Dormía habitualmente más que su hombre, pero esa mañana algo la sacó del sueño de un tirón. Sintió toda su desnudez aferrada a las sábanas pegajosas, el olor era anisado y fétido. Él yacía del lado izquierdo, sobre la ventanilla, ella giró buscándolo. La cara de su esposo reposaba aplastando un pómulo contra el cojín del camastro. Se tranquilizó al verlo.

Desde la litera del camarote, él vio aquella figura estirar sus brazos como dos grúas de piel blanquísima. Vio las manos largas y cómo ella tomó la copa en un solo movimiento y tiró luego el terrón encendido dentro y aspiró el humo. Él sintió que una quemazón le demolía el plexo. No podía con los ojos por el vaho y hacia el lugar del camarote que mirara, estaba la figura, alargada y sombría, pero añosamente bella y silenciosa. Envuelta en una noche de luna, acercó el sifón azul como su vestido hasta la nariz del durmiente y se lo refregó apretando el gatillo con cada respiración. El agua gaseosa chorreó por el pecho poroso y velludo del hombre y las burbujas con forma de globos diminutos de cristal, esos ojitos de pichones, le subían hasta la cara. Con los ganchos de los dedos lo tomó por los hombros, apenas inclinándolo hacia ella, lamió la frente sudorosa del hombre y se soltó el rodete. El pelo le cayó como un alud negro, embarrando el piso de plástico. Entonces él, con el oscuro pantano a sus pies, pudo ver que la falda del vestido llegaba hasta las rodillas de la mujer, pero por debajo no asomaban las extremidades. Flotaba. Ella volvió a lamerlo, esta vez desde el cuello hasta el bajo vientre, sin más que un lengüetazo, y él, excitado como nunca, gemía envuelto en un vil sobrecogimiento aterrador, temblaba de miedo, de misterioso y violento goce. El hombre le tocaba la cara, y bajaba su mano por el cuello inacabable, muriéndose por encontrar los senos de la figura alargada; imaginaba sus pezones en punta, inflamados, aunque no llegaba a palparlos. Y ella se le vino encima, montándolo. Él extendió sus brazos y encontró la pollera que levantó con cuidado mientras era lamido. Debajo de la falda no había piernas, ni glúteos; no había nada. Sobresaltado, y a la vez inmóvil, quitó sus manos, abrió grandes los ojos y el mechón que colgaba de la frente de la mujer le acarició los párpados. La descarnada le tomó una mano y la puso debajo de su pelvis, en su inexistente entrepierna, y lasciva, le dijo:

—Ahí… ahí.

La mujer que acababa de despertar, detenida su mirada en la espalda perfecta de su uomo vitruviano, decidió recorrerlo mientras él dormía. Se adentró en los callejones del sacro, del coxis, escudriñó devotamente los glúteos blancos, luego se tentó en lamerlos, como una leona lame sus garras después de la caza para su cría. Apenas pasó una uña por el antebrazo derecho de su compañero, sintió que los bíceps le temblaban y que ella se llenaba de agua de mar en sus canales. Subió hasta la cara y vio el río de lágrimas por las mejillas de su amado, la almohada empapada de llanto caudaloso, antiguo y permanente. Tembló con un temblor volcánico de excitación y angustia antes de tocarlo, de sacudirlo para despertarlo.

Él palpó una boca, una boca infinita, una boca de muerte en la que, abducido, hundió sus dedos. Uno, dos, todos. La que flotaba encima se movió con fuerza de arriba abajo y después de exhalar un zoológico hálito, gimió como un ser indescifrable, y en el clímax bestial, levantó vuelo sosteniéndolo con sus brazos en pinza mientras él lloraba como un chico preso de una angustia espeluznante.

—Amor, ¿estás soñando? —atinó a decir la mujer mientras lo acariciaba.

Él seguía sumido en el llanto profundo. Ella giró buscando la silla de ruedas, que plegada, brillaba en la penumbra contra la pared donde colgaba la réplica en papel barato de Le buveur d’absinthe, componiendo con las livianas cortinas azules, la única decoración del camarote. Maldijo sus ganas de ir al baño.

—Amor —y súbitamente calló. Una voz enlazada a su intimidad le susurró que no debía despertarlo.

En silencio lo vio llorar y lloró.

Etiquetas: cuento corto relato

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