—Yo te quise, y mucho —dijo ella.
—Yo sostuve el sol para que no te quemaras —dijo él.
—Eres la persona más importante en mi vida.
Por ti cambié, me esforcé, y busqué sentido —confesó él.
—Me alegra saber que lo hayas hecho por ti —respondió ella, con una calma que se sentía como un adiós.
—¿Y al final qué somos? —preguntó ella.
—Nos vemos de vez en cuando… y ya son siete años así —dijo él, como quien se acostumbra al casi.
—Por ti dejo todo hoy, nos vamos juntos, nos casamos si querés —dijo él, con el alma abierta.
—No funcionamos juntos —susurró ella—.
Tu desorden y el mío no se entienden, la convivencia no es nuestro idioma.
Nos vemos para calmar las ganas pero no para compartir la vida.
—¿Y qué hago con estos nuevos sentimientos?
Sin querer, me enamoré de ti —dijo él.
—Somos aún jóvenes —respondió ella—.
Sigue tu rumbo, yo seguiré el mío.
Puedo verte, me encanta tu trato, pero no quiero una relación formal.
Y así terminó la historia.
No con un portazo, ni con lágrimas, sino con silencio.
Con dos miradas que se entendieron y se soltaron sin culpa.
Él quiso quedarse.
Ella quiso seguir.
No hubo villanos, solo verdad.
Porque a veces el amor no muere… solo entiende que no puede quedarse.
Y en algún rincón del tiempo, ellos siguen mirándose, aunque ya no se busquen.
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