XIII

AC abandonó la habitación donde permanecía la mayor parte del tiempo enfrascado en la lectura de los “Diálogos…” en esa lujosa edición que el general le regaló, para dirigirse a la salida del hospedaje. Llevaba algunos días de permanencia sin ninguna preocupación que lo inquietara, incluso lo alcanzó cierta comodidad gracias a la soledad y el silencio que caracterizaba el albergue.
De acuerdo a sus órdenes iniciales, esa mañana, de ese día y a la hora indicada, debía presentarse en la vieja casona que lindaba con el hotel a una relativa cercanía. Allí lo recibiría un hombre que cumplía destino como custodia de la propiedad y que lo esperaría advertido de su visita. Su enlace no era un improvisado. Desempeñaba sus funciones desde hacía buen tiempo y conocía los pormenores de todos los eventos que se habían sucedido en la casona. Él vigilaba en persona el cumplimiento de las órdenes que regulaban la permanencia de “La Reliquia” en el modesto habitáculo.
En el salón al que se accedía desde la entrada del hotel, y en el que desembocaba la escalera que llevaba al piso superior, encontró a los dos viejos en las mismas posiciones en que los conoció, y de las que parecían no poder apartarse bajo ninguna circunstancia. La comadre detrás del mostrador y pegado a la ventanita el hombre con aspecto de embalsamado. Ambos murmuraban frases ininteligibles como si se esforzaran en pronunciar palabras sin orden ni sentido y que al oído de terceros resultaban incongruencias fútiles.
—Buen día –dijo AC cortésmente. Los viejos permanecieron en silencio por algún tiempo.
—¿Buen día? –preguntó la mujerona.
—¿No lo es? –interrogó manteniendo la cortesía, pero con cierta dureza–. El día se ve claro y escucho algo de viento.
—¿Y un día claro, con algo de viento, le hace suponer que se trata de un buen día? Solo Dios sabe cuándo se tendrá un buen día. Yo no lo sé. Solo cuando llega la noche me doy por enterada. Blandió su palmeta acosando a un moscardón que zumbaba imperturbable rondando la lámpara que colgaba del techo.
—Algo de cierto hay en sus palabras. Esperemos entonces a que llegue la noche para decidirlo –respondió sin ánimo de polemizar con la vieja.
—¡Pavadas! –exclamó el viejo desecado con sus ojos puestos en la callecita que se dejaba ver rodar en dirección al oeste, a través de los sucios vidrios de la ventana.
—Acá nunca hay un buen día. Ni buenos ni malos. Hay solo días. Días tras días. Uno igual al otro, salvo cuando llega alguien como usted. Además, me dice la experiencia, no vino acá a hablarnos del buen o mal tiempo. Con el clima que fuera las cosas serán como deban ser y usted hará lo que vino a hacer.
El viejo se acomodó aún más contra la ventanita dando su espalda al visitante. La vieja suspiró profundamente y pareció decir un ¡Ay, mi dios! ¡Siempre bufando!, y bajó la cabeza como apesadumbrada. Se hizo un silencio extraño. El huésped mostró disgusto por las últimas palabras que pronunció el hotelero. Hizo un gesto con su cabeza como despidiéndose y salió a la calle, dejando tras de sí a los dos viejos trenzados en una amarga disputa sobre el buen o el mal trato a los clientes.
La calle por la que caminaba se tendía como todas las otras como un largo trazo de tierra resecada, una ruda pincelada que marcaba incisiones asombrosas en el suelo polvoroso. No era mucha la distancia que debía recorrer hasta la inmensa casona blanca. El polvo se arremolinaba lentamente liado por un suspiro de ventolina que no llegaba desde ninguno de los cuatro puntos cardinales, sino que parecía caer envuelto, enroscado sobre sí mismo, desde el cielo, como una curiosa precipitación de vientos somnolientos en los que perduraban perfumes otoñales de marzo. Venían de enormes distancias y se descolgaban de la amplia bóveda del cielo azulejo para inmiscuirse con el clima del mes de junio, poco antes de comenzar un invierno que allí parecía imposible de madurar.
