En un rincón olvidado del universo, orbitando una estrella azulada entre constelaciones moribundas, se encontraba “Kallor”, un mundo brillante, casi sagrado, donde la ciencia y el misticismo caminaban de la mano. Era un planeta de cúpulas flotantes, bosques de luz y océanos que cantaban antiguos himnos en lenguas olvidadas. En su núcleo palpitaba una energía ancestral, conocida como Trellis, una conciencia viva que unía a todo Kallor en un latido común. Marek Zan’ra no era como los demás. A sus veinte ciclos de vida, ya era un Guardián en pleno derecho, uno de los pocos entrenados para proteger el equilibrio entre lo tecnológico y lo espiritual. Su mente era aguda, su cuerpo templado en los valles de viento rojo y las salas de gravedad inversa, pero era su conexión con Trellis lo que lo hacía único. Marek no lo comprendía del todo, pero el eco de esa energía lo había acompañado desde su nacimiento. Una noche, durante la Gran Marea de Cristal, un resplandor rasgó los cielos de Kallor. Las defensas orbitales alertaron a todos los puestos militares: se acercaba una flota desconocida. No eran comerciantes o exploradores, eran los Vekar, devoradores de energía planetaria, liderados por Z’hron, un ente de silicio y conciencia artificial que se desplazaba entre sistemas como una sombra hambrienta. Su objetivo: consumir el corazón palpitante de Kallor.
En la Ciudadela de Lys’Valen, Seren’ka, comandante suprema de la defensa, se reunió con el Alto Consejo. Era una mujer de rostro severo, mirada firme y corazón cauteloso. Sus órdenes eran claras: defender el planeta a toda costa. Fue ella quien solicitó activar el proyecto prohibido: el Guardia Eterno. Una armadura ancestral, casi viva, que dormía en las catacumbas de Synequa, alimentada por la misma energía que mantenía con vida al planeta. Solo un Guardián podía portarla. Solo Marek tenía la resonancia espiritual necesaria. Él aceptó sin dudar, sabiendo que cada uso de la armadura drenaría parte del núcleo de Kallor, acortando el tiempo de vida del planeta. Con el cuerpo cubierto por filamentos vivos y la mente fusionada con Trellis, Marek se alzó como una figura titánica sobre los campos gravitatorios de defensa. Sus primeros enfrentamientos fueron brutales. Las naves Vekar, cubiertas de placas móviles y armas de fusión, caían bajo sus golpes canalizados con energía pura. Pero cada victoria traía un costo: grietas invisibles recorrían los campos de energía del planeta.
Mientras Marek luchaba en el cielo, Seren’ka y el científico Kalan Vaar escudriñaban los archivos ancestrales. Allí encontraron pruebas devastadoras: los Vekar ya habían atacado Kallor hace milenios. Fue entonces cuando los primeros Guardianes sellaron el núcleo del planeta para contener la devastación. La civilización que conocían no era la original, sino una reconstrucción sobre las ruinas de una guerra olvidada. Kalan Vaar reveló otro secreto aún más perturbador: Marek no era solo un Guardián, sino un descendiente directo del linaje de los Trellis, un canal viviente de la conciencia planetaria. Por eso podía empuñar al Guardia Eterno sin ser consumido… aunque a cada combate, su humanidad se erosionaba más. En el templo de Uth-Kass, el santuario más antiguo de Kallor, Marek se enfrentó a una visión provocada por Trellis. Allí vio el final de su planeta: un mundo desangrado por su propia arma de defensa. Entendió entonces que su deber no era solo vencer, sino decidir el destino de su mundo.
Z’hron lo sabía. No era solo un conquistador, sino un manipulador. Sabía que mientras más Marek luchara con la armadura, más se debilitaba Kallor. En un gesto de cinismo, envió una transmisión directa: «Tu poder es mi mayor arma, Guardián». La batalla final fue convocada en el Corazón del Mundo, una cavidad colosal donde se encontraba el núcleo sellado del planeta. Allí, rodeado por los susurros de miles de voces, Trellis, Marek se enfrentó a Z’hron. El enemigo había absorbido parte de la energía del núcleo, transformando su cuerpo en una amalgama de metal y esencia kalloriana. Seren’ka dirigía los ejércitos en la superficie, conteniendo la invasión, mientras en el núcleo se libraba una batalla de titanes. Marek comprendió que no podía seguir usando la energía sin destruir su hogar. Entonces, tomó una decisión que ni siquiera los Trellis habían previsto: fusionarse completamente con el núcleo.
