El zócalo del portal es tan suave como lo recordaba. Las yemas de mis dedos recorren los contornos barrocos de las flores del friso; lo que no me dicen es si los colores siguen siendo tan intensos como cuando era pequeña. De repente, hay un hueco: la aspereza del yeso me revela que un baldosín se ha caído. Con el pie derecho encuentro los restos sobre el suelo y los empujo hacia la pared. Subo la mano más allá del zócalo y encuentro el salitre, que tanto asco le daba a mi hermana. “Es humedad, sólo es humedad”, repetía nuestra madre perdiendo la paciencia cuando ella lloraba histérica porque se había rozado sin darse cuenta con la pared del portal. Por eso, durante el verano del eclipse, mamá encargó un friso hasta metro y medio de altura, exagerado, floral, diverso, colorido y totalmente distinto del resto de la decoración de la casa. Mi hermana -tal vez, por el alivio de ver alejarse ese polvo blando e inconsistente o porque hacía más fresco en el portal- jugaba casi todos los días a poner un papel sobre las flores de los baldosines y marcarlas rayando suavemente con un carboncillo. Luego, las pintaba con tonos pastel que no llegaban nunca hasta los bordes de los pétalos. Decía que eran flores-fantasma. Me gustaban tanto que esperaba sus descuidos para quitárselas y guardarlas en el fondo del cajón de mi armario, debajo del papel de periódico que mi padre ponía para salvaguardar la ropa del roce de la madera antigua.

Arrastro los dedos por la pared sabiendo que voy marcando un camino por el muro, hasta que llego a la escalera y subo despacio los escalones, bastos, desiguales, donde nunca podíamos jugar por el miedo a que nos cayésemos rodando. Al final, la escalera se abre hacia lo que para mí podría ser la nada, aunque sé que no lo es. Recuerdo sin problemas la distribución de toda la casa, los pasos que mide cada habitación, en qué lugar están las puertas y por dónde el sol entra por las ventanas. Respiro el aire viejo y toso sin control. El sonido rebota desordenado entre las paredes y los muebles.

Voy hasta el salón sin titubeos y abro el balcón. El calor me da en la cara y en las manos. Es una caricia alegre, como justo antes de que mi madre me apartase gritando de la barandilla, mientras mi hermana lloraba entre hipos porque yo le había quitado el eclipse, las flores-fantasma y la torta del desayuno.

Cuando el eclipse, yo tenía once años y ya era más alta que mi hermana. Estábamos alteradas desde la noche anterior. Al acostarnos, justo antes de apagar la luz, nuestra madre nos había contado que, al día siguiente, no mucho después de desayunar, habría un eclipse. Como mamá siempre me daba largas, esperé a que se fuera para preguntarle a mi hermana qué era eso. Con su voz de hermana mayor que siempre sería la mayor -aunque yo fuese ya un par de centímetros más alta que ella- me dijo que la luna, en su viaje por el espacio, iba a pasar por delante del sol y lo iba a tapar durante un buen rato.

-Eso no puede ser, lista- le repliqué-. El sol es muy grande y la luna muy pequeña, que eso sí que lo sé.

Ella sonrió como si tuviera todas las respuestas:

-Es como cuando tapas el sol con la mano para que no te dé en los ojos. La mano es pequeña, pero está cerca y el sol está lejos.

Quería contestarle algo ingenioso, brillante, que me permitiese ganar la discusión con una sola frase, pero no supe qué decir y me di la vuelta, mientras ella seguía parloteando que se haría casi de noche durante un rato, sólo un rato, porque la tierra da vueltas y vueltas. Siguió hablando como si yo la siguiese escuchando. Cuando se calló, intenté hacerme idea de lo lejos que estaba la luna, y más aún el sol. A ratos, sentí angustia ante el abismo que imaginaba, hasta que la oscuridad de la noche espacial me llevó dentro del sueño.

Me levanté la primera, porque no quería que la luna fuese más rápida que yo y fuese a eclipsar al sol sin que pudiera verlo. Mi hermana, somnolienta, no pensaba demasiado en acontecimientos cósmicos. Llegó a la cocina cuando ya estaba terminando mi trozo de una torta de manteca como las que tanto me siguen gustando. Serían los nervios, pero seguía teniendo hambre después de comer mi trozo. Como ella seguía adormilada, la engañé y le dije que mirase para otro lado, igual que si iniciase un juego nuevo. Se dio la vuelta en la silla, mirando hacia donde yo señalaba, para no ver nada. Al girarse hacia la mesa de nuevo, yo estaba masticando su último pedazo de torta. De un empujón me tiró de la silla y caí contra la puerta de la cocina. Me hice daño y grité. Nuestra madre acudió corriendo. Nos regañó a las dos y no se inmutó ante las reclamaciones y las lágrimas de mi hermana pidiendo una justicia que yo sabía que no iba a llegar. Agaché la cabeza como si me sintiera culpable y salí despacio antes de que a nuestra madre se le ocurriera algún castigo colectivo. Mi hermana aprovechó para seguirme. Ella había perdido y las dos lo sabíamos.

A mitad del pasillo, volvió a empujarme, pero yo eché a andar más deprisa, ella también, me persiguió escaleras abajo y terminamos corriendo por el patio. No pasó mucho tiempo hasta que la luz se volvió de plata y la cara de mi hermana dejó de parecerse a la mía. Sus labios se perfilaron y me pareció mucho mayor que yo. Pensé que era yo misma en el futuro, lejos de la casa de nuestra madre. Sé que es una estupidez, pero la memoria me dice que también los sonidos cambiaron. Me llegaban como desde el otro lado de un lienzo. Lo más increíble es que nos movíamos más despacio y yo podía ver la sucesión de mínimos gestos que forman un paso o cómo mi hermana extendía la mano para señalar el balcón. Subimos corriendo a cámara lenta los dos tiros de escaleras. El polvo del salón, con el que mi madre mantenía una guerra infinita, subía y bajaba antes de posarse en la mesa, en la librería, en las sillas.

Mi hermana abrió el balcón de par en par y, señalando al sol, me dijo que me diera prisa, que no podía perdérmelo. Me adelanté y la eché a empujones, hasta que se cayó en medio del salón. El eclipse era para mí, para mí sola. Medio subida a la barandilla, oía a mi hermana clamar entre lloros por su derecho, porque ella sabía lo que era un eclipse y yo no. Pero prefirió seguir llorando a voces, mientras yo contemplaba cómo la luna se comía el sol con gula y veía cómo los pocos rayos que quedaban bajaban rectos y brillantes como cintas de fiesta.

De repente, mi hermana me agarró del brazo y me arrojó hacia dentro. Me costaba distinguir su cara, sus manos, su cuerpo, en la oscuridad enorme del salón. Acerté a darle un puñetazo que la llevó seguramente hasta la mesa redonda de nogal. Lo sé porque oí cómo su madera resonaba hueca y mi hermana gritó, clamando justicia rápida y vengativa. Palpando, regresé al balcón para ver el último gajo de sol que ya debía de estar listo para mí, sólo para mí. Pero no había nada más que el calor en mi cara y en mis manos, una sensación que me pareció amable hasta que mi madre acudió a las voces de mi hermana, que seguía reclamando su parte del eclipse.

[Este cuento se publicó en el número de mayo del periódico «Salamana al Día». La versión publicada se puede consultar en la siguiente dirección electrónica en formato pdf (el cuento está en la página 19: http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_626344_20180503.pdf#_blank ]

[La foto del eclipse procede de la página de la NASA: https://www.nasa.gov/feature/goddard/2017/eclipse-2017-science-from-the-moon-s-shadow. Credits: NASA/SwRI/Amir Caspi/Dan Seaton]

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