XII

Desde que llegó al seno de su familia sustituta, por amor, Guadalupe (Lupita), adoptó por propia decisión a esos como sus padres, y como propia a aquella familia que le dio cobijo y cuidados necesarios para continuar la vida sin los rencores que envenenan la sangre hasta el hartazgo. La Iglesia había procurado el mejor destino para la muchacha, luego del atroz acontecimiento que puso en jaque la parsimonia episcopal del señor obispo.
Guadalupe tenía dos ojos grandes, inmensos y bellísimos, de color ámbar puro y un cierto tono de un opaco almendro. Su rostro ajeno a toda extravagancia, había acentuado su llamativa belleza, vuelto más vivaz los ojos, afilada la nariz delicada, y los labios apretados, viraban a un moradito vivo, piadoso.
Guadalupe rememoraba al azar recuerdos caseros, festivos, con sus padres adoptados. Pero la infancia desalojada por la temprana adolescencia, de ese cuerpo que crecía a saltos, era motivo de apesadumbramiento.
La perseguían sueños en los que veía a Encarnación; eran sueños que se repetían metódicamente y en los que se mezclaban sombras y músicas, palabras y ruidos. Muchos recuerdos lejanos y nublosos fueron recluidos en un arcano rincón de su humanidad, y estaban agazapados, acurrucados, como arropados entre los vivos tejidos de su tierna edad. Eran como forasteros en efervescencia, llenos de pronósticos desalentadores, que prometían arrojarla a territorios nunca reconocidos, donde vivían personas cuyos nombres nunca debían ser pronunciados y acciones que nunca debían ser mencionadas.
Cuando la mala memoria la buscaba, agitando sus manos como espantando espíritus, se llenaba de gestos. Sentía entonces esa enorme opresión sobre su pecho, su boca, su nariz, opresión que la sometía a la desesperación de la asfixia; gritaba desconsoladamente, hasta que María la recogía en sus brazos y prodigando caricias, espantaba esos espectros que la acosaban ocasionalmente.
Una noche, mientras Guadalupe o Teresa, como más gustaba llamarla su familia de adopción (decían por su parecido con una hermosa tía lejana de María llamada Teresa), leía cuentos de amor y locura, llegó un abuelo. Dos valijas, un baúl grande y otro pequeño, y una abuela colgada del brazo. Empapados de pies a cabeza, bajo una lluvia torrencial que amenazaba desmadrar el cielo; ambos, apenas si podían tenerse en pie.
El abuelo Juan y la abuela Inocencia se comprometieron en un viaje de cientos de kilómetros hasta la casa de su hijo Francisco sin aviso, como quien da la vuelta la esquina para visitar a un vecino de ahicito nomás.
Golpearon a la puerta suavemente, y al atender el llamado, Francisco y Teresa y los dos viejos, se quedaron observándose unos a otros con cierta sorpresa. Su padre adoptivo enrojeció hasta amoratarse; mostraba una expresión que ella bien conocía, entre conmiseración y furor. Permaneció con la boca abierta de asombro, mirándolos absorto, como quien ve el ánima andante de un muerto y no a su padre y a su madre empapados por el aguacero.
—¡Hacelos pasar, hombre! ¿Qué esperás? –dijo María a su esposo en tono de reproche. Guadalupe acudió presta a socorrer a los viejos. María pidió a Francisco que tomara a su padre del brazo mientras ella acomodaba a Inocencia. Teresa luchó para entrar a la casa el equipaje; las valijas pesaban como si adentro les hubiesen cargado muebles y todo.
Juan e Inocencia19 miraron amorosamente a Guadalupe. La acariciaron como a un tesoro. “¡Pero qué hermosura de hija tienen ustedes!”, exclamaron a coro los dos viejos. Guadalupe se enamoró al instante de esos abuelos recienvenidos bajo la lluvia tempestuosa.
A Don Juan le temblaban las piernas como si estuviera a punto de desvanecerse, aunque en su rostro hubo una mueca de satisfacción por haber llegado al fin del largo viaje y estar rodeados de los afectos familiares. El abrazo de la niña lo llenó de satisfacción.
A la abuela hubo que ayudarla a desvestirse. La ropa mojada se le pegó a la piel, y la piel a los huesos que, cuando María Piadosa la breve la vio tan flaca –dijo– sintió ganas de llorar y ante el asombro de la anciana, la abrazó y la secó como hacía con Teresa después del baño.
Hubo que exprimir toda la ropa para ponerla a secar sobre la estufa hasta el día siguiente. Dieron vuelta una valija de la que cayeron unos libracos chorreando, libros que el abuelo atesoraba desde siempre. La otra valija también la volcaron. Unos hilos de bordar y unas telas a las que se le había aguado la distinción se desparramaron por el piso. Como a la ropa, Francisco y María las tomaron por sus extremos y la retorcieron para estrujarles toda el agua. ¿Para qué alguien viajaría tanta distancia y bajo tanta lluvia con solo libros y telitas como equipaje?
Los baúles de buhoneros quedaron apartados para disponer de ellos con la llegada de la mañana. Se esperaba el sol clemente o al menos que la lluvia menguara en su intensidad.
Junto a su padre, Francisco adquirió aspecto de escolar sorprendido, y aunque trataba de guardar silencio, mascullaba por lo bajo algunas recriminaciones contra sus progenitores. Ya revelaba el color de su piel, el impulso que estaban tomando sus pensamientos, pero contenía el aliento al sentir la diáfana mirada de Inocencia que acomodaba su delgadez entre las flácidas ropas, repitiendo como un sonsonete: “Yo te lo dije Juan: si hay cielo de lana, llueve mañana”. Y Juan se encogía de hombros, livianamente y recitaba “lloverá, lloverá… y el cielo en agua se desvanecerá…”. Para delicia de todos, recitó: “La lluvia tiene un vago secreto de ternura, / algo de somnolencia resignada y amable, / una música humilde se despierta con ella / que hace vibrar el alma dormida del paisaje.”20 Inocencia aplaudió el recitado con gran entusiasmo y contagió a la niña que sonrió complacida. Guadalupe, dueña de tan prodigiosa memoria, nunca olvidó ese verso recitado por el abuelo la noche misma de su llegada.
María acomodaba la disposición de los muebles buscando hacer algo de lugar como para acomodar los huéspedes recién llegados. Juan guardaba silencio, no parecía estar preocupado por explicar la inesperada visita, tímido y agradable, sin levantar la voz, apenas murmuraba como una musiquita sincopada, repitiendo “no se molesten por nosotros que nos acomodamos en cualquier rincón”, y hacía tintinear las vocales acentuándolas musicalmente. Y Francisco temía que todos aquellos solo fuera el prólogo de un desbarajuste mayor, propiciado por sus padres recién llegados, de no se sabía dónde ni tampoco para qué. Pero debía alojarlos y, por otra parte, no se permitiría maltratar a los viejos aquellos, aunque todo le pareciera no solo extraño sino innecesario.
A la semana siguiente llegaron los muebles. Francisco estaba de casualidad por ahí cuando vio estacionar un viejo camión frente a su puerta con un montón de cambalaches y trastos que dos hombres bajos y regordetes descargaban a toda prisa.
— Papá… –preguntó Francisco– ¿Usted vino para quedarse?
El padre sabía que cuando su hijo lo trataba de “usted” era porque exigía una explicación. “Usted” era la puerta de entrada al discurso de los reproches.
Se podía ver cómo la furia subía por los puños a los antebrazos, y de ahí a los brazos para ascender por la cabeza hasta la cara que se ponía más maciza, roja y arrugada con gruesos surcos como cincelados. La mandíbula adquiría una suerte de cuadratura de bordes afilados y los ojos decían más que la boca, que permanecía apretada, temiendo dejar salir una ristra de maldiciones enhebradas por el disgusto.
—Bueno… bueno… –dijo el abuelo Juan–, nosotros vinimos porque ¿a dónde íbamos a ir? Y se encogió de hombros mostrando las palmas de las manos a modo de descargo.
Habían llegado a una edad en la que los ojos se humedecen de llanto rápidamente. Estaban dispuestos los viejos padres a ponerse a disposición de los dueños de casa e incluso a someterse al aprendizaje riguroso de los hábitos propios de la nueva morada, con tal de expulsar ciertos temores que la vejez les tributaba en los últimos tiempos.
La familia acogió a los recienvenidos y quien más alegría demostró fue la niña. No querían consagrar esa vejez a la tristeza. Con Juan e Inocencia, después de todo, compartían la misma historia, valentías y frustraciones, iguales anhelos. Y por encima de cualquier otro sentimiento, se amaban.
Teresa vio desfilar decenas de canastos de mimbre. Cada canasto estaba lleno de chucherías, recuerdos de una vida pasada. Había fotos que Guadalupe miraba extasiada y complacida; fotos antiguas, unas grises, otras sepias, postales familiares extraídas de libros antiguos. Aparecía una mujerona alta, gorda, enorme, que Guadalupe nunca se cansaba de preguntar de quién se trataba. Era la mama Juana, y a su derecha hermana Dina y a la izquierda otra hermana de quien no supo el nombre, y más allá un hermano y otro y un tío y otro y un primo y otro y por los rostros se podía rastrear la genealogía que depositaba a toda la familia en un país desconocido, mezcla de guaraníes y un gringo, los que, al pasar al trote cerquita del rancho, acomodaron sus humanidades junto a las duras carnes de la ruda y caliente mama Juana, y procreado una docena de hijas e hijos que luego se dispersaron por todas las provincias.
Guadalupe disfrutaba el relato que el abuelo Juan repetía sobre su infancia, una especie de cuento con algo de magia y algo de sinsabores, que ella siempre guardaría entre sus amores sanadores y que arrancaba en las tierras calmas de un litoral subtropical, donde corría el abuelo Juan, entonces niño, escapando de las lechiguanas que enardecidas esperaban hacerse del muchacho a puros aguijonazos, para vengar su atrevimiento de humear el nido para destruirlo y robar la miel dulce que muchas veces era el único alimento de cada día.
Era una trapisonda en equipo. Un niño juntaba la hojarasca necesaria para la humareda; otro robaba el chisquero de los viejos fumadores de cigarritos que en el almacén de ramos generales se juntaban a discutir algunos trucos entre ginebras y cañas, hasta que la borrachera los olvidaba de todos los males. Otro afinó sus fogatas haciendo con ellas verdaderos prodigios, casi devastadores, de pajonales resecos que obligaban a salir a todos los vecinos con escobas y sus mantones a apagar los fuegos que amenazaban con arrasar con las pobrezas que a duras penas habían juntado durante años.
Una vez que el humo subía prolijo en una columna trenzada en dirección al nido y entraba por los alvéolos del colmenar de las lechiguanas, los insectos se confundían en gran alboroto y desorganización; los muchachitos rompían el papelito gris que rodeaba el nido y escamoteaban la miel que era el alimento preparado por las productivas avispas para la prolífica descendencia y su reina.
Luego, el grito era ¡corran! Y aunque gran parte de la colmena entraba en un trance y bailaba desquiciada, las avispas aguerridas salían a castigar a los atrevidos aquellos que alteraron la paz de la producción y robado el néctar de la felicidad. Todos corrían buscando el charco más próximo que el cauce del arroyo derramado, había dibujado como espejitos de agua, con espumas e irupés contorneando el álveo bordado de flores blancas, para cubrirse de fango.
El barro era la pócima prodigiosa que protegía de los agudos aguijonazos y aliviaba en algo –al menos eso creían–, el dolor de los pinchos que quedaron incrustados, subcutáneos, ardiendo y quemando con su ponzoña.
Al sol, enmelados, el barro se resecaba y era cuestión de tironearlo con un enérgico y fuerte movimiento, para que al salir se llevase consigo las púas lastimadoras que las avispas melíferas les clavaron en su persecución. Tras su pinchazo, la muerte se encargaba de las perseguidoras más pertinaces, que no eran tantas. Muchas otras abandonaban la persecución en alas de sus más aguerridas compañeras, y volvían al nido a brindar mayor protección a las larvas y la reina, que eran, en definitiva, la garantía de su continuidad en el tiempo.
Los aguijonazos, sin embargo, jamás servían de escarmiento. La muchachada nunca desistía de la aventura de repetir el hurto de la miel de los laboriosos insectos. ¿Eran las ansias de correrías lo que hacía que una y otra vez, una y otra vez, se repitiera aquel rito de humear los nidos, robar la miel, huir al trote, embarrarse hasta el gañote y disfrutar el sabroso hurto que dulcificaba las infantiles bocas? Sí, pero si había algo que siempre los estimulaba a volver al timo del dulce néctar de la miel de avispa, era el hambre, “haaaaaambre”, como decía Juan cuando la mama Juana, en su jerigonza guaraní, que él apenas descifraba, le preguntaba si tenía hambre. Y el respondía, amargado:

—¿Hambre dice mama? Haaaaaambre, querrá decir –y abría la boca como Gargantúa dispuesto a tragarse lo que fuera con tal de acallar los clamores de su estómago vacío. Guadalupe reía con una boca tan grande como la que describía el abuelo, cuando estiraba la “a”, para decir del tamaño del hambre que lo impulsaba a la travesura.
Juan nunca aprendió la lengua materna. Para entenderse estaba la hermana Dina, la mayor. Ella era hija de guaraníes por parte de madre (la mama Juana) y de padre (a quien nunca conoció). Hablaba el guaraní y el castellano por igual. Juan, en cambio, era mestizado, madre guaraní (la mama Juana), padre vasco (a quien conoció, pero nunca trató). No entendía el idioma materno y nunca hizo esfuerzo alguno por aprenderlo. Eso no le impidió no pronunciar ni media palabra del vasco.
Juan recelaba de los amores de su madre. Cuando el abuelo la mencionaba, Guadalupe lo miraba con cierta melancolía. Recordaba a su propia madre y sus blancas manos de porcelana acariciando el marfil de las teclas del piano.
Para la mama Juana, alejada de todo, el amor tenía una trascendencia de libertad y no de hipócrita compromiso. Gaucho que pasaba, si era amable, y traía algún regalito para complacer a la patrona, podía encontrar un trato cálido en el catre en su ranchada.
El rancho tenía dos habitaciones. Si llegaba visita, los niños se acomodaban como podían en la más grande, que continuaba a la más pequeña, que servía de habitación y cocina. Las habitaciones estaban separadas por una especie de cortina tejida de pajas arrancadas al arroyo. Juan, con alguna frecuencia, dormía afuera, bajo el alero, cubierto con una manta vieja.
Los muchos hijos que mama Juana trajo al mundo eran todos de padres distintos. La mama Juana entendía el amor como una alegría de su propiedad, sin importar si duraba poco o duraba algo más que poco. Una cosa era mantener la cría y otra a un vago instalado a fumar chala y emborracharse con caña. A la mañana siguiente de la noche compartida, exigía a los hombres seguir su camino. Ella sostenía el hogar apurando sus labores rurales y no precisaba tutelaje de nadie; era pastora de cabras que, con su leche, le permitían producir esos quesos exquisitos que gringos y criollos venían a buscar desde lejos. Y si el rebaño no era suficiente como para atender la producción de los quesillos de cabra, se conchababa en la peonada para limpiar alguna estancia, cuidar los chanchos o atender las vacas. No la arredraba ningún trabajo.
El padre de Juan era un vasco, Aguirre. De vivos ojos celestes y manos de gigante, manos de tambero, profesión que trajo desde su tierra y con la que se ganó el sustento hasta su temprana muerte. Al mezclarse con la india procreó un niño de tez morena y ojos claros, de abundante cabello castaño y manos de gigante como las de su padre. Al nacer todos exclamaron “¡qué hermoso niño!” Aunque eso no cambió en nada su suerte.
A pesar de la poca distancia que había entre el rancho de mama Juana y el del su padre, al que todos conocían solo por el vasco Aguirre (nunca se supo el nombre), jamás se trataron como padre e hijo. El vasco pasaba y saludaba como si el niño fuera descendiente de vaya a saber quién. Nunca asumió la paternidad y a Juan la filiación no le importaba en lo más mínimo. Respondía con un insulto o una larga ristra de insultos, cuando lo señalaba alguno diciendo “ahí va el hijo vasco”. Más de una vez, sus airados insultos le valieron tremendos rebencazos de los peones que no escatimaban castigos a los niños bravucones y mal hablados.
No recordaba mucho cómo era la convivencia con sus hermanos. Sí que era como un desfile permanente de muchachos y muchachas salir y entrar de la casa, algunas de ellas alzando unos purretes llenos de mocos que berreaban en guaraní. En eso, Juan encontraba una gran similitud con la familia de María y Francisco, que aportaba multitudes a las fiestas a la que él e Inocencia se acomodaron con alegría.
La mama Juana siempre estaba trabajando; quien siempre estaba presente y donde fuera, era la hermana Dina, la hermana mayor. De tez oscura, ojos achinados, negros, azabaches y abundante cabello renegrido y largo, que hablaba con fluidez el guaraní y el castellano, y que era una mezcla de hermana y madre que arreaba a los hermanos igual que su madre a las cabras, imponiéndoles algo de orden y disciplina con amor y oportunos coscorrones, y que los niños seguían a todas partes.
Juan se ausentaba de la casa materna todo el tiempo que podía. Fuera para robar miel, para ayudar con la caballada a algún paisano, para traficar a espaldas de la madre los quesos que sustraía del galpón donde ella los almacenaba.
La historia del robo de los quesos encantaba a Guadalupe. El abuelo Juan recordaba que la mama Juana los estacionaba en unas estanterías precarias hechas con largas ramas secas de sauces, medianamente gruesas. Cuando los quesillos habían alcanzado el tiempo justo de maduración, mama Juana los apilaba sobre una mesada también fabricada con ramas algo más gordas. Si la producción había sido buena, los quesos ocupaban toda la mesada. Varias capas de quesitos se iban amontonando uno arriba del otro, sin alcanzar demasiada altura para evitar que se desmoronaran y se rompieran.
La mama Juana no sabía leer ni escribir, pero sabía contar. Nunca explicó como sabía el número exacto de quesos que amontonaba en su mesada, pero no había forma de que se equivocara en el conteo. Y así como sabía contar quesos, sabía contar el dinero. Jamás fue timada por ningún bribón de esos que luego de pasar la noche abrazado al curtido cuerpo de la ruda guaraní, pensaba que hasta podían engatusarla para sacarle alguno de los escasos pesos que laboriosa pudo juntar durante varios días. No faltaba la vez que el timador salía timado, y la mama se quedaba con alguna pertenencia del galán arrogante. Aquellos gauchos de paso solían entender menos de cuentas que la mama Juana.
Juan robaba algunos quesos más o menos esporádicamente. No se abusaba, porque sabía del virtuosismo contable de la mama Juana. Un sauce joven, que una tormenta volteó, le dio la solución para disimular la ausencia de algún queso.
El tronco tenía, centímetro más, centímetro menos, casi el mismo diámetro que las hormitas de queso. Con sus compinches de correrías cortaron el tronco respetando el alto que tenían los quesos (para lo que un peón les prestó un serrucho zapallero) y luego, con primor, pulieron su corteza y redondearon los bordes. De cerca, los impostores de madera no podían nunca imitar un requesón. Pero ubicados en la base de la pila y convenientemente escondidos entre las columnas que se alzaban por el medio de la mesada, disimulaba con suficiente eficacia la falta de algunos de los producidos por la mama Juana.
El engaño duró algún tiempo. Cierto día la mama decidió recontar la producción para actualizar el inventario, y se encontró con varios troncos de sauce en la base de las pilas que reemplazaron los ricos quesos de leche de cabra. Al comprobar el faltante, llamó a su hijo a gritos, pero el muchacho, con seguridad, o estaba subido al sauce disfrutando el producto artesanal robado a la madre, o andaría desencajando colmenares para embucharse la miel de las avispas. Ese día la noche llegó sin saberse del niño, que se entendía tanto o más libre que su propia madre.
Cuando la noche se había entrado profunda, el niño Juan retornó muy cansado al rancho dispuesto a dormir en el catre acolchonado con paja. Sin embargo, y para su disgusto, no pudo entrar al rancho. Tras la puerta, la mama Juana había dispuesto un grueso tronco que a modo de barreta impedía abrirla. Juan, como en otras tantas oportunidades, dormiría afuera, castigado por sus correrías.

Lo que lo extrañaba de esa situación era que no escuchaba ningún reproche de la mama. Y aunque él no entendía ni media palabra de las muchas que su madre le lanzaba con su vozarrón y con la cadencia de su idioma, sabía que era un compendio de reproches, más o menos enérgicos, habituales cuando él se extralimitaba en sus andanzas. Pero esa noche solo había silencio.
Se arrellanó a un lado de la puerta, debajo de una especie de alerito modesto que poco lo resguardaba del rocío que era mucho y lo empapaba, y se dispuso a dormir. A su frente, la noche se abría interminable en todas direcciones. Arriba, tras la mantilla chispeante de las estrellas que vibraban intermitentes, una luna menguante apagaba sus amarillos reflejos entre unas nubes estiradas.
Escuchó un quejido a cierta distancia, por el cercano horizonte que ofrecía la noche. Juan reparó en el sonido que llegaba del fondo de la oscuridad. Luego siguió otro quejido y muchos más que parecían acercarse con cierta regularidad a la puerta del rancho donde el muchacho, bajo el modesto alerito, esperaba dormitar hasta la madrugada temprana y aprovechar alguna distracción de la mama para recluirse en el catre y soportar unos lonjazos bien repartidos que Juana le propinaba con generosidad.
De adentro de la casa, Juan creyó oír una espesa voz que le decía amenazante: “ahí viene el ánima a llevarte de las patas”. Y luego una risotada más espesa que la voz, que se burlaba de la próxima desgracia del fugitivo. Juan, con franqueza, estaba aterrado. Y el terror muchas veces hace ver cosas inexistentes e impide distinguir lo verdadero de lo falso. A lo lejos, estaba seguro, veía como una figura humana resplandeciente se acercaba de a ratos hacia el rancho y luego se desvanecía entre las oscuridades que los árboles prodigaban en la noche.
La escaramuza fluorescente aparecía y desaparecía. Juan lloró y a gritos rogó para que lo dejaran refugiarse en su mullido catre de paja. No le importaba cuantos rebencazos le tocara esa noche soportar en el lomo. Eran preferibles a la voracidad segura del ánima que raptaba niños que andaban de travesura en travesura, ¡robando quesos de cabra!
Sin embargo, dentro del rancho, no se oía más que esa tupida voz que no era ni femenina ni masculina, y que repetía: “Ahí viene… ¡Ahí viene! ¡A llevarte de las patas el ánima que castiga a los ladrones de quesos!”
Para su suerte, el ánima luminosa se desvaneció con las primeras claridades del día; solo un poco de niebla enredó unos vapores grisáceos entre la arboleda, en la que piaban incansables los pájaros madrugadores del monte. Algo durmió. Lo despertó un rebencazo seguido de otros. No podía jurar si el castigo empezó por las piernas o por la cabeza, pero sí estaba seguro de que esa mañana, cuando todavía el sol apenas despuntaba, recibió tantos verdugazos que por varios días anduvo medio adolorido.
Mientras se acariciaba el traste marcado al rojo por el latigazo, trataba de dilucidar de quién era aquella voz cerrada que lo amenazaba con los males de un ánima castigadora de niños traviesos. Dedujo que nunca podría ser la mama Juana que solo hablaba guaraní. Los demás niños, algunos algo mayores que él y otros, muchos, menores, no podían impostar la voz hasta alcanzar ese tono andrógino, pastoso, que lo atormentó en la madrugada. Coligió, con acierto, que era la hermana Dina la responsable de su tormento.
Y como era habitual en él, pergeñó una venganza nada sutil, directa y efectiva. Recorrió los senderos alrededor del rancho hasta dar con un cascote lo bastante grande como para usar de proyectil vengador contra la hermana.
A penas apareció la hermana Dina por la puerta, Juan, de gran puntería, le asestó una pedrada que impactó de lleno en la pierna, con tal efecto, que la muchacha debió renguear un par de días y llevó como una condecoración un moretón del tamaño de un limón en la pantorrilla. Esa noche Juan durmió nuevamente en la puerta del rancho, en castigo al piedrazo que le propinó a la hermana mayor.
La hermana Dina fue vendida una noche por unos pesos. Llegaron unos gringos de Buenos Aires, tal vez enviados por el vasco Aguirre, que comparaba a los niños con una jauría de perros cimarrones, a los que había que dispersar para salvarles el pellejo y educar. “El niño como el perro. Y el perro, si se hace cimarrón y muerde, hay que sacrificarlo”, repetía tenebroso.
La venta de su hermana le trajo una pena desconocida e imprescriptible. Recordaba aquello con tanto dolor, que nunca se pudo deshacer del amargo rencor contra la mama Juana que entregó a su hija a unos adinerados de Buenos Aires, que querían una chinita joven y fuerte para sirvienta. El desgraciado destino de la hermana Dina le pareció a Guadalupe cruel. Pero a diferencia del abuelo Juan, ella no imaginaba la condena para la mama Juana, sino a aquellas carencias interminables y a condiciones que hacían que una mujer no se la considerara, sino para ser vendida como sirvienta de un ricacho.
Desde el día que Dina fue vendida, Juan nunca más entró al rancho. Y sus ausencias fueron más prolongadas cada día. A la mama Juana no la sorprendió que un día se fuera para ya no volver. Era el destino de todos los hijos.
Juan se conchabó con un inglés. Lo puso a cuidar su hermoso caballo de largas crines oscuras. Para el caballo del inglés, lecho de paja. Para el niño Juan, lecho de tierra. Por solidaridad, el animal dejó su cama y se apostaba a la vera del camastro roñoso que el muchacho confeccionó a escondidas para pasar la noche, cubierto de una manta que robó a mama Juana y por la que lo maldijo en guaraní de mil maneras.
El caballo adquirió comportamientos extraños. No parecía caballo, parecía perro aquerenciado. No permitía que nadie se arrimara al niño. Si percibía alguna hostilidad empujaba con su cabezota a quien fuera. Hasta el propio patrón fue corrido cierta tarde porque amonestó a Juan en su inglés champurreado con algo de castellano. Pero un día el niño Juan se marchó. No regresó al pueblo natal, sino siendo un adulto hecho y derecho. Con trabajo, con esposa y con hijos. Su primer recuerdo al retornar a la pequeña patria fue para ese caballito amoroso que lo protegía del gringo bravucón y de cualquier otro pelafustán.
Pasó del pago a otros, hasta llegar al río, y en jangadas bajó hasta el Paraná, después de andar por el Guayquiraró y llegar a tierras hasta entonces desconocidas. Lo sorprendió una balsa que, como le dijeron, era el salvoconducto para arrimarse a Buenos Aires, la gran ciudad que iba a buscar para cambiar su vida.
No recordaba ni cuánto anduvo ni cómo se las compuso para sobrevivir, apenas niño, en esa travesía de vida. Pero llegó a Buenos Aires. Su única angustia fue que nunca pudo saber qué ocurrió en el corazón de su caballito protector. Si hubiese podido lo habría llevado con él a Buenos Aires.
Guadalupe lo miraba asombrada. Trataba de imaginar al niño, al caballo y esa soledad inmensa en la ciudad desconocida.
—Abuelo… ¿Y estabas solo en Buenos Aires? ¿No te daba miedo?
—Sí, solo. ¡Qué iba a tener miedo! Si en la ciudad no hay lechiguanas que te piquen hasta dejarte hinchado –respondió suspirando Juan, fanfarroneando.
—¿Y tenías algo de ropa, de plata?
—Las manos en el bolsillo y el sol de frente –y se quedaba pensativo, recordando, quizás, aquellas escaramuzas contra las lechiguanas que nunca más conocerían sus andanzas pueblerinas.
Los bultos que los changarines bajaron del camión eran tantos y de tamaños tan diversos que se hizo imposible contarlos. Cuando parecía que los hombres terminaban de descargar, aparecían más y más como si se reprodujeran por arte de magia. Y fueron varios los días que llevó vaciar los canastos que tenían sujetadas sus tapas con un paño oscuro escrupulosamente atado con unas docenas de nudos que parecían cuentas de un rosario.
María Piadosa, la breve, se lanzó a reorganizar la casa en la que albergar a los nuevos moradores, sin estorbarla ninguna preocupación y con la misma decisión con que su madre, María Piadosa, la madre, encaraba los asuntos familiares. Dispuso las habitaciones para hacer lugar a los abuelos, y se las compuso para acomodar los canastos de mimbre que fueron apilados hasta formar columnas entretejidas, que repetía un lienzo anudado a una altura regular.
Tiempo después, María ordenó que se arreglara la casa. La vieja construcción fue levantada por su padre, Biagio, que, abrumado de aquellos aires de grandeza propios de recién llegados, se propuso dejar a cada uno de sus once hijos una casa donde morar con sus propias numerosas proles. Contra la voluntad de su esposa, María Piadosa, la madre, pero contando con el apoyo de sus ocho hermanos, Biagio comenzó la farragosa empresa de levantar paredes y más paredes a fin de cumplir con su afiebrado sueño de establecer un propio villorrio familiar donde todos los parientes pudieran ir y venir sin jamás sentirse extraños o ajenos. Biagio pasó interminables horas apilando ladrillos, amasando argamasa, levantando pared por pared, casa por casa, consumiendo la herencia familiar que sus padres y abuelos le heredaron a cada uno de los ocho hermanos, imaginando que los ahorros dejados en herencia serían más que suficientes para disfrutar de un buen pasar, mejor, al menos, que el que a ellos les tocó en suerte.
María Piadosa, la madre, muchas veces trató de persuadirlo de la locura de aquella decisión, en la que, con seguridad, se le iría la vida.
—¿Y qué es la vida, digo yo? –preguntaba Biagio mientras disponía ladrillos, ladrillos y ladrillos–. ¡Construir!, la vida es construir. Entonces, ¡a construir! –repetía encantado, mientras acarreaba ladrillos, arena o cemento.
Y cuanto más se murmuraba sobre lo inconveniente de la empresa, más redoblaba los esfuerzos llegando a extremos de increíbles sacrificios. Por lo cual María Piadosa, la madre, decidió al fin no confrontar con aquella pasión constructora, suponiendo que el tiempo y los años irían menguando tanto emprendimiento constructivo.
Se contaban por decenas quienes lo vieron en las noches cerradas, cuando las luces de todas las ventanas estaban apagadas, armar hileras de ladrillos sobre ladrillos con la misma voluntad con la que un Adelantado se chamuscaba bajo el sol en busca de las riquezas de El Dorado.
Todos concluían que aquella extraña obsesión, mezcla de generosidad y laboriosidad, no podía tener buen fin; era como una verdadera barahúnda de ideas lo que atenazaba a Biagio a continuar con los emprendimientos sin reparar en nada. Pero cuando tomó a su mujer de un brazo y la llevó hacia adentro del negocio del almacén que compartían y le dijo: “Vos te hacés cargo del negocio porque de lo contrario no termino”, y se dedicó exclusivamente a su delirio arquitectónico, comprendieron que el hombre estaba como enajenado y ya no había remedio alguno que pudiera componer disloque semejante.
Se desentendió no solo de los negocios, sino de todo aquello que lo apartara, aunque más no fuera un ápice, de sus labores de albañil. A los hijos que iban llegando los reconocía por el número de ladrillos que necesitaría para construir la casa que le adjudicaba en sus fantasías.
—Este parece que va a tener muchos hijos y ha de precisar muchas habitaciones –decía para sí, murmurando con los labios resecos de la cal, apretados.
Apelando a su singular aritmética, se encerraba en un cuartucho que oficiaba de obrador donde apilaba montañas de planos cada uno con un diseño diferente, y empezaba a elaborar los cálculos hasta que obtenía un número caprichoso de ladrillos, cal, arena, cemento, marcos, puertas y ventanas, yeso, azulejos y baldosas, que precisaría para la nueva construcción. Una vez culminados los delirantes cómputos, con una rara habilidad dibujaba los planos definitivos y reiniciaba la obra.
Cuando un hecho fortuito postergaba los plazos que se fijaba, recurría a sus hermanos con un repertorio de lamentaciones con los que siempre obtenía una mezcla de solidaridad y compasión, y entonces se los veía a los ocho trabajar apresuradamente, arrastrando ladrillos y argamasa, pareciendo todo aquello más las mortificaciones de un desbarajuste inexplicable que las urgencias por satisfacer a los hijos las necesidades de un techo bajo el que cobijarse.
María Piadosa, la madre, recordaba siempre su hija María Piadosa la breve, se las compuso para sacar a la familia del marasmo. Mientras su esposo actuaba como un pionero llevado por la fiebre de la construcción, ella no solo atendió el almacén familiar, sino que trabajó una huerta en la que plantó toda clase de verduras y hortalizas que eran las delicias de la vecindad. Su jornada de trabajo se extendía de noche a noche.

Los dividendos obtenidos, tanto por el almacén como por la prodigiosa huerta, siempre estuvieron a salvo de la vorágine constructora de Biagio, quien parecía adivinar que aquellos emprendimientos de María Piadosa, la madre, tenían que haber sumado una fortuna suficiente como para levantar alguna casa más por si Dios tenía la ocurrencia de mandarle más hijos a quienes procurar lugar donde vivir.
—Los hijos nunca vienen por ocurrencia de Dios –decía la madre–, ¿o ya ni te acordás cómo se hacen los niños, de tanto ladrillo y ladrillo que te pasás apilando? Y aunque María Piadosa, la madre era dócil, (piadosa, como bien decía su nombre), no estaba dispuesta a lamentarse de por vida de no tener lo suficiente como para atender las necesidades más inmediatas de la prole.
—Los niños no comen ladrillos –repetía cuando Biagio reiniciaba sus ataques procurando descubrir el escondite de los fondos familiares que María Piadosa, la madre, acumulaba con el único propósito de tener lo necesario para la comida y el vestir de toda la prosapia.
Pero María Piadosa, la madre, no solo resultó una gran organizadora de la casa y los negocios familiares merced a su laboriosidad, sino que educó a sus hijos en el trabajo. El mayor fue a trabajar a una carbonería, donde empezó a demostrar sus maravillosas habilidades. Lo que el muchacho ganaba por día contribuía al sostén familiar. La comida no sobraba, pero tampoco faltaba. Y si el día en la carbonería resultaba muy bueno, tal vez alcanzaba para comprar un cacho de bananas. Ese día, entonces, había postre. Una bendición. El pan lo amasaba la mayor. Regía una absoluta prohibición de proveerse de la huerta cuyos productos estaban destinados a la venta vecinal, salvo en la fenomenal algarabía de las inauguraciones. La carne, cual fuera, era escasa, aunque abundante en los festejos.
La que seguía en edad a la mayor, entró a una casa de costura a aprender el oficio. Era una casa inglesa, famosa por entonces, a donde las damas de clase media más adineradas concurrían a comprar ropas de lujosa apariencia que se promocionaban como importadas, pero que eran en realidad confeccionadas por niñas o muy jóvenes costureras. Fidela, de ella se trataba, la mejor costurera de todas, dejó la salud de su osamenta doblada sobre aquellas “Singer” con las que confeccionaba vestidos y trajes para los pudientes clientes de la tienda.
Los más chicos desvencijaban los muebles a patadas y no había forma de contenerlos. María Piadosa, la madre, optó por atarlos. Con la soga que compró para atar la vaca, lo suficientemente larga para que el animal pudiese pacer por los terrenos de los alrededores, los ataba al duraznero a la mañana y los desataba al mediodía, cuando Pilar Angélica la panadera, la mayor de las hermanas, terminaba los quehaceres de la casa y las emprendía a coscorrones con los muchachos para que almorzaran decentemente. Luego los volvía a atar hasta la hora de la merienda, cuando la muchacha les daba unos tazones de leche como si fueran terneros y otra vez los ataba hasta la noche.
Mientras los niños fueron atados, la vaca hubo de conformarse con los ralos pastitos que crecían a su alrededor. Sin embargo, los niños desarrollaron la rara habilidad de desatar cuanto nudo se practicara para sus ataduras. Apenas se los ataba, deshacían los nudos y escapan a la carrera por el pueblo. La habilidad desatanudos de los niños obligó a la madre y a la hermana a decidirse por abandonar aquella costumbre. Los niños pudieron seguir desvencijando los muebles a patadas y la vaca pastorear a sus anchas por los alrededores.
María Piadosa, la breve, recordaba que cada inauguración merecía un festejo. Un gran festejo. Don Biagio convocaba a toda la familia con suficiente anticipación como para que los invitados se pudiesen preparar adecuadamente.
Los preparativos comenzaban muchos días antes del evento festivo. En eso la madre no escatimaba esfuerzos, desplegaba una actividad febril solo comparable a la que su esposo ponía en avanzar en las construcciones. Ese era el único momento en que se producía una clara simbiosis entre el fanático constructor y la Piadosa madre hacendosa.
Una exaltación convertía la casa en un batifondo monumental. María Piadosa, la madre, empezaba a ordenar el traslado de mesas y sillas, de copas, vasos, platos y cubiertos; apuraba a la segunda de sus hijas, Teresa de la Buenaventura, para que terminase los bordados de los nuevos manteles, porque en cada inauguración se impuso la costumbre de estrenar mantelería completa.
Se mandaba a carnear una vaca, lechones, corderos y a decapitar decenas de pollos para la pantagruélica cena. Abundaban los chorizos y las morcillas, también los encurtidos que la familia producía en épocas de factura, bajo el intenso frío de los días de invierno. Los pallares se ponían en canastos por toneles y se abría el cuarto de los jamones, un reducto inexpugnable el resto del tiempo, de donde salían como por propia voluntad unos jamones serranos que despilfarraban una fragancia a pimentón perfumando la casa instantáneamente. Las verduras parecían brotar de a montones en la huerta de María que, avisada de la proximidad del festejo, extendía los cultivos rodeando toda la casa. Tras el esfuerzo agotador, todo estaba asegurado para la fecha prevista para la inauguración.

Venían los musiqueros con sus musiquitas que se oían debajo de las guirnaldas de colores y bebían como esponjas. A cierta altura del festejo, aun las disonancias surgidas de los vahos etílicos, parecían a la concurrencia cantos angelicales, incapaces los comensales de distinguir un “do” de un “re bemol”, producto del fervor del festejo y por los efectos hilarantes del clericó que manaba como un elixir milagroso de las enormes jarras que se desparramaban por las amplias mesas.
María Piadosa, la breve, recordaba que los parientes aparecían como una multitud hambrienta que invadía la casa. “¡Ya llega la mangosta, madre!”, exclamaba al ver arribar la parentela a los apurones. Y su madre se persignaba, encomendando su suerte a un ejército de santos protectores.
Todos los visitantes, colgados de las ventanas, apretujados en el salón principal –todas las casas que construía Don Biagio tenían un salón enorme, previendo que todas las familias de todos sus hijos serían prolíficas, por lo que había que disponer de un lugar muy amplio donde juntarlos–, esperaban las palabras de bienvenida del anfitrión. Hasta que el discurso no era dicho y, por lo tanto, escuchado por los invitados, la fiesta no daba comienzo. En algunas ocasiones, el bochinche de los niños de la vasta parentela era tan atronador, que Don Biagio se vio obligado a repetir el discurso de inauguración en varias oportunidades porque los más viejos, que eran los más sordos, se quejaban de no haber podido escuchar las palabras de bienvenida por lo que no estaban en condiciones de participar del festejo inaugural.
Para María Piadosa la breve, todos esos parientes eran imposible de reconocer. Venían primos y tíos, primos de los tíos y tíos de los primos de los primos, cada uno con sus esposas y decenas de hijos que masticaban pedazos de carne con un ansia devoradora implacable. Y todos los que iban llegando la saludaban repitiendo sus nombres igual que una oración: Giuseppe Francisco, Francisco Giuseppe, Miguel Giuseppe, Francisco Miguel, Giuseppe Miguel, Anthony Manuel, Giuseppe Manuel, Antonia María, Francisco Manuel y así, ininterrumpidamente, decenas de hombres grandes y pequeños con los mismos nombres que se repetían aleatoriamente, de camada en camada, de generación en generación. Cuando la fiesta acababa y debían marcharse, luego que la comida los hinchara hasta reventar y la bebida los sumieran en la borrachera colectiva, cada uno agarraba al azar al primer niño que pasaba a su lado. Si tenían cuatro hijos, se llevaban cuatro niños, o cinco o seis, según fuera el caso, sin saber si los que se llevaban eran los propios o los del hermano, o los del primo del tío, del tío del primo del primo, hasta que, pasados unos días, el párvulo decía: “No soy Giuseppe Francisco, soy Francisco Giuseppe”, y entonces empezaban las devoluciones, las que a veces duraban un mes, hasta que las familias se terminaban de ordenar esperando una nueva inauguración.
En cuanto a las mujeres, todas tenían nombres de vírgenes y santas que María Piadosa la breve no podía recordar ni con todo el empeño que pusiese en ello. Así que optó por saludar con un ligero movimiento de la cabeza y un “sí, tía, no prima” por lo que se ganó fama de silenciosa y fue apodada “la breve”. Producido el entrevero de los niños, las más perjudicadas siempre resultaban las mujeres. Ellas se parecían tanto unas a las otras, que a las familias les costaba grandes esfuerzos distinguirlas, por lo que el reordenamiento consumía un tiempo mayor e incluso había dado lugar a reyertas estériles y largos conciliábulos hasta que finalmente se podía decir con precisión quién era la niña y a qué familia correspondía con absoluta certeza.
Dicho el discurso de bienvenida y rezada una oración escrita por él mismo Biagio para la ocasión, comenzaba la fiesta. Los parientes, distribuidos por aquí y por allá, hacían desfilar las fuentes con carne de vaca, cerdos, corderos y pollos; las bandejas con chorizos y morcillas iban y venían incapaces de resistir a aquellos tragaldabas que amenazaban devorarse hasta los niños de no mediar semejante abundancia. Las mujeres hacían de cocineras y se movían a las carreras para atender el tendal de comensales que, a medida que pasaban las horas, parecían multiplicarse, como si todos los hombres de la región salieran por un agujero misterioso y se daban por invitados al banquete.
Del vino se ocupaban los hombres. Las jarras enormes labradas artesanalmente desbordaban las copas que eran servidas con una especie de ceremonia cada vez que alguien estiraba su mano mostrando la copa, con el deseo de ser servido para calmar la sed. Había momentos en que la multitud se movía como por oleadas, sin mediar señal alguna, se abarrotaban decenas de hombres y niños que arremetían contra las bandejas lidiando por los pedazos más grandes y jugoso de carne. Se generaba entonces una indisciplina que llevaba a la desesperación a las mujeres, que se sentían incapaces de atender a tiempo ese “trácate-trácate” de las muchas mandíbulas que amenazaban con atormentarlas a mordiscos. Cuando esa vorágine parecía llegar a su fin, empezaba el baile. Los músicos, a esa altura, podían tocar cualquier música que se les pidiera: eran incapaces de distinguir un pasodoble de una milonga; bebían sin malicia, pero sin fin, e iban adquiriendo un color violáceo, insoportable, trastornando a los pobres instrumentos que veían sus cuerdas y teclas aporreadas en un verdadero revoltijo de negras y corcheas.
Esas fiestas gozaban de tales prestigios que se contrataban varios fotógrafos para que retrataran a todos los asistentes.
Inauguraba la sesión fotográfica la foto familiar, en la que una abigarrada multitud se apilaba por caber en el objetivo del armatoste fotográfico. Don Biagio impuso una condición a los fotógrafos pueblerinos: solo abonaría aquellas fotos en las que los retratados estuvieran completos, no como en las instantáneas de las primeras fiestas, en las que los más altos, de pie en la última fila de la formación, fueron retratados sin sus cabezas. Conmovido por aquella contrariedad, Don Biagio pegó los cartones fotográficos sobre unos papeles blancos y les dibujó una especie de cabeza de la que salía una flecha con el nombre del dueño de aquel cuerpo decapitado, por lo que aquello resultó tres cuartos de fotografía y un palmo de dibujo.
Luego venían las fotos por grupo, la familia anfitriona se retrataba con todas las familias de todos los parientes invitados. Al principio todos los padres y las madres corrían de aquí para allá buscando los hijos para el retrato. El tiempo que llevaba esta tarea enfurecía a los fotógrafos, quienes tampoco estaban libres del alcohol que con abundancia se le ofrecía a todo aquel que participara de una u otra forma en el acontecimiento. El inconveniente que se presentaba era que los fotógrafos eran muy pendencieros, buscapleitos y listos para armar una batahola por cualquier cosa que a ellos les pareciera razonable. Biagio, para evitar peleas que arruinaran la fiesta, recurrió a una solución que fue aceptada por todos, en especial, por los fotógrafos. Las familias eran retratadas con la cantidad correcta de niños, aunque estos no fueran los propios.
“¿Cuántos niños tienen ustedes?” Preguntaba el fotógrafo. “¿Cuántos varones? ¿Cuántas niñas?” Si le respondían “Cinco hijos: tres varones y dos mujeres”, se elegían los niños al azar, con el número y el sexo correcto. Para que sus rostros no denunciaran la falsificación se les hacía bajar un poco la cabeza, de modo que nunca fueran retratadas las caras. El tiempo amarillearía tanto las fotos que terminaría por desdibujar a los retratados, convenciendo a todos que aquellos niños eran quienes se decía que eran y no sustitutos elegidos azarosamente. Además, los niños crecían tan rápido, que nadie, en poco tiempo, estaría en condiciones de poner en duda la legitimidad del retrato.

Nadie quería renunciar primero al festejo, era común encontrar a la parentela desparramada por todos los ambientes a la madrugada, hasta que las mujeres, como podían, arreaban a sus familias como a ovejas sonámbulas.
En uno de esos festejos, María Piadosa, la madre, desplegó su inquebrantable fortaleza para que todo luciera de un modo excepcional, como un milagro fabricado por aquella familia en la que ella hacía la economía confiando en su inteligencia y habilidades, y su marido se empeñaba en demoler toda la paciencia del mundo atrás de su fiebre constructora inacabable. Fue en el casamiento del hijo mayor: Giovanni Antonio Giuseppe Manuel.
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel era un muchacho sin preocupaciones, que heredó de su padre la obstinación en las empresas que acometía, pero ejercida en sus dotes de adivinador. El nacimiento de ese, su primer hijo, fue un acontecimiento que dejó perplejo a Biagio: vio en la cuna su propio retrato; los ojos grandes, hondos, límpidos, sin pesadillas.
Una asombrosa habilidad evidenció el muchacho desde pequeño: apenas si sabía contar, pero podía decir con exactitud el valor de cada moneda y de cada billete. No solo eso: apiladas desordenadamente las monedas, de un vistazo, podía decir la cantidad exacta de dinero a que equivalían. Y aun tirando al aire un fajo de billetes para que se desparramaran como hojas sueltas en otoño, podía al voleo decir cuánto dinero se había dejado caer. Esto produjo una conmoción en toda la región, su fama se extendió allende los límites de las cercanías y no fueron pocos los que vinieron desde muy lejanas tierras a comprobar por sí mismos aquella rara virtud en un niño del que se decía era poco instruido.
Transcurrido un tiempo, aquella aptitud se amplió: no solo podía decir la cantidad exacta de dinero en moneda o en billetes que portaba el ocasional visitante. Bastaba que el niño fijara su vista en algún lugar perdido del paisaje para que, al cabo de unos momentos, dijese casi con desgano: “Tiene veinte centavos en el bolsillo derecho, los ha envuelto en un pañuelo que está lleno de mocos.” Para vergüenza del visitante, la adivinación era correcta.
El acontecimiento milagroso fue conocido por María Piadosa, la madre una mañana fresca y soleada en que estaba dedicada a la limpieza hogareña. Encontró a su hijo con la vista fija en un punto indefinido de la enorme casona, con la mirada como vaciada, hueca, y de sus oscuras pupilas se estiraba un brillito coloreado de lágrima. Giovanni Antonio Giuseppe Manuel dijo sin mediar ninguna razón: “Tenés trescientos pesos guardados.” María quedó fuertemente impresionada. Dedujo que el bribón estuvo revisando sus propiedades y sintió por primera vez amenazada su modesta fortuna.
—La próxima vez que revises mis cosas te voy a dar tantos palos que se te van a ir las ganas de jorobar –advirtió a su hijo decididamente.
—No necesito revisar nada –respondió el niño, que volvió a su estado catatónico.
En otra oportunidad, María lo encontró en igual postura, callado, como un retrato de periódico, en la penumbra de la cocina, sucumbiendo secretos. Pero esa vez no solo adivinó la cifra, sino que hasta dijo dónde y cómo estaba guardado el dinero.
Para María la madre fue una pesadilla. Bastante tenía con los arrebatos de Biagio –quien ignoraba por entonces el curioso talento de su hijo– persiguiéndola por toda la casa para que le entregase los ahorros que escondía, para que el niño aquel, desde su rincón, sentado como sin recuerdos, en silencio enigmático dijese: “Están detrás de la alacena, envueltos en un trapo y son cincuenta pesos. Están ordenados de mayor a menor y el billete que está primero tiene una mancha marrón. ¿Será café o mancha de barro?”
María, la madre bramaba enfurecida y a hurtadillas tenía que cambiar el dinero de escondite, lo que al final resultaba inútil. Derrotada por el niño augur, optó por guardarlo en un bolsillo que cosió a sus corpiños y otro que unió a los calzones.
Una mañana, mientras Biagio fastidiaba con una preguntadera de aquellas, percibió el brillito aquel color de lágrima en las oscuras pupilas de los ojos del niño, quien estaba a punto de revelar el secreto de su madre. Fue cuando se puso frente suyo y mirando con fiereza la hondura oscura de los ojos, aquellos le dijo apretujando los labios y con violencia: “Atrevete y te rompo los dientes, desgraciado.”
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel encontró convincente la amenaza y no atinó a perturbar más con sus adivinaciones los secretos de los ahorros de su madre. Desde entonces, María Piadosa la madre guardó el dinero en sus sostenes y bombachas, los que no se sacaba ni siquiera para dormir. El niño cada vez que se cruzaba con la madre dirigía su vista al busto o al vientre materno y esbozaba una sonrisa que disimulaba a la carrera esquivando algún que otro coscorrón que le lanzaba como recordatorio de la amenaza primera.
Biagio nunca pudo descifrar aquel suceso de los poderes de su hijo Giovanni Antonio Giuseppe Manuel. Intentó varias veces que el niño echara mano de sus portentos para que predijese el número de hijos que tendrían él y sus hermanos, el de las casas que debería construir y otros cálculos estrafalarios que elucubraba en las noches en que diseñaba las construcciones que se imponía como sagrada obligación paterna. Tuvo que aceptar que las dotes del niño no estaban dirigidas a resolver ese tipo de intríngulis matemáticos.
Sin embargo, Biagio, buscó durante cierto tiempo algún tipo de correspondencia entre las adivinaciones del muchacho y sus necesidades de cálculos aritméticos. Algo atribulado, no encontró ni una leve conexión entre las adivinaciones y sus ecuaciones sobre ladrillos y cementos. Consideró, sin embargo, que eso no menoscababa el augurio extraordinario de tener un hijo dotado de esa milagrosa singularidad, y concluyó que un hombre con tales habilidades tendría que llegar forzosamente a ser rico, y que todos los ricos se llenaban de hijos porque las nanas se ocupaban de criarlos, mientras ellos andaban de juerga en juerga.
Concibió las medidas de la casa de Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, igual que si se tratara de una iglesia repleta de feligreses; algo que provocara el asombro y fuera símbolo de prosperidad permanente.
La fama de Giovanni Antonio Giuseppe Manuel creció primero en la propia familia. Aparecían parientes venidos de los confines del país confiando en los atributos adivinadores del muchacho. Venían a preguntarle por tesoros perdidos, herencias posibles, auspicios de fortunas y, aunque siempre repetía que sus habilidades se limitaban a reconocer cuánto y dónde se hallaba el dinero de las demás personas, se lo interrogaba sobre el destino, las cosechas futuras, las penas venideras, el matrimonio posible de esta o aquella hija. “¿Es estéril la mía?”“¿Es yerma la tuya?” Algunos mandaban sus pedidos por carta, esperando que la correspondencia le devolviese el alma al cuerpo de sus ilusiones.
Llevó cierto tiempo aclarar que las visiones de Giovanni Antonio Giuseppe Manuel no podían hacerse a la distancia y mucho menos por correo. Y que tampoco sus habilidades eran comparables a la de los verdaderos nigromantes. Lo suyo se limitaba a entrar en una casa, la que fuera, mirar hacia ningún lado y decir como quien solo deja caer unas cuantas sílabas: “Se les ha caído un peso y está detrás del ropero.” O: “El dinero que buscan, diez pesos, está adentro de un saco que está adentro de una bolsa negra que está adentro de un ropero blanco que está adentro de la pieza oscura.”
Fue su tío Giovanni Antonio Manuel y Manuel que lo convenció de cobrar un porcentaje sobre el dinero recuperado por sus hallazgos, lo que le permitió en poco tiempo acumular una pequeña fortuna con la que compró la carbonería, lugar donde comenzaron a manifestarse sus maravillosos portentos y en donde trabajaba desde pequeño, transformándose en el dueño más afamado y próspero que pudiera tener. Junto a la carbonería, sostuvo sus labores de adivinador y los porcentajes percibidos engrosaron permanentemente el erario personal. La empresa de las revelaciones creció geométricamente y, por ello, dejó a otros hermanos el cuidado del negocio carbonero y él se dedicó con exclusividad al adivinamiento, mucho más lucrativo.
Era un hombre bien parecido, pero el dinero exageró sus atributos varoniles. Fueron varias las pretendientes que procuraron sus favores maritales. El día que contrajo enlace con Blanca Divinidad, quien ganó su corazón con su trato dulce y apego ardiente, los visitantes venían, no se sabía de donde, muchos traídos por la fama de aquellas inauguraciones que trascendieron largamente las modestas fronteras del vecindario y otros, por el solo atractivo de ver en persona al mago que encontraba la plata perdida.
Por carradas caían los Giuseppe Francisco, Francisco Giuseppe, Miguel Giuseppe, Francisco Miguel, Giuseppe Miguel, Anthony Manuel, Giuseppe Manuel, Antonia María, Francisco Manuel y muchos hasta con aspecto de extranjeros, conmovidos por las leyendas que se contaban de Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, hijo de Don Biagio y María Piadosa la madre, vuelto un hombrón hermoso, que se reía a boca suelta motivado por el amor y el dinero que fluía por el arte de la adivinación.


[1]Para mayores referencias sobre los abuelos Juan e Inocencia, ver La Reliquia Tomo IV. “Los Amores de Ámbar y Guadalupe”.

[2]“Lluvia”, Federico García Lorca.

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