Mientras caminaba, podía sentir cómo era observado por ojos ocultos entre los vahos que se alzaban del suelo reseco y que lidiaban con los vientitos que se descolgaban jugueteando del cielo. Lo fastidiaba no poder ubicar con precisión, como se lo proponía, el origen de esas miradas que lo acompañaban en su caminata hacia la gran casona. Parecía que no había orificio o rendija donde no se hubiera acomodado un ojo escrutador y que entre todos lo mantenían en cuidadosa custodia.
A medida que se acercaba a su destino, el paisaje se tornaba más sepia, contrastando con la arquitectura de la casona. Los postreros perfumes de marzo incrustados al comienzo del cálido invierno se desvanecían sin remedio, y otro aroma, rancio, se inmiscuía llevado por arrebatos de otros vientos que dispersaban un extravagante olor de una alucinación fosforada de naranja y verde musgoso, que envolvía tercamente todo el terreno lindante a la casona.

Al llegar a la amplia entrada de la construcción, acompañado aún por los ojos atentos de esos desconocidos vigiladores que percibía en toda su humanidad, llamó golpeando las palmas de sus manos.
Debía pronunciar una contraseña que memorizó de inmediato cuando su jefe lo asignó a la tarea. AC se jactaba de tener una magnífica memoria fotográfica; aquello que leía o que veía jamás, y acentuaba la palabra jamás, se escapaba de su retentiva; era un enorme colector de información, un don muy preciado en su profesión. A veces su suerte estaba constreñida a reconocer un gesto, un rostro, una expresión o tan solo una palabra con completa exactitud, tanto para cumplir la labor asignada como para asegurar su vida bajo toda circunstancia. Esa virtud en muchas ocasiones resultaba un salvoconducto que abría un seguro corredor entre la muerte y la vida.
La contraparte debía completar la oración, y si así no ocurría o las palabras no eran una por una exactas, como las había memorizado, debía retirarse del lugar, volver a su estancia en el hotel y esperar ser contactado directamente por sus superiores. No podía juzgar si eso significaba el fracaso de la misión, o solo se trataba de un escalón más en la intrincada seguridad que a veces expresaba la abigarrada ingeniería del asesinato por encargo. No era la primera vez que falsas pistas o contraseñas fallidas eran pequeñas triquiñuelas que sus mandos le hacían para comprobar si aún mantenía ágiles los reflejos indispensables en un asesino profesional, o simplemente para embrollar hasta lo indescifrable las falsas pistas que cerraban los caminos a cualquier investigación.
Respondiendo a los golpes de las palmas de sus manos, se abrió en la puerta principal un postigo por el que asomó el rostro un hombre entrado en años, pero no viejo, tal vez algo mayor que el visitante, aunque era difícil asegurarlo. La piel del rostro estaba cuarteada por el sol quemante, y a pesar de que aún no se podía ver su figura entera, dejaba entrever por la intensidad de su mirada una moderada vitalidad, como si aún conservara cierto aire marcial que denunciaba su condición militar. Mostraba en el rostro una marca significativa, extraña, ni cicatriz ni deformidad, que lo distinguiría de cualquier otra persona. AC no pudo descifrar cómo podía haberse producido esa extraña señal en ese rostro curtido.
