IV

Como lo imaginó, el final del andén se desenrollaba en una larga calle de tierra.
El polvo se amontonaba demorando una mezcla de perfumes de marzo que venían de enormes distancias traídos por los vientos, y que se habían enquistado bien entrado junio.
El olor a tierra seca era más suave, pero más penetrante que aquellos que envolvían el andén. En algún momento, AC sintió como un perdido aroma de frutales aún frescos, delicados. No era un aroma, solo un recuerdo antiguo de aroma que se desvanecía a medida que avanzaba por la callejuela terrosa.
Una bulla de hojarasca hacía como bromas de niños en las cúspides de los árboles gigantes.
Las casas se repetían unas a otras. Desde su fundación, perdida en el coloniaje español, se decía que la arquitectura se repetía de modo voluntario, prestándose las rectas y las curvas cada casa, para que una fuera hermana directa de la otra y todas dibujaran un pueblo blanco de equilibrada simetría. Pero la lluvia, o, mejor dicho, la ausencia de la lluvia, desquició esa arquitectura hasta hacer una monótona sucesión de rectas y ángulos resecos carentes de gracia y armonía. Incluso la perspectiva, distorsionada por los humores del calor ascendente, desfiguraba la imagen de las callejuelas, deformándolas retorcidamente.
La historia pueblerina repetía que no llovía desde aquel aciago día en que cientos de indios lugareños fueron enterrados vivos por los conquistadores españoles como escarmiento a su incesante rebeldía. Y que, si bien los invasores se apropiaron de sus tierras por entonces fértiles, las almas vivientes de los sepultados lanzaron su conjuro de venganza, imponiendo el fin de las lluvias subtropicales, regalándoles a los invasores la lenta agonía de morir disecados, mientras deshacían sus dedos tratando de horadar los cerros, perseguidos por la enfermedad del oro y de la plata. ¡Oro y Plata! ¡Dios sea loado! ¡Oro y plata!
Al principio, los conquistadores no reconocían la enfermedad y perseguían las montañas y el fondo de los riachos en busca de los metales preciosos soñados desde su partida de una tierra que ya se les había olvidado por completo. Pero al tiempo, a medida que ríos y lagunas se secaron y las lluvias no volvieron a caer, despertaban afiebrados y empezaron a beber sus propios y escasos orines. Luego de beber sus propios orines, bebieron la sangre de los más débiles, y se encontraban olvidados de todo, perdidos ya de todo pasado, presente y futuro; rompiéndose los dientes contra los cerros, sin saber qué buscaban. Hasta que empezaron a devorarse los unos a los otros, delirantes de que el oro buscado estaba guardado en las entrañas de sus semejantes. El último que quedó, en el conjuro demencial, se devoró a sí mismo: primero una falange de la que creía extraer oro, luego otra, de la que creía extraer plata, y luego otra, de la que creía extraer piedras preciosas. Hasta que se fagocitó una mano y la otra mano y, sin remedio, se devoró su propia alma.
Fueron los conquistadores, antes de la locura del oro, la plata y las piedras preciosas, los que trazaron el mapa del pueblo con la plaza al centro, la iglesia a la izquierda, el ayuntamiento a la derecha y el cuartel al fondo, mal imitando una fortaleza de piedra y barro. Luego se repartieron las tierras en un descuartizamiento feudal que aún perdura.
Calcinados los invasores, devorados por sí mismos, largos años de desolación se abatieron sobre el pueblo perdido. Así fue, hasta que hijos de los hijos de los hijos de otros, llegaron y restablecieron las construcciones sobre los derruidos caseríos españoles construidos sobre los huesos penantes de los muertos. Pero tampoco con ellos llegó algún progreso esperanzador para alivio de los pobladores que, a pesar de todos sus infortunios, se aferraron al pueblo como sujetos por las almas sufrientes de aquellos indómitos asesinados en épocas ya lejanas.
La lluvia, que no era ni oro, ni plata, ni joya alguna, se volvió el tesoro más apreciado.
La lluvia, recordaba una vieja madre de otra vieja que ovillaba unos hilos de cáñamo antiquísimos con olor a difuntos para tejer unas naderías, no volvió más; tanto fue así, que algunos emigraron a pueblos más o menos vecinos, por la sola fortuna de ver llover, aunque más no sea una vez en la vida.
Las cinco cuadras que caminó hasta lo que se anunciaba como el hotel parecieron interminables. El zumbido de los moscones dando vueltas alrededor de su cabeza volvió más fatigoso el camino. El aleteo de los moscardones era monótono y penetrante a los oídos; estaban despiertos y atentos para esquivar los manotazos que AC les tiraba para espantarlos. Molestar a las personas es un arte que las moscas cultivan desde épocas milenarias y nada hay que pueda impedirles llevar a delante su cometido. La evolución les ha dado la perfección del vuelo rápido, el aleteo persistente y punzante, y la obstinación de un temerario.
