XXV

Antes de ingresar al caserón, en el auto que lo trasladaba, aspiró unas líneas de cocaína. La usaba, explicaba, porque con ella “el mundo se hacía ancho, aaaaaancho”. (Y estiraba la “a”, para hacer comprender cuánta amplitud existencial le brindaba aquella droga), y se sentía poderoso, capaz de cualquier empresa que lo convocara. Si estaban en grupo la bolsita pasaba de mano en mano. “¡Aspirad todo de él, porque este es polvo de la vida!”, decía burlón mientras sus compinches inhalaban línea tras línea.
Todo fue vertiginoso. Probablemente, la cocaína le hizo perder la noción exacta del tiempo transcurrido. Como un calidoscopio veía suceder su viaje, el ingreso a la casa, el muerto, las mutilaciones, el odio, la ira, las órdenes, los gritos. Era un vértigo pavoroso que lo depositó en una realidad que, sabía, no deparaba buenos augurios. “De algo hay que morir”, se dijo resignado. “Nadie vive para siempre”.
La casona estaba vacía. Solo su presencia y la del cadáver mutilado se notaban en la residencia. Atravesó la antecocina hacia la cocina comedor dejando atrás al muerto. Recordando las indicaciones que recibiera sobre la distribución de las habitaciones de la planta baja de la casa, tomó el último pasillo que lo llevó hasta el reducto del prisionero, el que tenía la puerta azul entreabierta y que parecía vacía.
Entró con cuidado. Llevaba el arma empuñada, estaba tenso, expectante, como una cuerda de violín. En la habitación, en efecto, no estaba nadie. Esperaba un olor nauseabundo e insoportable. Pero no era así. Había olor a desinfectante.
Vio el catre, alto, con un viejo colchón de cotín roído. Un amplio respaldo indicaba la cabecera de la cama y sus almohadones conservaban la silueta de alguien que estuvo recostado hasta no hacía mucho tiempo. Bajo el camastro, una escupidera de loza se dejaba ver por entre las sábanas que caían a cada lado. Una mancha de orín se apreciaba debajo del mismo. Vio sobre el catre una gastada bandera nacional. Una mesita, dos sillas y un amplio sillón.
No podía configurarse por dónde escaparon con “La Reliquia”, hasta que descubrió el pasadizo. No era fácil salir de la casona con ese esperpento, “esa bolsa de poca carne y algunos huesos apolillados” como lo describía, que no podía valerse por sí mismo, sin ser vistos.
Entreabrió la portezuela que hasta entonces se hallaba debajo de un viejo y grueso empapelado. Ese descubrimiento explicó cuál fue la salida de emergencia. ¿Aquella vieja que estaba cumpliendo tareas en la casona nunca supo de esa portezuela? El interrogante nunca encontraría respuesta; se había suicidado arrojándose bajo las ruedas del Sarmiento, en la estación Liniers. Los forenses adujeron que, con seguridad, sufriría de alguna enfermedad mental producto de su senilidad. Los responsables del geriátrico hablaron de Alzheimer para justificarse. Podestá, en cambio, consideró que Amanda supo ponerse a salvo atravesando el corredor de la muerte.
No siguió por el pasadizo, no le interesaba a dónde derivaba, eso lo dejó para quienes deberían hacer la investigación. Su obsesión giraba en torno a la ausencia de evidencias de una fuga tan bien organizada. Ni alrededor del caserío ni en los caminos que circunvalaban la zona, se oyó el runrún de un motor sonar expectante. Tampoco el crujir sediento de las ruedas de una carreta que allí, por efecto del calor perenne, siempre llevaban resecas las grasas que debían lubricarlas. Tantos oídos no escucharon, como otros tantos ojos no vieron.
El hombre, mientras acariciaba las cuentas negras de un rosario que llevaba al cuello, consideraba que debían haber retirado al recluso en una especie de catre de campaña, a pulso. No podían ser menos de cuatro hombres, aunque suponía que se tendría que haber tratado de por lo menos seis, para poder llevar el bulto con facilidad y sin inconvenientes. Cuatro para la carga, dos para la vigilancia.
Por entonces, Podestá no tenía ni la menor idea sobre el copioso archivo que el coronel guardaba con el registro de todos y cada uno de sus actos durante su largo mandato en aquella mansión. Salvo el coronel y su asistente “Pérez”, nadie sabía su contenido. Los dos, al morir, se llevaron el secreto. El archivo íntegro desapareció al mismo tiempo que la “La Reliquia”.
Los superiores tomaron conocimiento de la existencia de ese fichero, cuando empezaron a circular “órdenes del día”, en las que figuraban indicaciones suscriptas por el coronel asesinado. Algunas de ellas eran realmente comprometedoras. Algún tiempo después de los sucesos en el norte, un mediocre periodista y un joven desconocido, empezaron a hacer circular algunas de esas papeletas reveladoras.33
Para Podestá, los fugitivos debían haberse dirigido al sur, en auto, en camión, en carreta, como fuera; bajando de aquel poblado, repitiendo el camino que en alguna oportunidad el capitán Abraham González se propuso seguir para llevar al enfermizo General a Buenos Aires.
No tenía dudas cómo se desarrollaron los hechos, aunque no lograba precisar los tiempos y el rol de cada protagonista. Los implicados estaban fácilmente identificados: el grupo de los “Pérez”, encargado de asistir al prisionero; su jefe, el suboficial “Pérez”. En el otro extremo de los conspiradores, AC. Estos eran los que, en el terreno, estaban involucrados.
A su ingreso a la casona, cuando se topó con el muerto, todos esos estaban ausentes. Para él, ese hecho los implicaba en el asesinato del oficial y en el fracaso del plan. Sabía, por experiencia, que estaba enfrentado a una situación más que grave, terminal.
La suerte de su grupo de tareas no lo preocupaba; en cambio, sí su situación. Con seguridad, iría a parar a uno de esos escondrijos donde se dedicaban a almacenar papeles intrascendentes. O lo esperaba el retiro sin honores. ¿Qué haría su jefe inmediato al saber del fracaso? ¿El del doble apellido mistongo34 lo protegería como en otras oportunidades o le soltaría la mano definitivamente? No cabía ninguna elucubración. Las cartas estaban echadas.
Podestá ordenó a sus subordinados organizar la captura de todos los implicados. Apartado del resto de sus hombres, a un asistente le ordenó buscar a AC, el otro comprometido con la escena del crimen.
—A ese no lo traigas acá, guardalo en el hotel. Esperá mis órdenes.
No todos los prófugos fueron capturados. Sí, el suboficial “Pérez”. De “La Reliquia”, ninguna noticia. Se desvaneció.AC estaba en el hotel, a la espera de los acontecimientos. El hombre que Podestá mandó a retenerlo se quedó con él en la habitación. Escuchó el griterío del grupo cuando subieron para capturar a los dos viejos. No supo del destino de esos dos a quienes supuso muertos.
Se informó a la jefatura, y se pidieron indicaciones.
—Todos los pacientes han llegado a Salud Pública para su atención médica; espero indicaciones. – explicó Podestá, quien esperó expectante. Se hizo un silencio. Por el auricular se escuchó un bisbiseo… bsh… bsh… bsh… bsh…
—Proceda con tratamiento médico especificado en su vademécum –dijo una voz tan falsa como metálica.
—¿El tratamiento puede incluir cirugía de ser necesario?
Nuevamente, ese mismo bisbiseo, abrió un compás de espera.
—Eso lo debe evaluar usted que está a cargo de los pacientes. Aquí no hay médico jefe que pueda considerar la situación. Haga lo que convenga. Hágase cargo.
—Entendido –no toleró el comentario–. Hace cuarenta años que me hago cargo. No me falte el respeto –reprochó Podestá–. Con respecto a la limpieza, espero indicaciones.
—Todo limpio… todo. Usted conoce los procedimientos de asepsia.
—¿Todo?
—Todo, sí. ¿Alguna duda? Hágase cargo –volvió a chicanearlo la voz–. El vademécum indica luego de cualquier tratamiento médico que todo debe quedar limpio. Se debe evitar cualquier infección. Preste atención a la debida profilaxis. Actúe con seriedad.
—Entendido. Gracias.
—Momento, espere… –se interrumpió la transmisión.
—Escucho.
—¿Todavía tiene la grabación esa, de Alberto Castillo?
—Guardada en la habitación del hotel para que no se extravíe.
—¿En qué estado la conservó?
—Impecable. Cuando sepa quién sos te voy a tratar igual que a ese vinilo.
—Consérvela en perfectas condiciones. Hay quienes, por ahora, quieren escuchar al cantor de los cien barrios porteños. Evite nuevos errores… “Vinilo…”
Podestá tragó saliva para no putear. “Comprendido…”, fue lo último que dijo antes de cortar la comunicación. “Pelotudo de mierda” ¸ masculló en voz baja.
Ordenó a una parte de sus hombres continuar la búsqueda de los “Pérez” que aún estaban fugados. Al suboficial ordenó llevarlo al primer subsuelo. Allí estaba la sala de torturas. Esta tenía signos de haber sido utilizada no hacía demasiado tiempo. La sangre reseca no parecía de mucho tiempo atrás. Allí llevaron al suboficial.
Podestá bajó cuando ya habían desnudado al reo. Lo miró fijamente mientras repasaba con su mano izquierda las cuentas del rosario.
—Primero me vas a decir cómo mierda te llamás… –dijo el torturador, observando de arriba abajo la humanidad del detenido. “Pérez” tenía la vista al piso, fija, y no hacía ningún gesto…
—Estoy esperando y tengo poca paciencia.
Silencio. Lo pateó en los testículos. “Pérez” cayó de rodillas.
—Estoy esperando y no tengo ganas de que me hagas perder el tiempo… Silencio. Lo tomó a patadas. En las costillas, el vientre, el hígado, la cara…
—¿Cómo te llamás hijo de puta? ¡Decime o te reviento a patadas en el orto! ¿Cómo te llamás hijo de puta?
Silencio.
—¿Alguien sabe cómo se llama este hijo de puta? ¡¿Alguien me puede decir cómo se llama esta mierda?!
—No me va a creer, mi coronel… –se excusó uno de los matones.
—¿Qué mierda no te voy a creer?
—Cómo se llama –respondió temeroso el subordinado.
—¡¿Y cómo te llamás hijo de puta, que no se puede creer en tu nombre?!
“Pérez” no respondió. Hubo un breve silencio, y Podestá miró al matón, interrogándolo.
—Caín se llama, señor. Caín Alfredo… –dijo con una sonrisa boba colgada del labio inferior.
—¿Caín? ¿Te llamás Caín? ¿Caín? Hasta tu vieja sabías que eras un hijo de puta que ibas a matar a tu propio hermano… ¡Mataste a tu propio hermano! ¡Hijo de puta!
Cada vez que gritaba “¡mataste a tu propio hermano!”, Podestá pateaba al prisionero por todo el cuerpo. Es seguro que ahí le quebró varias costillas. “Pérez” sentía que sus órganos estallaban.
—Quiero que me digas: “soy-un-traidor-de-mierda”. Repetí conmigo: “soy-un-traidor-de-mierda”. ¡Maté a mi propio hermano! Maté a mi propio hermano: el que me dio de comer, el que me cuidó, el que me recomendó, el que me ascendió… Repetí conmigo porque te voy a descoser a patadas… ¡Maté a mi propio hermano y soy un hijo de puta!
No te oigo, negro de mierda… No te escucho… hablá fuerte que el auditorio está esperando que cantés… negro de mierda… ¿Me oíste o querés que te haga entrar mis palabras a patadas por el culo?
Pero el suboficial no hablaba. Arrebollado en el piso, sangrando, su rostro se orientaba a un punto indefinido del cuarto de torturas. Sobre él, una lámpara amarilla iluminaba malamente la sangre que corría de las heridas.
—¿Sabés qué te vamos a hacer? Un tratamiento de belleza. Te vamos a dejar blanquito, negro de mierda, como el Michel Jackson ese. Te vamos a hacer un tratamiento de belleza que no te va a reconocer ni tu vieja. Completo. Vas a quedar chiche-bombón. Y cuando no puedas más, vas a cantar. Conmigo nunca, pero nunca, se quedó uno sin cantar. ¿Sabés, “Caín de mierda”? Porque sos eso, un “Caín de mierda”. Y por eso vas a hablar, todo, te lo aseguro. Acá somos todos especialistas en hacer durar un sorete como vos, mucho tiempo, hasta que nos diga hasta la última cosa que se nos ocurra. Primero me vas a decir a dónde te llevaste la momia. Después me vas a decir quién mató al coronel. Y al final, porque le volaron la pija. Podestá se agachó hasta el reo, tomándolo del cabello y arrimando su cara a la del prisionero, le dijo con fría voz al oído: “ojo por ojo, diente por diente”.
Encendió un cigarrillo. Aspiró con fuerza. Al tiempo que exhalaba el humo hizo una indicación con un movimiento de la cabeza. Fue una orden silenciosa pero clara. Pareció interminable ese movimiento letal de abajo hacia arriba con la cabeza, como en cámara lenta, fulminante. Los matones alzaron a “Pérez” y lo ataron a un elástico de cama. El oficial se retiró del sótano y dejó a sus esbirros torturar al suboficial. Se dirigió a la planta superior. Llegó a la antecocina. Acarició la cabeza del muerto. “Quedate tranquilo, viejo”, murmuró. “Este nos va a contar hasta del día que nació.” Aspiró nuevas líneas de cocaína. Y se sentó en la silla que acomodó al lado del camarada muerto.
Lo despertó uno de sus matones. No supo si se durmió horas o días. Estaba embotado, agarrotado. El olor a carne pútrida invadía la casona. Los moscones estaban insoportables. Danzaban frenéticos, extasiados.
—¿Qué pasa? ¿Cantó ese hijo de puta? –preguntó exaltado.
—Hace dos días que lo tenemos y hasta ahora no soltó nada, jefe.
—¿Dos días me dormí? –Preguntó sorprendido–. ¡La puta madre!
—Se ve que estaba cansado –lo justificó el esbirro.
—¡¿Y no dijo nada?! ¿Nada? ¿Cómo puede ser? No me estarás cargando, ¿no? ¡No te hagás el chistoso, gordo boludo, porque el horno no está para bollos!
—No, mi coronel, cómo lo voy a cargar. No habla el tipo. Lo vengo a consultar porque si seguimos se muere. Le hicimos el tratamiento que dijo, pero no habla, ni grita, ni se queja. Solo dijo unas palabras que nadie entendió. Ahora el Rengo lo estaba trabajando con el tratamiento de la piel, pero el tipo aguanta todo.
—¿Y de los otros? ¿De la momia se sabe algo?
—Nada señor, ningún rastro –explicó el hombre.
—Que lo parió carajo… ¡Qué olor! ¡La puta madre! ¡Qué olor! Este se está pudriendo. ¿Cuándo se llevan el fiambre?
Antes de morir, “Pérez” recordó con mucha precisión los acontecimientos que iniciaron el fracaso rotundo de la operación contra “La Reliquia”. Ahora asistía al fracaso total de esos esbirros. Ninguno de sus torturadores pudo quebrarlo. Como una gran panorámica, el suboficial repasó los momentos más bellos de su vida. Recordar las palabras aprendidas de “La Reliquia”, y disfrutar por haber cumplido hasta el final con el juramento. Evocó: “¡Juráis a la Patria, seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida!”
—“¡Sí, juro!”, gritó a viva voz, aquella fresca mañana de junio.
En un suspiro postrer, expiró lo último que quedaba de vida en sus tejidos lacerados. Acababa de cumplir con aquella promesa de juventud.


[1]“La Reliquia” Tomo II, “La venganza de los Pérez”, capítulo 1.

[2]Referencia a “Pérez y Pérez”, jefe inmediato superior de Podestá. Ver La Reliquia Tomo II, “La venganza de los Pérez”, capítulo 2.

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