Esto no tiene nombre,
es un susurro que no quiero guardar
pero insiste en quedarse;
se filtra en mis días, como si le abriera la puerta,
me atraviesa en las noches y se recuesta en mi almohada.

Es un eco sin rostro,
un espectro que camina detrás de mí,
un hilo oscuro que no parece atado a mí
pero amarra mis pasos
y me sigue como sombra hambrienta.

Se alimenta de mí y regresa más fuerte,
como un demonio de alas negras
devorando la médula de mi alma, destrozándome lento,
ardiendo desde dentro.

Fuego.
Un fuego que se descubre demasiado tarde,
cuando ya no hay retorno,
cuando las manos solo encuentran cenizas
y la memoria es un campo arrasado.

¿Por qué sigo aquí, peleando contra esto?
Porque me tocó cargarlo a mí;
la herida me eligió
y ahora parezco pagar algo desde antes de nacer.

Aunque ya no esté,
aunque ya no haya nada,
permanece esto:

Un espacio vacío.
Un alma descascarada,
solitaria, apagándose,
casi muerta.

Muerta como los pasos que se deshacen en la arena,
como las voces de quienes erraron antes de mí,
como las deudas de un pasado
que sangran en mis manos,
ese pasado que me dejó marcada.

Aún camino entre cenizas,
entre fantasmas,
cargando lo que no me pertenece
pero me nombra;
me hace arder como si fuera solo un papel
y aún no decido si dejarme arder.

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