Si era por el atuendo del hombre aquel, no se podía adivinar sobre su verdadera condición. Podía ser un mayordomo, un puestero o, simplemente, un visitante ocasional. Sin embargo, su modo de hablar, su seguridad al decir y al moverse, mostraban los detalles de esa especie particular de hombres vinculados a los avatares de la inteligencia y la seguridad interna. Y como bien AC percibió en su mirada, su energía provenía de su condición militar, que lo había moldeado en la obediencia y en la segura observancia de sus obligaciones. Su diligencia en los mandados y dedicación en el desempeño de las órdenes encomendadas, le granjearon la estima de sus superiores y lo liberaron de esos traslados permanentes y desgastantes. Era un profundo conocedor de todo lo concerniente a la mansión, incluso los detalles más triviales, y todos los oficiales superiores que lo trataron ocasionalmente, recomendaron su permanencia como jefe al mando de todo el personal, que no era mucho, afectado a aquel destino de los confines de la nación. El coronel confiaba en sus aptitudes. El personal en actividad que ejerció sus funciones en décadas anteriores, mostraba cualidades similares a las del suboficial “Pérez”, lo que sugería un tipo de soldado apegado al orden de los reglamentos y al cumplimiento estricto de las órdenes emanadas de los mandos superiores.
Su trato con el coronel se tornó eventual debido a sus ausencias. En condiciones habituales su superior aparecía esporádicamente, y hasta la muerte de Encarnación la loca, cumplía con algunas diligencias propias de la administración de la propiedad. Desde aquella golpiza brutal que le propinó a su esposa, no pudo ingresar nunca más en la habitación común al matrimonio. En los últimos tiempos casi había desaparecido de la residencia, y cuando se hacía presente era en un estado deplorable. Ya corría el run-run de su condición de libertino y otros, más insidiosos, lo reprobaban por sus supuestas abominaciones antinaturales.
En su último encuentro, el coronel, estaba imbuido de un estado de intimidad que no le había conocido en ninguna oportunidad anterior. Era un hombre que necesitaba hablar con un interlocutor que solo se atuviera a escucharlo con diligencia, sin malquistarse por el monólogo que estaba atendiendo. Por otra parte, “Pérez”, jamás hubiese interrumpido a su superior con algún comentario que podría resultar inoportuno. Los superiores suelen sentir que todo comentario de sus subordinados es eso, inoportuno.
El coronel llegó esa noche sin aviso. En la casa no había ruidos, todo era silencio calmo, hasta placentero. “Pérez” atribuyó ese silencio profundo a que “La Reliquia” podía reconocer a la distancia la proximidad del mandamás que controlaba a sus carceleros. Cuando el jefe llegaba, el ilustre se despertaba sin aparente razón y se llamaba a silencio, expectante.
Cuando se padece una prisión de esas características, y por un tiempo sin fin, las rutinas de la cárcel y sus carceleros se vuelven previsibles. “La Reliquia” podía reconocer hasta el modo de andar del coronel, por su no muy significativa, aunque visible renguera de la pierna derecha, producto de una artrosis muy temprana.

No conocía en persona al oficial en jefe, pero en todos esos años se compuso una imagen de él. Lo imaginaba como esos godos sanguinarios, masacradores, que asolaban el Alto Perú, procurando imponer una disciplina colonial que colapsaba producto de la lucha de miles de originarios. Por otra parte, su esquelética subsistencia no se apesadumbraba por la posibilidad de una muerte que se le había negado esquiva desde hacía años. Y cuando atravesaba esos momentos de lucidez, que eran breves, solía recriminarle a la muerte su indiferencia y olvido para con él. Solo cuando el acontecimiento de Malvinas recuperó ánimo y entusiasmo y reclamó con grititos agobiados de su ya irreconocible voz, ser destinado al combate contra el invasor inglés que conoció allá por 1806 y 1807. Morir luchando contra los enemigos de la patria siempre sería la mejor muerte.
El coronel atravesó rápidamente el corredor que iba desde la tranquera hasta el fondo por el camino lateral. Los ojos vigiladores reconocieron de inmediato la figura del jefe, se replegaron sobre sus pupilas y se despreocuparon del individuo que ingresaba a la finca. El coronel entró a la antecocina y llamó a “Pérez” con energía.
—¿Dónde anda “Pérez”? He llegado.
El suboficial, que tenía su habitación en el piso superior, ya había observado la presencia del hombre desde la ventana que daba al costado de la casa por donde pasaba el camino hacia los fondos. Como conocía de memoria la anatomía del coronel y su modo tan particular de caminar, también se despreocupó de la figura, aquella que avanzaba raudamente.
