Aju, aju… sniff… ahhhfgahh.
Eso fue lo que dijo el pobre diablo cuando se incorporó en su cama a las tres de la mañana, asustado, sintiendo cómo el vómito se le subía a la cabeza. Un sorbo de agua solo hacía que la sensación se diluyera más rápido por todo el cerebro.
Se quedó sentado una hora, hasta que sintió que el malestar había bajado a su cuello. Para él fue una buena señal, así que volvió a acostarse. Aun echado quería vomitar, pero siempre le había parecido asqueroso hacerlo: él era un hombre pudiente —un caballero, podría decirse— y no iba a permitir que la muerte lo encontrara en esas condiciones. Nunca se lo perdonaría.
Agarró su celular. Lo mismo de siempre: gente famosa, una noticia mala y otra casi buena, “gente real”, una posible guerra mundial, y uno que otro mapache tragando hot dogs como si no hubiera un mañana.
—Ellos tal vez mueran de un infarto, y no embarrados de mierda en la cara —murmuró.
Se puso los audífonos y reprodujo lo primero que encontró. Cinco minutos después abrió los ojos, sobresaltado por ruidos de piedras, saltos y golpeteos en el piso, como si alguien tocara desde el segundo nivel.
—¿Lo están haciendo a propósito? Tal vez me están espiando. No es la primera vez… Seguro están conspirando contra mí y no me quieren en esta casa —pensó, sorprendido por su “descubrimiento”.
Volvió a pensarlo y, confundido, olvidó por qué estaba sentado otra vez en su cama. Se recostó de nuevo, pero al escuchar los ruidos por segunda vez recordó el motivo por el cual se había levantado.
—Seguro quieren ayudarme a vivir. Si me duermo, tal vez el vómito me asfixie… Al parecer no son tan malos como pensaba —sonrió levemente, sintiéndose más acompañado.
Miró su teléfono: las cinco de la mañana. El tiempo se había ido volando. Para él ya era temprano; solía levantarse a las seis —a veces a las cinco y media— como todo buen americano que trabaja doce horas para llevar el pan a la casa.
—Ya quisiera —susurró en el silencio.
Sus pensamientos le contaron un chiste, intentando que iniciara el día con algo mejor que la realidad. Se puso el mismo polo de ayer —y de toda la semana— y unas sandalias “bonitas”, de esas que usan algunos famosos, así que no tenía nada que envidiar.
Camino hacia la salida, pensando en la suerte que tenía de dormir con el mismo short durante días: así no corría el riesgo de salir en calzones.
—No entiendo cómo hay gente que duerme con otra ropa o con ropa interior. ¿No temen ir a trabajar con lo equivocado? Yo no me arriesgo. Estoy innovando. Tengo que patentarlo —dijo, un poco emocionado.
Al llegar a la esquina vio cómo los focos de los postes se apagaban a su paso, como si lo reconocieran.
—¡Vaya! Qué orgullo, el primer hombre despierto en la ciudad…
Su entusiasmo se apagó al ver a un vagabundo a lo lejos, saludándolo con una enorme sonrisa.
—Esto es una maldita broma, ¿no?
De pronto todas las luces se apagaron de golpe. Él comenzó a aplaudir.
—Ja, ja, ja… qué buen espectáculo, imbéciles.
Se acercó al anciano, que seguía saludándolo.
—Sabes, si fuera alguien normal estaría aterrado con toda la buena suerte que tengo desde la madrugada… y desde que nací. Pero la tuya creo que es peor. Es la primera vez que te veo. ¿Quién eres?
El anciano soltó pequeñas carcajadas.
—¿Necesitas ayuda? ¿Estás perdido? ¿Buscas a alguien?
La risa del hombre se volvió más evidente, casi burlona.
—¿De qué te ríes? ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes?
El viejo comenzó a reírse de forma descontrolada.
—Vamos, responde. ¡Estoy queriendo hacer una puta buena acción en mi puta vida y ni siquiera eso me lo permites! ¡RESPÓNDEME!
El anciano se reía hasta las lágrimas. Entre carcajadas lo miró y dijo:
—Esas respuestas ya las sabes.
Le escupió la cara y su risa se volvió ensordecedora, expandiéndose por toda la calle.
—Viejo imbécil.
De un puñetazo, el hombre le rompió el cuello y lo tiró al piso.
—A ver si en el infierno sigues riendo.
Se alejó, pero ya de espaldas escuchó un murmullo:
—Si es como el tuyo, entonces me hubiera matado antes.
—¡¿Quién dijo eso?! —gritó.
Se dio la vuelta: no había nadie. Las luces estaban encendidas, intactas.
—Qué… ¿qué carajos? ¿El anciano? ¿Dónde está?
—¿Dónde tú estás?
—¿Quién está ahí? ¡Da la cara, maldito maricón! ¡Ven y muéstrate!
Un silencio penetrante invadió todo.
Miró su reloj: 3:15.
—No puede ser… Yo vi las cinco.
Las luces nunca se habían apagado. Seguían encendidas.
—Esto no es un sueño… ¿Qué está pasando?
Entonces, todas se apagaron al mismo tiempo.
—Tengo que regresar…
Mientras corría de vuelta a su casa, las luces comenzaron a encender y apagarse abruptamente, cada vez con más violencia. Llegó a su puerta, temblando, intentando meter la llave.
—Mis manos transpiran… la vista se me nubla… el aire… ¡me estoy ahogando! No, no, no… cálmate… cálmate…
—Pensé que no tenías miedo —susurró una voz.
Logró abrir la puerta.
—¡LÁRGATE!
Se dejó caer sentado detrás de la puerta y comenzó a llorar.
—¿Qué está pasando? Quiero despertar… Dios, por favor…
Poco a poco abrió los ojos. La luz de su cuarto estaba encendida en medio de la oscuridad.
—¿Pero quién es esa persona…?
Con el poco valor que le quedaba, empezó a acercarse. La figura dentro del cuarto se movió lentamente, mientras un olor putrefacto llenaba el ambiente.
—¿Qué rayos…? ¿Qué es esto?
La luz se apagó. A medida que avanzaba, escuchó una respiración agitada, angustiante.
De repente…
Había una mujer gritando en la calle, pidiendo auxilio.
—¿Esos gritos…? ¿Por qué la gente…? No puede ser…
Corrió hacia donde se aglomeraba un grupo de personas. Se abrió paso y vio cómo se llevaban a alguien en una bolsa negra, de pies a cabeza. Entre los lamentos, lo único que logró oír fue que alguien había matado a una persona.
Miró la hora.
7:15.
—¿Dónde estoy…?
Continuará.
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