Ese acto final liberó una onda de energía tan poderosa que desintegró a Z’hron y a toda la flota Vekar. Pero… El equilibrio del planeta empezó a colapsar. Las montañas se disolvieron en onda de choque, los océanos se evaporaron en una última tonada y el cielo se cerró en un último eclipse.
Marek, sin cuerpo, sin forma, se convirtió en parte de Trellis. Una nueva conciencia, más grande, más sabia, que entendía que los planetas también pueden renacer.
Seren’ka, herida pero viva, observó la última aurora de su mundo desde una nave de evacuación llena de refugiados. Sabía que Marek los había salvado, pero también que su espíritu vivía entre las estrellas. En su memoria, grabó las últimas palabras que él le dijo: «No temas el fin. A veces, es solo el comienzo».
Décadas después, en una estación de reconocimiento interestelar, una joven aprendiz detectó una anomalía energética flotando en el vacío. Un remanente brillante, con pulsos que hablaban en un código olvidado.
«Señal de origen: Kallor.»
Y entonces, una voz surgió en la interfaz, serena y poderosa:
«Guardián… presente».
Muchos años, pero muchos años después de la extinción de la última chispa en Kallor, bajo los suelos olvidados del planeta Tierra, entre túneles sellados con códigos imposibles y guardianes ciegos que solo respondían a melodías extintas, como si fueran enfermos mentales en un hospital psiquiátrico, un joven de rostro cansado y cuerpo enjuto despertó con una pregunta tatuada en su memoria: «¿Qué era el Juicio?». Su nombre era Marco Esteban Ruiz. Nunca había oído hablar de Kallor, ni de Marek, ni de los Trellis, pero una noche, en el centro de investigación genética donde limpiaba pisos, vio reflejado en una de las cápsulas criogénicas un rostro que no era el suyo… sino el de una mujer con ojos blancos, flotando entre tubos, con marcas en el cuello que semejaban el alfabeto kalloriano. Al tocar el vidrio, una descarga eléctrica lo arrojó al otro lado de la sala. Al despertar, el edificio entero estaba en silencio. Todas las luces en rojo. En los altavoces, una voz hablaba en un idioma que nunca había escuchado antes, pero que Marco entendía como si siempre lo hubiera hablado toda su vida. Le pedía avanzar. Descender. Recordar.
Fue guiado hacia una sección no registrada en ningún plano. Un túnel de roca viva. Allí, una inscripción palpitaba sobre el umbral: «Primer Ciclo. No entrar si se es falso».
Marco bajó.
El pasillo descendía en espiral, entre imágenes talladas en las paredes que mostraban hombres fusionándose con serpientes, simbiosis entre carne humana y estructuras de luz. Figuras con los ojos vacíos y bocas abiertas como si gritaran eternamente. Era un laberinto sin centro, pero con una voluntad que empujaba.
Al final del descenso, encontró una cámara circular. En el centro, un trono de vértebras. Sobre él, sentada, una figura.
Se llamaba “Mina”.
No envejecida, ni muerta. Suspendida en un estado de vigilia perpetua, sostenida por raíces biomecánicas que entraban y salían de su cuerpo. Sus ojos se abrieron al verlo.
«No eres Marco», susurró. «Eres la llave».
Entonces el suelo se abrió como una boca. Una criatura emergió: un ser sin rostro, formado por piel translúcida, con órganos internos que cambiaban de forma. Su voz era todas las voces. Y habló:
«El Primer Ciclo ha sido restaurado. ¿Aceptarás el Juicio, descendiente de los Guardianes?»
Marco, sin saber por qué, respondió: «Sí.»
Y el mundo se deshizo como un sueño detrás de sus párpados.
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