LA INEFICIENCIA DEL EROS: El amor como acto de anarquía

LA INEFICIENCIA DEL EROS: El amor como acto de anarquía

Epígrafe 

«En un mundo que nos quiere dociles y roboticos, amar es el maximo acto de anarquia.»
— M. Herrera

 Dedicatoria

Para mis amores:
los de carne y hueso,
los que existieron solo en mi cabeza.

Para quienes me hicieron creer en la magia
con un beso… o con una simple idea
Para todas esas historias que nunca pasaron,
pero me jodieron como si sí.

Para mis propias chicas Almodóvar:
mis Adrianas, mis Gabrielas, mis Briandas…
mis musas que tiemblan, luchan, gritan,
y no caben en ninguna etiqueta.

Y para mis waifus y consentidas:
mis Tenientes Ripleys con su hermosa ropa interior,
mis góticas con medias de red como quien empaca jamones,
mis dulces colegialas que son tan coquetas, 
y mis monjas en látex que me hacen creyente de dios.

A las que me amaron.
A las que no.
A las que creí amar.
Y a las que sólo amé en teoría.

Gracias por las heridas,
por los orgasmos torpes,
por los silencios que gritaban,
por los memes de madrugada
y las despedidas mal ensayadas.

Gracias por probarme que amar
es una revolución íntima,
una herejía contra la apatía,
una guerra sin muertos…
pero con ganas de vivir.

Este libro también es suyo.
Porque sin ustedes,
yo no sería este loco hermoso
que aún cree que el amor
es la única anarquía que vale la pena.

INTRODUCCION

Este libro empieza aquí,
en un mundo donde es más fácil calentarte
que abrir el corazón.

Donde puedes ver a alguien desnudo en segundos,
pero te tiemblan las manos para decir
“me importas” o un “te quiero”.

Estamos rodeados de pornografia ¨gratis¨ o lo que cueste la subscripcion,
juguetes sexuales inteligentes
que te hacen ver estrellitas sin invitarte primero un cafe ni flores,
apps donde puedes pasar el dedo
y cambiar de amante más rápido que cambiar de canción.

Y aun así…
seguimos solos.

Porque follar y amar
no son lo mismo (citando a José José… creo).
Uno termina cuando te corres.
El otro apenas comienza ahí.

Este libro habla del segundo.
Del amor torpe, incómodo, que da miedo,
que a veces apesta a inseguridad y sudor.
El amor que pone en jaque al sistema,
que no sirve para la economía
pero le da sentido a la vida.

Si has salido herido, si has insistido demasiado,
si has querido a quien no te quiso…
si has tenido que juntar tus pedazos
con pegamento y orgullo…

Entonces hermano, hermana: pasa.
Este libro también es para ti.
Vamos a hablar del Eros
que no se puede optimizar ni automatizar.

Del único milagro humano
que aún le queda a este mundo tan putamente frío.

Porque aunque nos creamos muy modernos,
con filtros que nos alisan la piel
y algoritmos que prometen compatibilidad del 100%,
la verdad es que seguimos igual de pendejos que siempre.
Deseando gustar, deseando que alguien nos elija,
buscando a quién mandar un meme a las 2 a.m.

Y es que el problema no es la tecnología,
es cómo la usamos para evitar lo que duele:
mirar a alguien a los ojos y decir la verdad.

Que chingue su madre el sistema si hace falta:
amar siempre ha sido un acto de rebeldía.
Una pequeña revolución que ocurre entre dos corazones
cuando el resto del mundo insiste en que no hay tiempo.

Este libro es un recordatorio:
que no venimos a la Tierra a ser eficientes,
ni a mandar nudes perfectas,
hay pelos, estrías, panzas, mocos y demás.
No venimos a coleccionar matches
como si fueran tazos o cartitas.

Venimos a dejarnos ver.
A sentir.
A abrazar.
A decir «me importas» sin miedo a parecer ridículos.
Porque si el amor no puede hacernos un poco ridículos,
entonces ¿qué puta gracia tiene?

Y sí, este libro habla de sexo y sudor,
de noches donde el cuerpo se confunde con el afecto.
Pero también habla de esa otra cosa más difícil de describir:

Del mensaje que te llega y te cambia el día.
Del abrazo que te recompone las grietas.
Del silencio compartido que dice más que un poema.
Del miedo a perder… porque esta vez sí te importa.

Porque aunque nos hagamos los cabrones,
aunque nos vistamos de ironía,
ninguno nació para ser un iceberg emocional.
Todos queremos —en el fondo—
a alguien que nos mire como si fuéramos milagro.

Y tal vez, sólo tal vez,
este libro pueda recordarte
que no estás roto por querer tanto,
ni estás débil por necesitar a alguien.

Amar no es fallar.
Amar es apostar.
Amar es un salto de fe.
Amar es anarquía.

Así que si estás listo para reír,
para incomodarte, para calentarte un poquito
y para pensar mucho…
entra.
Este es tu hogar mientras dure el viaje.

Que la eficiencia se la queden las máquinas.
Nosotros vinimos a sentirlo todo.
A rompernos.
A amar.

Esa es la revolución.

Capitulo #1 Del amor y otros demonios ciberneticos

Aprendí del amor antes de entenderlo. Recuerdo una fiebre brutal cuando era niño, un 14 de febrero cualquiera, y yo tirado en la sala viendo Canal 5. Pasaban un especial ochentero de Mickey Mouse, y ahí estaba Elton John cantando Don’t Go Breaking My Heart con Minnie. Yo veía esos monitos orejones cantando y me preguntaba, sin saber que en realidad era Shakespeare hablando desde una botarga: ¿qué diablos es el amor? ¿Por qué hace que la gente se rinda y al mismo tiempo luche hasta la locura? Si Romeo y Julieta hubieran tenido terapia y un plan de datos estable, quizás la tragedia se habría evitado, pero no: el amor quiso que murieran, que ardieran en la gloria del drama porque amar siempre ha tenido un costo.

Crecí pensando que el amor era una fuerza parecida al teatro: exagerado, absurdo, lleno de efectos especiales emocionales. Pero también lo veía en el futbol, en la frase «amor a la camiseta»; lo veía en los héroes que daban la vida por su causa; lo veía en las caricaturas donde un ratón se derrite por una ratoncita. Y ahí entendí algo: el amor tiene muchas caras, y todas son peligrosas.

Es raro decirlo, pero no creo haber dejado de amar nunca a alguien que fue importante para mí. A esas mujeres que pasaron por mi vida, a mis musas fugaces o permanentes… las sigo amando a todas, quizá de formas nuevas, evolucionadas, resignificadas. Cada una dejó una pieza en mi construcción y desmadre interno. Soy un rompecabezas armado con recuerdos y besos fallidos, con miradas que ya no están, con ilusiones que se rehicieron.

Amar es poder ser tú, tan roto o tan completo como vengas. Amar es que te quieran en tus contradicciones: cuando eres un huracán y también cuando eres un charquito. El amor es máscara arrancada, es permitir que alguien te vea en tu ridículo divino. Es fuego que destruye, pero también el que te rescata del hielo. Es agua calma… y a veces un pinche tsunami que te revuelca y luego te deja respirando con más ganas de vivir.

Amar es permanecer y también dejar ir. Es aceptar que duele, que cura, que cambia, que derrumba y que reconstruye. Y, aún así, elegirlo.

El amor también es un anime maldito que intenta explicarnos lo que la filosofía no se atreve. Evangelion no sólo va de robots gigantes: es Shinji masturbándose frente al cuerpo de Asuka porque no sabe amar ni amarse, es un padre ausente como Gendo creyendo que el control sustituye al cariño, es un ángel que destruye el mundo sólo porque nadie lo abrazó. Esa serie nos gritó que la intimidad es peligrosa, que dejar que alguien entre a tu corazón puede destruirte… pero que vivir sin ese riesgo es dejar que el apocalipsis emocional llegue primero. La Human Instrumentality Project fue eso: un intento desesperado por evitar la soledad, aunque nos borrara a todos.

Y por otro lado está Sailor Moon, que nos enseñó que el amor puede salvar universos enteros. Que la princesa Serenity y Endimion trascienden tiempos, muertes y encarnaciones sólo para volverse a encontrar. Que incluso cuando la oscuridad gana, siempre habrá un rayo de luz —y brillantina rosa— que recuerde que el amor es insistir. Cuando uno crece y se vuelve cínico, olvida que de niños creíamos que el amor podía derrotar a cualquier villano. Y lo peor es que era verdad.

Luego llegó Futurama a darnos el golpe final: si la humanidad deja de querer impresionarse, seducirse, gustarse… se acaba la especie. Fry viaja mil años al futuro y sigue intentando conquistar a Leela con la torpeza del que tiene más corazón que inteligencia. Esa serie es una biblia para quienes aún creemos que la ternura es revolucionaria. Bendito sea Matt Groening y su filosofía de que siempre habrá un idiota con flores en la mano dispuesto a cambiar el mundo.

Incluso Arjona, aunque a muchos nos duela admitirlo, dejó caer una verdad torcidita: “por ustedes lo inventamos mujeres”. Por querer gustar, por necesitar sentirnos elegidos, hemos construido civilizaciones completas. La poesía nació cuando un cavernícola quiso decirle “me gustas” a otra cavernícola con más estilo. La historia del arte es la historia del deseo.

El amor es un virus memético que se hereda en canciones, en series, en besos chuecos, en mensajes enviados a la hora incorrecta. Está en las caricaturas que nos educaron y en las películas que nos hicieron creer en finales imposibles. Está en lo que nos conmovió cuando aún éramos vulnerables sin disimularlo.

El capitalismo nos quiere productivos, no enamorados. Quiere que rindamos, no que sintamos. Quiere que follemos rápido y volvamos al trabajo, sin sobremesa emocional ni caricias que retrasen la jornada. Amar es improductivo: nos hace perder tiempo, gastar dinero, desvelarnos por un mensaje que a veces ni llega. Las máquinas no entienden por qué alguien preferiría quedarse en la cama abrazando un cuerpo caliente que contestar correos. Pero nosotros sí: porque ese abrazo paga la renta del alma.

Somos unos cerdos cultos, con la boca llena de verdades incómodas: nos quieren eficientes, nos quieren funcionales, nos quieren robots con ganas de coger pero sin ganas de amar. La tecnología no es el enemigo —lo es la lógica con la que la usamos— esa que convierte el deseo en una transacción, el cariño en un servicio premium, y los afectos en un producto con garantía de satisfacción. Hay vibradores con Wi-Fi que tienen más batería emocional que algunas parejas. Hay muñecos sexuales con más piel que muchos hombres que sólo saben enviar “¿te mando uber?” a las 2 a.m.

El sistema no está peleado con el placer; lo que odia es la intimidad. Porque el placer es rápido, vendible, repetible. Pero la intimidad… esa madre es peligrosa: hace que quieras dejar de consumir. Cuando encuentras un motivo humano para vivir, dejas de necesitar tantos objetos para llenar el vacío. Por eso el amor siempre ha sido un problema para los dueños del mundo: crea supernovas en el pecho que no se miden en PIB.

Nietzsche hablaba del Übermensch, del ser humano que trasciende su animalidad y crea nuevos valores. Pero el sistema actual quiere lo contrario: mantenernos como animales domesticados por pantallas que nos dicen qué desear, cuándo desear y hasta cuánto cuesta desear. La superación personal se mide en followers, no en corazones tocados. Nos distraen con luces y ofertas para que no recordemos lo obvio: que un abrazo sincero es más revolucionario que cualquier startup de la Silicon Valley.

Tecnología, economía y humanidad no están destinadas a pelearse. El error está en creer que el progreso es sólo monetario y no afectivo. Puedes tener el último iPhone y seguir sintiéndote más solo que Robinson Crusoe en su isla de ansiedad. El avance real no se mide por la velocidad de descarga, sino por cuántas manos están dispuestas a sostenerte cuando te rompes. Si la tecnología no está al servicio del amor, ¿entonces al servicio de qué está?

Hablo con conciencia de causa, porque no estoy mirando este desastre emocional desde un pedestal iluminado. Soy parte del experimento, un conejillo de Indias con perfil en apps de citas y cicatrices digitales. Si puedo describir el ghosting, el porky emocional, la ilusión de elección infinita, es porque he sido víctima… y verdugo. No me enorgullece, pero tampoco quiero vivir como si no me diera cuenta del daño. Somos una generación que prefiere desaparecer antes que decir: “No estoy listo”, “me dio miedo” o “gracias, pero no”. Le tememos tanto a herir que terminamos lastimando peor: con silencio.

Las apps nos vendieron el mito de la abundancia: “Hay millones de opciones: desliza, elige, descarta”. Pero la paradoja es que entre más opciones tenemos, menos capaz somos de elegir. La ilusión de que siempre habrá alguien mejor a un dedo de distancia nos condena a la indecisión eterna. Como quien va al supermercado con hambre: lo quiere todo y nada a la vez. Terminamos por no invertir en nadie, no vaya a ser que perdamos… o peor: que nos ganen.

Al mismo tiempo, alabamos al dinero, a los cuerpos perfectos, a los filtros que borran la verdad. Nos arrodillamos ante ídolos dorados mientras enterramos nuestra autoestima viva. Y lo más triste es que ni siquiera es un culto colectivo: es un culto privado al que nadie quiere admitir que pertenece. Hacemos fila para pagar la entrada a nuestra propia inseguridad.

Estar vivos es seguir apostando, sabiendo que la ruleta emocional no perdona. Pero no hay que hacerse pendejos: si la probabilidad de que funcione es del 0.001%, y aun así lloramos cuando perdemos, no es culpa del amor. Es nuestra fascinación por jugar a la contra, por decirle al corazón: “¡Dale! Golpéame otra vez a ver si ahora sí aprendo”. Y la ironía es que aprendemos… pero igual regresamos a apostar.

Nos castigamos por querer, como si amar fuera un error de cálculo. Pero el amor no es un Excel que se pueda cuadrar. Y aunque el miedo nos haga racionales, hay algo dentro que sigue susurrando: “Quizá la próxima vez”. No abandonamos la mesa porque sabemos que perder duele… pero ganar cambia la vida.

Insistimos porque idealizamos. Porque vemos a la otra persona no como es, sino como nos gustaría que fuera. Porque tenemos el amor propio haciendo huelga y creemos que si logramos que ese alguien nos quiera, entonces valemos más. Nos aferramos a migajas como si fueran banquetes. Confundimos compatibilidad con posibilidad. Y aunque duela admitirlo, a veces insistimos porque no sabemos qué hacer con nosotros mismos cuando nadie nos está mirando con ojos de deseo.

Dejar ir sin sentir que hemos perdido depende del temple de cada quien, pero una cosa es segura: uno se repone. Siempre. Porque el amor no es una rifa donde se elige a uno solo. No eres el único boleto premiado que queda en la tómbola del destino. Cuando encuentres a alguien que te elija sin dudar, entenderás que no querías nada más. Y todo lo anterior se convertirá en una anécdota con cicatriz.

El amor también se pudre. Puede caducar como la comida que dejamos olvidada en el refrigerador del alma. Lo que un día fue nutritivo, mañana puede ser tóxico. A veces el amor huele a flores… y a veces a basura fermentada. Saber cuándo tirar lo que ya está podrido también es amor. El amor propio, para ser exactos.

Todos tenemos algo de narcisismo afectivo. Queremos gustar, ser vistos, ser deseados. Queremos ser el meme guardado, la notificación que acelera el corazón, el mensaje que hace sonreír el teléfono. Pero el amor no es un concurso de popularidad. Amar es que te importe un solo «like»: el de quien te incendia la vida y te hace creer que el cielo queda cerquita.

La vulnerabilidad es la puerta secreta hacia el amor, pero también su trampa. Abrirla es un acto de valentía. Sin embargo, no todo el mundo merece entrar. Hay tierras sagradas que no se pisan con cualquier zapato. Y no porque creamos que somos dioses, sino porque sabemos cuánto duele reconstruirse. No le des tus llaves a cualquiera. Que no cualquiera merece ver tu caos.

A veces necesitamos que el amor duela para evolucionar. El dolor nos empuja al cambio. Nos obliga a preguntarnos: “¿Qué carajos estoy haciendo aquí?”. Y esa pregunta, aunque arda, es la que nos salva. Que este dolor nos haga mejores. Que no nos convierta en alguien que ya no cree, sino en alguien que ha aprendido a apostar con inteligencia. Porque a pesar de todo, amar sigue siendo la mejor apuesta de la vida.

Las cicatrices enseñan más que cualquier manual de autoayuda. Nos recuerdan lo que fuimos, lo que dimos y lo que aprendimos cuando todo se cayó. El dolor, aunque maldito y necio, también es un maestro exigente: nos disciplina el corazón para que la próxima vez sepa latir sin romperse tan fácil. Y aun así, cada cicatriz guarda una historia que vale la pena honrar. No se trata de negar que dolió, sino de reconocer que sobrevivimos.

No guardo rencor a quienes amé. Las recuerdo con una nostalgia limpia, como quien mira una foto en la que se ve joven y torpe, pero sincero. Fueron musas —unas temporales, otras que aún me habitan— todas importantes en mi camino a ser el loco cuerdo que soy hoy. No coincidimos del todo, y está bien: amar no siempre significa permanecer. A veces el tiempo también tiene derecho a decidir quién sigue y quién sólo vino a enseñarte algo.

El amor, cuando es bueno, nos hace crecer. Y cuando se acaba, nos obliga a transformarnos. Es como el Kintsugi japonés: las piezas rotas se unen con oro para demostrar que la belleza también nace del desastre. Romperse y recomponerse no es un fracaso: es alquimia emocional. Es convertir la pérdida en una versión más luminosa de uno mismo.

Pero cuidado: reconstruirse no es volverse piedra. No se trata de endurecer el corazón para que nada vuelva a doler, sino de aprender a sostenerlo mejor. La fortaleza real no nace del blindaje, sino de la vulnerabilidad consciente. De poder decir: “sí, dolió… y aun así no me arrepiento de haber amado”. Porque sería peor vivir intactos que nunca haber temblado por alguien.

Perder es jodido, claro. Pero quedarse roto por miedo a volver a sentir, es la verdadera derrota. El amor que se fue no fue inútil: dejó huellas que hoy son parte de nuestra identidad. Y quizá, en la próxima vuelta, esas huellas nos guíen hacia un amor que ya no hiera… o si hiere, que valga la pena.

Amar es un salto de fe, un acto irracional que nace justo cuando el miedo podría ganarlo todo. No hay garantías, no hay contratos que protejan el corazón, no existe seguro contra incendios emocionales. Amar es pararse en el borde del abismo y decidir que, aunque no veas el suelo, vale la pena saltar. Y ese vértigo que se siente antes de dar el paso es la prueba de que estás vivo.

El miedo nos dice que no lo hagamos: que nos quedemos donde estamos, que ningún abrazo vale la pena si existe la posibilidad de perderlo. Pero la esperanza, esa loca, insiste en que del otro lado puede haber algo hermoso. El amor es el fuego de Prometeo: esa chispa indomable que los dioses no querían que tuviéramos porque hace que cuestionemos todo, incluso a ellos. Con fuego nació la humanidad; con amor nació la conciencia de que estamos destinados a buscarnos.

Pensar tanto y amar tanto no son fuerzas contrarias; son dos motores que, si se alinean, pueden lanzar al alma más lejos que cualquier cohete. La lucidez te dice: “podría doler”. El corazón responde: “¿y qué?”. Cuando ambos caminan juntos, el amor deja de ser ceguera y se convierte en visión: mirar a alguien y saber que sus defectos no te impedirán quedarte, sino que son parte del mapa que aprenderás a recorrer.

Aferrarte al miedo te mantiene intacto, pero también te mantiene solo. El salto de fe no promete la felicidad eterna, sólo la posibilidad de sentir. Y sentir —con toda su belleza y su caos— es lo único que nos recuerda que la vida va en serio. Porque quien no se arriesga a amar, termina asistiendo a su propia existencia como espectador.

Amar es saber que puedes caer y aun así decir “vale la pena”. Amar es ponerte en manos de otro y confiar en que no sólo te sostendrá, sino que te acompañará a volar. Y si un día te rompes, que al menos sea por haber intentado tocar el cielo.

Así cerramos este primer acto: con un corazón que tiembla, pero avanza. Con el fuego encendido. Con la fe puesta en que el amor, aunque ineficiente, es la anarquía más hermosa que nos queda.

Fin del Capítulo 1

Etiquetas: amor filosofía méxico

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS