Las Invasiones inglesas. La batalla de Buenos Aires. 1806-1807

Las Invasiones inglesas. La batalla de Buenos Aires. 1806-1807

Las invasiones inglesas
La batalla de Buenos Aires, 1806
Primera parte

“Preparadas ya las tropas,
el bélico parche suena,
y a su horrísono clamor
acompaña la trompeta,
que en roncos sonidos dice:
¡arma, arma, guerra, guerra!

“Romance heroico”
Pantaleón Rivarola
Romancero de las Invasiones inglesas,

Viaje al Cabo de Buen Esperanza

I

Popham se alza a la mar como una
Siniestra estocada de conquista.
El rey Jorge lo despide subido
A una falúa engalanado con sus calzones
De rey loco y se llena la boca
De la promesa de tesoros magníficos
Traídos a los cuatro vientos de los confines
De oro y plata de la rica Suramérica.
Montañas de oro rojo tras la pampa florecida,
Ríos de plata azul nadando entre el vapor
De las trenzadas amarillas matas,
Vientos color de jade resplandeciendo
En todas direcciones.
Popham promete cortar la tierra en dos,
Dispersar los árboles hirsutos,
Amancebar los hilos de piedra en las orillas,
Rendir a los pies del rey loco
El canto estrangulado de la patria nueva.
Pitt aprueba en silencio la aventura.
A través del veneno de la intriga
Y la guerra fratricida someterá a la América.
Si es necesario la cortará en pedazos
Minúsculos, hará caer sobre esas leves patrias,
Despiadado, el hacha criminal de los conquistadores,
Hombres-máquinas montados sobre artilugios a vapor
Echando el fuego del carbón de piedra por las bocas.
La vieja harpía, por consejo de Pitt, rociará la guerra civil
Y beberá su elixir de martirio en las calaveras
De los desgraciados que andarán por el mundo
Amputadas sus narices, sus orejas,
Sus vaginas, sus testículos,
Que se exhibirán en las vitrinas imperiales
Como graciosos adornos de su majestad
El rey loco, con sus calzones de locura
Subido a una falúa de sangres a punta de cuchillos.

II

Popham se alza a la mar.
Los navíos esperan la orden de zarpada.
Las olas huyen bajo la quilla desnuda
De los barcos con ruidos de saqueos
Coloniales hacia el territorio de la costa de la
Buena Esperanza.
El odio colonial con rango de almirante
Mira babeando las costas rioplatenses
Que brillan en sus pupilas con el color
De las vísceras de los acuchillados.
Montevideo caerá de rodillas,
Buenos Aires caerá de rodillas,
Y luego la vasta potestad del rey de España,
El otro carnicero de la América, caerá
Rendida ante la poderosa máquina
Del libre comercio.

III

Entonces, el libre comercio saldrá de su escondite,
Donde los mercaderes; hará sonar la hora
De todos los muertos, soplará un aire
que hinchará las velas de ambiciones,
Y empujará a los hombres a las nuevas conquistas.
El libre comercio emperador del mundo
Abrirá su enorme hocico y mostrará
La proclama sangrante de sus navajas.
Hundirá su dentellada en la tierra nueva,
Cortará las raíces de todos los árboles de la patria
Y proclamará su implacable dominio
Hasta el fin de los días de la mercancía.

La mordedura imperial sonará soldadesca;
Ruido de huesos machacados
Se esparcirá como un agua entre dolores,
Como sonidos heridos en la profunda víscera,
Astilla de cristal de luto, humanidad perdida.
El libre comercio promete devorar a los hombres
Que han mutado a una palpitante mercancía.

El suplicio de los vencidos
Se recitará con los sonidos de la extranjería,
Y habrá un rumor tenebroso de cadenas.

Para el libre comercio todo es mercancía.
Todo se compra y se vende,
El cuchillo que mata,
El muerto que desangra,
La fosfórica sangre de los decapitados.
El hombre es mercancía.
Esclavo hombre.
La mujer es mercancía.
Mujer esclava.
El niño es mercancía.
Esclavo niño.
La niña es mercancía.
Niña esclava.
Los viejos, vacíos de mercancías,
Mueren vencidos por la mano del verdugo
Y son arrojados al osario común
De los desamparados de todo valor.
Un barco negrero anuncia entre campanas
Que ha llegado lleno de una esclavitud implacable.
El conquistador proclama envuelto en sus puñales:
La sangre es oro,
La sangre es plata,
La sangre es mercancía,
Es el dominio del monarca
Intruso, llena de espadas las palabras.
En la oscuridad de la Historia
Luego se hará plusvalía
Y desangrará la vida.

IV

¡Buena Esperanza! Declama, en iracundo inglés,
El verdugo con su bífida lengua de lutos,
Abre el viejo odre de los arrebatadores
Y deja oler su perfume de sangre y muerte
Que almacena en la bodega de los barcos.
¡Buena Esperanza! ¡Buena Esperanza!
Grita un contingente de oscuras sombras
Desde sus sangrientos yelmos de la guerra
Celebrando la futura victoria que dan por consumada.
¡Buena Esperanza de rapiña! Gritan.
¡Buena Esperanza de matanzas! Auguran.
¡Buena Esperanza de conquistas! Presagian.

V

Suena de despedida la fría trompeta de los invasores.
La música de los expedicionarios aúlla
Llena de muertos y ellos beben de la mano de sangre
La comunión que un sacerdote de bronce
Les otorga benigno disculpando sus crímenes por anticipado.
Matar es cosa simple cuando se hace la guerra de rapiña.
Desde las magnitudes planetarias de la guerra colonial,
La muerte de los conquistados resulta intrascendente.
El cura los bendice y lame el diezmo satisfecho.

VI

Van cargados los barcos de más muertes
Traídas de los confines de las armas,
De los bordes afilados de las bayonetas,
De los fuegos incendiarios de las pólvoras.
Los dinásticos puñales imperiales
En las rudas manos de los rudos marineros,
Sueñan con apuñalar las orillas
Del Río de la Plata para terminar con la estrategia
De una pampa que se abre hacia al oeste
Magnífica de espinas, de sombras,
De misteriosos sonidos salidos de los pliegues
De la tierra como un beso verde,
Hacia el macizo andino que suena de nieves
Bajo el vuelo del águila emplumada de noches.

VII

Viajan para robar el precioso oro,
Y establecer su monarquía en los coléricos
Confines del nuevo mundo donde hasta el nombre
De las aguas promete plata.
Esperan morder los labios de las incrédulas muchachas
Que verán al viento el pendón arrugado
De los conquistadores pasearse orondo
Por la solemne plaza en la que el Fuerte deposita
El amplio patio de su entrada
Donde reposa un virrey cobarde
Sus días de burócrata blandiendo el látigo
En nombre del rey de España.
Cerca suyo, un obispo imperial se abanica
Su ocio en ácida comunión
En nombre de la cruz y de la espada.

VIII

Es veintiséis de diciembre. La lúgubre navidad
De la serpiente alienta a los hombres en el nombre de Dios
Y les da a comer la fruta envenenada de la conquista.
Sabe a cenizas, sabe a pánico, sabe a amarguras.
Allí va el Diadema, como un golpe de noche.
Allí va el Racionable, como un rabioso filo,
Allí va el Bellaqueas, como un cuero iracundo.
El Diomedes, el Narcisos, el Leda,
El Espiar y el Encuentra, huelen a estiércol.
Todos van cargados de crueles navegaciones.
Los hombres, lentamente, se vuelven
Turbias salivas de la muerte.
Los comanda un brigadier que va subido
Al mástil de los piojos y ratas navegantes
Buscando con sus ojos carnívoros la costa
Del último borde de la tierra africana.
Beresford atraviesa el mar como un fantasma
Y cuando ancla en Table Bay, blande
La muerte como última advertencia.
Janssen, muy holandés,
Con sus babélicas brigadas, capitula campante.
Quienes fueron sus tropas se pasan al otro bando
Y se acovachan bajo el estandarte de un rey loco.
Esperan en Buenos Aires beber la sustancia del pillaje.

IX

¡Buena Esperanza! Grita la muerte satisfecha,
En medio de las huellas del combate.
La mercancía ha triunfado. ¡El dinero sea loado!
Su voz siempre siniestra, sale del fondo marino
Y respira un turbio perfume de la espuma.
¡Buena Esperanza! ¡Conquistadores!
Y se lleva los muertos en su enorme
Barriga de arrecife, donde mueren los días
En medio del tumulto de tormentas de piedra.

X

¿Y ahora? Pregunta Popham.
¿Y ahora? Pregunta Beresford.
Y señalan la lejana orilla americana.
Montevideo caerá de rodillas,
Buenos Aires caerá de rodillas,
Y luego la vasta potestad del rey de España,
El otro carnicero de la América, caerá
Rendida ante la poderosa máquina
Del libre comercio.
El dinero resultará victorioso.
¡La mercancía sea loada!

La batalla de Buenos Aires, 1806

Viaje desde el Cabo de Buen Esperanza

XI

Popham, desde la geografía de la costa africana
Calcula la dimensión de su conquista.
Siente el olor de la tinta en el papel
Perfumar sus hazañas de puñales.
Quién no glorificará la hazaña.
¿Pitt ha muerto? ¡Viva la vieja harpía
¡Cargada de conquistas! Pitt ha muerto
Y aun bendice la expansión del imperio
Desde los socavones de la muerte eterna.

XII

A lo lejos, Buenos Aires depondrá sus barros
Y dejará de oler a España. Popham suspira
Lleno de Finisterre y Trafalgar y mira a Carlos IV
Hundirse con su flota afrancesada.
Buenos Aires se rendirá a sus pies
Y ahí mismo, donde su pisada, se hará mármol,
Árbol de piedra, prodigio de sombra de lanzas,
De hachas, de fusiles, erguido, amenazante,
Majestuoso inmune de agonías,
Invencible bajo la estrellada curva de los cielos.

XIII

El conciliábulo de los espías, misa negra,
Misa roja, comulgó sus espadas y puñales
Y alzó los estandartes de la guerra.
Magníficos tesoros invocan sus nombres
En bocanadas de vapor de oro,
En el rumor líquido de gotas de plata.
Los tesoros reales, los llegados desde
La lejana Filipinas, esperan su arrebato.
Allí vamos, dicen, y Baird acepta.
Besa el filo de la espada y con los labios turbios
Dice: “Beresford será el general de la conquista”:
Beresford, combatiente, arropa las cadenas
Con las que someterá a un pueblo entero.
Mira su gloria desde la distancia de su reino.

XIV

Los Cazadores escoceses dieron un paso al frente.
Del veinte de Dragones, un capitán y seis de tropa.
Los treinta y seis de artillería con sus cuatro cañones.
Beresford los aprecia.
Mira la hora de la muerte
Y anuncia las armas invasoras.
Investido de amenazas ordena.
Mil cuarenta van a los barcos
Llevando a cuestas el sueño de conquista.
En el árbol de oro, piensan.
En la piedra de oro, sueñan.
Del agua de oro, beben.
De la carne de oro, comen.
Los cuerpos de oro, arañan.
Allí va el Ocian, acechando una ola repentina.
Allí va Tritón, entre las hebras de un relámpago rojo.
Allí va el Melenchón, con las espumas verdes de la tarde.
Allí va el Willington y el Ambulante,
Murmurando unas bayonetas taciturnas.
Diadema, Racionable,
Diomedes, Narcisos y Encuentra,
Siguen de cerca el cortejo
Arrastrando una espuma ultramarina.
El Leda parte solitario para olfatear
A Buenos Aires desde un horizonte turbulento.

XV

Llegan a Santa Elena
Que espera ansiosa de sangre. Allí pactan
El botín de guerra bajo una lluvia roja
Que cae de un cielo sangrante,
De una arteria redonda como la boca
Abierta de un volcán herido.
El ejército y la armada,
en la mesa de verdugo,
Planifican despostar al conquistado
Oro a oro,
Plata a plata,
Peso a peso,
Hasta dejarle expuesta la osamenta oscura
Hedionda de la humedad del río.
Cuando no quede nada más que súbditos,
Rezarán todos juntos una santa misa
Y alabarán al rey loco por su reino de saqueo.
El obispo Lue oficiará la misa
Y vomitará satisfecho sus gusanos contra
Los despojados hijos de la patria nueva.

XVI

Burke, espía, bífida apariencia,
Bífida lengua, aventurero,
aliento del invasor, sombra del imperio.
Repta serpentino entre unas sábanas
De hilo rojo acariciando a los traidores
Que beben la felonía en umbría copa,
Y se alimentan del coágulo de tu sombra
Emboscada entre las muertes
De todos los pueblos conquistados.
El alfabeto de tus mentiras
Suena a música nupcial, pero es de muerte,
Fúnebre sonido, inapelable lengua.
Tú que anuncias el éxito de la batalla,
¡calla! De entre las humedades de los barros
Saldrá el puñal de agua hirviendo
Que quemará hasta el tuétano
Tu soberbia invasora.
Vuelve a tu regimiento Dillon. ¡Huye!
Antes de que te alcance la derrota,
Y bebe allí nuestro infernal brebaje
Cultivado un doce de agosto
Del año del gran fracaso,
Cuando serán arrastrados por el lodo
Brutal de los insurrectos los soberbios
Hasta la rendición.
Vete James Florence, llora tu fracaso,
Tu herrado chisme. Promete a tu rey
La muerte de Napoleón, pero cuídate
De asegurarle la rendición de Buenos Aires;
Ella hará verter la sangre de los tuyos
Como un aullido temprano
Salido de sus carnes rotas
A pura fuerza de pueblada.

XVII

Buenos Aires, la pequeña ciudad
De los confines del mundo parece dormida.
Apoya su espalda en las estribaciones
Barrosas del Río de la Plata.
Al sur y al norte la arropan los arroyos,
El Vera y el Matorras, opacos espejos líquidos.
De este a oeste, de la barranca a pique
Que cae al río desmayada, abrupta,
Hacia el sin fin del oeste
Donde la lengua verde de la pampa inmensa
Saborea el suburbio del villorrio,
El mapa se dibuja en diez hectáreas sinuosas.
De sur a norte, quince, entre barros,
Cercos y vapores.
Santo Cristo,
San Martín de Tours,
Santísima Trinidad,
San José, fueron testigos.
Desde Las Torres de las iglesias se oyó morir
Al intruso la mañana de fríos
De un sol tumbado sobre
Todos los muertos y todos los heridos.
La plazoleta del Fuerte, apenas empedrada,
Yace ante la boca del fuerte
Como la antesala de la última refriega.
Tras la recova enhebrada de pequeños
Puestos de pomposas chucherías,
La plaza Mayor sostiene la sombra del Cabildo.

Las mujeres pasean sus faldas
Entre los pedregosos fríos del invierno,
Y sueñan con el perfume de jazmines
Y rosas castellanas sembradas
En Europa entre los muertos
De las sagradas guerras imperiales.
Napoleón se ha proclamada emperador
Y el rey de España prepara su monárquico fin
A manos de un borracho con nombre de botella.
Los negros esclavos alfombran
Con sus pieles pardas el ocioso paseo pueblerino
De las damas de alcurnia,
Bajo el azote húmedo de las mañanas.
Los hombres acercan a sus labios
Los brebajes humeantes y los vinos calientes,
Que liberan el sueño de todos los crepúsculos.
En el café de los catalanes,
O en el de Mallicos,
O en el Tres Naciones,
O en el de Los tres Reyes,
Se habla de las noches, de los días,
De los vientos, de las aguas,
Y palpitan la historia vista desde el ostracismo
De un puerto de cielo turbulento.
Los comerciantes alaban el contrabando
Y celebran las negrerías de los esclavistas.
Luego en La Ranchería, en las húmedas noches,
Reirán las fechorías de un puñado de actores
Que trenzan sus palabras
Con el aire de luna en la serenidad nocturna.
O en la Plaza de Toros, rodeada de las quintas,
Las tardes adornadas de cantos de guitarras,
(Al borde la barranca hacia el agua del río,
Donde la quinta de El Retiro), reirán al ver la sangre
Rodar como terrones desde un animal herido.
Nada los aflige, beben en un cuero
El vino de la monarquía y esperan que nada perturbe
El fermento de sus riquezas bajo la bendición
De las cruces de la sacristía.

XVIII

José de la Peña en su falucho
Repasa la flota inglesa en la Ensenada.
Ha apelado Huidobro a su coraje.
Huele siglos de sangre en sus cubiertas,
Oye siglos de azotes en sus bodegas.
Beresford lo mira a través del túnel de su catalejo.
El hombre desafía a tiro de fusil
Al invasor atento, y cuenta y recuenta
El tamaño del enemigo en sus barcos de guerra.
José de la Peña, desde las brumas de la Ensenada,
Avisa. Grita. Clama.
El virrey está riendo en el teatro
Persiguiendo sonrisas entre los alcahuetes,
Y recibe adusto la mala nueva. Corre.
Arrastrando su sombra como una hiedra negra,
Corre por las callejuelas ensimismado.
Toca a generala a la mañana y llama a Liniers
Que está en la Ensenada.
Liniers acude a la ciudad desprotegida
Montado en la substancia de una sombra.

XIX

¿Quién defenderá Buenos Aires,
Con sus calles barrosas,
Sus esquinas tan rectas,
Su melancolía de guitarras,
De perfumes al borde de la desesperanza?
¿Quién defenderá Buenos Aires?
Se pregunta el virrey mientras observa
Al invasor de látigo y espada
Fondeado en Quilmes, en el borde del río,
Como un cortejo de ataúdes flotando,
Promesas de una muerte entre cadenas.
Buenos Aires: pequeña ciudad sumergida
En la sombra del lamento tardío,
¿Quién la defenderá de los mercaderes de la sangre?
¿Tan solo una compañía del Fijo?
¿Dos escuadrones de Blandengues?
¿Milicias de infantería que apenas murmuran sus temores?
¿Milicias de caballería que no tienen caballos que montar?
¿Un regimiento de Urbanos del Comercio
¿Que solo quiere huir al primer grito?
Sin instrucción, sin oficiales, sin armas.
¿Quién defenderá Buenos Aires?

XX

La playa de Quilmes se llena de invasores.
Espectros de un pasado de matanzas
Que llega hasta esos espesos barros
Dentro de un ataúd lavado en sangres de inocentes.
Ríen los mercaderes en procesión armada
Y exponen la tentación de sus pólvoras
A los cuatros vientos. Gritan sus pústulas,
Gritan sus grasas, sus estiércoles,
Y bailan al son de una gaita hecha
Con el vientre quemado de un esclavo de la India.
La música cae como una negra ceniza
Y lame la desconocida tierra rioplatense.

XXI

Sus ingenieros, sus artilleros,
Su santa artillería de Santa Elena,
Sus Dragones, sus Cazadores Escoceses,
Su infantería, sus marineros,
Sus cañones y caballos,
Se amontonan en la húmeda playa
Reunidos como mendigos de la gloria.
Los piojos establecieron su mando
Entre las roñosas cabezas de los conquistadores
Y miran desde esas mugres las extensiones de lodo
Bajo la noche en armas. Murmuran
Al oído de los mercaderes de la guerra,
De los honores, de los orgullos,
De la tentación de las carnes bajo las crinolinas.
Los hombres
Velan el combate y establecen
La dimensión de los cepos de los que caerán
Los decapitados como migajas
De la pequeña ciudad vencida.
Y suspiran como herrumbre de cuchillos
Que suenan a semillas de piedra
Al tocar el agua de la tierra quilmeña.

Mil seiscientos cuarenta y un hombres
Y su Estado Mayor esperan la hora.
En sus banderas de sangre afilan sus espadas
Y montan rabiosos sobre el desgarro rugoso
De un tormento de sangres.
Nadie duerme, parece que duermen
Bajo la noche que cae como un ave
Rencorosa desde una altura magnífica,
Pero nadie se atreve al sueño a la hora de la guerra.
El general en jefe calcula las distancias
Hasta el lugar del tesoro. Oye el ruido del oro
Sonar como una primavera de metales.
Calcula el sacrificio de la marcha en medio
Del implacable lodo que aferra las botas,
Las herraduras reunidas para el galope,
Y siente los pies despedazar los huesos
Sacrificados entre las rudas arcillas,
Mientras la tropa arroja
Todas sus maldiciones por sus bocas.

XXII

En la mañana del veintiséis, Arce llega a caballo.
¿Sobre la barranca presentará batalla?
Su caballería huele a derrota,
A un olor aciago de escapados de la lucha,
A hueco de sombras temerosas.
Apenas el enemigo lanza hacia su tropa
La filosa amenaza de sus bayonetas, Arce huye
De horror, ahogado, frío, acobardado
Hacia Barracas, quema el puente
Y por la calle Larga de Barracas
Proclama la grandeza de los invasores.
¡Invencibles cuatro mil guerreros!, grita
Y se arrodilla a jurar fidelidad al rey loco
Con sus calzones de loco subido a una falúa
Llena de trozos de sangres traídos en bajeles
Desde todos los mares cardinales.
Los derrotados murmuran justificaciones
En tono de réquiem. Ni siquiera son espectros
Que mienten jurando que defenderán
Su patria de los invasores. Lloran, lloran,
Un amasijo de lágrimas y barro
Y ruegan un vino de sombras
Solo para embriagarse en el silencio.
No se distingue de ellos ningún ánimo de gloria
Y se esconden de los dolores asustados,
Temblorosos, llorones, entregados.