Al llegar a la antecocina saludó cortésmente a su jefe.
—Qué sorpresa, señor, no lo esperaba –estrechó su mano con vigor.
Lo invitó a comer luego de darse un baño reparador, pero el coronel, que mostraba cierta agitación, rechazó la invitación justificándose en que su estancia sería breve a los efectos de comprobar que todo estuviera en orden y para informarlo de las nuevas disposiciones que recibió de la superioridad. Asintió con un leve movimiento de su cabeza y lo invitó a sentarse en una de las dos sillas bajas, desvencijadas, cuyos asientos y respaldos estaban entretejidos y que flanqueaban una estropeada mesita de madera gastada. Él acomodó la suya de frente a su superior y lo observó con atención.
El coronel, en ese instante, parecía distendido, aunque algo consternado. Balbuceó entrecortando sus palabras sobre el propósito de cumplir bien las órdenes recibidas y que sentía alguna aflicción por el devenir de los acontecimientos. “Pérez”, por su parte, entrevió el contenido de la conversación que le proponía el coronel: se había tomado una decisión final y a ellos cabía el cumplimiento de la ordenanza.
El coronel sacó su pistola calibre 9 mm de la sobaquera y empezó a jugar con ella despreocupado; la usaba como un peligroso puntero. “Pérez” observaba los movimientos del arma con atención. El discurso del mandamás cambió drásticamente en un instante, algo que no dejó de sorprender a “Pérez” quien mantuvo la compostura y no dejó de observar los vaivenes de la mano con el arma. Le propuso dejarla sobre la mesita que mediaba entre las dos sillas. El hombre miró a su interlocutor, volvió su mirada a la punta del cañón y luego de un breve, pero intenso impasse, aceptó el convite depositándola apuntando en dirección a “Pérez”. La pistola estaba amartillada.
El subordinado desconfió de la actitud ligera con el arma, de la posición en que la apoyó sobre la mesa en dirección a su humanidad, y se dijo a sí mismo que si en verdad se había tomado una decisión final sobre “La Reliquia”, como hasta ese momento solo insinuaba el coronel, podía estar asistiendo también a su propio punto final. ¿Vino a matarlo para despejar de testigos el lugar? Era un modo habitual de no dejar cabos sueltos.
Pero el coronel siguió con su parloteo sin mostrar una actitud demasiado inquietante; sus palabras adquirieron un tono dramático, el vocabulario se llenó de sentencias inapelables y desasosiego, repitiendo un gesto con las manos como de rezo y muecas que contorsionaban su rostro y que hacían un rictus de cierto fanatismo tenebroso, como una explosión mesiánica que no se terminaba de manifestar en plenitud.
—Hay que limpiar todo, hay que limpiar todo, todo –repetía mecánicamente y miraba excitado hacia uno y otro lado, moviendo su cabeza en ambos sentidos.
—Hay que limpiar la casa. Vaciar todo. No debe quedar nada. ¿Entiende? A partir de ahora.
Enfatizó “ahora”, luego de un fárrago de palabras que “Pérez” no pudo descifrar por completo.
—¿Y “La Reliquia”? ¿Qué hay con ella?
—Ese no es asunto suyo –afirmó con tono severo.
—Perdón mi coronel, tiene razón –se disculpó el suboficial.
—De ese se ocupará alguien que vendrá a visitarnos. Espero que sea pronto. Me comunicaron que seré informado con exactitud de su llegada. Espero estar en la casa para entonces. Cuando venga lo hace pasar y me avisa. Esta es la contraseña. Estúdiela, memorícela a la perfección. En rojo está escrita la frase que debe decir el visitante, en azul la suya. Si se equivoca cagamos, ¿me entiende? ¡Cagamos! La memoriza y quema el papel. No haga boludeces.
—Sí, señor, quédese tranquilo, no voy a fallarle.
—El que viene dicen que es un experto en lo suyo, eso espero. ¡Conozco cada experto que da miedo! ¡Hay cada boludo suelto en este país!
Después de la ejecución vendrán los limpiadores, ellos borrarán las huellas y montarán la escena que ya les fue indicada. Todo está planificado en el detalle. Falta nuestra parte. Hable con sus subordinados, dígales a los otros que no hagan cagadas y que se preparen a salir rajando a la primera orden. Estoy harto de este pueblo de mierda.
—Si mi coronel; quédese tranquilo –respondió “Pérez”, intentando conformar a su superior.
El hombre alcanzó el arma con su mano derecha, pero desistió de enfundarla nuevamente y la dejó sobre la mesita. Se puso de pie. “Tengo que ir a mear”, dijo secamente. Se dirigió al baño de la planta baja. El subordinado miró con fruición el arma. ¿Sería la misma del rumor pueblerino? Llevado por la curiosidad, tomó la pistola 9 mm y la observó con atención. Pudo ver, aunque por la escasa luz no con claridad, una riestra de marquitas desprolijamente talladas, eran muchas y hasta se confundían unas con otras. A la derecha, había solo seis hendiduras profundas, algo separadas unas de otras. Eran precisas, simétricas, y todas de un par de milímetros de largo. Había mucha dedicación, pulcritud y celo en el grabado. Conocía las habladurías sobre aquellas macabras incisiones en el arma.
Al regresar del baño fregándose las manos, observó desde el arco de la puerta a su subordinado, manipulando la Browning, volviéndola de un lado al otro, revisando con la vista las marcas que la adornaban a izquierda y derecha del cañón.
—¿Le interesa el arma “Pérez”? –preguntó secamente.
Perdón señor, solo quería ver el modelo –se disculpó al tiempo que depositaba el arma nuevamente en la mesa.
—Es mi relicario, mi presea, mi recordatorio… Le diría que ahí está grabada mi biografía. Cada marca representa un acontecimiento digno de recordar ocurrido a lo largo de mi vida. De un lado, los importantes, pero no trascendentes. Del otro, los fundamentales, cardinales, que han terminado por hacer quien soy.
El suboficial escuchó atento la explicación de su jefe. Al observarlo de cuerpo entero con ese algo de espectro funesto, pensó que algunos hombres, cuanto más tiempo pasan consigo, se parecen cada vez más a sí mismos y no pueden ocultar su verdadera naturaleza. Y eso es lo que le ocurría a su jefe: no podía dejar de parecer lo que realmente era. Estaba como hinchado, ojeroso, macilento, desconsiderado, paranoico.

A “Pérez”, el asunto de las marcas en los laterales del arma hasta entonces le mereció una actitud recelosa. Era un rumor público que las seis prolijas marcas en el lado derecho, correspondían a seis acontecimientos repugnantes que acicateaban un chismerío morboso, que se regodeaba con esa historia prohibida. Eran marcas que correspondían a lo que él definía como “acontecimientos cardinales”.
En cambio, las atiborradas y desprolijas marcas a la izquierda, atañían a las noches de fiesta con prostitutas ocasionales. “Importantes, pero no trascendentes”. De ahí que unas fueran talladas con verdadero esmero y las otras fueran como trazos descuidados, a la bartola, más un maltrato que un dibujo.
En cada oportunidad que alguien preguntaba al coronel por qué le diferencia en el trazado de unas marcas, las de la derecha prolijas y obsesivamente simétricas, con las chapuceras de la izquierda, respondía con ira: “a vos qué carajo te importa”, poniendo fin a la conversación de un modo abrupto que hacía temer un mal final a su ocasional interlocutor, en general prostitutas que pasaban sus días en las casas de citas de pueblos de mala muerte, agobiadas por su desgraciada condición.
