El delicado espanto de ser uno mismo

El delicado espanto de ser uno mismo

Gigi Antolini

24/10/2025

   Existe una fatiga que no nace del cuerpo, sino del alma: el cansancio de sostener máscaras. Las llevamos como si fueran una segunda piel, con tanto oficio que ya casi no recordamos el rostro verdadero que late debajo. Sonrisa ante el dolor, ironía frente al miedo, dureza cuando la ternura palpita en el pecho. No porque seamos hipócritas en un sentido deliberado, sino porque, a veces, la sinceridad duele tanto que parece imposible sostenerla sin quebrarse. Nos protegemos. Nos disfrazamos no para engañar al mundo, sino para evitar que el mundo nos hiera de la manera más abrupta, para que una herida menor no devenga una cicatriz que nos gane la partida a mordiscos. En ese intento desesperado por conservar intacto, al menos en apariencia, algo de nosotros, vamos perdiendo justamente lo más auténtico: aquella chispa que nos hacía tolerables a la vista de la propia sombra.

   La máscara, con el tiempo, se convierte en cárcel; la coraza, en condena lenta. Hay días en que levantamos la vista hacia el espejo como quien afronta un tribunal: la habitación parece estrecharse, y el cristal devuelve una imagen que se vuelve cada vez menos confiable. El rostro que nos devuelve parece un mosaico de rostros ajenos, de gestos aprendidos, de una música que ya no es la nuestra. Y entonces aparece el espanto, ese temblor mínimo que se cuela por entre las costuras del silencio: ¿Quién soy cuando ya no hay máscara que me sostenga, cuando el maquillaje de la ciudad se deshilacha ante la mirada desnuda?

   Hay noches en que, frente al espejo, uno ya no distingue si lo que ve es el rostro reciente de la última de tantas caretas. Porque llega un punto en que uno teme incluso desnudarse ante sí mismo. ¿Y si debajo ya no hay nada? ¿Y si el verdadero rostro se ha ido, ahogado entre sonrisas forzadas y gestos de supervivencia? Es un vértigo que no da permiso para pensar con claridad: la identidad parece un territorio en disputa, una lengua que cambia de acento según la esquina del cuarto en la que uno se apoye. Pero quizás -y sólo quizás- la esperanza reside en la mirada que se atreve a escarbar entre los escombros de la propia fábula. Quitarse, aunque sea por un instante, el peso de tanto disfraz; respirar hondo; escuchar el pulso que late detrás de la caja torácica y recordar quiénes fuimos antes de que el miedo se instalara como un huésped prolongado.

   Y sin embargo, no todo es oscuridad. Porque también existe -aunque sea rara, fugaz- una forma de seguridad que no nace de esconderse, sino de mostrarse sin escudos, de habitarse con una franqueza que duele y al mismo tiempo libera. No se trata de exhibirse ante el mundo con arrogancia, ni de pedirle al espejo que debiéramos ser otros, sino de habitarse con honestidad, de hablar desde el temblor que nos recorre las palabras, de mirar sin huir, de dejar que otro nos vea sin adornos ni superposiciones. En esa entrega sin artificio podría hallarse, si no la salvación definitiva, al menos un despertar mínimo, un resquicio que permita respirar con cierta dignidad.

   Tal vez allí, en esa desnudez de la voluntad, habita lo único que realmente puede salvarnos: la posibilidad de ser nosotros mismos, a pesar de todo. Pero no una honestidad que nace de la simple oposición a la sociedad, ni una verdad que golpea como una sentencia: una honestidad práctica, una coherencia que se afirma en los actos diarios, en las hesitaciones que se vuelven palabras y en las palabras que se sostienen a través de la acción. Porque la verdad que nos salva no es una verdad académica ni un refugio de salón: es la verdad de la experiencia vivida, de la memoria que se levanta cuando ya no hay nadie que sostenga la máscara por nosotros.

   Entonces, quizá, el camino no consista en abandonar por completo los artificios que hemos aprendido a manejar, sino en reordenarlos desde una conciencia nueva. Se trata de convertir la máscara en instrumento mínimo, suficiente para proteger lo que merece ser protegido, sin que esa protección se convierta en una jaula. Se trata de que la coraza no termine por convertirnos en una criatura encapsulada, dividida entre lo que mostramos y lo que ocultamos, sino en una superficie que brilla con una luz que no miente: la luz de la transparencia, de la aceptación de que somos frágiles y, aun así, dignos de habitar este mundo con la cabeza erguida y el corazón en la mano.

   Vivir, entonces, sería un acto de coraje cotidiano: decidir, cada mañana, que valdrá la pena ser visto tal como somos, sin el disfraz obligatorio de la normalidad, sin la máscara impuesta por la conveniencia, sin el miedo a ser incomprendidos. Aceptar que el miedo es parte de la experiencia, pero no su autoridad final; que el dolor puede ser maestro, pero no amo eterno; que la duda puede ablandar la rigidez de nuestras certezas y, en ese ablandamiento, abrir una pequeña rendija para que la autenticidad respire. Y si esa respiración se vuelve compartida, si acaso otro alcanza a intuir el esbozo de nuestro rostro verdadero, entonces el mundo podría parecer menos amenazante, menos incierto, menos ajeno.

   Porque, al final, lo único que nos salva podría ser, paradójicamente, la decisión de seguir siendo nosotros mismos, incluso cuando el entorno nos empuja a convertirnos en sombras para no confrontarlo. Seguir siendo nosotros, con nuestras dudas, con nuestras fragilidades, con esa mezcla de miedo y deseo que nos acompaña desde la primera respiración. Ser, pese a todo, nosotros mismos: esa es la consigna que no admite traducciones simplistas, esa es la verdad que no admite adornos. Y si alguna vez olvidamos el rostro que habita detrás de las máscaras, recordemos que ese rostro fue, es y que podríamos volver a ser: una persona capaz de enfrentarse al vacío con la curiosidad de saber quiénes somos cuando ya no hay necesidad de fingir.

   En esa posibilidad, en esa luminosidad tenue que asoma entre las grietas de la máscara, quizá esté la semilla de una vida más auténtica: no la perfección, sino la verdad práctica de vivir de cara al propio interior, sin desmentirse, sin traicionarse, sin renunciar a la dignidad que nace de la coherencia con uno mismo. Y ahí, en esa coherencia mínima, podría nacer una manera de respirar que no esté agotada ni cansada, una respiración que permita mirar al mundo sin la violencia de autoamordazarse, sin el desdén de la indiferencia, sin el peso insoportable de pretender ser otro. Ser, finalmente, nosotros mismos, como un acto de amor propio y de justicia para con la vida que se nos ha dado.

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