XXVII

En la madrugada del veintisiete, Kennett,
Por orden de Beresford, el conquistador,
Se asoma a la línea del Riachuelo.
Huele a pánico a la distancia de una orilla a la otra.
La cobardía virreinal suda
Una substancia de tumba que el invasor
Percibe en un derroche de triunfo.
Los pendones del rey loco
Flamean en las alturas de la próxima victoria
Como unos cuervos rojos
Que graznan unas piedras con sones de gaitas.
Beresford lanza la tropa y cruza el Riachuelo,
Y Shrapnel estalla entre los defensores
Como un afilado torbellino en llamas.
Shrapnel ríe sulfúrica e incendiaria,
Granada pura de muerte
Corta la carne de los defensores a su antojo,
Y muchos huyen, abandonan espantados el frente,
Los ojos desorbitados, las bocas resecas,
Listos para arrodillarse ante el vencedor
Mientras la ciudad los observa desangrada
De heroísmo, vacía de valientes.
Pero Olondriz, Juan Antonio, viejo
Teniente Coronel y sus cincuenta granaderos
Del Regimiento Fijo luchan
Sin ceder terreno, hasta que llega la orden
De retirarse y cesar el combate.

Quinientos mercantes piden armas
Para enfrentar al invasor
Pero el virrey rechaza su heroísmo.
Los hombres, a la retaguardia inglesa,
Solo pueden mirar la derrota a la distancia.
Francisco Guas pide una brava artillería
Para las tres calles barrosas de Barracas,
La del Bajo, la Larga y la de la Convalecencia
Y rociar ardiente de metralla
Al invasor que avanza a pecho descubierto.
El virrey rechaza el heroísmo
Y ordena suspirar resignados,
Esa mañana entre la encrucijada
De los vientos y el hallazgo de sol
En porciones de luz sobre la tierra amarga.

XXVIII

Sobremonte duerme en Barracas,
En la quinta de Dorna ronca de espantos
Entre unos muros descascarados.
¿Quién defenderá Buenos Aires?
“José Pérez Brito”, responde en sueños,
“coronel” de su majestad, el rey de España.
El virrey despierta y descifra su huida.
José Pérez Brito llama a la Audiencia,
Al Cabildo, a todos los espectros
Que deambulan por el borde de la rendición
Y anuncia que la ciudad caerá inevitablemente.
El día es frío, muere el olor a pan
En las esquinas vaciadas de vergüenza.
A lo lejos, hectáreas hacia la pampa
Suena un aullido sombrío,
Y hombres y mujeres lloran la derrota
Sin consuelo posible,
Lloran el estandarte vencido sin combate,
Lloran y se prueban el traje de prisioneros
De un invasor que habla en lengua extraña.
El virrey anuncia a la Córdoba mediterránea
Su presencia al trote de un caballo
Y un carruaje de oro como salvoconducto.
Ignacio de la Quintana, brigadier
De su majestad el rey de España,
Rinde sin un disparo a la ciudad de la niebla,
A sus cavidades de humo,
A sus mármoles aldeanos,
A sus cristales sordos de transparencias,
A sus enredos de tierras,
Al cascabel de sus vientos
En los arcos vacíos de la vieja recova.
El Cabildo cae sus dignidades en cautiverio
Y sus rincones se aniquilan de venganza.
El fuerte es sepultura
Y ovilla la sangre de unos pocos muertos
Bajo el solitario estandarte de la derrota.

XXIX

Beresford reclama el oro.
Uvas de oro, exige.
Linaje de oro, destino de oro,
Reclama y ata todos los caminos
Con sus armas lanzadas
A la conquista del tesoro.
Oro. Zarza dorada en los caminos.
Substancia del oro,
Saliva de oro,
Luna de oro amarillo
Riela en el mar de oro.
Oro. La razón es oro.
La palabra es oro.
La baba es oro.
La religión es oro.
Beresford llama a las cosas por su nombre:
¡Oro! ¡Oro! ¡Sangre y oro!
¡Jurad fidelidad a su majestad
El dorado rey de Inglaterra!
El oro asesino de los pueblos,
El dorado rey asesino de los pueblos.

A las cuatro de la tarde en punto,
Cuando un viento negro
Dobla la esquina del Fuerte
E inscribe en un relámpago
Con su hocico la vergüenza
Que es luto;
Bajo una lluvia que cae
De su montura de estaño
Como una baba espesa
Sobre la aldea vencida,
Beresford entra el fuerte como una comadre.
¡Gloria al conquistador!
¡Gloria al conquistador!
Lo aclaman viejas prostitutas
Llegadas en los bodegones de una fragata
Mortuoria. Las mujerzuelas de Lady Shore
Ventilan sus impudicias, y en la fonda
De los tres Reyes lamen las manos
De los conquistadores y le entregan
El adobe negro de sus sexos,
El mimbre reseco de sus senos,
En muestra de gratitud por el martirio
A la ciudad de la niebla.
Popham suena sus cañones de victoria.
En la fonda de la vergüenza,
Todos beben el licor amargo
De la molienda del cereal de sangres
Que el Prior de los predicadores
Bendice de rodillas.
El Prior besa la mano del conquistador,
Besa con sus labios de urna
Su oscuro escudo de pirata,
Sus banderas de sangre de pirata,
Proclama la gloria de su Majestad
Británica, y estampa en su arenga
“El cambio de gobierno de un pueblo,
Ha sido muchas veces el principio de su gloria”.
La Reconquista encuentra la palabra
De la boca del traidor, del siervo del tirano.
Así comenzará la gloria.

XXX

La bandera inglesa flamea en el fuerte
Como una violenta ave
Roja y azul y blanca. Hachazo
Exterminador, insoportable tajo,
Una cicatriz de sangre contra
La túnica pálida del cielo.
Honores y salva de ordenanza
Para establecer el pánico
De la nueva conquista.
Popham felicita a Beresford,
Que escupe su veneno ácido
En su proclama.
Disfruta el pánico de un agujero en llamas
Que consume las voces, los cristales,
Las promesas, las lágrimas
De ese pueblo entregado sin combate,
Traicionado entre sombras,
Pueblo que llora su patria humillada
Porque es su única madre verdadera.
Beresford, el grandulón rojo,
De rostro rojo, de calva roja,
Calcula la dimensión de su pillaje
Y desde el vidrio tuerto de su ojo derecho,
Reclama al virrey hasta la última moneda.

Oro a oro,
Plata a plata,
Peso a peso,
Sobremonte, ataviado con el pellejo
De un verdugo extraviado,
A medio camino entre el barro de Luján
Y la ciudad rendida,
Desde la alcoba nauseabunda de su cobardía
Donde descansa a salvo y bebe el rico
Néctar de la indignidad,
Entrega lo que le ordena el conquistador.
Deja constancia de su entrega
En una prolija carta a su rey de España.
Besa al hombre de risa azul
En sus manos de sangre, las besa palpitante,
En la lengua un estertor de tumba,
Pero deja constancia de su buena fe
Antes las majestades del mundo.
Arbuthnot, ríe complacido. Ríe
El capitán de mármol de labios rojos,
Ríe entre las trenzas doradas
De su uniforme de pantano
Y cuenta peso a peso,
Plata a plata,
Oro a oro,
Hasta más de un millón.
Esto valió un viaje de piojos,
Ratas y escorbuto.
Celebra extasiado el botín y grita:
¡Oro! ¡Oro! ¡Oro!
Sudando una espuma sucia, cuenta
Moneda por moneda,
Más de un millón y se siente satisfecho.
Los conquistados
Braman subversivos de odio,
Mientras miran partir al Narcissus
Hacia la angurria del rey loco
Subido a su falúa adornada
Con la corteza de diez mil huesos
Traídos de todos los mares cardinales.

XXXI

Los invasores proclaman
En la victoria:
Llegamos a estas costas
Por la conquista, no por la libertad.
Navegamos en el lomo de los eslabones
De una cadena de hierros rojos
De sangres rotas, huesos desnudos,
Carnívoras hogueras,
Entre las breñas espumosas
Del iracundo mar del fin del mundo.
En nombre de nuestro rey
Asesino, llegamos en el escalofrío
De la muerte.
Alabad su testimonio de martirios,
Alabad al rey de candados tatuados
Con el nombre de sus víctimas.
Rey de los grilletes,
Rey de la muerte en pólvoras y espadas,
Llegamos para conquistarlos
En su nombre.

XXXII

Luego del robo vino la advertencia:
Los esclavos están sujetos a sus dueños
Como antes, como siempre, como nunca.

Esclavo eres con España, esclavo eres con
Su Majestad Británica.
Esclavos eres, negro, y morirás esclavo.
Los comerciantes celebran los barcos
Negreros que llegan cargados de osamentas,
Y brindan con el inglés la disciplina
Del acero de las cadenas.

Esclavo:
Te cortaré las manos, dijo el inglés
Desde el vidrio de su ojo tuerto,
Si ases la libertad con esperanza.
Esclavo:
Te cortaré los pies, dijo el inglés
Desde la cuenca vacía de su alma,
Si emprendes la marcha de la rebeldía.
Esclavo:
Te pondré definitivas cadenas, dijo el inglés
Desde la tiniebla de su párpado duro,
Grillos de piedra, cerrojos de fuego,
Para siempre.

Dijo el inglés:
El hombre es mercancía, baratija,
Carne con zapatos,
Cintura encadenada,
El golpe sobre las espaldas o la muerte
Subida a las costillas rotas.
Esclavo hombre, dijo el inglés:
¿Quién vendría a liberarte?
Para ti el interminable
Exterminio de las cadenas.

La mujer es mercancía,
Útero descartable
Para que el amo eyacule
Su esperma de holocausto.
Mujer esclava, dijo el inglés:
¿Quién vendría a liberarte?
Para ti el interminable
Exterminio de las mazmorras.

El niño es mercancía.
Esclavo niño, dijo el inglés:
¿Quién querría liberarte?
Cargarás tus muertos hasta el fin de los días,
Completarás los barcos con tu sangre
Y tu sudor regará los jardines otoñales.
Para ti el interminable
Exterminio de los azotes.

La niña es mercancía.
Niña esclava, dijo el inglés:
¿Quién querría liberarte?
Útero futuro,
De futuros esclavos, atadas
Sus arterias de esclavos a la tierra.
Para ti el interminable
Exterminio de las tumbas.

XXXII

Es fin de junio, los carniceros
Viven apacibles su sueño de conquista.
Se amanceban entre sus piojos
Con damas de alcurnia ligera
Y flácidas sábanas virreinales.
Los conspiradores no duermen. Van y vienen
Entre las sombras de frías arcillas
Y árboles amarrados a la tierra,
Germinando una insurrección
De pólvoras abrasadoras
Y largos cuchillos vengativos.
Miden el ancho y el largo de sus fortalezas,
Socaban el interior de sus dudas,
Juntan escalofríos afilados y cavan un túnel
Hasta la madriguera del pirata.

Felipe Sentenach, Estevé y Llach,
Fornagueira, Valencia, Francia, Esquiaga,
Anzoátegui, Dozo, Trigo, Vázquez,
De la Iglesia, López, entre otros,
Son de la partida.
Álzaga los reúne y les promete el triunfo,
Les promete el degüello de la tropa invasora,
Atropellar el fuerte desde el río de tierra
Con el espectro de unas naves en llamas.
O estallar en diminutas esquirlas

Pueyrredón y Martín Rodríguez
Desde el fondo de una legua de invierno
Juntan una tropa entusiasta.
Miles de pampas proponen sus lanzas
Tehuelches y cuidan la retaguardia de los insurgentes.
Pueyrredón y Arroyo, entre las clandestinidades de la noche,
Huyen a Montevideo por el secreto
De las ásperas aguas rioplatenses.
Liniers, desde las sumergidas playas de Las Conchas,
Zarpa, emboscado en la noche, rumbo a la breve
Arquitectura de la apacible Colonia.
Ruiz Huidobro en la Banda Oriental
Junta harapos, lágrimas y fatigas
Y alza un estandarte radiante
Bajo el sangrado nombre de la Reconquista.

XXXIII

Desde San Isidro, tierra regada por su redonda luna
Desde el fondo de los surcos espumosos de las olas,
La insurrección muestra su músculo de sangre.
Late, corazón de piedra, late
Desde Morón a Pilar, de Pilar a Luján,
Y palpita San Isidro la encarnizada promesa
De la Reconquista. Desde el borde del viento
Por donde llegan a trote de caballo
Los paisanos a entregar por la patria
La sangre extraordinaria, suena la ráfaga
Anticipada del combate. Oye a ruidos
De aceros, minerales, plumas, piedras,
Trueno de un fuego que diseca
Las osamentas amarillas de los gringos.
Patria nueva, puma nocturno,
Patria nueva, bestia subterránea,
Patria de la afilada cuchilla
En las costillas, Patria, endurecida,
Gota a gota de sangre caliente contra el ojo
Ciego del tuerto que chapotea
Entre los barros amargos del fracaso.

Más de mil combatientes bajo el estandarte
De la Patria nueva, marchan a Perdriel
A abrazar la muerte por la cintura.
Entre los Olivos y Las Conchas
Esperan el arribo de los truenos,
De las lanzas radiantes,
De las sulfúricas bocas de las armas
Que vienen cruzando las rápidas espumas
En el lomo de las sonoras olas
Del Río de la Plata.
Otros, por los pedazos rotos de las huellas,
Llegan de Buenos Aires portando entre sus manos
El encarnizado hierro de la guerra.

Perdriel los convoca. La chacra los reúne
Subversivos, combatientes.
Allí llegan Trigo y Feijó
Con novecientos guerreros
Que apartan la lluvia y el frío
Y abren un corredor de gloria
Hasta la reconquista.
Más de dos mil hombres
Sobresaltan la geografía de la pampa
Al borde de la serpentina ciega
De la vaporosa orilla.
Viejos cañones abren sus solemnes bocas
Y recitan el verbo de la caliente muerte
Entre los ferruginosos salmos de la pólvora.

XXXIV

Sobremonte, el cobarde, oro y familia
A cuestas en su huida,

Pergeña un timorato asunto entre coronas.
Cuestión de cortes imperiales,
De diplomáticos que se lavan las manos
Con la sangre de los avasallados
Y rezan cuantas misas se ofrezcan
Para salvar el oro y mantener los esclavos
Bajo el dominio de los siempre verdugos.
¿Armas al pueblo? Sobremonte prefiere
El pudridero de la sepultura.
Escupe sus rencores
Y observa desde su distancia
Por el cementerio de su catalejo
La conspiración de los insurgentes,
La cólera de los revolucionarios
Que remueven el osario de los guerreros muertos
Y beben sus cenizas prodigiosas
Y digieren las masacres del pasado
Para completarse de guerra victoriosa.

También está Liniers, el ambicioso francés
Que desoye el Tedeum glorioso
Que el virrey fugado se dio en su honor
Al arribar a Córdoba. Desde la antigua
Ciudad mediterránea entre alegres sones
De campanas falsarias, ordena
Esperar su arribo en el lomo
De un murciélago muerto
Que vuela en dirección a su sepultura.
Nadie lo espera. Nadie le obedece.
Liniers sigue de largo desde la propia Colonia
Y los paisanos huelen el sacramento
De la independencia al alcance de la mano.
Perdriel será un ensayo de garra,
De colmillo, de puñal entre las carnes
De los conquistadores.

XXXV

Montevideo, encrucijada de mar y tierra
Hace sonar el tambor de la patria.
Las piedras de su fuerte iracundas
Atestiguan el galope frenético
De las caballadas sudadas, ansiosas,
Que preparan sus músculos de guerra.
Espadas recientes lucen sus filos
Para la batalla.
Se oye entre el viento azul
La voz del martirio de los invasores,
Beresford sabe que su suerte está echada.
Montevideo late como un corazón
De substancia heroica. No teme, se prepara.
A su frente Popham hace flamear
La bandera de la esclavitud
Y espera, arrogante, su momento.
La tumultuosa patria
Le falta el respeto con sus armas.
Desde sus playas de arenas claras
Hace brillar sus filos y amenazar
Los fuegos destructores de sus fusiles.
Hombre, fuerza, sangre, sueño,
Se alistan para la reconquista.
Artilleros, Granaderos, Infantes,
Blandengues de Buenos Aires,
Catalanes voluntarios,
Los franceses de Mordeille,
Todos alistan sus mazorcas sangrientas
De orilla a orilla para el escarmiento.
Gutiérrez de la Concha en su escuadra,
Lleva la tropa para la victoria.

XXXVI

En el río Las Conchas, el día cuatro,
Liniers llega. Tiene la boca espesa
De palabras de guerra.
El aire suena agudo bajo el fragante viento
Que llega del límite del río y el cielo.
San Isidro lo ve el día cinco
Marchar solemne por la médula
De un barro desnudo bajo la desmesura
De una tempestuosa lluvia.
El día nueve llega a los matorrales
Cenagosos de la Chacarita, y el mismo diez,
Luego de arrodillarse en misa,
En los corrales de Miserere
Indaga la extensión de la lucha.
El día once llega al Retiro,
Luego de barro y piedra y lluvia.
La insurrección late piedra a piedra
Por toda la aldea. Suena un precipicio
De fuego debajo de los pies invasores
Y el cerrojo de la derrota
Extiende su alma de cadalso
Y prepara una honda tumba
Para los conquistadores.

La noche se vuelve mortuoria.
La luna espesa corre de azotea en azotea
Cargando unos hombres con alma de fusiles.
Tienen viento en las venas.
Hablan metales cuando susurran las armas.
Ganan las alturas rodeando al fuerte
Bajo el auspicio de una atmósfera
Insurrecta. Sus ojos alumbran
El tamaño de los invasores
Que van y vienen en tratativas imposibles.
¿Negociarán con Liniers?
Liniers parlamenta.
¿Negociarán con Pueyrredón?
Pueyrredón parlamenta.
White tartamudea en inglés y en castellano
Pero el rumor de muerte sale de las manos
De los libertarios que arrojan su odio
Sobre los invasores sin esperar la orden,
Sin reparar en negocios.
La insurrección se expande
Y es una pólvora enamorada de triunfo.
El pueblo gana las calles,
Trae sus piedras,
Trae sus cuchillos,
Trae sus odios calientes
Y sus unánimes fuegos entre sus manos.
El niño apuñala al inglés en las costillas.
El inglés sangre por la boca.
El viejo apuñala al inglés en las costillas.
El inglés sangra por los ojos.
La mujer apuñala al inglés en las costillas.
El inglés sangre por el alma.
Marineros y Miñones trepados a las alturas
Rocían la muerte desde sus fusiles.
Rueda la sangre y suenan las voces
En una dimensión de fuego.
Palpita el pueblo la muerte enemiga
Y caen palabras y silencios entre los
Relámpagos de heridas tumultuosas.
En la montura negra de la tierra del río
Güemes captura la Justina a caballo.
Y Manuela la Tucumana defiende la patria
Con sus heroicas manos de guerrera.

Por San Martín de Tours
Entra un viento que estalla como una
Fruta madura de sangre,
Y el invasor tiembla como un suspenso
Antes de la muerte.

Por Santísima Trinidad, entre tierra y sangre,
Insurge un estampido de bandera
Que quema como la llama unánime
De la revancha.

Por San José del Correo
Suena una música de piedra ardiente;
Choca su furia contra las frágiles gaitas
Que desgarran sus sonidos penitentes.

Rosario extiende el sonido de la furia
Y llega al fuerte al galope, arrebata la bandera del 71
Y golpea los muros de piedra y tiembla;

Santo Domingo se abre paso entre los humos
Y lanza su desnuda materia de la lucha;

San Francisco rueda un martirio hacia el rio
Y hace un muro de hogueras antes de tocar su orilla;

San Carlos colma de herida a los intrusos
Y deshoja uno a uno los pétalos de sus huesos.

Cabildo, Las Torres, Piedad, Merced, Santa Lucia,
Arden de dolores, y ciegan al enemigo
Con los relámpagos de sus combates
Que golpean las puertas del fuerte.

La invencible tropa, el atrevido soldado,
El conquistador en nombre del rey loco
Subido a su falúa de sangres,
Siente el duro dominio de la derrota.
“¡A cuchillo!” “¡A cuchillo!”
Suena una avalancha de filos
Que busca el pescuezo del intruso;
Beresford iza la bandera que el pueblo le reclama
Y la rendición se presenta con su rostro desnudo.

XXXVII

Epílogo

La gloria de Buenos Aires aguerrido
Se escribió a pura sangre brillando
Entre la humareda de piedras y fuegos.
La insurrección desentrañó el misterio
De un pueblo en armas.
La insurrección colmó de ansias
La palabra ¡Libres!, que alcanzó
Su verdadera dimensión planetaria.
Luego del combate se oyó un sonido
Lejano, un eco futuro entre los acordes
De un piano que hablaba en indomable idioma.
¡Oíd mortales!
¡Oíd mortales!
El grito sagrado, el grito tempestuoso,
Centella de la patria nueva.
¡Oíd mortales!
¡Oíd mortales!
Basta de cadenas,
Basta de grillos,
Basta de condenas.
Libertad, libertad, libertad,
Voz americana te pronuncia.
Libertad, libertad, libertad,
Se repite en los pensamientos
De los combatientes
Surgidos de la lucha.
Libertad suena bajo los harapos
De los heridos,
Bajo sus heridas de arcilla,
Bajo los sacrificios de la sangre,
Bajo los carbones de los nuevos fuegos,
Bajo los suspiros de las viudas
Llorando los racimos de muertos
Tras la batalla por la Reconquista.
Libertad,
Libertad,
Libertad, suena rabiosa
En los oídos de los opresores.
El pueblo se vuelve emblema,
Fusil, espada, golpe clandestino,
Germen insurrecto,
Advenimiento de una nueva bandera.

La batalla de Buenos Aires, 1807
Segunda parte

I

El río corre como un carpincho herido,
Rueda lento, entumecido;
tropieza con las corolas blandas de las olas,
Y vacila de orilla a orilla,
Como un mendigo entre una multitud
De levitas de hostiles oros.
En el fondo de las barrancas rojas
Pide una luz, una porción de sol,
Una cucharadita caliente,
Pero agosto es frío como una llaga helada.
Apenas le llega el rumor de una sombra
Reunida bajo las apariencias de unos árboles
Quemados luego de las balas.
Es una sombra fría salida de un fragmento
Del invierno, que monta guardia
En la ribera fangosa
De la ciudad en armas.
A su frente, a la distancia del fracaso,
Una maraña de naves espera el momento
De retornar contra la tierra sublevada.
La sombra espera agazapada
Y afila sus armas en silencio.

II

Sumergida en el mutismo
De una agonía perfecta,
La substancia de un inglés muerto
Espera enfrascada en la derrota
El tiempo de su sepultura.
Tocó el oro de la conquista
Con la puntita de su filuda lengua
Y lo alcanzó el azote de una cuchilla
Justo en el momento de su huida.
Su cabeza rodó
Como una jugosa fruta.
Allí quedó en la muerte
Boca abajo, ahogada en el vapor oscuro
De un fuego de piedra, fatigada,
Los ojos abiertos como dos monedas,
Esperando la resurrección
De todos los fantasmas, vagando
Ebria de muerte por las mugres
Del foso del Fuerte,
O en la barranca del Retiro,
O en la Rinconada de Rocamora,
O en Paseo del Bajo.

Desde su oscuridad de coágulo errante
Contempla las naves de Popham,
En el oceánico horizonte
Bajo un cielo de nubes
Como unas cabelleras blancas.
Parten hacia Montevideo
A enarbolar su pendón
De muerte y tiranía.
Sobre una mesa de odio
Se diseña entre mapas y rezongos
El arrebato de la venganza.
Popham promete la furia,
El metálico filo de la daga,
El tiro de fusil en su esplendor,
La renovada bayoneta hundida
Entre las húmedas costillas.

La palabra “venganza” se suelta
Como una pedrada de sangre,
Pero solo es una promesa de piedra
En la garganta, y pesa la desdicha
De un muerto sobre los débiles hombros
De los derrotados. Es asunto del provenir,
No del presente en la encrucijada
De la derrota.

Popham mira el calendario del agobio.
Es agosto todavía incendio,
Que ilumina la congregación
Insurrecta bajo los arcos
De la hosca recova.
La substancia insepulta del inglés esperará
Un año el retorno de la muerte
En la punta de una espada inglesa
Bajo la invocación de un tal Whitelocke,
Con su peluca blanca y sus negros piojos
Imperiales.

III

Se oye un bullicioso azul de campanas,
Suena el fulgor del bronce del badajo
Que sale por la plaza como de cacería,
Y anda entre las carcajadas de los hombres
Que visten sus uniformes de victoria.
Las mujeres cantan y bailan de alegría.
La patria está en el aire, se la respira,
La patria está al alcance de las manos
Y se la puede asir con la punta de los dedos
Como a una flor de vida, perfumada.
Suena una canción pomposa
De unas gaitas con sus músicas en cueros
Y las guitarras lanzan de entre los filamentos
De sus cuerdas, como jazmines unas melodías.
La sangre del invasor aún es terrón
Oscuro entre la greda oscura
Y de ella un zumo espeso se desprende
Describiendo la cabriola de una trenza negra.

Liniers entra a caballo en la página de agosto
Cuando todavía se huele el humo de la pólvora,
Cuando aún gotea el odio su rumor invencible.

Liniers entra a caballo,
Lleva la gloria encima, como una corona de laureles.
Las manos de la guerra ungieron
Su cabeza y la untaron de patria,
Lo vistieron de hazaña con su traje magnífico.

IV

El Cabildo llora a Tedeum
En la cavidad sagrada de la Iglesia.
Allí se alaba la muerte de los otros
Y se disculpan las traiciones de los propios.
Luego de la falsa misa
Los discursantes llaman a Congreso.
Estarán los comerciantes con sus trajes
Contrabandeados de Inglaterra;
Estarán los priores de sotana,
Los que bendijeron al invasor entre alabanzas;
Estarán los militares de uniformes
Que se arrodillaron ante las insignias
De los conquistadores.

Los que rindieron la patria sin disparar un tiro
Se reúnen en Congreso para alabarse
Los unos a los otros.

Los contrabandistas
A los contrabandistas.
¡Alabado seas tú contrabandista!
Enriquecido con el oro de la traición.

Los priores de la vergüenza
A los priores de la vergüenza.
¡Alabado seas tú prior de la duplicidad!
La perfidia de tu hostia,
La felonía de tu misa.
Los militares de la cobardía
A los militares de la cobardía.
¡Alabado seas tú, militar de la rendición!

Los traidores a los traidores.

¿Ellos decidirán orondos
El destino de la patria reconquistada?
¿Ellos beberán la sangre derramada
Como un suculento elixir
Que sabe al valor de una mercancía?
¿Celebrarán sus privilegios
Comiéndose la carne exangüe
De los verdaderos héroes?

V

Los muertos de la patria desfilan
Sus gloriosas heridas abiertas
Por las fieras espadas;
Sus gloriosos huesos rotos por el
Golpe caliente de la metralla,
Y proclaman en voz alta sus hazañas.
Observan desde la dimensión de su gloria
La bacanal de los traidores,
Y convocan al pueblo
En la rabia de sus armas;
A las milicias nuevas
En la celebración de sus pólvoras;
A los centauros
En su galope implacable;
A las piedras,
Con su orgullo de roca;
A los cuchillos
Con sus tajos combatientes;
Al agua hirviente que arde la carne
Del intruso;
A la patria nueva indomable,
Incendio imprudente de la guerra.

Y el pueblo acude al llamado.
Va con su sudor a cuestas,
Con sus lágrimas rotas,
Sus pieles resecas,
Sus sueños de campiña.

El pueblo, el bajo pueblo,
El que no tiene permitida
La entrada al Cabildo
Porque no viste las finas
Ropas de los contrabandistas;
Porque no reza al Dios
De los barcos negreros;
Porque no tiene uniforme
En el que esconder la cobardía;
Los harapientos,
Los desamparados,
Los que fueron al combate
Sin ningún uniforme,
El pueblo desconocido
De nombres y apellidos,
El que no está invitado,
Entra por la puerta grande de la Historia
Así en el Cabildo como en la Reconquista.

Es el pueblo que odia al invasor
Y da la sangre;
Es el pueblo que escucha las voces
De los muertos de la Reconquista
Que pasan sus consignas de boca en boca,
De mano en mano,
Como una procesión de espadas
Que convocan a la gloria,
A la tentación de la propia patria,
Al advenimiento de la libertad soñada,
Al fin de las noches del látigo negrero.

El pueblo, el bajo pueblo,
El que no tiene invitación impresa
En doradas letras virreinales
Del tamaño de una hacienda,
Del latifundio por la merced
De su majestad el rey
De la perversa encomienda;
Que no llena sus bolsillos
Del prodigioso contrabando,
El que no lee palabras
Del color de los esclavos,
Entra al Cabildo con sus golpes de hambre,
Con sus surcos de sangre en las espaldas,
Sus harapos repartidos,
Sus uñas rotas,
Su barro entre las patas,
Ase con fuerza la turbulencia de sus armas,
Y con el tumulto fresco de los aceros puros
Y los augurios del fuego de las pólvoras,
Impone con su fermento asambleario
La insurrección de sus aspiraciones
Y hace un gobierno nuevo de la nada.

VI

Liniers es proclamado gobernador del pueblo,
Comandante de armas.
Sobremonte, subido al lomo de su cobardía
Observa desde su altura el atropello
Y sentencia:
“Desgraciada reconquista, ¡desgraciada!
A los ojos del justificado monarca
De quien felizmente dependemos,
Y desgraciado remedio ¡desgraciado!
Peor que el mismo mal,
Si Dios no da luces para entrar en el orden.”

VII

¿Quién le quitará las armas al pueblo en armas?
¿Quién le quitará el gobierno al pueblo en armas?
¿Quién entrará en el orden al pueblo en armas?
(El Partido de la Independencia sopla clandestino
Las brasas ardientes de la rebeldía).

VIII

Sobremonte, destartalado guardián
De los dominios coloniales,
Vestido del tufo del medroso
Con su polvorosa peluca,
Con su máscara amarilla,
Deja atrás Buenos Aires y marcha
A refugiarse en Montevideo.
El pueblo lo repudia y lo aborrece.
Marcha titubeante en la senda
Que resbala blanca hacia la orilla antigua
Y busca la oscura nave donde embarcar
Sus rencores, las cicatrices de sus muecas,
Sus gastadas cadenas virreinales,
Sus explicaciones de codicias francesas,
Su temblor de espástico en la lengua,
Sus odios de muerte y advertencias
En el real juramento al príncipe de la Paz,
El lujurioso Godoy, el que empuña el imperio
Con sus manos de harina,
El que llena de marañas los sótanos
Del reino hacia el abismo seguro
Cuando Napoleón lo arrolle
Como a un insignificante momento de la historia,
Quien lo consuela con su flácida puntilla,
Y llama al inglés como testigo
Al inglés invasor, el de la bayoneta encarnizada,
Al portador del estampido Shrapnel
La rabiosa llamarada sulfúrica
Contra los leves susurros de la carne
Los atolondrados dolores amarrados al fuego
De los huesos en guerra por la reconquista.
El mismísimo Popham,
El de voz de piedra,
El de la sangre en la proa
De sus barcos de sangre,
El de voz de cadenas, de eslabones
Fundidos tenebrosos en piel y sangre,
El codicioso Popham, con sus salpicaduras
De púas y tenazas,
El atento guardián de los dominios imperiales,
Quien enarbola una tripa como bandera
Y se presenta ante la patética majestad
De los expulsados
Y jura por el virrey corrupto,
Y por el virrey explica los horrores
A la vista de la victoria de la reconquista.
Popham dice:
Han armado a la plebe,
La sucia plebe,
La plebe que suda como fruta muerta,
La plebe que no come pan sino piedra,
La plebe aluvional, zoológica,
La plebe armada hasta los dientes
La plebe de hachas del tamaño de un odio
Antiguo y centenario,
La plebe de lanzas prendido el escalofrío
De la muerte en sus puntas filosas,
La que asaltó al inglés al grito del cuchillo
Contra la arterial forma de las blancas gargantas,
La que asaltó al Cabildo y vació al virreinato
En el instante preciso del juramento,
La que echó al virrey de sus dominios.
Popham advierte
En un roído salmo de lamentos,
Mucho más perderá España a manos de la plebe
Que por la guerra de su Majestad británica.

IX

El Cabildo, entre las emanaciones de la guerra,
Llama al pueblo a armarse en defensa
De su patria. Y el pueblo unánime,
El pueblo inquieto, acude
Al llamado y llega como un viento
De toda la dispersa geografía
De piedra, de madera, de agua,
De llanura, de adobos, de panales
Y guitarras, de palabras de amor,
De palabras de odio,
De palabras de muerte,
De palabras de vida,
De la ira de los relámpagos,
Desde la caudalosa copa de los árboles,
De la rugosidad de las arcillas,
De los bosques de espuma,
De los vivos, de los muertos,
De toda la materia.
Nace el ejército de la patria nueva.
Estirpe de barro,
Pura levadura de la guerra,
Dominio de la libertad,
Colosal geología de la independencia.

Patricios con sus penachos de colores,
Húsares con sus cintas blancas y azules,
La Virgen como talismán sagrado,
Blandengues de Buenos Aires,
Indios, morenos, pardos,
Y miles de lanzas para la retaguardia,
Migueletes de casacas coloradas,
Dragones, Granaderos. Montañeses,
Y el soldado elige al jefe y el jefe lo representa
En la vida y en la muerte,
Y al alba rumorosa desde hora temprana,
De cinco a ocho de la mañana
El pueblo se preparaba para la guerra.
Buenos Aires es la patria en armas,
La patria efervescente.
América mira a Buenos Aires
En el momento exacto de la batalla.

X

Londres celebra con pompa la conquista,
Trepidan unos timbales frenéticos
El sonido crujiente del tesoro
Que en un barco y ocho carruajes
Se despliega ante el voluminoso vientre
De los energúmenos del libre comercio.
La multitud aclama desde sus cuevas
Al oro que llega con su pechera de sol
Y aclama con la rabia de un lingote
Extraído a fuerza de sangre de una
Tierra robada en los confines
Del mundo, donde los mares gritan
Como el huracán de una campana rota.
Buenos Aires ha caído y es parte del imperio,
Ha entrado a culatazos en la corona
De su Majestad Británica,
La engarzó un general tuerto
Con la mordedura de una espada,
Mientras su virrey quebradizo
Como estambre seco huía al alba
Rindiendo su terruño sin remordimientos.
El oro emana una alucinación de gloria
Y los abultados vientres de los especuladores
Anuncian desde las sinuosidades de sus ombligos
Que toda la colonia del Plata
Correrá su misma suerte.
Montevideo caerá de rodillas.
Chile caerá de rodillas.
México caerá de rodillas.
El oro es un animal unánime que engulle
Los sentidos con la metalurgia de su luz
Iridiscente, es un cuervo dorado,
Que devora las tripas de los pueblos,
La alucinación de una mordedura amarilla
Que expande el imperio en todas direcciones.

Aún la hazaña de la Reconquista
No rueda por las calles neblinadas
Y clava el aguijón de la derrota
En las alucinaciones de los especuladores
Con alma de serpientes. Cuando llegue,
Araña atlántica con sus venenos hirvientes,
Hará añicos el delirio de los ricachones.

XI

El general Auchmuty, honorable caballero
De la Gran Cruz de la orden del Baño,
Ungido en sangre de la India
Y en el baño de sangre de las arenas de Egipto,
Parte entre vítores hacia los nuevos dominios
En los confines del mundo,
Donde se extiende tierra y piedra,
Sustancia mineral y selva,
La deslumbrante Suramérica,
Por orden de “todos los talentos”.
Lleva la muerte en las bodegas de sus barcos
Para esparcirla como arena negra,
Piedras de luto molidas
A puro golpe del mazo del verdugo
De los pueblos de Asia,
De los pueblos de África.

Robert Craufurd,
Black Bob,
Hijo de Escocia,
Con su guardia de dragones,
Y cuatro mil bajo su mando
Parte a la conquista de Chile,
Valparaíso será su puerto,
Piedra de cuarzo azul,
Gloria del toqui,
Y de allí a la patria del Inca,
Hasta la raíz del oro a beber
Los fermentos de Pizarro.

XII

La Reconquista de Buenos Aires
Llama a la puerta de Londres,
Y entra por su niebla como un puñal
Hasta la ponzoña de sus tripas.
Su Majestad llora el oro
Del tamaño del odio
Y vomita un dinástico fermento
De su lúgubre vientre
Hondo, henchido, cuenco
Rasposo, la sangre negra asoma
Hasta los labios turbios
Y repite las sílabas de la avaricia
En la cueva de los conquistadores
Grabadas con el filo de un puñal
muerto.

Su majestad el rey,
Desde la estatura de sus maldiciones
Convoca a la espada,
Al filo hostil,
A la desdicha del azote,
Al golpe de la muerte,
Al aliento caliente de las pólvoras,
A la herramienta de guerra
Bajo el nombre pomposo
De Whitelocke, con su peluca blanca
Y sus negros piojos imperiales.

John Whitelocke, el guerrero,
Brama la trompa ampulosa
De la fanfarria agónica de música.
Whitelocke es
La cicatriz de sangre,
El tajo perpetuo,
La furia de la piedra,
El golpe del trueno,
La metálica lanza,
La mano del rey,
La sentencia del rey,
La horca del rey,
La victoria del rey.

John Whitelocke desacerá
El puñal del insurrecto,
La espada de los húsares,
Los filos de los granaderos,
Orinará la pólvora,
Humillará a las milicias,
Cazará los cazadores,
Aniquilará las legiones de Patricios,
Devolverá grilletes a los negros,
Mazmorras a los pardos,
Sepulturas a los indios,
Beberá sus mujeres,
Desayunará sus jugos,
Lamerá sus pieles
Con su bífida lengua,
Glorificará el banquete
De la palabra imperio,
Liberará a Beresford
De sus vergüenzas,
Y escarmentará al ambicioso francés
Hasta arrodillarlo tembloroso.
John Whitelocke, es la voluntad
Del rey, hecha venganza.

(Popham, el untuoso matarife
De palacio, en su barco de osario
Retorna a Londres a rendir cuentas.
Llega como un faisán, pavoroso
Mercader de la guerra,
Y la multitud del dinero lo recibe
Glorioso, lo alaba por las calles
Del Imperio y besa sus manos
Con sus dedos de sangre.
Recibe la aclamación de los
Usureros que van con sus espantos
Rotos a cuestas y en las tertulias
De los aristócratas se cuentan
Los coágulos de sus hazañas
Y los redituables intereses
Del robo de sus víctimas.
El alegato es magnífico,
Es un espadazo en la tripa
Del Plata, de la herida fresca
De los invadidos
Sale un tesoro atlántico
Que tintinea en el bolsillo de los jueces.
Popham da un ramalazo en el pellejo
De los muertos y alienta la jactancia
De los conquistadores. La corte marcial
Se disculpa contando las monedas
Una por una, saboreando el lustre
Pringoso del saqueo y solo lo amonesta.
Entre orines y babas de los
Empavonados jueces del Imperio,
Popham, políglota de la muerte,
La sangre fresca aún bajo las uñas,
Celebra su solitaria estatua.)

XIII

A la pequeña ciudadela de Montevideo,
Donde diez mil almas pasan sus días
Encaramadas al final de la Cuchilla Grande
Que abraza una salobre bahía,
Llega el virrey con aires de grandeza.
Huyó de Buenos Aires, donde
Nadie lo quiere y llega a Montevideo,
Donde todos lo odian.
Pájaro de mal agüero,
Ave de la derrota.
La ciudad lo repudia,
El pueblo no pronuncia su nombre
Que sabe a vieja avena de estiércol,
A mancha de greda,
A pústula de piedra.
Y el virrey sin virreinato
Marcha a Las Piedras solitario
Y allí estaciona su sombra de cobarde.
Por su catalejo de tumba ve la flota
Inglesa llegar hasta las costas
Donde la arena se extiende
Como un amarillo callejón de espuma.

XIV

Auchmuty, el caballero del baño,
El que zarpó de Falmouth
Justo un once de octubre,
Llega entre las fieras de su tropa
Que salivan el color podrido
De la guerra.
Su pirática sombra estira el Diadem
Hasta tocar el borde de la tierra;
El Raisonable en su barriga, carga
Las úlceras de unos soldados que beben
La rancia hiel de un escorpión viciado.
Diomede, Arden, Lancaster y Leda
Suenan como un arcabuz marino
De un lado al otro de sus bodegas,
En las que se desparrama la calcárea
Metalurgia de unas bayonetas.
Mas atrás, donde una espuma desnuda
Toca el fragmento de un cuerno,
Va el Unicorn como una impudicia
Soberana y Medusa lleva el germen
Del veneno incurable de la piedra.
La flota de Stirling avisa el zarpazo
De su desembarco
En las metálicos hebras
De la baba de una trompeta
Que vocifera insaciable de codicia.
¡Montevideo caerá de rodillas!
Se oye el lúgubre grito de conquista
Y vomita la tropa, víboras rojas y azules
De vidriosas escamas,
Con sus botas de muerte
Altas hasta la cintura,
Donde la Punta Carretas,
Bajo el dominio del polvo purpúreo
De unos médanos redondos
Como un tambor de piedra.
Sobremonte ensaya una nueva derrota
Desde la legua de distancia
Que lo aparta de la guerra por las dudas,
Y luego del retiro de la caballería española,
Seis mil invasores acomodan
Sus manchas, sus pústulas, sus venéreas
Sonrisas, sus diarreas y elevan una montaña
De muerte a las puertas mismas de la
Pequeña ciudadela de Montevideo.

Hacia allí marcha Auchmuty
Desparramado en tres pequeñas columnas
Homicidas por el camino a Tres Cruces.
Al mando de Lumley van los Rifleros,
Prodigios de la muerte por las bocas ardientes
Del acero azul de la fusilería.
Gore Browne, el de Krabbendam,
Bergen y Alkmaar, va al frente
De la segunda columna, anunciando
Entre sones de fuego de unas gaitas panzudas,
La sangre criolla en la matanza del Cordón,
la infausta madrugada de la muerte absurda.
Backhouse desliza la destrucción
De los Reales Fusileros Irlandeses
Al centro del holocausto como una lanza
enardecida, cuando la sangre a los pies del Cristo
Llegó por los despojos de todos
Los mutilados del combate.
Allí dejaron los muertos de la patria
Sus respiraciones sencillas,
Sus arenosas heridas,
Sus secretas cicatrices de otras luchas,
Sus fosforescentes racimos de sangres
Encendiendo los himnos de las lámparas,
Para la gloria de sus pueblos nuevos
Que fermentaban la tormenta de la independencia.

XV

Auchmuty sitia Montevideo. Hecha el cerrojo
Forastero de la muerte. Toca a desolación
Una gaita de filudos dientes.
Desde la flota de guerra
Los cañones vomitan
Su ferruginosa muerte
Y hunden sus bombas en las entrañas
De las rudas murallas.
Una brecha del tamaño del odio
Se abre a la vista de los conquistadores.

Los cabildantes, los mercaderes,
Los propietarios, lloran
Sobre sus títulos reales y ensayan
Disculpas en cualquier idioma.
Se reúnen en rendición siguiendo
A la sombra del virrey en fuga.
Preparan la humillación
En sus rodillas, redondas,
Peladas, rojas de sangre,
Lacrimosos y ceremoniosos
Ensayan su admiración
Por el libre comercio,
Alaban las bondades
De los usurpadores
Que llegan lujuriosos
Envueltos en sus delicadas
Telas hiladas con sangres de la india,
Donde beben al hombre
En el té de las cinco, de a sorbos
En unas lujosas cucharitas torneadas
Con los huesos de unas niñas violadas
Civilizadamente, cuando cae
La luna en el río sagrado.
Los cabildantes, los mercaderes,
Los propietarios, ensayan la reverencia
Del dinero y ansían sus labios
Besar la huesuda mano del nuevo amo.

Pero el pueblo no los deja.
Las armas no los dejan.
Los gloriosos muertos no los dejan.

XVI

¿Cómo es morir de madrugada,
bajo la luna de febrero?
Cálida transparencia,
Emanación de luz,
Ensimismada contra el muro roto,
Gota de estrella de metálico brillo,
Mágico asunto de los cielos.

Son apenas las tres de la mañana.
Una tumba pasa por un agujero
Y husmea a los que montan guardia.
Los hombres llevan una cruz entre sus manos,
Unos pocos portan sus espadas.
Los jefes duermen como si nada.
La tumba escala los muros
Y prepara su martirio.

¿Cómo es morir de madrugada,
bajo la luna de febrero?
Es la noche de la encarnizada pólvora
Encendida, roja, ardiente,
Una avispa de fuego,
Con su aguijón de hierro
Contras la piel rociada.
Un puño de tinieblas,
Un golpe atropellado,
La pudrición del sótano,
La dimensión del cadalso.
Son los civilizadores
A sangre y fuego.
Los que beben al hombre
En el té de las cinco.
Vienen a desollarte vivo,
A hervirte en agua bendita,
A desmoronar tu casa,
A abrirte el pecho
Con la tenaza brutal
De sus verdugos,
A atropellarte con sus cuchillos,
A rociarte el filo de sus hachas.
Vienen con sus tinieblas a cuestas,
Sus pudriciones en racimos,
Sus rapiñas de sangre,
Sus maldiciones en la punta
De sus afiladas lenguas.

Ochocientos murieron en la ciudadela
De Montevideo. ¿Quién recordará sus nombres?
¿Quién alabará su coraje?
¿Quién les rendirá honores?
El reloj tocó a luto durante la mañana
Y un silencio se extendió por las fronteras
De toda la patria.
El libre comercio volvió con su matanza
Y tiñó de sangre el Río de la Plata.

(Liniers, que fue a Montevideo,
Vio pasar la muerte por el pescuezo
De los combatientes y volvió
A Buenos Aires en el lomo de un espanto.)

XVII

Elegía a la muerte de los héroes de Montevideo

Dinos tu nombre, defensor de la ciudadela,
Muestra tus brazos cómo cargan la patria.
Dinos tu nombre, soldado de la ciudadela,
Dinos tu nombre para esculpirlo en mármol,
Para enarbolarlo como un tumulto de bandera.
Hombre,
Rostro,
Sueño,
Héroe
En la llanura de las enredaderas,
En la ráfaga verde de la pampa,
En el trozo de cuero de la tierra,
En el momento de la sombra,
En la rabiosa luz de la mañana
En la hoja de espuma del ancho río.
Bendigo tus cetrinos cantos,
Tu simple palabra pronunciada.
Bendigo tu sangre en la batalla
Cuando lo diste todo, sin esperar nada.
Dinos tu nombre, no nos dejes olvidarte,
Que no se pierda tu página gloriosa,
Tu bandera arrebatada,
Tu indomable sustancia,
Tu germen prodigioso,
Tu sustancia de patria.

XVIII

Sobremonte va de tumbo en tumbo.
Por imperito
En el arte de la guerra
E indolente
En clase de gobernador,
El Cabildo lo destituye y arresta.
Sin lágrimas ni odios,
Como a un fruto agrio
De piel seca lo descartan.
Lo despojan de oropeles
Y reducen sus títulos a nada.
Parte a España, su madre patria,
Donde será perdonado
Como todos los malandras.
Allí morirá como una gárgola
Enferma, la boca seca,
La lengua flácida,
Los huesos salitrosos,
Efigie artrítica, mórbida
Piedra de la historia.

XIX

Saturnino Rodríguez Peña,
Compadre de Liniers,
Va de sombra en sombra
A liberar a Beresford, el conquistador.
Los comerciantes con sus trajes
Contrabandeados de Inglaterra;
Los priores de sotana,
Los que bendijeron al invasor entre alabanzas;
Los militares de uniformes
Que se arrodillaron ante las insignias
De los conquistadores,
Llaman a la cordura de los dominados.
Diez mil hombres del Imperio
Están a las puertas de la famélica
Ciudad de Buenos Aires.
Pequeña ciudad de calles barrosas,
De esquinas rectas, de bares brumosos
De cafés servidos en tacitas inglesas,
En los que se cuentan las moneditas
De la esclavitud cargada en los barcos
Negreros de su Majestad Británica.
Barrancas abajo está la flota
De la muerte con sus fusiladores
De la libertad a bordo.
Los bebedores de té negro,
Cultivado en las plantaciones
Abonadas con la sangre de los desdichados.
¿Cómo resistirá la aldea el poder
De la conquista? ¡Mirad Montevideo
Ahogada en la sangre de sus hijos!
¿Cómo resistirá la aldea el empeño

Mortuorio de los conquistadores?
Sus paredes de lodo caerán como
Las hojas flácidas de un libro viejo;
Su recova roída se desmoronará
A pistoletazos. Los cañones abrirán
El agujero de la muerte de lado a lado,
Donde el Cabildo se rendirá entre llantos.
El martirio de la gangrena
Pudrirá el húmedo aire de las calles.
¿Cómo resistirá, pregunta Don Saturnino,
La pobreza de la aldea al conquistador
Exuberante de castigos y venganzas
Por la humillación de la osada Reconquista?
¿Con puñales? ¿Con lanzas de paisanos
Los indios? ¿Con el agua hirviente
De las madres heroicas? ¿Con las manazas
De la Tucumana? ¿Con barrosas trincheras
Cavadas con las manos? ¿Con las uñas partidas
De los ingenuos optimistas? ¿Con las maderas
Podridas de las barricadas? ¿Con sables
De papel? ¿Con los breves fuegos
De unas pocas antorchas encendidas?
¿Con la pátina gredosa de sus calles?
Saturnino Rodríguez Peña advierte
Mientras lleva al conquistador
Hacia su tranquila fuga, y le unta la mano
Con 240 onzas para gastos de viaje
A cuenta del erario público.
Saturnino es un hombre de mundo,
Visitador de las Antillas,
Comerciante de rendiciones.
Deja en un acta a escondidas
El recado del amo rencoroso. Anuncia
Que Buenos Aires caerá de rodillas,
Con un agujero en el pecho
Del tamaño de un cráter formidable.
Como Montevideo,
La heroica ciudadela asesinada
Entre marañas de sangres,
En la que buitres negros
De su negra Majestad Británica
Regurgitan la esclavitud
Como escarmiento.
¿Para qué tanta sangre?
¿Para qué tanto fuego?
¿No triunfará de todos modos
El mercader mortífero
Con su saquito lleno
De monedas de plata?
Saturnino habla como los mercaderes
Y hace sonar treinta monedas de plata.
Liniers mira hacia a otro lado,
Una mueca de derrota le toca la cara
Y lo despeina. Anita Perichón lo consuela
Como solo ella puede hacerlo.
Se dedicará al comercio si Dios quiere,
Y besará a sus hijos en la frente.

Cuando todavía no se enterraron los muertos
De la ciudadela, Beresford, el conquistador,
Cruza el río desde las costas
De la traición, a espaldas
De la heroica Buenos Aires.

XX

Whitelocke dejó su blanca peluca
En un arcón de roña. Pero sus negros
Piojos imperiales lo siguen a donde
Vaya la guerra con sus protuberancias
De muerte, donde se martirizan
Los pueblos colonizados.
Espera a Craufurd para atacar Buenos Aires.
Está en Montevideo, la heroica,
Y recorre a puntapié los cadáveres
De los defensores que aún arrastran
Sus pudriciones por el campo de batalla.
Es mayo, otoño rioplatense,
Apenas tibio. Reúne a los comerciantes
Para entretener la muerte con sus baratijas,
Organiza una milicia de alcahuetes
Con el pomposo nombre de milicia sudamericana,
Y les anuncia el triunfo de la mercancía
Por sobre todas las cosas.
Sus negros piojos imperiales
Desesperan porque empiece la matanza.

XXI

Craufurd, quien debía establecer
La cárcel colonial en la tierra de Chile,
(Iba a matar de nuevo la patria de Lautaro),
Al llegar a Cabo Verde recibe orden
De cambiar el destino de sus matanzas.
Valparaíso es una promesa de muerte
Que queda postergada. ¡A Montevideo!
Es el mandato, Auchmuty ha rendido
La plaza y desde allí
Whitelocke mira a Buenos Aires
A través del catalejo de la pura venganza.

Treinta y tres buques parten de la pequeña isla
Con su escolta guerrera.
El almirante Murray los comanda.
Las rabipeladas ratas imperiales
Van de proa a popa
Inquietas de la guerra
Y muerden las cadenas de la esclavitud
Para asegurarse de su fortaleza.
Con ellas va el escorbuto,
La sangre sucia de la disentería,
Los viejos espantajos de otras guerras,
Con sus grasosas manchas
De muertes en las barbas.
Un ejército de garras y excrementos,
Filos voraces cazadores de hombres,
El olor oscuro de la frenética pólvora.
Toda la muerte viaja en la inmundicia de los barcos.
Polyphemus, la capitana, exhibe altiva
Sus sesenta y cuatro cañones
De la destrucción. La aldea,
Si Whitelocke lo quiere, sería arrasada
En el breve tiempo del vuelo de una mosca.
Africa, luego, completaría el trabajo.
Nereide, Saracen, Haughty, Flying Fish,
Camel, Medusa, Unicorn, Daphne,
Ensayan sus infiernos
Antes de llegar a la Ensenada.
La muerte está lista, el crimen de los pueblos
Preparado. La rabia del combate
Solo espera la orden.

XXII

Ya llegan, ya llegan. Las naves
Tocan la ensenada del río.
Muerden sus costas
Las proas sanguinarias.
Les arrancan costrones de patria
A las riveras arenosas.
En la Ensenada desembarca la guerra
Con su bagaje de muerte.

Hay llegan, hay llegan.
Nuevos conquistadores,
A degüello despliegan su bandera.
Suenan las espadas,
Suenas los cuchillos,
Suenan las bayonetas,
Todos los filos aturden
Con sus heridas la Ensenada.
Cabalga sobre una pólvora roja,
Sobre la lengua de un fuego azul
El espectro de una caballada
Desencajada.
Llega la infantería con sus matanzas,
La materia de su muerte es roja,
Como la llama roja de la muerte.
Hay llegan, hay llegan, los artilleros
Con sus granadas, sus racimos de bombas,
El sulfuroso grito en las bocas de hierro.
Pisan la patria hacia la pampa alta
Y arrollan el otoño con el acero
De sus sombras oscuras.
El caudaloso arroyo
Huye como un gato asustado
Hacia la desembocadura de los invasores.
Hay llegan, hay llegan. Avisa
Martín Rodríguez que los sigue de cerca.

XXIII

De la Ensenada a Quilmes marchan
Los invasores.
El barro les devora los pies,
Les arranca las botas.
El barro se rebela.
Los arroyos le cierran los caminos.
Les muerden los talones con sus gredas,
Clavan las ruedas de sus cañones.
Los arroyos se rebelan.
El viento les arrebata las palabras,
Les come los pulmones con arena negra.
El viento se rebela.
El agua llega con sus pequeñas diarreas.
El agua se rebela.
El invierno toca a generala,
Es fría oblea en la boca helada.
El frío deshace la piel como mortaja blanca.
El frío se rebela.

Martín Rodríguez los sigue de cerca
Y les dispara su odio entre los ojos.

XXIV

Whitelocke y sus negros piojos imperiales
Observan un fuego a la distancia.
Desde las chacras de Santa Coloma y Santo Domingo,
El ejército de Liniers se deja ver
Al amparo de la noche.
A la mañana, el invasor seguirá hasta el Retiro.
Nueve mil soldados afilan la matanza
Para la conquista.

Gower al frente, con Craufurd y Lumley a su lado,
Dos mil seiscientos jiferos,
Rapiña en armas,
Codicia en armas,
Lujuria en armas.
Son la vanguardia de los conquistadores.

Mahon de aquí para allá
Con sus dos mil soldados,
Cuidando las espaldas
De infantes y dragones
Que escupen agua de sus tripas.
Son la última porción de los conquistadores.

Whitelocke, con su ladero, Auchmuty,
Estirpe sanguinaria,
Comanda cuatro mil trescientos invasores
Que van de cacería.
Ya diseñaron el descuartizamiento.
Por un trozo de pampa llegará la fusilería,
Por una senda de luna los iracundos buitres
A cortar las gargantas
Hasta los corrales del Miserere.
Luego vendrán los perros sanguinarios
A masticar las vísceras dispersas.
La ciudad toda goteará su sangre
Y hará una rara pasta con el barro,
Allí se revolcarán, en jolgorio salvaje,
Celebraran los nuevos límites del Imperio.
Luego vendrá Chile, y orinarán el Bío-Bío
Y devorarán la araucaria centenaria.
Más luego Lima, Perú,
Oro andino, y se revolcarán
En la oscura mancha de las cenizas
De Tupac Amaru.
El reino de la mercancía
Gobernará la América toda.
Un nuevo amo llegará
Hambriento y devorará la raza.

XXV

Liniers ofrece una batalla campal,
Una avalancha de muerte,
Contra la orilla del Riachuelo.
Gower, campante, lo ignora indiferente.
Se dirige al paso de Burgos,
Va hacia el matadero del Miserere.
Si alguien se le opone,
Craufurd lo atenderá con su fusilería,
Le hará saber del filo de sus bayonetas,
Del torbellino de su artillería
Y el sabor de esa pólvora extranjera.
Craufurd quiere la conquista,
Disemina hogueras a su paso
Que caen como extensión
De un fuego de cuchillos.
Va decidido a la victoria,
Es arrogante, impone el vértigo
De su coraje, arrecia la ofensiva.
Liniers vuelve sobre su marcha,
Carga una sombra despiadada
Sobre sus anchas espaldas,
La intransigente derrota
Lo espera con los brazos abiertos.
A pesar de sus sombras
Llega primero a Miserere;
Tras unas tunas verdinegras
Dispone como puede la defensa.
Las fuerzas chocan entre las mugres de los corrales.
Bosta y sangre saltan por los aires.
Las bayonetas del imperio hallan la carne
Blanda de los defensores. Cortan el músculo,
Cortan las tripas, deshacen la sangre
En apenas hilos rojos. El crepúsculo llega
Morado y frío, corriendo oscuro
Por las barrosas callejuelas.
La noche es una cúpula negra.
A través del barro del matadero
Liniers retrocede sofocado,
La tropa derrotada se dispersa.
La aldea queda indefensa
Esperando la estocada de la muerte.

XXVI

Craufurd detiene su marcha. La rápida
Victoria se escurre entre la sangre fresca.

XXVII

Alzaga, les junta las cabezas.
Con él van los nuevos cabildantes,
Los derrotados jefes de los corrales,
Y muchos destinados a la defensa.
Un comité de guerra inesperado.
Gonzalo de Doblas dio la letra
Cuando predijo que la guerra
Se habría de librar en la ciudad misma,
No en campo abierto,
No en batalla campal donde el inglés
Sacaría ventaja decidido.

La guerra en la ciudad
Se haría piedra por piedra,
Calle por calle,
Esquina por esquina,
Casa por casa,
Ventana por ventana,
Terraza por terraza.
La harían todos los hombres,
Todas las mujeres,
Todos los niños,
Todos los que pudieran
Lanzar una piedra,
El agua hirviente,
El tenebroso filo,
La navaja orgullosa,
La espada extrema,
La incendiaria pólvora.
Gonzalo de Doblas
Predijo la patria en armas,
Y todo se arma
Porque la patria es todo.
El viento lanza su cólera,
El barro su mordedura negra,
El árbol su cruel ramalazo,
La sombra su desdicha,
El fuego su insurgencia,
La muerte misma llega
Y toma la mejor arma que posee,
Y rocía su agonía
A los intrusos.
La patria se hace guerra
Y se insurrecta ciclónica,
Aniquiladora, libertaria,
Vengativa llamarada,
Santa aniquiladora
Madre de todos.

Hacia afuera, donde la ciudad
Se hace pampa en todas direcciones,
Una primera línea de puestos avanzados
Que la clava al enemigo,
Un aguijón, una púa de muerte,
En los tobillos, en las rodillas,
En la cintura, en el vientre,
Donde le entre la púa
A la velocidad de la muerte.
Golpe por golpe,
De lado a lado,
Inaugurando la crueldad
En las afueras pueblerinas
Donde no hay puerta que golpear,
Ni ventana que derribar.
Dijo Gonzalo de Doblas luego:
Una segunda línea
Con el degüello listo en la cintura,
La luminosa explosión de los fusiles,
El amasijo de las bombas,
Las pringosas teas incendiarias.
Y en la tercera línea
La patria se hará muerte
Y lloverá el aniquilamiento
Entre las barricadas,
Las bocacalles de cañones
Tras los tercios de yerba.

Alzaga entonces no duda,
Cava trinchera y lanza un ruido de guerra.
Belgrano cava trinchera y agazapa su cólera.
Saavedra cava trinchera y alista el fuego de Patricios.
Matheu cava trincheras y se hace ráfaga.
Balcarce cava trinchera y se hace espada.
Las Heras cava trinchera y se hace fuego.
Artigas cava la trinchera
De la Inexpugnable fortaleza.
Güemes galopa centauro por encima del río
Y vence implacable las armas invasoras.
Los dispersos ejércitos de tierra,
Los dispersos ejércitos de agua,
Los dispersos ejércitos del pueblo,
Cavan trinchera para la victoria.

Llega la hora y se combate,
Hasta que la sangre coagula
En piedras negras.
“Los invasores marchan como ovejas
Para presentar sus gargantas al cuchillo.”
Avanzan en sigilo por las tempranas calles
De la sangre.
La ráfaga de heridas toca la tropa invasora,
Corta las lenguas, las narices,
Los ojos, las orejas.
Corta la carne y la disuelve.
Es el viento que llega con su revuelo de navajas.
Y luego el fuego, lenguas de fuego
Rojo, azul, naranja,
Que sale de unas bocas como madrigueras.
No es el fuego de siempre, para nada,
Es una flama nueva,
Arde de una manera nueva,
Devora a su paso lo que toca,
El invasor se hace apenas ceniza
Que otro viento lleva vaya a saber a dónde.
Los niños brotan del barro con cuchillos
Y cortan los largos tendones
De los gringos, que cojean espásticos
Entre los espasmos de su sangre en la tierra,
De entre las sombras de los árboles
Llegan mujeres de manos del tamaño
De la patria y rompen los pescuezos
De los invasores. Y están esos viejos
Que lavan con agua hirviente el cuerpo
De infantes y artilleros enemigos.
Llueven piedras malditas
De todas direcciones,
Con sus cáscaras de brazas
Rojas que arden cuando tocan
Las espaldas de los bandidos.

Las glorias del invasor caen una a una,
Arrían sus banderas, rinden sus armas.
Whitelocke, el pomposo general
Con sus negros piojos imperiales,
Capitula vencido.

En el horizonte, viento y tormenta,
la tempestad escribe gota a gota:

“Ni amo viejo, ni amo nuevo, ningún amo”.

La patria nueva nace, para abrirse camino.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS