La fiesta del Gato

La fiesta del Gato

Ojo de Gato

26/09/2025

Hay gente que vive su cumpleaños como si fuera Año Nuevo, con cuenta regresiva, mistura y serpentinas, fuegos artificiales y todo tipo de confeti. Y hay otros, como yo, que lo viven como un martes cualquiera, apenas con la diferencia de que te llega un aluvión de mensajes de Facebook y WhatsApp con emojis de torta y globos, de los que te quieren y de personas que en todo el año no te escribieron nada más. Un cumpleaños silencioso, sin velas ni pastel, sin que nadie te ponga en el centro del escenario. Y yo prefiero eso. Siempre lo he preferido.

No sé si será un defecto, una rareza o simplemente mi naturaleza, pero la verdad es que nunca me ha gustado celebrar mis cumpleaños. Desde niño me sentía incómodo con la idea de soplar las velas mientras todos me miraban, como si yo fuera la atracción del circo haciendo su acto de rutina. Lo recuerdo bien: esa sensación de incomodidad, de que el aplauso no era un regalo, sino un trámite.

El cumpleaños, al fin y al cabo, es una puesta en escena. Te colocan en el centro, te cantan, te aplauden, y tú tienes que sonreír como si todo ese circo fuera natural. Pero no lo es. Al menos, no para mí. Siempre sentí que esa mirada colectiva, esa atención obligada, me incomodaba más que alegrarme. Como si me pusieran un reflector encima.

Luego, con los años, entendí que no se trataba de modestia, ni de timidez. Era otra cosa: era que yo soy, en esencia, un Gato. Y los gatos no celebran cumpleaños.

Un perro, por ejemplo, sería feliz con una fiesta de cumpleaños. Cien invitados, globos en forma de hueso, torta con forma de huella, fotos y caricias. El perro está hecho para eso: para recibir, para disfrutar ser el foco, para correr al centro del patio cuando alguien lo llama.

El gato, en cambio, es distinto. El gato se esconde cuando hay demasiada gente. Si lo quieren alzar para mostrarlo, araña. Si lo rodean, se escapa. El gato celebra en silencio: con una siesta en el rincón donde entra la luz del sol en la tarde, con un estiramiento largo sobre el sofá, con un ronroneo que solo él entiende.

Así soy yo con los cumpleaños. No me interesa que me canten, que me soplen encima, que me organicen sorpresas con veinte personas gritando “¡feliz cumpleaños!”. Prefiero que pase como pasa un día común, con la diferencia de que yo sé, en el fondo, que he sobrevivido un año más y que eso, aunque no lo grite, es motivo de celebración íntima.

Hay algo curioso en todo esto. El cumpleaños tiene una magia extraña: despierta a fantasmas de tu agenda. Te escribe gente que no ves hace veinte años, compañeros de colegio que ni recuerdas bien, ex compañeros de trabajo que te tenían más en el correo de contactos que en la memoria. Todos dicen lo mismo: “Feliz cumpleaños, que lo pases lindo”.

Y tú respondes: “Gracias por acordarte”.

¿Qué significa “acordarte” en ese contexto? Nada. Porque lo más seguro es que no te acordaste, sino más bien, lo viste en Facebook y decidiste saludarme o mandarme un dm o un mensaje por WhatsApp.

No me malinterpreten: agradezco que se acuerden, claro. Pero esa avalancha de saludos impersonales, todos iguales, me confirma por qué no me gusta el ritual. Porque se siente artificial, mecánico. Como si todos supieran que hay que aplaudir cuando baja el telón, aunque no hayan visto la obra.

Algunos amigos me dicen: “No seas amargado, el cumpleaños es para celebrar que estás vivo”. Y tienen razón. Pero yo siento que hay muchas maneras de celebrar la vida, y no todas pasan por una torta y velitas.

Para mí, celebrar es levantarme temprano, tomarme un café despacio, sin apuro y salir a chambear, o dar una vuelta en el auto con la música a todo volumen. Es escribir un relato que me saque una sonrisa, o tocar la guitarra hasta que se me duerma la mano. Eso es más mío que cualquier aplauso colectivo.

Lo paradójico es que, cuando no celebras tu cumpleaños, la gente piensa que estás triste. “¿Pero por qué no haces nada? ¿Estás deprimido?” No. Estoy tranquilo. Estoy celebrando, a mi manera. Lo que pasa es que mi celebración no tiene escenario, ni testigos. Es íntima, como la vida de los gatos.

Recuerdo un cumpleaños en particular, tendría yo unos siete u ocho años. Mi madre había preparado una torta, de esas caseras con decorado rústico, mi padre, el Gato Mayor, se apareció con una pelota de fútbol y mi hermana decoró la sala con serpentinas. Llegaron mis primos, cantaron, aplaudieron, y yo sonreía porque así debía ser. Pero por dentro estaba deseando que todo terminara rápido. Lo que yo quería, en realidad, era jugar con mi pelota nueva en el parque, patearla contra la pared, inventar partidos donde yo era Cueto o el Nene Cubillas en el Mundial del 78. Ese era mi festejo.

Y así me di cuenta de que lo mío nunca fue el aplauso, lo mío era el gesto pequeño.

De adulto, la cosa no cambió mucho. Los amigos me invitan a salir para tomar un trago, y yo voy porque los quiero. Pero la verdad es que, si fuera por mí, preferiría quedarme en casa, abrir una botella de vino tranquilo y brindar en silencio, escuchando mi música preferida, fumando unos Marlboro.

En más de una ocasión he fingido sorpresa cuando alguien me ha organizado una reunión. Sonrío, agradezco, disfruto de la compañía. Pero por dentro me siento como ese gato al que alzaron sin pedirle permiso. Sé que lo hacen con cariño, y lo valoro, pero no es mi lenguaje. Mi lenguaje esta fuera de los homenajes.

No sé si algún día cambiará esto. Tal vez cuando sea más viejo y me quede sin gente alrededor, extrañe los saludos, las tortas y las velitas. Tal vez entonces me dé cuenta de que esos gestos tenían un valor que no supe disfrutar. O tal vez no. Tal vez, incluso de viejo, siga siendo un Gato que celebra en silencio, sin que nadie lo vea.

Lo cierto es que, por ahora, me siento en paz con mi manera de vivir los cumpleaños. No necesito protagonismo, no quiero reflector. Prefiero que el día pase como un río tranquilo, que no se detiene a ver si hay gente en su ribera.

En el fondo, creo que la verdadera celebración es estar vivo, poder contarlo, poder escribirlo. Y cada relato, cada memoria, cada pequeña victoria del día a día es, para mí, una vela invisible que soplo en silencio.

Así que, si me preguntan cómo celebro mis cumpleaños, la respuesta es simple: como un Gato. En silencio, en mi rincón, sin testigos, pero con la certeza de que la vida, incluso sin torta y velas, vale la pena.

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