El hotel era también el único bar. Su puerta al frente estaba como entreabierta y por la rendija se podía ver a un viejo decrépito, también resecado.
Entró como quien no entra, sin pisar, solo un raspón con la suela contra el áspero cemento coloreado con ferrite rojo. Una mujerona detrás del mostrador tenía una palmeta en la mano. De cara redonda, lucía incrustada una boca regordeta de labios violáceos entreabiertos por donde se veía una gorda y roja lengua pegajosa, que movía la saliva de un lado a otro sin desperdiciar ni una modesta gota. La nariz era demasiado pequeña para esa cara gorda y redonda, como si alguien la hubiese dibujado como al pasar, por error, sin atender al conjunto de la anatomía de la mujerona. A los lados, dos pequeños ojos achinados coronados por gruesas cejas que buscaban confundirse a la altura de la nariz en una sola.
El talle en desolación, marchitándose sin armonía alguna, los senos prolíficos, los pezones se entreveían por la gastada tela de la camisola y parecían dos brutos botones de ciruelo que caían debajo de una especie de bata, una blusa que alguna vez tuvo color que se desvaneció lavado tras lavado, hasta quedar casi transparente. Acostumbraba a usar una vieja camisa sin botones que se traslucía morbosamente y que sujetaba con algunos alfileres de gancho que poco y nada podían ocultar, y que eran la obsesión de los jornaleros que se llegaban a tomar unos vinos y se imaginaban con aquellas brevas gigantes en sus bocas.
La pollera era un deslucido traperío, encubriendo hasta las rodillas unas piernas con forma de trapecio, henchidas de várices reventonas, piernas que se remataban en pies rechonchos, muy pequeños como para sostener una humanidad como aquella, pies que terminaban en uñas amarillentas y duras.
El saludo del forastero se perdió sin respuesta. Ni la matrona ni el viejo parecían reparar en su presencia. El visitante carraspeó y repitió el saludo en torno enérgico.
—Buenos días, –dijo y miró fijamente a la mujer.
El tono de la voz varonil sacó a la dueña del sopor en que parecía estar sumida, y entornando los ojos, que estaban inyectados de sangre, se quedó observando la atlética figura del visitante. Con sus ojos apenas entreabiertos, lo midió palmo a palmo, deteniéndose en la entrepierna que imaginó imponente y con un “¡ay, dios mío, cuánto hace!”, eructó algo de ese vaho naranja del pueblo, se acomodó los pelos hacia atrás y balbuceó una respuesta que AC no pudo entender. Se puso de pie y dejó la palmeta sobre el gastado mostrador de estaño, repintado de un color azul intenso, que lo afeaba innecesariamente.
El hombre disecado observaba desde su silla la escena. Silbó unas palabras “puta de mierda”, que se estrellaron entre sus dientes careados y solo parecieron un zumbido propio del mosquerío que abundaba en el salón. “Puta de mierda”, repitió, y volvió a su sopor entrecerrando los ojos. Un seco ronquido salía de su boca, un sonido casi gutural, más próximo al ronco sonido de una muerte que se aproxima penetrando fibras profundas de la anatomía del hombre. La predicción de un curare formidable impregnaba su futuro sin que nadie por entonces lo supiera.
La mujer abrió grande sus ojos. Las pupilas eran de un color azul intenso (el brillo de esos ojos confundió al visitante). Pasó su mano por la cara para disipar la modorra y, sin saber por qué, la presencia de ese desconocido la arrastró hacia la memoria, recordando aspectos de su juventud que permanecían ignorados desde hacía años, sumergidos los recuerdos en el pueblo seco aquel de la maldición eterna.
En los ojos achinados de la mujerona había un prístino reflejo de una juventud lejana. Era difícil precisar su edad: la ropa, el abandono, el desarreglo, se conjugaban para modelar una gruesa máscara que ocultaba rasgos vivos de un pasado olvidado. Subyacía en esos reflejos un rastro de muchacha alegre, cuya belleza, si bien se disipó con los años, mereció el aprecio de los que la rodeaban.
Descendiente de una familia acomodada, su padre era un alto funcionario del Estado (como lo fue su abuelo), de esos que se perpetúan en nutridas legiones de burócratas que año tras año, gobierno tras gobierno, van sedimentando capas superpuestas de oscuros funcionarios desconocidos, que, entre las penumbras, dirigen los destinos de la nación. Pocos conocen sus nombres, menos sus labores, casi nadie sus rostros. El anonimato va acompañado de prebendas políticas, sociales y económicas, que permiten a estos hombres mantenerse en el tiempo con independencia del signo político y la forma del gobierno de turno.
Desde tiempos lejanos la familia solía explicarlo con un sencillo dibujo, un triángulo isósceles en cuyo extremo superior, una pequeña porción de su superficie, representaba los “poderes” constitucionales: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Según los burócratas, esos “poderes” estaban más preocupados en recepciones y cenas que en el gobierno efectivo de la cosa pública. Estaban para firmar leyes y decretos que esos funcionarios, casi ocultos en los repliegues de la burocracia infinita, redactaban para satisfacer las necesidades políticas del momento.
La base del triángulo representaba la turba –el aluvión zoológico–, como la definían; el pueblo, la ciudadanía votante o no votante, el “productor”, hombres y mujeres comunes, que no podían ocuparse de las cuestiones políticas, porque, repetían con sorna los burócratas, “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Y en el centro del triángulo, como una ancha franja innominada, arropada por una perenne impunidad gerencial, estaba esa legión de burócratas que ejercían el gobierno real a expensas de la base, el pueblo, y bajo el paraguas de los políticos de turno encaramados provisoriamente en la cúspide del triángulo.
Eran los dedicados orfebres que supieron insertar la bella perla del extremo sur del hemisferio sur, en la gloriosa corona de Su Majestad, la Reina de Inglaterra.
La mujer recordaba los puntillosos relatos familiares sobre aquellas largas tertulias políticas entre sus parientes y el Gral. Justo y el mismísimo Marcelo Torcuato, ese galán enorme, fino, culto y casi ciego de amor por una afamada cantante lírica.
Sabía, por los relatos, del alboroto en la casa el día que se mató el hijo del Gral. Justo. Del suicidado nunca supo el nombre. Recordaba el automóvil que fue a recoger a la familia para asistir a la recatada ceremonia mortuoria para darle al difunto el póstumo alivio antes de ingresar al purgatorio donde su alma se cocería casi eternamente, hasta la resurrección de los muertos para ser juzgada en el juicio final, último acontecimiento del Apocalipsis prometido en las sagradas escrituras, para luego volver a cocerse eternamente por los siglos de los siglos. Amén.
La madre era delgada, delicada, vestida con blancos encajes que resaltaban su palidez exangüe. Sus manos eran tan finas y transparentes que a ella siempre le daba miedo tocarlas, porque creía que estaban al rajarse como la porcelana con un leve golpe. El talle ajustado, los pies juntitos, daba pasos con pie como de pluma, caminando como un siamés, levemente, inadvertida. Y cantando, siempre cantando sus canciones italianas, mientras sus manos exánimes, anémicas, bordaban y bordaban manteles, cortinas, pequeñas carpetitas o las iniciales del nombre del marido en camisas, pañuelos y hasta en las servilletas, para dejar asentado quién era el verdadero hacedor de los designios familiares, prerrogativa recibida con el sagrado sacramento del sagrado matrimonio.
Y estaba esa prima, loca, loca, loca, que veía a Dios, a la Virgen María y una legión de ángeles semidesnudos, casi a diario, que iban a visitarla en cualquier momento, porque las visitas divinas son así, inesperadas y prolíficas. A Clotilde, su nombre, se le iluminaba la cara y encendía el vientre al hablar de ese teniente del que se enamoró con desesperación y que llegaba con otros jóvenes militares a la casa, acompañando a unos visitantes que venían a conversar con el burócrata.

De tarde, cuando podía pasear por el amplio jardín de la mano del amado, bajo unos ciruelos que entre sus hojas susurraban pequeños vientos amorosos y cálidos, deseaba encenderse liviana en los recodos del caserío para tener entre su sexo el miembro viril del militar atlético. Era el evento que esperaban las primas escondidas en las sombras pronunciadas de los rincones de la casa, acalorándose con las escenas de aquellos impúdicos novios que se aprovechaban de la distracción producto de las monótonas y aburridas charlas políticas de sus mayores.
Y le dijo al burócrata un testigo sin nombre ni rostro conocido, algo picado de viruela, que ese mismo teniente de cabeza redonda, cabello rubio y fino bigote anchoa, urgido de esperma caliente, no se satisfizo en la prima Clotilde, sino que sedujo a aquella niña que el paso de los años transformó en una matrona abandonada en los resecos confines de un pueblo perdido en la geografía enorme del país.
La niña, que apenas había comenzado a menstruar y descifraba nuevas sensaciones como gruesos palotes, fue abandonando los juegos de muñecas para sucumbir en los ajetreos y transpiraciones del amor. Hasta que el tiempo confesó un embarazo que hizo estallar la familia como si una desgracia inconmensurable se hubiese derramado sobre ellos, desintegrando las ambiciones paternas de alcanzar los puestos más altos de la administración pública, apoyado en una inmaculada moral, una inquebrantable fe religiosa y los nobles atributos de su inteligencia, que lo mostraban como un rudo y diestro conductor de aquellas voluntades humanas que gobernaba.
¿Cómo ocultar aquella abominación que se gestaba en el vientre de su hija? ¿Acaso había peor blasfemia que el temprano embarazo producto del jolgorio de los sexos con un don nadie, un arribista entrado a la casa por la puerta de servicio?
Las viejas criadas recordaban el escándalo de los cadetes –al que comparaban el de la niña embarazada–, que obligó a personas de reconocida prosapia a emigrar a Córdoba, so pena de muerte, y a refugiarse en el prostíbulo de aquella descendiente de una familia patricia, a donde iban los jóvenes oligarcas a pasar el rato y satisfacer la lujuria.
Fue rodar y rodar de matrona en matrona y de brebaje en brebaje para exorcizar la abominación; brebajes repulsivos de humores increíbles que humeaban como modestos purgatorios en vasijas.
Nada resultó con las comadronas. Hasta que vino aquella, de la que aún tenía prendida en el borde de su pupila la mirada negra, con una cuchara filosa y cuatro matronas de custodia que la tomaron de los brazos y de las piernas, y le rasgaron la cavidad de su vientre desmembrando un embrión pequeño y sanguinolento.
Chillidos del fin del mundo brotaron cuando arrancaron unos pedazos de no supo qué, y la sangre fluyó dibujando unos caminitos rojos que cayeron silenciosos de la mesada al piso que se coloreó escarlata. Tuvieron que traer a otra viejaza que al tiempo que rezaba una mezcla de conjura y extremaunción, con unos ungüentos malolientes, un almizcle que taponó el sangrado con un tal ardor por el cual nunca más sintió vivo el tejido de su vagina, remedió el desangre que la condenaba a una muerte segura. Nunca supo si un castigo o una gracia, esquivó una infección como las que solían matar a las mujeres como unas nadas.
Del teniente le dijeron que su padre lo acusó de haber cometido una violación, “estupro contra una menor” –dijo–, y lo conminó a remediar la afrenta, poniendo fin a su vida por propia mano, o prepararse para vivir la condena en los peores arrabales de las cárceles de Buenos Aires, donde convivían entre oscuridades malsanas, asesinos, violadores, pederastas. ¡Ellos sí que sabrían cómo tratar a un rosado cadete de la Escuela Militar!
Aseguraban que, en la propia casa, en aquel bello comedor donde se amontonaban las palabras de las continuas tertulias políticas, se pegó un tiro con su arma, apoyando el frío cañón del revolver en el paladar, bien adentro de la boca, y que una bala caliente atravesó músculo y hueso hasta estallar el cerebro en fragmentos fundidos y viscosos. Aunque se murmuraba en secreto que el teniente, quien negó siempre la acusación hecha en su contra por la familia, fue asesinado cierta noche luego de una acalorada discusión con el burócrata. Repetían que el hombre, llevado de un odio irrefrenable, terminó con la vida de ese “insolente”, de ese “don nadie”, de ese “pendejo de mierda” que mancilló su hogar y procurado terminar con su carrera política metiéndose entre las sábanas de la cama de su hija menor para hacerle un bastardo.
Dijeron que el disparo le destrozó la cabeza, y que, a la altura de la coronilla, la bala del Colt calibre 38 Smith Weesson, arrancó pelos, pedazos de carne y de cerebro que se estamparon contra la pared haciendo una enorme mancha negra y roja que las criadas de la vieja casona frotaban y frotaban, sin poder despegar el viscoso ungüento, como si lo que hubiera quedado incrustado era el alma emponzoñada de aquel joven amante.
Luego de aquella muerte, en el sigilo de una noche espesada de nubes, apenas unas estrellas como arañas perladas, a la niña la llevaron primero a un convento y luego, en un tren, hacia un lugar del que no tenía ninguna noticia y del que nunca supo historia alguna. De ese lugar jamás volvería. Un destierro interior en un páramo yermo, reseco y estéril como ella.
Unas viejas abandonadas se hicieron cargo de su cuidado por unos pesos por mes. Ese pupilaje pasó a un desconocido, que envejeció junto a ella, año tras año.
En Buenos Aires, se dijo que murió enferma de rara enfermedad, “como certifico abajo, en mi calidad de médico de la familia, niña muerta por extraña enfermedad que como súbita infección terminó dañando órganos vitales hasta el paro cardiorrespiratorio y una muerte muy penosa a tan tierna y corta edad”.
En la casa se hizo un altar en el que la imagen de la niña se conservó en un portarretrato de pura plata de altísima calidad labrado a mano, el que permanecía iluminado el día entero; luces de unas velas que no cesaron su lucecita nunca, una liturgia perenne de unas viejas criadas que no pararon de llorar por la niña enamorada, desaparecida en una noche nubosa, llena de espesos perfumes de amor y de odio.

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