El último compás en la Vuelta de Rocha

El último compás en la Vuelta de Rocha

La noche había caído sobre la Boca con ese tono herrumbroso que sólo el Riachuelo podía inventar. Las luces amarillentas de los faroles temblaban como si les agarrara un soplo, y desde el boliche El Puentecito salía un bandoneón que lloraba más que una viuda recién enterada. Adentro, el piso de madera vibraba con un tango lento, arrastrado, de los que te hacen caminar con los recuerdos a cuestas.

En una mesa del fondo, La Maleva Rita se acomodaba el peinado, una flor roja clavada como una amenaza sobre su oreja. Los ojos oscuros le brillaban con esa mezcla de picardía y peligro que le había ganado fama desde Caminito hasta el Dock Sud. Nadie sabía su historia completa, pero todos sabían que donde ella paraba, siempre quedaba un varón mirando el piso… o un fiambre tirado en alguna esquina.

Del otro lado del salón estaba El Zurdo Benítez, un maleante conocido por “arreglar” asuntos turbios con la misma facilidad con que afinaba la navaja que llevaba escondida en el cinturón. Aquella noche no bailaba ni sonreía: estaba de campana, esperando algo… o a alguien.

El bandoneón lanzó un suspiro final y el silencio se hizo de golpe, como cuando en plena partida alguien muestra el as de espadas. Fue entonces que entró Tito “El Fuelle” Barzaghi, el mejor bandoneonista del barrio, y quizá el más ingrato. Lo habían visto varias noches con Rita, y se rumoreaba un triángulo bravo con el Zurdo. Pero nadie se animaba a comentarle nada al tipo: tenía fama de calentón y de tirar puñetazos antes de pensar en una palabra.

Tito apoyó el estuche del fuelle en la barra, pidió un vermú, y sin mirar hacia el fondo, se mandó:

—Decile al Zurdo que no me joda más. Yo vengo a tocar, no a aguantar celos de guapo.

Rita lo oyó y se levantó despacio, moviendo las caderas con ese ritmo que siempre tenía un compás más. Se acercó a él y, apenas rozándole el hombro, dijo:

—No te hagás el bacán, Tito. Acá nadie te debe nada. Y si hay celos, será porque vos sembraste cuchillos.

El silencio se puso denso. El Zurdo cruzó el salón como sombra de tormenta.

—¿Qué decís, percanta? —espetó él, clavando los ojos en Tito—. ¿Así que ahora me pintás como un otario?

Tito tomó el fuelle, lo abrió apenas y dejó escapar una nota grave, como si el instrumento quisiera hablar antes que él.

—No seas gil, Zurdo. Si querés decir algo, decilo. Si querés pelear, peleá. Pero yo no corro.

Los parroquianos se abrieron en círculo. Los duelos en El Puentecito eran ley de la noche.

El Zurdo fue el primero en avanzar, la navaja brillando como una sonrisa de acero. Tito amacó el bandoneón en sus manos y, en un movimiento brusco, usó el estuche como escudo. El golpe resonó con un seco tac, y la hoja quedó clavada en la madera.

Rita gritó:

—¡Basta, boludos!, que esto no termina bien.

Pero el Zurdo, enceguecido, tiró otro intento. Tito esquivó, y esta vez, el fuelle mismo se abrió como un abrazo triste. Desde adentro, entre los pliegues del cuero, cayó algo pesado: un revolver corto, de esos que no perdonan.

El bar entero contuvo el aire.

—¿Así que me esperabas armado? —dijo el Zurdo, retrocediendo medio paso, pero con expresión de fiera.

—No era para vos —respondió Tito, y en sus ojos había más miedo que furia—. Era para alguien que me anda siguiendo desde anoche. Alguno que quiere cobrarse una deuda vieja.

—¿O quizá para mí? —terció Rita, cruzándose de brazos—. Porque a vos, Tito, no te creo ni cuando afinás.

La tensión subió como fiebre antes de un tango. Y entonces, sin aviso, un disparo retumbó como trueno.

El Zurdo cayó primero, una mancha oscura abriéndose en la camisa. Tito, rigidizado, aún sostenía el arma, temblando. Rita, con una calma casi obscena, se acercó al cuerpo del Zurdo y lo miró de arriba abajo.

—Te dije que no seas gil, Zurdo… pero nunca me hacés caso —susurró.

El silencio duró apenas un parpadeo. Dos compadritos de la puerta ya estaban por irse cuando Rita levantó la vista y señaló a Tito con un gesto helado.

—Ese tiro no lo diste vos, papito.

Los presentes se quedaron mudos. Tito, pálido, bajó el arma y miró su propia mano como si no le perteneciera.

—¿Cómo que no…? Yo apreté…

—Vos apretaste, sí —interrumpió Rita—. Pero el que puso la bala fue él. —Y señaló, sin mirar atrás, hacia la penumbra del escenario.

En la sombra apareció Don Pascual “El Maestro” Luppi, el dueño del boliche, viejo zorrito del puerto, famoso por arreglar lo que no se podía arreglar.

—El Zurdo nos arruinaba el negocio —dijo Pascual, con una sonrisa que daba asco de tan tranquila—. Y el Tito iba a terminar igual. Mejor uno que dos muertos en mi salón. Este barrio necesita música, no velorios.

Tito quiso hablar, pero dos grandotes lo agarraron de los brazos.

—Vos no te preocupes, Fuelle —dijo Don Pascual, mientras un tango empezaba a sonar otra vez por obra del pianista, que no sabía si temblar o tocar—. Vas a seguir tocando, claro. Pero ahora, tocás para mí.

Rita suspiró, agarró el fuelle de Tito del piso, lo limpió con su pañuelo y se lo devolvió.

—La Boca siempre cobra, mi amor. Y vos ya estás en deuda.

Esa noche, el tango siguió sonando en El Puentecito. Afuera, el Riachuelo olía igual que siempre. Y en la Vuelta de Rocha, donde las sombras bailan mejor que los vivos, un asesinato más no hacía ruido…

Porque en la Boca, al final, todo se mezcla: el compás, el lunfardo, la traición… y la muerte.

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