XX

El suboficial “Pérez” y el viejo encargado del hotelucho, en los confines del pueblo, detrás de varias casas que hacían de muro ocultándolos, conversaron largamente.
El suboficial necesitaba precisar el día exacto en que pensaban cargarse a “La Reliquia”. Era el momento en que su plan de fuga debía ejecutarse con total precisión. La visita del coronel para ordenarle contactar con un hombre clave en la operación, le confirmó que estaba en marcha una operación para acabar con el huésped, como fueron avisados por otros canales de la propia Logia. Estaba en alerta, pero no había podido acceder al conocimiento de los detalles sobre el destino del ilustre. “Ese no es asunto suyo”, le soltó el coronel cuando trató de sonsacarle alguna información sobre el asunto.
La logia de los “Pérez”, como fue bautizada despectivamente, era depositaria de una crucial decisión: la de custodiar al prócer del modo y en el lugar que fuera para salvaguardar su existencia. Era una providencia centenaria que unos matones inauguraron casi dos siglos atrás, cuando se negaron cumplir la orden de matar al ilustre en su lecho de moribundo.
La Logia no buscaba explicaciones a los extraordinarios eventos que le tocaba protagonizar. Solo cumplía con el mandato de sus mayores de impedir, bajo cualquier circunstancia, que se destruyera la esencia viviente de la enseña patria. Por qué las cosas eran cómo eran, era un interrogante que ellos no se proponían develar.
Les llevó largos años de paciente trabajo, ganarse la confianza de los mandamases de turno, y entrar así a la cofradía de selectos que tenían conocimiento de aquel acontecimiento extraordinario que desveló los sueños de más de un poderoso.
El viejo encargado del hotel, otro modesto suboficial con rango de cabo, ingresó a la Logia en su más temprana juventud, y se comprometió a cumplir el mandato de proteger al huésped incluso con la propia vida. No le importó jamás haber consumido sus años más vitales en aquel poblado reseco, hasta fundirse él mismo con ese paraje árido y sofocante, por cumplir la misión que le fue encomendada. Después de todo, pensaba, ese era el espíritu que debía guiar a un verdadero militar: defender la verdad, la justicia, las causas nobles y cumplir con éxito su misión incluso a costa de la propia vida.
Fue él quien informó al suboficial sobre la llegada de ese personaje disfrazado de viajante, que contrastaba fuertemente con el estéril paisaje pueblerino, paisaje que no invitaba a nadie a buscar su cobijo.
Bastó la simple observación del forastero para que el viejo sospechara del verdadero cometido de su viaje. No eran nuevos los informes que aseveraban que luego de los festejos del Bicentenario, se expidió una orden para ultimar a la gloriosa reliquia, lo que extremó el celo de los “Pérez”, ante cualquier novedad que se produjera en el pueblo.
Sabían que personajes que se emboscaban en los nombres de “Teresa Mendoza”25 y “Reinafé”, querían liberarse del ilustre centenario para terminar con aquel maldito espanto de “ni amo nuevo ni amo viejo, ¡ningún amo!”, que perseguía a la dirigencia desde hacía más de dos siglos.
“Teresa Mendoza”, porque consideraba que había que erradicar el aprecio que se había granjeado el prócer en el corazón de su pueblo. Mientras ese aprecio perdurase, resultarían infructuosos los esfuerzos por presentar la nación ante el mundo, con un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo XXI, e ingresar de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante”26, que atraería “hacia ella las miradas del universo civilizado”27.
“Reinafé” (quien para definirse a sí mismo solía compararse, jocoso, con aquel asesino traicionero que mandó a la muerte al General Quiroga), porque participaba del afán de poder y dinero junto a una cofradía de vivillos y truhanes constituidos en una floreciente y portentosa oligarquía.
El viejo era un hábil conocedor de los caracteres de las personas, de sus gestos y modo de hablar, de sus comportamientos. Repetía docente a sus camaradas: “un gesto dice más que mil palabras”, cuando se reunía la célula de la Logia a deliberar sobre algunos acontecimientos que podían influir en el destino de “La Reliquia”. Por ello reparaba en los pormenores, convencido que era una verdad inapelable aquello de que “el diablo se esconde en los detalles”. En el huésped pudo reconocer de inmediato el rictus del diablo mismo, encarnado en ese hombre musculoso pero maduro.
Podía no saber, al verlo por primera vez, a qué se dedicaba el visitante, pero nunca se tragó el cuento de que se trataba de un simple viajante de comercio, un buhonero moderno vendedor de baratijas y otras cosas inútiles.
A ese pueblo perdido, pelado, reseco, no llegaban los viajantes: no había nada que vender, porque nadie deseaba comprar. La decisión de emboscar ese agente en la traza de un viajante fue un error de mando, propio de aquellos que dan órdenes desde sus escritorios, pero que desconocen el mundo real en el que se libran los combates por la subsistencia.
La apariencia del pueblo, por otra parte, inducía a los extraños a engaños. El recién llegado solo podía apreciar la apariencia de las cosas. Si observaba el paisaje pueblerino, creería que se trataba de un tranquilo pueblo blanco de equilibrada simetría. Y consideraría que esas cualidades edilicias, reflejaban el espíritu de sus moradores, que amables y dóciles compartían sus días en pacífica convivencia. Pero la perspectiva de la realidad estaba deliberadamente distorsionada.
Allí convivían traidores e infieles, cobardes y pusilánimes. La traición era el ejercicio más practicado desde la época en que los conquistadores se comieron entre ellos en busca del oro y la plata imaginados. Los ingleses le incorporaron su flema, y llevado el propósito de la traición a la condición de política de Estado. Donde aparecía una sonrisa amistosa, en realidad había un puñal listo a hundirse en el corazón.
Esa, y no otra, era la verdadera quintaesencia del pueblo y conocerla –ni hablar de manipularla–, era un arte imposible de alcanzar cuando quien debía cumplir una tarea tan arriesgada como el asesinato por encargo, apenas podría considerar las cosas superficialmente.
El porte del visitante, su vigorosa contextura, sus modales, no inducían a creer que se estaba ante un modesto empleado; por el contrario, su sequedad, su mirada penetrante, su aire despreciativo, lo mostraban como un profesional más que como un honesto trabajador del comercio. El viejo reparó especialmente en las manos del forastero; pulcras, las uñas pulidas, dedos largos, estilizados, con algo de fiereza y algo de finura, una mezcla entre dedos de pianista y de cirujano, capaces de ejecutar una bella melodía o cortar sin vacilar un órgano entero, como quien sesga una flor en una tarde de primavera. Manos ejercitadas en el trabajo preciso y decidido.
—Le juego a tus demás informantes, diez a uno, que este vino a consumar una ejecución. No tiene olor de vendedor, tiene olor a asesino profesional. –Le dijo al suboficial “Pérez”, durante una breve conversación en los confines del pueblo.
—Puedo olerle la sangre –aseveró tocándose la punta de la nariz con su dedo índice de la mano derecha–. Si tengo razón, juntan la platita y me pagan un asado, si pierdo pago un lechón.
—¿Y para qué querés asado si no tenés dientes para masticarlo? –le respondió gracioso “Pérez”.
—Vos no te preocupés… hace años que me arreglo muy bien con la sindientes… –los dos rieron ruidosamente.
—¡Ah! Y una damajuana de tinto… –agregó mientras se marchaba dejando atrás al suboficial Pérez.
—¿Cabernet o malbec?
—“Lu qui venga”. No soy exigente.

AC nunca sospechó que era cuidadosamente controlado por el viejo encargado del hotel. El aspecto reseco y desalineado del viejo, como de alguien que ha sido olvidado por la vida en un alejado rincón de la tierra, le aseguró que solo se trataba de un viejo inútil, disecado como todo lo que estaba en ese pueblo, que silbaba palabras ininteligibles que se estrellaban contra sus pocos dientes podridos y se parecían al zumbido extraño del mosquerío que revoloteaba pertinaz en el salón.
Ni sus superiores inmediatos, ni alguna dependencia del Servicio, lo alertó sobre las actividades del viejo y mucho menos de la existencia de una logia dedicada a evitar, justamente, el cometido de la misión que el mismísimo señor general le confió gracias a su impecable foja de servicios, aquella tarde de fondo blanco de baijiu.
Cuando debió rendirse ante la evidencia que surgía de esos sucesos –que al principio resultaban confusos, pero se le configuraron, sin duda, definitorios–, era demasiado tarde. Ya tenía apoyada la boca de un arma calibre 22, tal vez la suya, en el parietal derecho, en posición casi recta, algo hacia arriba y hacia delante, como tres o cinco centímetros por encima de su oreja, lista para escupir una bala candente que licuaría su masa encefálica. De rodillas, turbado luego del golpe seco que con una cachiporra revestida en gruesas capas de tela le propinó uno de sus antiguos camaradas en la cabeza, pudo oler el aroma barroso de la orilla cenagosa, antes de caer por la barranca del río para que se lo coman los “phescaditos”. Cuando apareciera su cadáver, algún forense de los tantos que integraban la planta del servicio, dictaminaría un suicidio, que otros especialistas, se ocuparían de explicar.
Cuando viajaba, atormentado, tirado en el piso del auto que lo trasladaba rumbo a la muerte, alguien le recriminó su comportamiento. “El viejo de mierda te espiaba y ni te diste cuenta. ¿O te hiciste el boludo?”
AC nunca supo cómo pudo el viejo relojear sigilosamente cada uno de los enseres que trajo en la pequeña maleta forrada en tela azul y de la que no se desprendía salvo muy contadas oportunidades, y solo cuando creía que estaba a salvo de cualquier indiscreción.
Fuera para limpiar las armas, actividad que realizaba regularmente a fin de mantener los instrumentos de trabajo en óptimas condiciones, o para apreciar alguna de las demás pertenencias, cerraba la puerta con llave y ponía una silla trabando el picaporte, para impedir que alguien ingresara sorpresivamente. Siempre se ubicaba fuera de la vista de la ventana y nunca daba su espalda si tenía que estar frente o cerca de una.
Había requisado la habitación minuciosamente en busca de algún aparato de escucha o una cámara, y comprobó que allí no había ningún instrumento que comprometiera su seguridad.
No apelaba nunca a la tecnología; consideraba que esa obsesión por las novedades electrónicas respondía más a un esnobismo peligroso, ajeno a su especialidad, y que solo servían para filtrar información o para anunciar acciones. Muchas veces el fracaso acompañaba el uso de esos chiches que le recordaban los espejitos de colores, que se decía los conquistadores trocaban por oro.
Todos los recaudos que tomó para resguardar su identidad y sus pertenencias, resultaron inútiles ante las habilidades del viejo cabo, que de modo autodidáctico perfeccionó su arte de espiar al servicio de su logia.
Su especialidad era acceder a las pertenencias de los visitantes de tal manera que ni el más suspicaz, ni el más obsesivo pudiera darse cuenta de que otra persona, y no su propietario, se había interesado por el contenido del equipaje. Él no usaba ninguno de los progresos de la técnica para el espionaje y en eso, compartía con el supuesto viajante de comercio, el mismo rechazo. No los necesitaba; era de una escuela forjada en la vida práctica, día a día, casi sin recursos.
Para el viejo, la información no podía obtenerse de fantasmas, ni de espíritus, ni debía circular por los metales sofisticados del cableado de ninguna originalidad electrónica. Consideraba que todos los productos de la ciencia y de la técnica dedicados al espionaje estaban siendo monitoreados por los sofisticados sistemas de inteligencia de los poderosos, que estaban en condiciones de conocer una información que fuera trasmitida por algún medio electrónico de manera rápida y precisa.
La información, entendía el viejo cabo, siempre debía obtenerse de personas y por personas. Había que captarla, interpretarla, comprenderla. Solo al desmenuzarla se la podía comprender. Y el método seguro era el contacto físico, directo, personal, solía renegar diciendo.
A veces, un comentario, un dato aparentemente trivial, podía revelar un acontecimiento trascendente. Siempre recordaba cómo el General San Martín cuidaba rigurosamente la organización de la información, con el mismo celo que ponía en ocultarla al enemigo.
Toda acción que se considerara vital nunca la confiaba a otros; se tratara de una tarea especial o de obtener una información trascendente para sus camaradas, asumía en persona la obligación de actuar o de recabar el dato necesario.
Por eso él siguió con fruición los avatares de auscultar al huésped enmascarado de viajante de comercio. En su primera incursión a la habitación del forastero, el viejo cabo pudo valorar con detenimiento las dos armas que guardaba en su pequeña valija forrada de azul, la Smith Weesson calibre 22 y la Browning calibre 9 milímetros. Ambas las tuvo en sus manos, sintió el frío de sus metales, su peso, sus formas curvilíneas anatómicas, sus prolijos brillos azules acerados. Sintió su olor a muerte, penetrante, ácido, inconfundible. El encuentro con las armas confirmó sus sospechas. Ese dato fue significativo. Se había revelado quién era el encargado de realizar el trabajo. No era poco.
Vio las pequeñas estampitas de santos que beatificaban desde el estampado policromático con humilde religiosidad la habitación que el huésped rentó para su estadía. Olió sus perfumes, midió sus ropas, auscultó sus detalles. Todo eso lo aproximó a la psicología de ese asesino profesional. Conocer al enemigo era una tarea primordial si se deseaba tener alguna oportunidad de éxito.
El testimonio más preciado que necesitaban “Pérez” y la Logia, se perdió al incinerar la hoja que el coronel le hiciera leer al asesino. Suponía, con razón, que allí estaban las órdenes que le interesaban para ajustar su plan de escape. Sin embargo, la información que el viejo cabo recabó del huésped, le permitió al suboficial tener una aproximación a todos sus movimientos; no podía acceder ya al más trascendente de los secretos, pero sí al seguimiento de sus pasos, y eso les daría el tiempo suficiente para realizar la contraoperación.

Convino entonces con su compañero de Logia la señal con la que pondría en alerta a todos los camaradas, y confió en su criterio para decidir el momento en que daría el aviso para sacar a “La Reliquia”de la casona y llevarla a un destino seguro.
Antes del desenlace de los acontecimientos, el suboficial tuvo una última conversación con el camarada encargado del hotel. Repitieron con minuciosidad los detalles del aviso, las precauciones que debían tomar; la exigencia de actuar sin dilaciones y con resolución para limitar en todo lo posible las ventajas con que disponía el grupo de tareas abocado a la eliminación de su protegido. Una distracción, la pérdida de algunos minutos, podrían significar un fracaso rotundo.
Con gesto alegre le dijo al viejo que pagaría la apuesta, cuando terminara aquello.
—Lo prometido es cumplido, –afirmó algo risueño–. No quiero que andés por ahí diciendo que no tengo palabra. Lo palmeó en el hombro y acarició su cabeza filialmente.
—Gracias, viejo… –le dijo y tragó saliva para que no se le note la flojera. Sabía, porque era un hombre de experiencia y cabeza fría, que todos estaban viviendo los últimos momentos de sus vidas.
***
Los acontecimientos se precipitaron casi sin sospecharlo. El cabo, encargado del hotel, atento, observó alrededor del hotelucho movimientos que, a su entender, delataban que cierto aspecto del plan o el plan mismo, se puso en marcha.
La decisión no era sencilla, si avisaba con demasiada antelación, corrían el peligro que alguna contingencia inesperada pusiera de sobre aviso al grupo de tareas que operaba en la zona. Pero si no acertaba con la advertencia, podría resultar demasiado tarde, y toda una desgracia. Fueron horas de angustia.
Al fisgonear que el huésped preparaba sus armas, el viejo no vaciló, llevado de su intuición, dio el aviso del modo convenido. Solo él y sus destinatarios supieron del llamado.
Mucho tiempo después, tal vez por el espacio de una hora, en una excéntrica parodia, reprodujo ante la patrona la señal para que esta se advirtiera de los acontecimientos. La mujer trató de disimular su sorpresa y conservó la compostura. Solo se alejó del viejo para ir a orinar a una alejada letrina en los fondos del terreno del hotel.
El grupo de tareas capitaneado por Podestá, a esa hora, se hallaba a una considerable distancia, (salvo un agente que merodeaba el pueblo), esperando, a su vez, que su enviado les indicara que todo había salido como se esperaba. Eso operó a favor de los “Pérez”, quienes, al recibir la señal, con rapidez ejecutaron cada uno la parte del plan de escape, y en pocos minutos, aprovechando la noche cerrada, salieron, no por los fondos de la casa, sino por una salida de emergencia que el grupo preparó durante mucho tiempo, aprovechando las significativas ausencias del coronel. Nunca se sabría el papel de Amanda. Comprobado el fracaso de la operación, los interrogadores exigieron su comparecencia, pero estaba en un asilo para ancianas, afectada de demencia senil. Según los profesionales a cargo del geriátrico, solo repetía incoherencias inentendibles. Achacaron al Alzheimer los devaneos de la anciana.
Cuando el grupo de tareas adquirió conciencia de su rotundo fracaso al ver ese cadáver volcado sobre la sucia mesita con dos disparos en su cuerpo, se desbocó. Como perros de presa en cacería, se lanzaron a capturar a “Pérez”, a la Logia, y a todos los involucrados.
Podestá estalló al ver la 9 milímetros apoyada en la silla en la que reposaba el cadáver del coronel. Ordenó represalias.
El viejo cabo, que llevaba largo rato encerrado en su habitación con la mujerona, pudo escuchar el griterío que llegaba desde el fondo mismo de la vieja casona, y presintió que esos atropellos que se escuchaban en dirección al hotel, estaban dirigidos a su captura.
El hombre, con una sonrisa pródiga, comentó casi alegre a la matrona, que creía que no habría asado y que el suboficial “Pérez” jamás podría cumplir su promesa. La mujer, asustada, comenzó a temblar.
Los gritos alrededor del hotel les hacían saber que los hombres estaban próximos a entrar al hospedaje. Ya se podía escuchar con nitidez las órdenes que uno de ellos, exasperado, gritaba a los demás.
—¡Este hijo de puta les dio la señal! ¡Este les dio la señal! ¡Estás muerto viejo hijo de puta! ¡Estás muerto! ¡Sabemos que fuiste vos el que les dio la señal! ¡Estás muerto viejo hijo de puta!
—¡El jefe lo quiere vivo! ¡Vivo! ¿Oyeron? – Ordenó otro a los gritos, terminante.
El hombre llenó sus pulmones con una gran bocanada de aire caliente, respiró profundo, se encogió de hombros.
En voz muy baja, mirando con timidez a la mujerona, le dijo:
—Solo tres sabíamos cuál era la señal; solo yo supe cuándo. Gracias por ayudarme a engañarlos.
La mujer llevó sus manos a la cara y llorisqueó asustada. Hizo un gesto como si fuera a explicar algo. El hombre alzando su mano le indicó silencio. Habló con voz suave y monocorde.
—No es tiempo de reproches, ni es tiempo de explicaciones –dijo convincente–. ¿Qué les vas a decir? ¿Qué te equivocaste cuando les pasaste el dato, porque yo te engañé? ¿Y vos suponés que te van a creer? Cuando te pongan la mano encima, el caldo se va a poner espeso… A estos les importa un carajo si sos vieja, gorda o fea, que Dios te ayude querida, es el único que te puede ayudar ahora. Hasta hoy cumplí con mis obligaciones para con vos. Acá se acabó la historia.
La mujer comprendió que no había plan de escape. En el reino de la traición, la traición es lo único que no se puede evitar. A su manera, su final era un elogio a la traición. Y si la muerte es la última estación de ese elogio, siempre era mejor morir en manos conocidas que en medio de una manada.
Un mágnum 357 asomaba por el borde del pantalón del viejo cabo, a la altura de la cintura, en su espalda. Podía usar el arma o el veneno.
Tomó amorosamente de las manos a la mujer para despedirla. No sentía rencor, nunca progresó el engaño de la mujer abandonada en aquellas yermas tierras, pero que, para su resguardo, siempre ofició de soplona del coronel aquel por quien suspiraba.
Con su alcahuetería, rindió homenaje al célebre burócrata que vio truncada su carrera por el infortunio de un coito descuidado. Ella se recriminó no haber dejado establecido ante su padre, quién fue el amante que encendió sus pasiones siendo casi niña, en los rincones augustos de la vieja casona familiar, en la que escuchó historias de prominentes políticos, majestuosos generales, remilgados jueces.
A pocos cientos de metros del mausoleo donde se mantenía bajo riguroso encierro a una ilustre reliquia centenaria, no pudo nunca reencontrarse con ese amor que la ignoró despreciativo, porque la consideraba igual que a una chinita cualquiera. Ninguna de las desprolijas marcas a la izquierda del arma le pertenecía. ¡Lo que hubiese dado solo por ser una de ellas!
El hombre empuñó decidido su mágnum. Ella solo atinó a decir: “¡El arma no!”, fue rotunda. Un disparo de ese calibre despedazaría su cabeza. El viejo ignoraba cuál sería la razón para no morir por una preciosa y plateada bala calibre 38 especial. Pero no estaba para darle vuelta a ningún intríngulis existencial.
—Como quieras –aceptó el pedido de la mujer con serenidad. No estaba ni triste, ni agitado. Iba a morir en acción. No era poco después de una vida como la suya.
Guardaba dos dosis de un poderoso veneno para alguna ocasión que lo exigiera. Sabía que, si un asunto de espionaje era divulgado por la razón que fuera, quienes hayan brindado la información deberían ser eliminados. La jauría se aprestaba a cumplir con el protocolo.
De un cofre de roble todavía algo lustroso, extrajo las dos grageas.
La noche urdida en azul, mostraba una diáspora de rosas negras como fondos de estrellas apagadas, y una luna que aleteaba intermitente se apreciaba por una breve rendija en la ventana.
Ella tragó primero la cápsula. La muerte se presentó inédita, envuelta en lazos mustios y con un frágil aroma de una promesa de lluvia terminal. Mientras se retorcía, temblorosa, el corazón se empapó de suspiros y mohines, y un sinsabor impiadoso de flores de malicia perfumó los últimos suspiros.
El hombre la abrazó hasta que las convulsiones cesaron definitivamente. Apenas una espumita blanca salió de su regordeta boca. Los ojos negros, vidriados, quedaron abiertos como quien mira a la distancia a un Dios verdadero que se aleja indefinidamente, mientras el alma pervertida ingresa a cada uno de los siete infiernos. Besó su frente y la acomodó sobre el colchón envuelto en un cotín desgarrado.
Luego se apoltronó en el viejo sillón sin tapizado. Pensó en enfrentarse a sus captores, tenía una bella arma de poderoso calibre. ¿Y si fallaba? ¿Si al final era capturado vivo? ¿Sabría soportar la tortura? No quiso arriesgar. Hubiese sido un acto de soberbia innecesario. Balbuceó: “La vida por usted, mi General”… e ingirió el veneno paladeando la muerte aprisionada entre sus labios cárdenos, purpúreos.
Afuera se escuchaban gritos de jauría que ladraban como navajas de sangre. La noche se encapsuló de golpe. Y cesaron de repente los sonidos.


[1]Teresa Mendoza, personaje de la novela “La Reina del Sur”, de Arturo Pérez-Reverte.

[2]“Arengas”, Bartolomé Mitre.

[3]Ídem.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS