El Miedo se adhirió a ella desde niña, instalándose lentamente en los pliegues de su vida cotidiana. Comenzó a acecharla escondiéndose en los ojos de sus muñecas que parecían seguirla en la penumbra de su cuarto. Después, se acurrucaba tras la pantalla del televisor y transformaba la sonrisa más amable de su caricatura favorita en una mueca espantosa que la obligaba a apagarlo de inmediato.

La perseguía a la hora de comer, convenciéndola de que había rostros tristes flotando en su sopa. La humilló con estos pequeños terrores, volviendo el propio mundo en su contra, hasta que su pequeña voluntad se rindió por completo ante él.

En la adolescencia, el Miedo encontró un nuevo refugio en el espejo. La observaba mientras se peinaba y, con cada mechón rebelde, hallaba una excusa para recordarle sus imperfecciones: el acné que adornaba su frente, la forma de sus dientes, la curva de su nariz, el temblor de sus labios cuando intentaba sonreír. Poco a poco, el reflejo se volvió una trampa, y ella empezó a sentir que su cuerpo era un espacio ajeno, una celda que debía ocultar del mundo. Desde entonces, el Miedo ya no solo la miraba: empezó a vivir dentro de ella. Le apretaba el pecho con una fuerza muda, le helaba las manos, le revolvía el estómago hasta provocarle náuseas.

A veces el corazón se le desbocaba sin razón; otras, el aire no bastaba. A veces la dejaba en paz unas horas, solo para regresar al atardecer, multiplicado. Los médicos la llenaban de pastillas, pero el Miedo las bebía con ella, satisfecho, durmiendo en su pecho y esperando el momento justo para despertarla durante la madrugada y recordarle que seguía allí.

Con los años, siendo ya una mujer adulta, la tortura se volvió rutina. Y, como suele ocurrir con las rutinas, acabó pareciéndose al amor. Desde luego no fue una revelación repentina, sino una costumbre lenta, paciente, que la llevó a confundir el temor con ternura y el pánico con compañía. De tal manera, aprendió a disfrutarlo.

Una noche, en medio de uno de sus tantos ataques, se descubrió a sí misma sonriendo y disfrutando del pánico. Comprendió que lo necesitaba. Que el Miedo era lo único que nunca la había dejado sola.

Desde entonces, comenzó a buscarlo con una devoción inquietante. Miraba películas de terror hasta el amanecer, se asomaba a balcones altos solo para sentir el vacío mordiéndole el estómago, caminaba sola por calles oscuras esperando escuchar pasos detrás. Lo tentaba con pequeños gestos, deseando que el Miedo volviera a tocarla con esa violencia que, de algún modo, había aprendido a amar. Se enamoró de cada punzada, de cada sobresalto, de cada estremecimiento que él le regalaba para recordarle que seguía viva.

Pronto el Miedo se percató y se detuvo de golpe. Notó a la mujer mirarlo sin espanto, con una ternura que lo desarmó, pues en sus ojos ya no había terror, sino una devoción que lo volvía inútil. Intentó desgarrarla como antes, pero su poder se deshizo. Ella lo esperaba, lo buscaba obsesivamente. Y entonces, por primera vez, el Miedo sintió miedo.

Él, que había sido su verdugo, comprendió con espanto que se había convertido en su víctima, en una sombra temblorosa ante el amor de quien había jurado destruir. Sintiéndose un ente fracasado, y sin previo aviso, decidió marcharse al amanecer y juró jamás volver.

Ahora es una anciana triste y sin miedo, cuyos días transcurren en la espera de que el Miedo aparezca, al menos en su lecho de muerte, para poder despedirse de él.

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