíos en la noche.
Mañanas, tardes, noches, puras y secretas; mañanas, tardes, noches vigilantes e iracundas se volvían hostiles, enemigas, adversarias si descubrían el paso de los perseguidores para aplastarlos como a larvas de las putrefacciones de los conquistadores que se devoraban la sangre y las entrañas entre ellos en busca del oro, la plata y la preciosura de la gema andina y que rastreaban con aullidos la marcha de los fugados de la inmensa casona resecada. Su orden era matar a “La Reliquia” y arriar la bandera definitivamente.
Justo en el centro de unas manchas llanadas de delgados pastos, retozaba el camino hacia adelante. El camino se hacía ancho o se amurallaba, se hacía angosto o desfilaba serpentino, se hacía infinito o insignificante. Siempre rendido al paso de los exiliados se hacía refugio. Cuando la caravana avanzaba, el polvo deshacía el destino de las huellas estampadas, borroneando las marcas para ocultar el rumbo.
Dentro de un cubículo de aspecto monacal que cargaban sobre un carretón tirado por dos mulos –rechazaron en ese tramo del viaje el rugido de un motor, alcahuete mecánico en esa vasta soledad silenciosa– el ilustre reposaba la retirada. Arriba del cuchitril, a modo de techo, telas rudas hacían sombras y las sombras dejaban sus caprichos sobre la augusta cabeza calva del perseguido. Periódicamente, alguno de los custodios humedecía sus labios con una suave esponjita aterciopelada; el agua era del rocío que perlaba su frescor antes de acariciar la piedra polvorosa del sendero.
Los vientos aprovechaban los caprichos de las sombras para rozar murmurios, la piel cetrina de “La Reliquia”, que se trasparentaba dejando al descubierto territorios de sangre apenas visibles entre los secos músculos y los fosforescentes huesos. Y luego de sus caricias, esos mismos vientos rodaban hacia los horizontes en los cuatro puntos cardinales, sonando una música fragante que aligeraba la marcha con sus alegres voces de vidalas. En ese solo instante todo era música y encendía el cielo de meteoros que iluminaban los contemplativos ojos humanos que esperaban una mágica señal alentadora.
Desde que abandonaron el caserío esquivando el asesinato, la fuga se hizo difícil. El sol se espesaba, el viento era torrencial, las piedras se abismaban en una geología incomparable. Caían abruptas hacia un pozo sin fondo, bochornoso. Y “La Reliquia” no hallaba sosiego ni en el recuerdo de otras marchas pasadas, donde sufrió hasta la muerte otros perseguidores que martirizaron a garrote vil, a sangrantes espadas, a flamígeras cruces.
Buscaba los ojos de aguas sonámbulas.
Buscaba los ojos de misteriosas esperanzas.
Buscaba los ojos de silencio ungidos.
Buscaba los ojos caudalosos de Amanda.

Ojos que en dichosas miradas palpaban sus anhelos y que dulcificaron sus días desde un tiempo que no podía contar porque el tiempo se le había hecho un enigma con la boca muerta.
Una palabra de Amanda hubiera bastado para serenarlo cuando estallaba en clamores. Y estallaba en clamores que se parecían al grito del que padece un hambre centenaria, incurable, y a puñetazos las sílabas inarmónicas descerrajaban un quejido que, a fuerza de repetido, movía a la compasión de sus bisoños custodios.

Los resecos tejidos de su garganta se ajaban como papel biblia; impedidos de sangrar, arrebujaban los sonidos para que no lastimaran. Rumiaba las palabras hasta disolverlas; palabras que abandonaban su condición de palabras y se hacían vientos, palabras que se hacían humos, palabras que se hacían tierras en porciones inasibles, y sonaban sus verdades como suena el ventisquero en los murallones de la inmensa quebrada; apretujando los labios musgosos para que palabras de yesca, humo, tierra y ventisca no escaparan inadvertidas por quienes debían oír la historia sonando como el sacro sonido de una catedral indescriptible. Los labios entonces tornasolaban de un rojo desertado esencial a un rosa inadvertido, pálido y vaporoso; el viraje del color se pronunciaba cuanto más gritaba una proclama guerrera intrépida y disciplinada.
Cuidaba en extremo su discurso, por lo que hacía un esfuerzo desesperante y disponía esos labios en cerrojos para que no se fugaran desorientadas, extraviadas, sus oraciones. Eran esas palabras-plegarias venidas de un pasado lejano grabado a la infinita intemperie de las piedras, tal vez repetido sin número de veces como plegaria al alcance de la memoria fresca de algún sobreviviente si lo hubiera. Su perorata enigmática dejaba boyando en el aire suspendidas sus jerigonzas emocionadas e incomprensibles. Sus confundidos y confidentes oyentes, las más de las veces, no alcanzaban a escapar de las trampas que las palabras urdían hasta desorientarlos. Luego de un tiempo y con gran esfuerzo, lograba el joven a cargo de la fuga, comprender el significado de sus arengas.
Quien reemplazó al suboficial “Pérez” en su oficio alucinante de argonauta de la patria, perseguidos por esa jauría que esperaba devorarlos a la vuelta de una senda inexplorada, sonreía satisfecho, aunque no convencido, cuando comprendía que iba aprendiendo a descifrar la dialéctica de “La Reliquia”. Se preocupaba, eso sí, cuando el General lo llamaba como a uno de sus soldados, hasta con impertinencia propia de un comandante en apuros. Se las componía como podía para atender a las maneras marciales a las que no estaba acostumbrado.
El joven ayudante no era militar, ni siquiera era soldado. Nacido en Córdoba, venía de una familia que descendía de los hombres de Bustos. Federales hasta los tuétanos, se consideraban herederos de aquellos rurales, curas del pueblo, gente sencilla y seguidores del General Artigas, que apoyaron a Bustos en su gobierno. Como aquel tenían buenos contactos en Santa Fe, a donde, con seguridad, debían dirigirse para poner a salvo al General. Su hermano, apodado Bado, quedó en Buenos Aires para un servicio del que fue advertido, no se sabía si podría volver.
Llevaba una carta manuscrita del propio Juan Bautista, como referencia directa para “La Reliquia”, por quien, de solo nombrar, sentía una emoción hasta entonces desconocida. Sabía por el relato de los viejos cordobeses que integraban la Logia, de la amistad que unió al General con Juan Bautista. Ellos le dieron la carta en muestra de absoluta lealtad hacia el prócer. En ella, rememoraba los sentimientos que ambos habían tenido ante la osadía del inglés en 1806 y 1807, cuando pretendieron entronizar a fuerza de bayonetas al loco del rey Jorge III.
Por puro corajudo el muchacho se hizo cargo de la huida; pensando en Bustos no cabía el arrugue. Lo hizo luego del largo periplo de los sobrevivientes de la cacería organizada por Podestá y que fueron relevados de sus fatigas. No era experimentado ni mucho menos. Era un apuro nacido en la escapada. Llegó desde su provincia, donde recibió una orden intempestiva de sus superiores y salió de raje al encuentro de sus guías. Ni intentó interponer algún reparo por su inexperiencia. Sabía que hubiera sido inútil. Se despidió de Bado con un beso en la frente. Y lloró, ¡vaya si lloró! Padeciendo el futuro.
Un viejo baqueano, mientras lo guiaba por caminos hasta entonces desconocidos para él, le dijo que a veces las cosas se tenían que hacer de ese modo. Casi a la buena de Dios. “Uno propone y Dios dispone”, le dijo para explicarle que en la elección de su persona se consideró tanto sus capacidades como las posibilidades de otra designación. Si lo eligieron, por algo sería. Le reclamó confianza en la decisión de sus jefes y en sí mismo.
Se incorporó a la marcha de los fugados en un recodo perdido de una ruta extrañada de la presencia de los escapados, por donde apenas unos originarios transitaban conocedores de la traza del camino. Por ahí mismo, hacía siglos, otros que huían salvaron el pellejo de los conquistadores. Allí fue informado que otros dos ayudantes, un tal Rudecindo y un tal Faustino, se incorporarían al grupo en algún recodo del camino. Días o semanas después, no lo sabían con precisión, lo haría el nuevo jefe designado. Se trataba de un policía retirado por negarse a la corruptela de la fuerza, de quien no se conocía su nombre, por lo que todos deducían que se trataría de otro “Pérez”, de los muchos “cualquieras” que poblaban la geografía nacional. Fiel al General desde su infancia, la que transcurrió junto a su padre, veterano miembro de la Logia, quien educó al niño en verdaderos valores patrióticos.
Al joven, conocer a “La Reliquia” le llevó algún tiempo. Quienes la trasladaban eran desconfiados, buen atributo para un custodio. Solo cuando los grupos de apoyo informaron que el terreno estaba despejado por completo y que ninguna amenaza acechaba al General, permitieron que el muchacho (para algunos demasiado jóvenes para la tarea), se presentara ante el ilustre. Al conocerlo no pudo casi pronunciar palabra. Uno de los “Pérez” que zafó de la matanza cuando la huida, debió darle varios empujones para indicarle que se aproximara al camastro donde reposaba el prócer.
Apenas pudo balbucear un saludo imperceptible. Los que lo rodeaban creen que dijo “Buenos días, General”, pero que tartamudeó tanto que dudaban que el prócer hubiese podido entender qué le dijo. Sospechaban que, de todos modos, “La Reliquia” registró su presencia, aunque apenas alzó sus acartonados párpados para observar al bisoño ese que se le presentaba timorato.
A medida que avanzaron la marcha se hizo lenta y farragosa. Vueltas y revueltas para espantar las huellas. Idas y venidas repetidas. Paisajes que parecían copiarse unos a otros para engañar a los sabuesos de la muerte. Cuidando la retaguardia, los baqueanos confundían las señales para engañar a los perseguidores; muchos de ellos se ofrecieron como cebos, para atraer sobre sí la persecución y facilitar la fuga. Varios, de quienes no se supo ni el nombre, dejaron la vida en la tarea.
Las paradas eran siempre breves, el descanso escaso, las fatigas muchas, la zozobra permanente. No podía ser de otro modo. En cuanto al descanso, no había tiempo para flaquezas, la pereza no se toleraba entre los miembros de los grupos, eran casi espartanos en sus comportamientos.
A la fatiga el hombre siempre se sobrepone, decían los más experimentados. Si veían que algunos dudaban, entonces repetían las hazañas de la Reconquista y la Defensa de Buenos Aires cuando las invasiones armadas de los ingleses. De la Revolución de Mayo, la gloriosa insurrección de Buenos Aires. O la de Chuquisaca, con Arenales a la cabeza como jefe militar. O de la guerra de la independencia. O de la guerra contra el Imperio del Brasil. La patriada en la Vuelta de Obligado. La corajeada en Malvinas, contra los poderosos del planeta. Si aquellos pudieron, ellos debían poder. Nada de flojeras. El General, si escuchaba alguna mención, reclamaba con su aflautada voz lijada por las centurias, el relato del Monte Destartalado que el suboficial “Pérez” le narrara tantas veces para su satisfacción. Los fugados se prometieron conseguir la epopeya que fascinaba al General y que se había perdido cuando capturaron al suboficial. Creen que fue incinerado junto a su cadáver, en el pozo siniestro que cavaron en los fondos de la mansión.

Sabían por grupos que acompañaban la retirada a prudente distancia, peinando varias leguas alrededor de la marcha, que no había demasiada distancia entre los fugados y los perseguidores. También por ellos supieron que los contingentes que cargaban con el archivo capturado cuando abandonaron la casona, avanzaban a sus destinos sin contratiempos. Se trataba de alrededor de doce contingentes que trasladaban otros tantos cajones de madera dura, en que se habían dividido cientos de “Orden del día” manuscritas, que el desquiciado coronel completaba con indicaciones para todos sus subalternos.
El asunto del archivo merecía toda clase de comentarios. Circulaba entre los relicarios la noticia de que los jefes habían permitido divulgar una copia de esas famosas órdenes, con el solo propósito de alterar los ánimos de sus enemigos.
Se trataba de una que llevaba el número cinco, manuscrito con un grueso lápiz rojo y cuyo título era “Escarmiento ejemplar”. Se decía que se hicieron varias reproducciones que fueron enviadas a distintos destinatarios. Una de las personas a las que se le envió el recado fue la propia hija del coronel. Una tal Guadalupe, quien residía en la Capital. Para los nuevos, una desconocida; para los sobrevivientes del grupo de la mansión, no. Ellos sabían que de ella se relataba una desgracia enternecedora. Los conocedores de la historia nunca quisieron hacer comentarios sobre ese asunto, los espantaba solo pensar en ello. Prefirieron dejar las explicaciones para quienes tenían mayor jerarquía en la Logia.
Los más viejos y bichos sabían del asunto de las copias repartidas. Rumoreaban que no solo se le hizo llegar a la mujer la “Orden del día N.º 5”, sino también un cuaderno marca “Gloria”, de unas veinte o treinta hojas manuscritas. Se trataría de la biografía secreta de Amanda que el suboficial “Pérez”, antes del desenlace final, se habría ocupado de poner a buen recaudo haciéndola llegar a sus superiores. Amanda se la habría entregado a escondidas poco antes de partir a su retiro definitivo, algo de lo que nadie supo, salvo los que recibieron el cuaderno. El ama de llaves la habría escrito en secreto durante los largos años en que prestó servicio atendiendo a “La Reliquia”. Pero de ese asunto del cuaderno Gloria, nadie sabía si era cierto o solo se trataba de un ardid para amargar a los perseguidores.
Los perduellis estaban desesperados por dar con el archivo del que supieron su existencia solo cuando vieron la copia del documento manuscrito del coronel, por un facsímil que se hizo llegar a un mediocre periodista con el solo propósito de que este lo diera a publicidad y ayudara involuntariamente a desestabilizar el espíritu de los jerarcas de la oligarquía gobernante. Así, sin suponerlo, se enteraron de la existencia de órdenes manuscritas por el jefe muerto. Si la que figuraba como número cinco revelaba semejante brutalidad, no querían ni imaginar lo que podrían contener las ¿cientos? ¿Miles? De las otras. No era la única sorpresa con la que se toparían. Ignoraban por completo la supuesta existencia del cuaderno “Gloria” con la autobiografía secreta de Amanda. Las revelaciones que esperaban surgir a la luz pública, perturbarían a más de uno de esos capitostes habituados a su perversa impunidad. Para colmo, la muerte de Amanda, arrollada por un tren en la estación Liniers del Sarmiento, les privó de alguna posibilidad de que la vieja revelara si la historia de su autobiografía era verdadera y cuál era el contenido de ese cuaderno autobiográfico.
Muerto Podestá (supieron que los burócratas capitalinos lo llamaban adulonamente “El gran coronel Arancibia López Huidobro”), no pudo ni enterarse de que a su histérica persecución no solo se le escapó “La Reliquia”, a quien anhelaba liquidar, y algunos “Pérez”, sino un archivo inmenso lleno de notas comprometedoras, que desfilaron por sus propias narices sin que él, tan pagado de sí mismo, se diera cuenta de nada. Los escapados se reían a mandíbula batiente de ese “vicioso fracasado”, que se la daba de gran militar y había sido burlado, justamente él, por unos cuántos “negros de mierda”.
Al avanzar en la marcha y asistir a menudo al General, el joven “Pérez” fue comprendiendo su particular forma de balbucear su historia personal que no era, sino, la historia inicial de la patria misma. Los más veteranos ya habían partido a otros rumbos. Dejaron en manos de los reemplazos la custodia, tal como les fuera ordenado por los mandos. Quienes seguían el viaje, conocían poco de los soliloquios de “La Reliquia”. No eran tantos ni tan seguidos, pero cuando, por razones que ellos desconocían, el General despertaba para discursear, todos esperaban absortos que el joven “Pérez” descifrara las sílabas del acertijo.
Silabeaba “Pérez” junto al postrado: “No-re-pi-ta-e-se-nom-bre-que-lo-po-ne-mal-hu-mo-ra-do-y-en-tris-te.” El tartamudeo pausado y claro, ayudaba a la memoria del ilustre. “La Reliquia”, entonces, recordaba. O intentaba recordar.
Volvían palabras venidas de un paisaje de encierro. Eran palabras dichas con voz de amorosa cadencia femenina, (“no repita ese nombre que lo pone malhumorado y triste”), pero no recordaba a esa altura a qué nombre respondía la afectuosa mujer que se desvelaba por su bienestar. El paisaje de encierro era un cubo descascarado que podía observar recostado en un amplio camastro sobre mullidos almohadones. A su lado, dos sillas y una mesa algo destartalada, un rústico baño, una escupidera enlozada, cubriéndolo, una vieja bandera celeste y blanca que no alcanzaba a abrigarlo del frío que le provocaba fuertes dolores reumáticos. Y el himno, sonando, a dos pianos, enérgico y desafiante como en las batallas. Y la sospecha de que una niña apenas, leve, suave, liviana, pretendía escalar las inmensidades azules del misterio, para develar ese encierro que la desesperaba entre babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas.
Alzaba su huesudo dedo índice rematado en la astillada uña amarilla en señal de amonestación vaya a saber a quién. Al tiempo que levantaba el dedo, murmuraba en voz baja. Sus trabalenguas se ajaban más y más al masticarse contra las encías las vocales y las erráticas consonantes.
Fruncía la nariz puntuda y entrecerraba los ojos. Estos, más pequeños, se achinaban a medida que su amonestación no era tenida en cuenta, hasta hacerse delgadas rayas lampiñas. Sin cejas, los ojos entrecerrados, sin pestañas, las pupilas evaporadas de tonicidad y color, daban a su rostro un aspecto de efigie en ceremonial, fetiche de terracotas propio de los rostros de tersuras cerámicas, misteriosos, espectrales, deificados por embalsamamientos.
—¿Ma-nue-la?… ¿Re-me-dios?… ¿A-man-da? –Interrogaba el general a sus acompañantes, pronunciando con claridad los nombres femeninos que confundían aún más a los primerizos custodios voluntarios.
—Amanda, mi General, Amanda, ese era su nombre. La que será amada por Dios, quien la tenga en la gloria para siempre. –Respondía como rezando el nuevo “Pérez”, ya más conocedor de algunos detalles del pasado.
Al oír la respuesta, “La Reliquia” volvía al silencio fatigado. ¿Cuál era el nombre de la mujer amorosa que se adelantaba a sus memorias de modo tan preciso? ¿La que sabía de su biografía tanto como él mismo? ¿Manuela? ¿Mónica? ¿María Remedios? ¿Amanda? ¿Por qué esos nombres de mujeres llegaban en fila a su reseca lengua blanqueada y salían de la boca colgados, dando penas, de la yerma puntita de ella? Por momentos, dudaba si alucinaciones caprichosas lo encrucijaban con historias de las que no podía acertar el tiempo en que ocurrieron. Entre angustias y certezas, se amaneraba circunspecto frunciendo el ceño apergaminado. Entonces, como podía, con notable esfuerzo de músculo y tendones sobrevivos, juntaba sus manos entrecruzando los finos dedos de alambre, y aspiraba hondo el poco aire que sus bolsudos pulmones podían soportar. Los hombres no sabían a qué atenerse con el silencio aquel de impenetrable melancolía.
—¿Quién era el hombre que me malhumoraba? ¿Quién me entristecía?
El General supo preguntar sin vacilaciones cierto día, en tránsito al nuevo destino. “Pérez” no se dejó sorprender por la voz espatarrada que salía rumiada del fondo andrajoso de la latente garganta.
—Juan Ramón Balcarce, mi General –respondió seguro, pasando la prueba.
La mención de ese nombre, sin embargo, ya no lo irritó. Se desentendió de su significado. Se encogió de hombros como un degollado soberbiamente decapitado, y dejó caer la cabeza como si una fatiga extraordinaria la tirara para abajo como una fruta demasiado madura.
Regocijó en su sueño el andar interminable por raros rincones de esos caminos de la salvación que habían sido diseñados con tanta anterioridad, presumiendo las acechanzas de las muertes de los verdugos impuros que anhelaban terminar aquella anomalía de la historia. Terminar con él, era el modo seguro de terminar con la patria levantisca, heredada del descuartizado Túpac y sus combatientes todos incinerados. Cenizas en semillas, en todas direcciones, brotaron en revoluciones hasta la misma Tumusla final del altiplano.
¿Habría andado alguna vez por esos caminos? No lo acosaba ni una partícula de zozobra, solo la curiosidad casi infantil de descifrar desde esos carromatos rugientes en los que viajaba semiescondido –diferentes a aquellas mulas chúcaras que lo acarrearon por el Alto Perú, casi a los mamporros, cuando andrajoso marchaba ya enfermizo–, las formas indefinidas de paisajes tan extraños como familiares, diferentes, pero semejantes en su esencia manifiesta e inconfundible de la patria conocida.
Cuando olía a hombre y agua, a barro y camalote, se le representaba un anchuroso río que bullía en olitas salpicando banderitas de cielo precipitadas en chispas hasta la superficie ruidosa del río prodigioso. Pero el olor reseco de los desfiladeros coléricos que, en picada abrupta, buscaban aplastar al colonialista, el perfume untuoso de esa estirpe cancerbera de combatientes libertadores, podía reconocerlos a la distancia más segura, infinitas, y se suspendía a carcajear ante el asombro adolescente de sus custodios.
Su corazón sin remedio, suplicante, aherrojado por un tiempo insensato, indefinido, amoroso, latía escampando las sensaciones, imaginando los polvorosos devenires de ese eco de un éxodo que alguna vez creyó transitar con destino incierto y dudosos frutos.
Suspiraba. Sonaba un chirrido metalúrgico, rasposo, una exhalación pedregosa que asustaba de no conocerse el sonoro óxido de sus viejos bronquios apelmazados.
Soñaba en hecatombe y revoluciones. Somnoliento platicaba de agosto un veintitrés, esperando a Tristán y rogándole a Juan Martín que le diera batallones, brazos y músculos, mosquetes y cuchillos, y puras entrañas vigorosas de sangres dispuestas a verterse en batallas por la causa.
Pólvora y pólvora y pólvora, llevaban esas membrudas sangres juveniles, verdaderas y circulantes por las venas cordilleradas de los emigrados del éxodo imperioso, hijo de la calamidad y la derrota. Masacres sobre masacres altiplanas señalaron la huida hasta el corazón del Tucumán a salvar el porvenir de maturrangos.

“¿Córdoba?” “¿Córdoba?”, se preguntaba y retorcía casi paralítico en su austero camastro, deletreando tres veces “Cór-do-ba”. “Cór-do-ba”. “Cór-do-ba”. Morir antes, listos, morir antes, repetía afiebrado. Muertos de todas muertes sin cobardes.
“Bajar a Córdoba y ¿luego a Buenos Aires?” Moriría la revolución en el tiempo del trote de un caballo, del chasquido de unos dedos artríticos. Nunca. Jamás. Tucumán era el numen y hasta la brava naturaleza allí lo asistiría si la revolución estaba del lado del Dios americano y sus mercedes. Si no, solo morir, listo, morir así, entre fuegos y lanzas, criollamente, lleno de vilcapugios y ayohumas anticipados de sangre y de destrozos. Que un Huaqui desgraciado, como del que recogió los harapos de un ejército en despojos, los borrara para siempre de la tierra hasta que no quedara ni mención de su derrota en los anales de la patria nueva. Pero sería en Tucumán y nunca en Córdoba.
¿Debería toparse con el enérgico Goyeneche y sus varios cientos de soldados bien equipados? Postrado y a hurtadillas, llevado por esa guardia sencilla y predispuesta a las desgracias, sin su vieja bandera de mantica, ¿otra vez comandaba una retirada temeraria, despojado de armamento y comida y arreando a tirones como a mil desgraciados que llevaban la derrota en sus doloridas espaldas? Miraba a cada lado en su marcha posta a posta, huyendo del grupo de tareas, quizás como habrá mirado a diestra y siniestra por el Camino de las Postas en su marcha al Tucumán heroico.
—¡Cochabamba! –gritaba de a ratos, cuando volvía de su ensoñación–. ¡Cochabamba gloriosa! –Invocando que una nueva y temeraria insurrección proyectase caminos inesperados donde alistar las tropas, insuflarlas de ánimos y lanzarlas a la batalla extraordinaria.
—¡Soldado! ¡Soldado! –reclamaba urgente la atención del joven “Pérez” a sus anhelos. Y “Pérez” temblaba.
—¿Qué hay de Goyeneche? –Inquiría expectante y exigente–. ¿Avanza en cerrojo sobre la revolución del Norte?
“Pérez” temía que aquellos desvaríos que irrumpían en el ánimo del prócer, que se desconsolaba calenturiento al recuperar del pasado remoto esas sospechas de las argucias de la opresión colonial bifronte, lo extenuaran a extremos insalvables. Sus jefes le advirtieron que nada sería sencillo. A las persecuciones, a los riesgos en fuga permanente, debía sumarle la débil persistencia del ilustre centenario desalojado de sus austeras pero seguras comodidades.
—¡Llame a Holmberg! ¡Urgente! ¡Qué funda cañón! ¡Qué funda bala! –Reclamaba, al tiempo que sus manos señalaban un rumbo que solo él podía reconocer en sus recuerdos.
—¿A Córdoba? –Resonaba el reclamo rivadaviano lamentoso, funerario; un canto terminal de amanerado inglés esperando recoger los frutos del fracaso.
—¿Qué baje a Córdoba? ¡Qué no ice bandera! ¡Qué no enseñe cucarda! ¡Que abandone a la patria hasta la Córdoba misma! ¡Nunca! –y sacudía la cabeza en rotundo gesto negativo–, ¡nunca!
¡Soldado! ¡Soldado! ¡Soldado! Desoiga a los triunviros pelagatos. Entended ¡todos! ¡Todos! A Tucumán, allí vamos a morir o salvar la revolución. Hacendados, labradores, comerciantes, entended ¡todos! ¡Todos! Que serán tenidos por traidores a la patria todos los que a mi primera orden no estuvieran prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y condición que fuesen…
Los “Pérez” asumían con angustia el momento crucial de la agitación de la memoria resurrecta. Hasta se sentían marchando al Tucumán glorioso que esperaba en batalla.
—Soldado… –llamó con voz cariñosa y sofocado–; no baje a Córdoba. No baje a Córdoba –repitió conmovido y conmovedor–. Allí perderemos la revolución y todos nuestros ingentes esfuerzos se habrán dilapidado para siempre.
“Pérez” asentía sumiso repitiendo: “No bajaremos a Córdoba mi General, no lo haremos por nada del mundo. Allí nos espera, de seguro, Reinafé, para emboscarnos diciendo ‘vaya tranquilo mi general que el camino está despejado’”. Con esas palabras trataba de confortarlo y conformarse. Deseaba, con cierta frustración, que una Amanda rediviva asistiera con consuelos la difícil tarea de la huida.
El General, tirando de la ropa de “Pérez”, daba órdenes que apenas se podían comprender entre el balbuceo monocorde de sus palabras.
—¡De establecer el cuartel general en San Salvador de Jujuy! ¡Campo raso! ¡Campo raso!, dije –ordenaba–. ¡Qué Don Eustaquio y unos doscientos cuiden la retirada! A él le encomiendo mi retaguardia. Por allí buscarán agarrarnos para colgarnos en la primera plaza que capturen. ¡Cuide mi retaguardia don Eustaquio!
Y trazaba rumbos y dibujaba tácticas con sus dedos en la pizarra del aire.
—¡Desnaturalizados que viven entre vosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud!
—¡Venga aquí soldado! –Exigía volviendo al tono marcial de sus discursos. “Pérez” se inclinaba hasta quedar el pabellón de su oído a la altura de la boca del viejo militar. Murmuraba. Refunfuñaba. Ronco. Catarroso.
—Llegó la época en que manifestéis vuestro heroísmo… que vengáis a reunirnos al Ejército de mi mando… de-mi-man-do, les digo, de-mi-man-do, –repetía reclamante–; no lo dudéis… si como aseguráis queréis ser libres… no confunda mi pobre voz con cobardía… ¡No confunda mi pobre voz con cobardía!
Con gestos ampulosos, revoloteando las huesudas manos en anárquicas direcciones, exigía provisiones.
“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”
Reclamaba de chispa blanca y brutas municiones,
“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”
Su fundición perpetua de pólvoras terrestres,
“¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!”
Y convocaba a Holmberg a refundir metalúrgicos cañones galopando sus bombas y balas de profundas cicatrices. Y luego el silencio abrupto, reflexivo, un escaso sosiego alimentado por una fatiga crónica e incesante.
“Pérez” se acostumbraba a esas arengas que sonaban aún más arrebatadoras, y permanecía agachado para oír sin interferencias la narración precisa que “La Reliquia” hacía, murmurando convulsiones de palabras a fuerzas de recuerdos combatientes. Unos pocos gestos devolvían algo de sosiego. Retomaba su proclama.
—Aquel y aquel y aquel –señalaba tres veces a los fantasmas de los viejos traidores–, que por sus conversaciones o por hechos atentasen contra la causa sagrada de la Patria, serán pasados por las armas inmediatamente… ¡Soldado! –Exaltado decía al subordinado su orden sin remilgos–. ¡Avise que no importa la clase, el estado, la condición! ¡Quien atente contra la sagrada causa de la Patria será pasado por las armas sin forma alguna de proceso!
—¡Si inspirasen desaliento! Serán pasados por las armas sin forma alguna de proceso. –Repetía tres veces riguroso. Y a pistoletazos, los más atrevidos, acomodaban a los pródigos de desalientos, a los que desventuraban esperanzas, adoradores del dios colonial que les redituaba dividendos en oros y platas, extraídos de las mismas entrañas latentes de los yanas, mitayos y encomendados.
—¡Serán tenidos por traidores a la patria! ¡Todos! ¡Todos los que inspirasen desaliento! ¡Y estén revestidos del carácter que estuviesen, serán igualmente pasados por las armas! ¡Todos los que a mi primera orden no estuvieran prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y condición que fuesen…!
Del gritito exigente y comandante, a la sutil carraspera invocadora, menguaba su entusiasmo militante, por la oración cariñosa y reflexiva.
—Ruego, soldado, ruego, rezo a la Virgen santísima y ante ella me postro obediente y sumiso, que no haya ni uno solo que me dé lugar para poner en ejecución las referidas penas. Los hijos de la patria, me prometo, se empeñarán en ayudarme, como amantes de tan digna madre, y los desnaturalizados callarán, callarán y callarán, y obedecerán ciegamente y ocultarán sus inicuas intensiones.
Más, si así no fuese, repito soldado, ¡más si así no fuese! Sabed que se acabaron las consideraciones de cualquier especie que sean, y que nada será bastante para que deje de cumplir cuanto dejo dispuesto.
El ilustre cerró los ojos, moderó el gesto adusto, y durmió silencioso, envuelto en unas mantas de lanas de vicuñas que viejas tejedoras hicieron para el postrado.
El éxodo se hizo extenuante. Vueltas y revueltas de caminos desconocidos que la Logia había diseñado para una fuga segura. Tal vez como aquel otro Éxodo, legendario, pero estos no tenían a un Díaz Vélez con sus doscientos paisanos protegiendo la retaguardia para garantizar la retirada del jefe revolucionario.
La fatiga del viaje, el clamor de los recuerdos, habían afectado a “La Reliquia” y era motivo de preocupación de sus noveles custodios. Se lo veía cada vez más reducido, puro hueso, hollejudo, tanto más pálido porque la osamenta se dejaba ver por la trasparencia de la piel apergaminada hasta adquirir ese tono de desierto. Resultaba difícil hidratarlo. Se negaba a tomar agua y buscaba constante una tablilla dura donde tamborilear con sus dedos, repitiendo estrofas desorganizadas del himno de la patria.
Cuando salía del sopor de los recuerdos combatientes, reclamaba de tanto en tanto por su vieja bandera que le sirvió de manta. El joven “Pérez” le explicó sin éxito que se perdió en la fuga. El suboficial “Pérez” la recogió, pero no llegó a destino. Ni él ni la bandera. No podía decirle si el grupo de tareas la había conservado como trofeo de guerra, o fue quemada como tantas otras cosas que decidieron incinerar para borrar todo vestigio de aquella anomalía de la historia.
Lo que no sabían los fugados en marcha, lo sabían con seguridad los mandos, por algunos informantes que merodeaban la vieja mansión y observaron los fatuos fuegos de los inquisidores.
Consumado el fracaso de la operación “La Reliquia”, la jauría dedicó sus esfuerzos a borrar evidencias de manera sistémica. No solo se quemó la vieja bandera nacional que usó el ilustre en sus horas interminables de sueños y ensoñaciones. No solo sus muebles, rústicos y modestos, en los que había permanecido casi dos centurias, fueron consumidos por el fuego, fuego aventado por furias y frustraciones, para que sus contrarrevolucionarias llamaradas rojas y azules desintegraran en un abrir y cerrar de ojos los modos de humanidad de cada utensilio que había utilizado el ilustre. Si no que cremaron junto a la bandera, el camastro y los enseres, el cuerpo del suboficial “Pérez”. Un ritual brutal. Una afrenta imperdonable.
Cavaron un pozo de regular tamaño. Al hacerlo, sonaron quejosos los otros huesos añejados en el odio ancestral a los usurpadores. Los nuevos conquistadores devolvían al presente esos rostros enjutos de mirada celosa que inquirían torturando, furiosos, a los originarios capturados en las muchas celadas que organizaban para arrancar con la carne los secretos del mítico Dorado inhallable, e imponerles la mita, la encomienda y el yanaconazgo, la esclavitud precipitada como un infierno devastador de humanidades simples.
Los humos de la incineración, coléricos, se alzaron entre llamaradas como arpones violentos hacia el cielo apretujado en una cavidad oscura, como el revés propio de una calavera chamuscada.