Para el soldado, hasta esa noche, se trataba solo de un rumor en un pueblo que él entendía fatigado de alucinaciones. Por primera vez había tenido en sus manos la famosa arma del coronel, luciendo las marcas aquellas. Lo que atenuaba esos rumores, lo que quitaba credibilidad a esas habladurías, era que hubo un momento en que todas las familias fueron trastocadas, y en especial la que oficiaba de propietaria de la mansión; el disloque terminó por imponer un desorden perverso que afectó a toda la comunidad.
Conocía la historia. Fue una época en que nadie se reconocía ni podía reconocer al otro; ni el padre a las hijas, la madre a los hijos, el marido a la esposa, los hermanos a sus hermanas, los mandantes a los mandados. Nadie sabía con quién hablaba, quien ordenaba o quien obedecía; un estado de confusión que se prolongó por un tiempo considerable, lejano, pero que aún hacía sentir sus efectos.
Ese disloque sumergió aún más a Encarnación en la locura y alteró profundamente los ánimos del huésped, al que a veces se hacía muy difícil contener. Sus alaridos cruzaban el pueblo de este a oeste. Los que lo oían, confirmaban la sospechada presencia de un muerto-vivo, eterno muerto-vivo sobreviviente que provenía de tiempos ancestrales, ese desaparecido que arrojaba luminiscencias fantasmagóricas y que hacía brotar los afiebrados relatos como flores malsanas en el villorrio. Sus alaridos eran como chispas ambulantes en las noches rolando de un lado a otro de la casa.
“Pérez”, con algo de indulgencia, atribuía las desviaciones contemporáneas a la herencia de la locura de aquellos buscadores de oro y plata. Esa enfermedad ancestral dejó una huella imborrable en los repliegues de esas humanidades abandonadas en un páramo pelado, árido e infecundo, bajo estricto mando militar.
Había visto las marcas que las habladurías mencionaban morbosamente cuando se presentaba alguna tertulia, pero eso no confirmaba, aunque tampoco negaba, la versión de lujurias e incesto que se repetía bajo cuerda entre los pueblerinos.
El coronel tenía otra explicación de aquel período funesto de la vida doméstica, extendida a todo el poblado. A pesar de que había acumulado un cierto poder, estaba sometido al concurso de espantajos que gobernaban la casa, a los que aborrecía.
El desarrollo de aquel universo de locura en el que se enhebraban realidades y fantasías inexplicables, fue perturbando las almas decididamente. Lo suyo, argumentaba, era un estado que bordeaba lo herético, producto de ese desquicio que le era ajeno y que se imponía desde afuera, penetrando por cada poro de la piel y que lo arrojó a una tal soledad que lo atormentaba rudamente.
Descubría que, con el paso del tiempo, algo de paranoia y algo de obsesión compulsiva lo iban desestructurando, hasta manipularlo dócilmente, como a un pelele anhelante de sentimientos reconfortantes. Estaba convencido de que esas perturbaciones solo se podían subsanar con un amor genuino, único, irrevocable, que en toda su magnificencia alcanzara el prodigio sanador de las heridas con que la locura impregnaba sus tejidos. Lo que no explicaba el coronel era si, en efecto, había hallado ese amor sublime del que hablaba, y si así fuera, quién era la persona que arrancó de sus penurias al adusto militar.
En esa época de desorden perverso, cuando viajaba a Buenos Aires a cumplir algunas formalidades administrativas, impartía órdenes interminables y severísimas a todos los subordinados producto de las perturbaciones que nublaban su buen juicio. Su estado obsesivo, su compulsión por el mando, lo aguijoneaba a no dejar nada librado a la voluntad de su tropa y sirvientes. Semanalmente, llegaban por estafeta decenas de cartas con el nombre de cada uno de los subalternos prolijamente manuscrito, y en cada una de ellas en papel con membrete oficial, unas largas enumeraciones de qué hacer y qué no hacer, y cómo hacer y cómo no hacer para cada uno de los destinatarios.
Sufría de una obcecación singular: todo debía ser puesto por escrito, foliado y membretado, y luego archivado prolijamente para su conservación. Nada podía quedar sin registrar. Ese hábito de obsesión administrativa, a la postre, resultaría ruinoso para la reputación de ese hombre ungido en severo custodio de un sobreviviente de la historia.
