Fue en un otoño ya lejano, de esos que parecen hechos de suspiros y despedidas, cuando llegué por azar al pueblo de San Alveiro, un rincón olvidado entre montañas y niebla. Viajaba sin destino fijo, con el alma cansada de ciudades que se repetían y de rostros que no dejaban huella, sin saberlo,buscaba un silencio distinto.
Desde el tren ya podía verse la decadencia de los caminos, los árboles desnudos, las casas inclinadas sobre el tiempo, todo olía a leña húmeda y a lluvia contenida. Cuando descendí,apenas había un andén de piedra y una taberna que parecía resistir por costumbre. Pregunté por alojamiento, y una mujer de cabello cano me señaló la posada al final del camino.
Al caer la tarde, la bruma descendió como un manto. Desde mi ventana, contemplé el río que atravesaba el pueblo, su corriente era lenta, casi doliente,y sobre él se alzaba un puente viejo, de piedra agrietada. Justo en el centro del arco, brillaba una linterna solitaria, sostenida por un hierro oxidado, su luz temblaba débil, como una vida que se niega a extinguirse…Aquella imagen me conmovió sin razón aparente, pero había algo en ese fulgor que evocaba una espera interminable.
En la posada, mientras el fuego crepitaba en la chimenea, pregunté por la linterna. Los presentes guardaron un silencio incómodo, y la mujer que atendía el lugar me observó con gesto severo.
-Esa linterna no debería arder -murmuró- Hace años que nadie la enciende.
Las llamas del hogar chispearon, como si se resistieran a esa verdad y un escalofrío recorrió mi espalda
pero intenté no dejarme llevar por historias de antaño…
Al día siguiente, un anciano de andar pausado y mirada opaca me invitó a acompañarlo al molino. Caminamos entre hojas marchitas, y cuando pasamos junto al río, señaló el puente….
– ¿ Ves? justo ahí comenzó todo —dijo—. Y ahí termina… cada otoño.
Me contó entonces la historia que el pueblo aún susurra entre dientes.
Hace más de un siglo, cuando San Alveiro era un lugar próspero de agricultores y pescadores, vivía una muchacha llamada Alba de Montiel. Era hija del farolero, don Leandro, un hombre que, además de iluminar las calles al caer la tarde, cuidaba de la gran linterna del puente, la más antigua de todas.
Alba solía acompañarlo en esa tarea. Cuentan que su risa era clara como el agua del río, y se decía que los cerezos florecían antes cuando ella pasaba. Una tarde conoció a Esteban, un joven soldado que viajaba de paso hacia el norte, se encontraron en la ribera, cuando el muchacho intentaba reparar una rueda rota de su carruaje. Ella le ofreció ayuda, y él, agradecido, prometió regresar al finalizar la campaña.
Desde entonces, cada tarde se veían junto al puente. Esteban le contaba historias de batallas que aún no había librado, y ella lo escuchaba con ojos de fe y siempre, siempre antes de partir, se juraban amor eterno, ella le prometió encender la linterna cada anochecer para que él encontrara el camino de regreso.
Pasaron los meses…. El verano trajo cosechas, luego la bruma del otoño volvió, y con ella la ausencia. Las cartas se detuvieron. Los rumores de guerra se mezclaban con el silencio. Aun así, Alba seguía cumpliendo su promesa: cada noche cruzaba el puente,encendía la linterna y aguardaba, incluso decían que hablaba sola, que murmuraba el nombre de Esteban al viento mientras las hojas parecían contestarle que quizás no habría regreso y el tiempo se convirtió en un arma cruel..
Una mañana, un mensajero llegó al pueblo, este traía una lista de caídos. El nombre de Esteban figuraba entre los desaparecidos. Ella con su mirada azul apenas soltó una lagrima solo tomó la linterna entre sus manos y se marchó al puente.
Esa noche, una tormenta desató su furia sobre San Alveiro. El río creció y rugió como una bestia… Los vecinos contaron haber visto, entre relámpagos, la silueta de una mujer luchando contra el viento, intentando proteger una llama diminuta..Al amanecer, el puente había cedido y entre los restos del barandal encontraron la linterna, aún encendida, junto al cuerpo sin vida de Alba.
Desde entonces, nadie se atrevió a tocar aquella luz,y cada año, cuando el otoño alcanza su último respiro, la linterna vuelve a brillar sola, aunque no haya manos humanas que la enciendan.
El anciano se detuvo. Su voz se quebró.
-Algunos aun creen que Alba espera a su amado -dijo con un suspiro-. Otros, que él nunca murió y busca aún el camino hacia su luz.
Durante días no pude apartar esa historia de mi mente. Había en ella una pureza tan dolorosa que se me antojó más real que todo lo que conocía. Me quedé en el pueblo, con la excusa de escribir, pero en verdad aguardaba algo que no sabía nombrar.
La tercera noche, el viento cambió. Soplando desde el norte, trajo consigo un murmullo, como un canto ahogado entre hojas, con lo cual decidí salir. El camino hacia el puente estaba cubierto de neblina; el suelo, tapizado de ocres y rojos que crujían bajo mis pasos…
Cuando llegué, la linterna ardía, no como una llama débil, sino viva, serena, suspendida en la oscuridad. Su luz parecía latir, y cada vez que lo hacía, el río respondía con destellos plateados.
Me acerqué con reverencia. En el aire flotaba un aroma extraño, mezcla de jazmín y humedad antigua. Entonces la vi….
Apenas era una figura difusa, envuelta en un halo blanquecino, de contornos efímeros, esta se movía lentamente hacia la orilla contraria, y su cabellera se confundía con la niebla.
-¿Alba? -susurré, sin pensar.
La figura se detuvo, Giró el rostro, y en esos momentos no era terror lo que sentí, sino una tristeza infinita, como si el tiempo se detuviera en ese instante. Sus ojos, o el reflejo de ellos, contenían el resplandor de la linterna.
Extendió una mano hacia mí, su piel parecía de cristal, y por un momento, creí escuchar el eco de una voz lejana que decía:
-La luz… no debe morir…
El viento sopló con violencia, y la linterna titiló, a punto de apagarse, corrí hacia ella, cubriéndola con mi abrigo y cuando el aire se calmó, la figura había desaparecido pero sin embargo el río seguía murmurando como si alguien lo atravesara en silencio.
A la mañana siguiente, el pueblo amaneció envuelto en una calma sobrenatural, ni los pájaros cantaban. Fui al puente, temiendo que todo hubiera sido un sueño, pero aquella linterna seguía allí, intacta, su cristal sin hollín, su base… sin señal de fuego humano.
Los aldeanos me observaron con recelo. Algunos me evitaron, otros cruzaban la calle al verme pasar. Finalmente, la mujer de la posada se acercó y me dijo con voz queda:
-Ya la vio, ¿verdad? Todos los forasteros la ven una vez, después se marchan, como si algo se quedara aquí en su lugar.
Contuve el silencio aunque ella daba por hecho que la realidad era esa…la vi, tan hermosa y bella, tan lánguida, triste…tan ella
Esa noche no pude dormir y aproveché el desvelo para abrir mi cuaderno e intentar escribir lo ocurrido, pero las palabras no me alcanzaban. Sentía que el alma del pueblo estaba atrapada en esa historia, como si nadie pudiera marcharse del todo mientras la linterna siguiera encendida.
Durante los días siguientes, me dediqué a indagar en los archivos viejos de la iglesia. Encontré registros de bautismo, nacimientos, y al final, un documento amarillento: “Defunción de Alba de Montiel, hallada el 29 de noviembre de 1843. Causa: ahogamiento. Testigo: Esteban M. de la Cruz.”
El corazón me dio un vuelco. El mismo Esteban había firmado su muerte. Pero si él era testigo, ¿cómo podía estar muerto? En la esquina inferior, una nota del párroco añadía: “El joven partió la mañana siguiente y nadie volvió a verlo.”
Los días pasaron y el otoño agonizaba. Me despedí de los pocos vecinos que aún me dirigían la palabra y me marché antes de que llegara el invierno .Sin embargo, la historia no me abandonó. Años después, cuando la vida me había llevado por caminos más grises, decidí volver para comprobar si aquel recuerdo había sido una invención de mi juventud.
San Alveiro era ya un pueblo fantasma, las casas estaban derruidas; el molino, cubierto de hiedra, el río aún seguía su curso, pero el puente se hallaba medio hundido, convertido en ruina. Al anochecer, me quedé observando el horizonte y entonces, entre la bruma, una chispa dorada emergió sobre las piedras. La linterna.
Me acerqué con paso tembloroso. No podía ser posible: el metal estaba limpio, el cristal intacto. Y en su interior, una llama temblaba suave, como el pulso de un corazón antiguo.
De pronto, el viento trajo un susurro, una voz que apenas era aire:
-Gracias por mantenerla viva..
Me giré de golpe, y vi dos sombras unirse junto al río. Una era Alba, la otra, el soldado, ellos no hablaban, pero en el silencio se comprendían. Se miraron con ternura y se desvanecieron entre las hojas.
La linterna se apagó lentamente, dejando tras de sí un resplandor que se confundió con el amanecer
Nunca pude contar esta historia , me limité a escribirla aquí, con la certeza de que lo que vi no fue un espejismo. En los años que siguieron, cada vez que el otoño llega con su manto dorado, enciendo una pequeña lámpara junto a mi ventana. No para ahuyentar la oscuridad, sino para recordar.Porque hay luces que no pertenecen al mundo de los vivos ni al de los muertos, sino al territorio sagrado de la memoria.
Y en alguna parte, allá donde los ríos se encuentran con la niebla, la última linterna de otoño sigue encendiéndose, fiel, obstinada, como una promesa que ni el tiempo ni la muerte lograron romper.
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