Dedicatoria

A mi amada hermana Viviana Elena,

que se cansó de vivir una apacible noche de febrero.


“Yo quiero ser llorando el hortelano

De la tierra que ocupas y estercolas,

Compañero del alma, tan temprano.”

(Elegía a la muerte de Ramón Sijé, Miguel Hernández.)

A Guillermo Fortuna, compañero del alma.

I

El último pito del tren dibujó rulos negros en el cielo y se fue agotando en el horizonte, apenas dibujado con tonos de acuarela, mientras algunos chimangos embotados revoloteaban en círculos. El calor descendía en rollos anaranjados que, al mezclarse entre las hojas de los árboles, plátanos enormes alzadas sus ramas casi hasta el techo del cielo, hacían como breves esquirlas cobrizas que caían punzantes a la tierra reseca.
De a ratos, el horizonte de acuarela se achicharraba perdiendo la suavidad de los colores, y vahos naranjas y vahos verduzcos se espantaban como espectros enrareciendo el aire. Abajo, la tierra se resecaba una y otra vez, en un ejercicio constante de desecación que perpetuaba abundante polvo acumulado, capa sobre capa, como restos mortuorios de una naturaleza incinerada sin cesar.
AC, de pie, inmóvil, en el andén de la vieja estación ferroviaria, veía al tren perdiendo su arrogancia de acero, y los manchones negros que escupía la vieja locomotora se enrollaban en unos insignificantes puntos que quedaban colgados de racimos de nubes hiladas al azar, nubes que vaciaron sus aguas en lugares y tiempos perdidos y que nunca anunciaban el fresco de una lluvia que aliviara en algo la centenaria sequía de un pueblo en el que nadie recordaba si alguna vez llovió. “El agua vale más que el oro”, pensó, riéndose con disimulo y asintiendo con la cabeza.
Apoyó su pequeña valija forrada de azul en el piso de la estación. En ella llevaba algo de ropa, los enceres indispensables para su higiene personal y dos armas: una Browning calibre 9 mm para su propia protección y su pistola calibre 22 Smith Weesson para su trabajo. Una Smith Weesson de hermosas cachas negras color de ébano lustroso, automática, de fabricación extranjera. No confiaba en la industria nacional.
Llevaba pequeñas estampitas de santos que beatificaban desde el estampado policromático con humilde religiosidad.
Repasó con sus ojos la arquitectura inglesa del parador ferroviario que mostraba el abandono al que fue arrojado, por lo menos, veinte años atrás. Los rieles enclenques y lustrosos eran los mismos que un inglés mocoso y un puñado de obreros sacados de los ingenios, colocaron hacía más de setenta años. Los durmientes podridos diseñaban la marcha del tren haciendo fatigoso el viaje por la vieja estructura ferroviaria. “Ramal que para, ramal que cierra”, recordó risueño aquella bravuconada que destrozó el complejo ferroviario que llevó más de un siglo construir.
Una placa entre los asientos de la sala de espera recordaba el día que llegó el tren al pueblo, y algo apartada a la derecha colgaba la foto de aquel inglés de aspecto ridículo, el que, intuía, debió comportarse con modales extraños para el lugar.
El extranjero lucía un rostro afinado, alargado como el huso de las hilanderas, del que se desprendían colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca; dos cejas algo gruesas se abovedaban sobre dos ojos negros, pequeños y penetrantes, que no insinuaban la agudeza de una inteligencia apta para la ingeniería y el cálculo matemático, pero si la avaricia –la avaricia esencial, intrínseca, sustanciosa– que el Imperio le inculcó a sus funcionarios en la vasta obra de expandir los dominios coloniales por el mundo entero. En medio de esos ojitos algo libidinosos emergía una nariz aguileña, poco armoniosa. Debajo de ella, un fino tajo negro, perpetuando un delicado bigotito sobre unos labios apretados y enigmáticos, que mostraban cierto brillo que el tiempo y la sequedad no habían arruinado, brillo que algo de lividez exangüe insinuaba. El mentón hacia adelante cerraba una caballuna mandíbula algo cuadrada para la estructura alargada de la cabeza, sobre un cogote demasiado fino, que daba la sensación de que en cualquier oportunidad un leve viento lo habría de quebrar igual que un simple junco.
El día que llegó el tren al pueblo no hubo discursos, ni festejos, y es probable que el inglés aquel ni siquiera haya permanecido allí, obligado por sus labores de expandir el ferrocarril para atender las necesidades del Imperio y sus ricos socios propietarios de enormes extensiones de tierra, para proveer de carne y granos al centro neurálgico del mundo moderno de entonces, cuando éramos una bella perla en la corona de Su Majestad la reina. “El granero del mundo”, se dijo entonces y se lo repitió como un padrenuestro.
Aquel suceso tiene que haber tenido un significado trascendente para el poblado, sumido desde hacía decenios en un letargo casi medieval, en el que campeaba rampante el sagrado derecho de pernada.
Pero en la sala de estar no había mención alguna de tal acontecimiento y, además, algún pueblerino se empecinó en borrar el nombre del intendente de la placa recordatoria, condenándolo al anonimato. Es probable que como buen politiquero hubiese preferido recibir ese símbolo del progreso que venía de la mano de los ingleses con una banda, un discurso y festejo popular. Allí nunca existió una banda musical; ni músico alguno que improvisara canciones y melodías que dulcificaran el chirriar de los hierros de la maquinaria ferroviaria. Nadie podía ofrecerse (ni lo hubiera hecho), para dejar para la posteridad algún recuerdo musicado de aquel evento. Tampoco en el pueblo hubo escribidores que pudieran atender al pedido del politiquero de redactar algunas líneas para perpetuar con chisporroteo de palabras el devenir del progreso. Sin música y sin discurso, los deseos de celebración se evaporaron seguramente, como el agua alguna vez lo hizo sobre la tierra reseca de la pequeña villa.
Para su curiosidad, la soledad del andén solo estaba interrumpida por la pequeña figura de un anciano sentado en una silla baja, desvencijada, cuyo asiento y respaldo dejaban ver un mimbre viejo y muy amarillo, tan reseco el uno como el otro. Barbado, con algo de pelo pajizo flanqueando la calva, tenía las cuencas de los ojos vacías. Su nariz era ancha, rugosa y debajo de ella, gruesos bigotes se prolongaban en una espesa barba ni blanca ni gris. Notó que el viejo parecía sumido en una especie de ensoñación y que soltaba a intervalos algunas frases inconexas o canturreaba como una especie de marcha militar en un idioma que él no podía reconocer.
Del anciano, conocido en el pueblo como Eliseo y apodado “finito” por su extrema delgadez, nadie recordaba su edad. Hasta podría haber sido centenario sin que ello hubiera motivado asombro. No quedaban familiares que pudieran asistir a sus necesidades, por lo que los pocos habitantes del villorrio, se ocupaban de modo organizado de atender mínimamente al viejo espectro. Para que Eliseo abandonara la silla, algún pueblerino debía ir a buscarlo, tomarlo de sus curtidas y rugosas manos y llevarlo a una pequeña habitación que era parte del edificio ferroviario, en donde alguna vez vivió el jefe de estación. El camastro sobre el que dormía Eliseo era un viejo catre cubierto con unos pedazos de manta, jirones ya ennegrecidos de una roña añosa. Los mismos vecinos que se preocupaban de su descanso le proveían algo de comer, fueran trozos de pan casero, alguna sopa y, excepcionalmente, algo de carne cuando se carneaba algún animal pequeño, en especial cerdo o cordero. La carne de vaca allí era solo para muy contadas ocasiones.
¿Desde cuándo el anciano estaba sentado en la estación de tren, en su pequeña, vieja y reseca silla de mimbre? Nadie podía dar precisa noticia. Años atrás, cuando aún conservaba algo de lucidez, anunciaba al pueblo la llegada del tren, anuncio que era retribuido por los pobladores asomando un palmo de narices por las puertas para observar si alguien familiar llegaba de visita a la villa. Los contados pasajeros que iban en sus vagones jamás descendían salvo para orinar o refrescarse en los vertederos de agua que almacenaba el ferrocarril en enormes reservorios. De regreso, el tren solía venir cargado con los fantasmas de cadáveres de cientos de hombres transformados en caña de azúcar hacia Buenos Aires (ciudad que a todos se les hacía tan extraña como el extranjero), o hacia los confines del mundo. ¡Éramos el granero del mundo! Se alardeaba, con más cinismo que convicción, sobre las capacidades productivas de este modesto país del fin del mundo, capacidades abonadas con mucha sangre de paisanos e inmigrantes.
Todos los lugareños sabían que las promesas que los ingleses y sus amigos criollos hacían cuando marchaba el tren hacia la cosecha, repartiendo unos cartoncitos de colores que convidaban riquezas futuras, grandes comilonas, abundantes y gustosos vinos, eran falsas como eran falsos los espejitos de colores con los que los conquistadores arribaron a América, atraídos por el oro y la plata que, aseguraban, brotaban como manantiales de las venas sangrantes de los lugareños vencidos.
De la cosecha, hombres y mujeres sabían que se volvía transformado en un palo dulce, que parásitos acaudalados chupaban con alegría en Buenos Aires, en pitucas tertulias a la hora del té o en los horizontes de un mundo que jamás conocerían. Era una muestra de gran sabiduría y prudencia dar la espalda a las coloridas promesas de aquellos cartoncitos que repartían malintencionadamente, muchas veces en nombre del mismísimo Dios nuestro Señor, los amos de la vida. Amén.

AC suponía que el final del andén lo llevaría al camino que desembocaba en el pueblo. Hacia allí dirigió sus pasos. Se detuvo a pocos centímetros del anciano que repetía monocorde, una música que le sugirió la melodía de una marcha militar en un lenguaje extraño, una monótona repetición de órdenes irrevocables, marciales, un balbuceo propio de la soldadesca que bien conocía por su entrenamiento.
Eliseo Gamarra era un soldado (porque soldado se es para siempre). Alto, delgado, gringo: rubio, de tez oscura y ojos claros. Descendiente de otros tantos Gamarra que recordaban a veces al elemento porteño de esa elite de Buenos Aires que reclamaba entusiasta la santa cruzada contra el mariscal Solano López, el monstruo-ogro, el agresor-invasor; el caníbal que la oligarquía porteña afirmaba en su prensa ilustrada, había degustado 400.000 argentinos en un banquete descomunal que acabó con la paz americana. La Triple Alianza1, profetizaron entonces, salvaría al mundo de la catástrofe del caos primitivo de un paraguayo tiránico y despótico.
“En veinticuatro horas, al cuartel; en quince días, a Corrientes; en tres meses, a la Asunción”, recitó el general que buscó presentar el exterminio como una gloriosa cruzada civilizadora, aceitada por los favores crediticios de la siempre interesada Baring Brothers y sus gerentes locales de las beneméritas entidades Nicholson, Green and Company, o del Banco de Londres y Río de la Plata. “¡Al combate maricones de mierda! ¡Maten a esos mierdas invasores paraguayos! ¡Dejen de lamentarse por una hermandad de inútiles!” Y agregaba reflexivo, “y no dejen de mandar los prisioneros que nos corresponden. Serán útiles ya sean presos, soldados o como peones. Muy importante como peones. El trabajo de esos gronchos nos dará el futuro.”
Era la voz del comandante en jefe que bramaba contra los lamentos folletinescos “propios de un Alejandro Dumas”2, cuando asombrados los hombres de armas argentinos rescataban “los cadáveres de mujeres y de niños que combatían por la patria, sin descanso, sin tomar ninguna clase de alimento ni de líquido, hasta la extenuación”3.
Mientras los combatientes admiraban a sus enemigos por tanto amor y coraje hasta el sacrificio supremo, el comandante en jefe pensaba de esos subordinados suyos que lloraban el coraje paraguayo, que eran meros “edulcorados militares”4, rémoras de un pasado inútil, retardados románticos de uniformes roídos, babosos, llorones, maricones de una nación que dejó de existir cuando cavaron aquella sepultura “al pie de la pilastra derecha del arco central del frontispicio de la iglesia”5, para depositar esa quimera cadavérica, esa vana ilusión que prosperó en la mente afiebrada de los primeros patricios de la Junta gubernativa. “Prefiero al amo viejo que al nuevo”6, solo fue una expresión de atraso, una disrupción entre la realidad y el porvenir, una arrogancia originada en la ilusoria creencia de una nacionalidad abortada en los albores de su concepción.
Para el señor general, esta nación no supo asumir su derrotero, su destino real. Había que atreverse a asumir esa providencia y reconocer que la verdadera fuerza que impulsaba el progreso, la fuerza capaz de derrotar las viejas proclamas y reemplazarlas por los nuevos idearios, no provenía de las bucólicas y románticas consignas escuchadas en el redoble de los tambores de la guerra emancipadora (“A vosotros se atreve argentinos el orgullo del vil invasor”: ingenuos versos de himnos entonados por los viejos patriarcas), sino en el capital inglés, el único capaz de voltear las antiguas murallas y anunciar el advenimiento de una nueva época. ¡El capital inglés!, “ese gran personaje anónimo cuya historia no ha sido escrita todavía”7, “y que inspiraba a alzar una dorada y preciosa copa de oro bruñido, para brindar en honor del fecundo consorcio entre ese capital y el progreso»8 de comerciantes y terratenientes herederos de los privilegios de la antigua colonia, artífices de la patria definitiva, surgida de los intersticios de la guerra civil y la matanza de la Triple Alianza.
El general se representaba a sí mismo como el verdadero campeón de la civilidad, el organizador destinado al rediseño de la nueva nación: dinámica, progresista, acomodada a los empeños del mundo real.
¿A qué prestar oído a esos lamentadores consuetudinarios que llorisqueaban por una Patria Grande que jamás dio fruto alguno? Había que pelear y morir por la buena nueva, ¡el capital inglés! Fuente de toda razón y justicia. Aunque fuera a punta de bayoneta, los paisanos debían marchar al rudo combate para ofrendar en el altar de la opulenta oligarquía sus vidas y abonar con su sangre el futuro solo venturoso para ese puñado de terratenientes triunfantes.
El comandante en jefe sabía más que nadie que para construir una nueva y gloriosa nación no se debía escatimar la sangre, ni propia, ni ajena. Observaba severo desde sus mullidos poltrones “que a nuestros hombres lo que menos les gusta y conviene es ser soldados, porque ganan menos y trabajan más; de patriotismo no hay que hablar en la masa del pueblo, porque para ellos esos son cuentos tártaros”.9 Y al tiempo que disfrutaba la comodidad de sus sillones, insistía ante sus contertulios que el mate, bárbara infusión amarga, no iba con su personalidad, y los invitaba a tomar el té negro, alabando la intensidad de sus sabores y glorificando la infusión “que será de seguro la bebida del futuro”. Ya se presumía entonces que los ingleses dominarían el mundo.
Mientras bebía el té de las cinco, ilustraba desde su pluma culta que la nación bajo su tutela estaba a un paso de encaramarse como una extraordinaria “respública” (de las mejores “respúblicas” en la faz de la tierra), y de hacerla asumir, por fin, ante el mundo, “un carácter simpático y armónico con las grandes aspiraciones del siglo XIX”10, e ingresar “de lleno en la historia contemporánea con una misión brillante”11, que atraería “hacia ella las miradas del universo civilizado”12.
Él conduciría el tránsito de esa nación combativa y rebelde, pasando por la “respública” asentada en vastos latifundios, hasta la institucionalidad bajo la égida de esa “aristocracia con olor a bosta de vaca”.13 Nadie lo privaría de semejante gloria.


[1]“La guerra de la Triple Alianza”, Felipe Pigna.

[2]Felipe Pigna.

[3]Ídem.

[4]Ídem.

[5]“Historia de Manuel Belgrano”, Bartolomé Mitre.

[6]Manuel Belgrano.

[7]Arengas, Bartolomé Mitre.

[8] Ídem.

[9]Bartolomé Mitre.

[10]Ídem.

[11]Ídem.

[12]Ídem.

[13]Domingo Faustino Sarmiento.

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