Los paisajes se volvieron sobre sí mismos y se quedaron sin aliento. Se encapsularon ante el martirio para no ser testigos de aquellos sucesos que apesadumbraban hasta la dura piedra indiferente. Se tornaron hoscos, llenos de insinuaciones de sangres que aún emanaban sus perfumes postreros.
Los aullidos de la jauría, espantaron hasta los espectros naranjazules que recorrieron la casona de cabo a rabo durante decenios, mientras monologaba el ilustre sus batallas. Del blanco ampo de “La Reliquia” no quedó una pizca del tamaño de un grano de arena. Hasta el último sonido de vida se deshizo en pedazos en el crepitar chispeante del holocausto.
Como fue entonces, al principio de la historia del villorrio ancestral, cuando todavía solo era la palabra y no la pluma, y los hombres y mujeres andaban libres por sus tierras, la enfermedad de la avaricia, (de la avaricia de sangre, de carnes fatídicas, irresistibles), se comportó como una lagartija funesta que se metió por los anchos cornetes de las narizotas de los mercenarios y alucinó las mentes de los crucificadores, delirándolos de perjurios, de muertes, de anhelos cadavéricos.
Así como sus predecesores persiguieron las montañas y el fondo de los riachos en busca de los metales preciosos soñados desde su partida de una tierra que ya se les había olvidado por completo, los nuevos se desesperaban por hallar “La Reliquia”, su propio “El Dorado”, ese rumor fatigado, escarnecido, de la patria ancestral; el espectro repulsivo de un pasado patriota, cuya muerte les prometía el néctar dulzón de una felicidad de extranjero mocoso, cejijunto, reseco.
La jauría inflaba sus aurículas de heces rojas, del rojo de cerillas inflamadas, y seguían sus pasos bajo la atenta mirada del usurpador grandilocuente, poliglota extranjero conquistador de rostro alargado de huso de las hilanderas, que desprendía colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca.
Mientras los fuegos chamuscaban bandera, madera, carne y huesos, los cadáveres de los hoteleros fueron retirados en una vieja Estanciera IKA, propiedad de un hacendado de un lugar muy alejado y al que se le pagó buen dinero por el alquiler del vehículo que ofició de morguera para la ocasión.
El de la mujerona, recostado sobre el viejo colchón del cotín desgarrado, fue el primero que cargaron en la camioneta. Su color había virado de ese tono acartonado y mortecino que la rutina del boliche le había impregnado como una espesa capa de maquillaje, a un violeta de azul irreparable y trazos de un rojo que hasta olía a sangre desesperada, reunida alrededor del último estertor de la cápsula de veneno, para salir en forma de hilito como de yuca blanca, una babita sutil e intrascendente, por la boca de labios gruesos ya resecados de calor abrasador.
Nadie se atrevió a observar el desfile funesto del cadáver obeso de la mujer aquella, sobre una puerta de madera que se retiró de una de las habitaciones, y a la que se le arrancó de puros brutos hasta las bisagras de hierro, y que sirvió de camilla, para el traslado a la improvisada morguera. El cuerpo fue cubierto con unas bolsas plásticas negras.
Luego descargaron el cadáver del viejo cabo, parecía disecado a pesar del tiempo que había transcurrido entre su pasión y muerte. Sus tejidos no cedían a la podredumbre. Con igual estoicismo que en vida, resistieron la naturaleza de la muerte. Por eso, a diferencia de la mujerona, el conservaba el color habitual, reseco del perenne paisaje, ajado. Pero el vuelo del moscardón impertinente, que siempre lo acompañaba mientras miraba a través de la pequeña ventana del hotelucho, se había ausentado premeditadamente.
Llevaba los ojos abiertos, como la mujer, mirando a un cielo indefinido, allí colgado, a pura nube sostenido como si se tratase del lomo de espumados elefantes blancos.
Sus ojos describían otras visiones que los ojos negros, vidriados, ámbares profundos de sombras de su felona. En los de ella, la traición los embadurnaba azabache de neblinas. En cambio, los ojos del hombre, conservaban una luz extraña, un brillito zumbante que hostigaba insistente a sus verdugos. No parecía muerto, parecía satisfecho.
Las ventanas del villorrio, respondiendo a una orden terminante, al mismo tiempo cerraron sus postigos y se privaron de observar el desfile macabro. En cada rancho, una especie de altar se organizó a las apuradas para encomendarse al valor de esos muertos vivos sepultados por los angurrientos conquistadores, en aquellas infernales tardes yanaconazgas, frustradas hasta la exasperación por la obstinación de los rebeldes. Como ocurriera en esos tiempos con el oro, la reliquia maravillosa se había desvanecido, y los nuevos conquistadores, como los de antaño, se aprestaban a beber sus orines, a beber sus sangres enfermizas, y a devorarse a sí mismos las entrañas. El dios de la derrota se burlaba impertérrito y a la orilla del riachuelo mugroso, se matarían entre ellos con cruel desparpajo.

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