Aquel marasmo de órdenes y contraórdenes resultaba absolutamente inútil, ora porque nadie entendía las misivas, ora porque nadie les prestaba debida atención.
Las cosas lejos de mejorar empeoraron día a día. Por eso solicitó a sus superiores por consejo de Amanda, quien dio excelentes referencias del propuesto, el concurso de un joven suboficial, al que llamaron jocosamente “Pérez” (un “Pérez” puede ser cualquiera), para hacer obedecer sus mandatos hasta tanto él regresase a la casona. Ese “Pérez”, que podría ser cualquiera, ostentó cierto mando sobre otros, que también fueron llamados “Pérez”, todos subordinados suyos que él mismo se ocupó de seleccionar con todo esmero. Los “Pérez”, como se los conoció desdeñosamente, tras un paciente y concienzudo trabajo, alcanzaron las posiciones que ambicionaban en mérito a sus probados servicios. Ellos controlaban los alrededores de la casa, y eran los custodios directos de “La Reliquia”.
La influencia de los “Pérez” creció en proporción a las ausencias del jefe superior. Los períodos de abandono autoimpuesto de parte del coronel, llegaban a extenderse por largo tiempo, hasta por muchos meses, para luego retornar a la casa a multiplicar la especie, reinstalar el orden preestablecido y refrendar su poder patriarcal. Pero Encarnación, que ya era apodada la loca, recluida en su habitación, hizo un hábito en desobedecerlo. Reaccionaba violentamente ante cualquier mención sobre su esposo, “el…coroneeel”, como decía burlonamente, estirando artificialmente la sílaba final “el”. Eran períodos en que repiqueteaba con el taco de su zapatito deshaciendo el revoque de la pared hasta dejar el ladrillo pelado, enrojecido, a la vista. Afiebrada, se consumía en diálogos imaginarios con un espíritu que la apremiaba para que apurara en abrir un hueco en la medianera para huir de aquella prisión hacia un estado espiritual indescriptible. El suboficial “Pérez” recomendó la internación y se lo hizo saber a su jefe en una breve esquela que envío por un correo oficial. Amanda, el ama de llaves, también sugirió la internación de la mujer, aunque sabía que no cabía la posibilidad de ello por las connotaciones de la misión que su superior cumplía en aquella casona legendaria.
El militar no tuvo en cuenta la propuesta de su asistente y consideró, producto del desánimo y la poca capacidad de mando, la sugerencia del subordinado.
Los reiterados mensajes que tanto el suboficial como el ama de llaves hacían llegar a su despacho, lo obligaron a quebrar su rutina y volver al pueblo a atender personalmente ese asunto que lo distraía de sus enigmáticas obligaciones. Fue la única oportunidad que, torciendo sus hábitos, aplazó parte de sus tareas y sus regodeos frecuentes, y en un paso fugaz, apareció en la casona de improviso, fuera de los tiempos acostumbrados. La noticia perturbó hondamente a Encarnación la loca. Se encerró en su habitación y desencajó unos gritos que laceraban como estiletes esa noche abrumadora, y arremetió contra la pared a golpes para huir definitivamente.
El coronel no demostró la menor ansiedad. Recomendó a Amanda para que se recluyera en su habitación abandonando la custodia de Encarnación. Invitó al fornido suboficial a compartir la cena: carne asada, berenjenas al escabeche que se hizo envasar en Buenos Aires, sopa y un postre casero hecho con sangre de chancho y azúcares dulcificantes. Algunas gotas de vainilla aromaban la golosina.21
No había en sus ojos ninguna mortificación, sino un destello de fatalismo, de quien afirma tener que ser siempre quien haga cumplir las órdenes más simples: imponer orden y tranquilidad ante el desvarío. “No dejes para otro lo que debes hacer tú”, repetía monótonamente mientras degustaba los últimos sorbos de un vino cabernet servido para la ocasión.
Hizo unas anotaciones en un papel que puso en la mano de su subalterno, quien tuvo una especie de estupor al leerlo, y se dirigió al escritorio de donde trajo unos cigarros que compartieron aquella noche. Luego, por orden del coronel, abandonó la casa en un coche militar. Mientras subía al auto que lo trasladaría oyó justificarse a su superior.
—Usted sabe que hay cosas que se arreglan de un solo modo.
—Lo que usted diga, mi coronel –consintió el suboficial incapaz de torcer el rumbo de los acontecimientos, mientras se acomodaba en el asiento trasero del coche.

Sobre la mesa, el cigarro a medio fumar del suboficial dejaba un olor reseco; del papelito abandonado por “Pérez”, arrugado como un bollito, se podía leer solo parte del mensaje, “Orden del día N.º 5: Escarmiento ejemplar…”
Se oían pisadas en toda la casa, como si una multitud de pies la hubiese invadido caminando sin destino. El pisoteo se confundía con los alaridos de Encarnación la loca y los sonidos casi guturales de “La Reliquia”, que hacían un concierto desatinado.
Antes de subir al cuarto donde su esposa estaba encerrada, fue hasta un árbol reseco que como un ruinoso obelisco permanecía erguido en los fondos de la finca, y orinó como era su costumbre, apoyando la mano izquierda sobre una rama alta y la frente contra el tronco rugoso. Escupió una pasta borravino, abrochó la bragueta, y sin dejar caer el cigarro de entre sus labios, se abrió paso entre el griterío que bajaba y subía por las escaleras y arremetió con furia brutal contra la puerta de la habitación. La cerradura cedió a su fiereza, y al entrar pudo ver a Encarnación blandiendo un zapatito diminuto, que tenía carcomido, un medio taco al que se le gastaron los clavitos que lo unían al resto de la suela.
La tomó del cabello y la arrojó sobre la cama. Con una risa histérica, Encarnación la loca resistió a empujones y patadas al hombre, aquel que se le abalanzó y le sujetó las delicadas manos de pianista, para impedir que lo arañara con furia como en anteriores oportunidades.
Encarnación, descompuesta de rabia, soportando el peso del cuerpazo aquel, macizo, pétreo, musculoso, que se le vino encima, solo atinó a ver al viejo espíritu con el que dialogaba, que la miraba absorto, moviendo la cabeza de un lado al otro sin poder reconocer si lo hacía en señal de aprobación o de congoja por el infortunio por el que estaba atravesando.
El coronel le arrancó la ropa intempestivamente; Encarnación resistió con risitas histéricas al tiempo que maldijo con todos los insultos que recordaba; titiritaba como afiebrada y recorrían su cuerpo unos espasmos que arrancaban en los dedos de los pies y terminaban en la punta de su lengua inflamada, llena de unas nervaduras enrojecidas a punto de estallar. En su sangre había un caos terminal, y ardía al fluir de arterias a venas con la voracidad propia de un animal que se aproximaba a la muerte de manera cruel.
Los primeros golpes fueron a la cara de Encarnación; amorataron los ojos rápidamente y luego hicieron saltar algunos dientes del maxilar superior. Allí se cortó los nudillos y las sangres se mezclaron perversamente. Luego los golpes no dejaron palmo de la humanidad de la mujer que no magullaran. Bastaron unos minutos para que el cuerpo enclenque de Encarnación yaciera retorcido, como un guiñapo, sangrante, descalabrado. Aturdida por los golpes, desorientada, murmuraba el nombre de su pequeña Guadalupe Encarnación, Guadalupe por la virgen y Encarnación por la madre, tal como fue bautizada Lupe o Lupita, el diminutivo como más le gustaba llamarla a la última de sus niñas, la única que estuvo con ella por más de tres años, hasta que un día aciago, no volvió a verla más que en sus recuerdos.


[1] Sanguinaccio dolce.

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