“Toyota es Toyota”, decía un tío ya fallecido, ―Manuel, Víctor, Víctor Manuel,

Manuelito, Fórmula, Cartera de Fierro, o simplemente Tío―. Aquel hombre de talla baja,

mirada perdida, risas contenidas y palabras secas pero valiosas, me enseñó más de lo que

pude llegar a agradecerle. No solo fue la persona que me enseñó a soltar el embrague de

un auto, a cambiar una llanta y a tenerle un profundo respeto al volante, sino también, sin

saberlo, me enseñó a confiar en alguien.

Cuando era niño, para mí era solo uno más entre la numerosa lista de parientes que mi

madre me había regalado. Nunca le presté mucha atención y, aunque ahora me arrepiento,

me consuela saber que no fue mi culpa, sino más bien, culpa de la inocencia propia de la

niñez, aquella que busca siempre apegarse a las cosas llamativas y a las personas que más

atención brindan, y eso justamente, la atención, era el verdadero enemigo de mi tío. De

tal forma, puedo atreverme a asegurar que no fue el páncreas, ni el hígado, ni siquiera el

inminente diagnóstico de leucemia que estaba por recibir, sino más bien, fue su abismal

rechazo a la atención y a la lástima lo que finalmente lo mató.

Dicen que en la infancia solo existe la gente buena y la gente mala, la gente con la que

puedes hablar y la gente con la que no, la gente que sonríe y bromea, y la gente que grita

y golpea. Aquellos que no pertenecen a ninguna de esas categorías, solo es gente que

existe, y para los ojos de un niño, esa gente pasa ciertamente desapercibida. Mi tío debió

ser un maestro en esto último, en el arte de pasar desapercibido, pues con cierta tristeza

debo confesar que no guardo mayor recuerdo de él en mis años más tempranos.

Él no jugaba conmigo, no me alzaba en hombros, no me regalaba caramelos ni propinas.

Simplemente estaba, existía. Crecí sin tenerlo en mente, sin sospechar que un día ese

hombre se convertiría en un ejemplo, en una de las pocas personas que he llegado a

admirar. Por eso creo que no fue solo un tío, sino un padre temporal que la vida me prestó

un rato, quizás como para disculparse por el que me había tocado de verdad: una basura

reciclada en forma de hombre.

Llegada la adolescencia, comencé a notarlo ligeramente. No sabía mucho de él, solo que

era serio y conservador, o que al menos así se mostraba en las eventuales reuniones

familiares que parecían nacer exclusivamente por la presencia de mi abuela, la también

fallecida “patriarca de la casa”, como me gustaba llamarle; reuniones que, por cierto, tras

la muerte de la Mamá Nora, llegaron lentamente a su fin. Es así como recojo los primeros

recuerdos de él, recuerdos flacos lamento decir, pues se tratan de saludos sueltos y

diálogos breves. Sin embargo, lo que sí sabía con mediana certeza es que en sus tiempos

más avispados era reconocido por su mala fama, la fama propia que se le asocia a la

mayoría de hombres sullaneros; la fama del borracho, del grosero, del mujeriego, del

pecador. Pecados que, por la naturaleza de su arte para pasar desapercibido, jamás pude

constatar.

Mi madre me rescató de las tenaces calles de Sullana y salimos en la peligrosa aventura

de buscar una mejor vida en Piura, y a paso lento la conseguimos. O al menos eso pensé,

pues dicen que la vida sin familia no es una buena vida, por eso, aunque pobre, mi madre

juntaba el dinero suficiente para llevarme cada fin de semana a visitar mis raíces. No

existía sábado, domingo o feriado que mi presencia faltara en casa de la Patriarca; a veces

éramos bien recibidos, a veces no, pero siempre estábamos allí, hasta que, por segunda

vez en esta historia, una muerte puso fin a ese hábito, se trataba de La Chelita, personaje

emblemático en mi vida, segunda madre, o primera tal vez, porque recuerdo en cierto

momento de mi historia haber oído los melodiosos gritos de mi madre escandalizada

diciendo: “Yo soy tu mamá, ella es tu tía… a mí dime mamá…”. Y, rato después, La

Chelita, con la paciencia y valentía que solo una mujer con una enfermedad

espantosamente triste puede tener, me consolaba diciendo: ―Tiene razón, Angelito, ella

es tu mamá―. Así que le hice caso a mi primera mamá, y las cambié de lugar.

Puede que La Chelita haya sido lo único que hacía de la rutina de viajar cada fin de semana

una experiencia más dulce que aburrida, pues ciertamente, cuando ella partió, la casa

Pacherrez ya estaba hundiéndose en la inevitable mirada del vacío. Y es justamente allí

cuando regresa otro fugaz recuerdo del señor Cartera de Fierro. Agradable recuerdo, debo

admitir, pues así como yo hacía un esfuerzo ya desalentado por visitar la casa, mi tío, por

su lado, hacía un doloroso sacrificio al abrir su cartera de fierro y desembolsar el dinero

para llevar un desayuno de lujo cada domingo: patasca, chancho, mote, tamales, pavo,

chorizo, plátanos y algunas frutas o verduras que le entregaba a la Lucha, mujer risueña

con vocación de madre, talento para la limpieza, el cuidado del hogar, y, al menos en ese

tiempo, una disposición genuina a servir dichos manjares en la mesa, compartirlos

conmigo y, con una sonrisa, ofrecérselos a mi tío.

Mi tío, por supuesto, permanecía de pie, casi tan rígido como el Toyota Corolla Station

Wagon del 98 que estacionaba afuera de la casa y que vigilaba con la mirada disimulada.

Donde no cabían miradas de reojo era en los rincones de la sala y el comedor, espacios

por los que se paseaba mientras rechazaba rotundamente los reiterados ofrecimientos de

mi tía Lucha para que se sentara a comer. Él prefería observar, vigilar. Parecía buscar

algún detalle en la casa que no hubiera visto ya, quizá algún artefacto que se hubiese

malogrado o alguna grieta en las ventanas y paredes que antes no estuviera allí. Encendía

la televisión, luego la radio, y rápidamente las apagaba sin dar explicación. Miraba las

fotos de los que ya no estaban por breves segundos y exploraba todo el lugar de una forma

paciente, lenta, sin ser impertinente ni generar molestias. Caminar de tal forma mientras

conversaba brevemente, dando respuesta a las preguntas de mi tía y de las mías, parecía

ser su ritual, un ritual del orgullo que se prestaba para disimular su forma cautelosa de dar

cariño. Solía apoyar sus manos en la cadera, o cruzaba los brazos tras la espalda y cuando

finalmente parecía haber memorizado los detalles de la sala, mientras nosotros ya

comíamos y teníamos el café listo, él se marchaba con una despedida simple, nunca con

un abrazo ni una palmada, solo asentía con la cabeza y con un ademán amistoso, se iba.

Saludaba a quien podía si se encontraba a alguien afuera, pero no se paraba a conversar,

subía al Toyota y su motor petrolero, viejo y ruidoso, anunciaba su salida.

Tiempo después, aquellos fines de semana que pasaba en la casa Pacherrez se fueron

pulverizando, las visitas se reducían a fechas especiales o a encuentros planeados con

generosa antelación, eventos a los que asistían cada vez menos parientes; con menos gente

allí, menos voces y menos risas y sin risas ni rostros que frecuentar, ya me resultaba

terriblemente tedioso pasar más de dos o tres horas allí, pues sentía la inmediata necesidad

de irme pocos minutos después de llegar. Y con ello, dio inicio lo que se me ocurre llamar:

la llegada del padre temporal.

En cierto momento, de cierta fecha especial, puede que no tan especial, pues aunque trato,

no memoro la ocasión en particular, pero sí recuerdo el aburrimiento y la fatiga de estar

sentado en la sala, enzapatillado, con la mochila sin desempacar, pues ese ya no era el

hogar que conocí de niño, no era el hogar cálido al que llegaba y me invitaba a quitarme

los zapatos casi inmediatamente para caminar descalzo y despreocupado, sintiendo el frío

que el piso sin acabados ofrecía para aliviar un poco el calor, tampoco tenía el coraje de

recorrer la casa de esquina a esquina ni de abrir una puerta sin preguntar; sabiéndome

entonces más como una visita que como un miembro de la familia, y sacudido por el

aburrimiento, me postré en el simpático sillón de hilos de plástico junto a la puerta, aquel

sillón feo e incómodo suplía los bonitos muebles acolchados de cuero que, supongo yo,

habría comprado el Papá Gelo en sus mejores tiempos, “cuando había plata”, así como

ese lujoso tocadiscos de madera real y parlantes gigantescos que parecían estar anclados

a la sala, inmóviles; para mí, esos objetos nacieron con la casa, pues no la concibo de otra

manera sino con esos imponentes muebles, resistentes y longevos, de excelente calidad

pero como todo, no inmunes al paso de los años. Por eso, eran ya más un adorno que un

beneficio, tal como me sentía yo en ese momento, más adorno que útil, y me gusta pensar

que mi tío compartía parte de mi percepción, ya que en cierto momento de esa tarde

coincidimos en el mismo sillón, y mientras los demás parientes estaban rondando la casa,

él yacía sentado conmigo. Quizá porque desde allí podía observar su carro con mayor

cautela, o porque simplemente estaba cansado de socializar y decidió descansar.

―Carro viejo ―pensé―, pero ha de ser más difícil de manejar que el mío―.

Lo noté a mi costado y saludé, pronto respondió:

―¡¿Cómo estás, cholo?! ―preguntó; aunque no recuerdo con certeza las palabras

exactas, pero supe casi de inmediato que, hasta sus últimos días, ese cholo, sería mi apodo.

El mismo que le otorgaba a cualquiera que tenía su amistad, pero no necesariamente su

confianza.

Dudé si hablar con él, nunca había iniciado una charla más allá de los saludos, pero

recordé que él era el único varón de la familia que sabía manejar, y, además, de forma

profesional, pues tenía la licencia de mayor categoría, de esas que sirven para maniobrar

hasta camiones con cargas altamente tóxicas.

―Tío, me he comprado un carro, mi primer carro ―le dije sin esperar más que una

ligera felicitación.

―¡Anda, cholo!, ¡¿Qué sí?! ―preguntó con un tono de voz más alto y volteando la

mirada―. ¿Qué carro es?

Es aquí, justo en este momento, cuando la vida decide darme un regalo.

―Es un Hyundai, tío. Modelo Grand i10, color rojo. ―respondí―, Pero todavía no sé

manejar.

―¿Y de qué año?

Me quedé intrigado por su intriga.

―2015 ―le dije mientras sacaba mi celular con una emoción que rompía ese ambiente

tenso de la aburrida casa Pacherrez―. Te voy a mostrar una foto, tío.

―¡Ah, ya! Creo que sí lo he visto, tengo un pata ya viejito que chambea con uno así,

pero es chiquito, ahí no entras ―contestó él con cierta ironía, seguido de su

característico chasquido de dientes―. ¡Tsss!

Era la primera vez en mi vida que lo había oído dirigirme tantas palabras.

―No tío, ese que tú dices es la versión hatchback ―dije con cierta resignación―,

pues luego entendería que un código implícito entre los hombres es no juzgar el carro

de otro hombre al menos hasta tener la suficiente confianza―. Yo tengo la versión

sedán, que es más grande.

Por su comentario mis planes cambiaron, no le enseñaría la foto que yo le tomé al carro,

pues de haberlo hecho solo hubiera visto la parte frontal y no se hubiera apreciado

justamente lo que quería demostrar: que era bonito y grande.

―Aquí está, este es, es el mismo ―le dije mientras le mostraba de mi celular una foto

del carro de lado, para que se apreciara el tamaño―. Esta foto es de internet porque

no encuentro la que le tomé yo, pero es el mismo modelo, igualito, hasta el mismo

color ―me excusé―, recién hace un mes que me lo compré y lo tengo guardado.

Él no preguntó el porqué, ni a quién, ni de dónde había sacado el dinero para comprarlo,

miró con detenimiento la foto y dijo:

―Sí, es como el de mi pata. ¡Esos ya son modernos, tienen todo eléctrico!… ―volvió

a chasquear con los dientes pero esta vez con un gesto amistoso―. ¿y es a gasolina o

a gas?

―Tiene los dos, enciende en gasolina…

―Pero luego se pasa solito a gas ―interrumpió mi tío con evidente entusiasmo.

No sé si me sorprendió más el hecho de que ya conocía perfectamente el sistema de

gas y lo que iba a decir, o ver por primera vez su cara con una emoción genuina.

―Sí. Se pasa solo a gas.

―Así son los carros de ahora. ¿Qué motor es? ―preguntó.

―Mil doscientos…

―Motor chiquito… ¿si te aguanta las subidas?

―No sé, tío. La verdad es que no lo he usado mucho. Me lo vendió mi profesor de

secundaria, por eso confié en que estaba bueno. Pero no lo he podido manejar porque

aún no sé ―respondí con evidente tono de invitación―. Más bien, si tienes tiempo

algún día de estos no sé si me puedas ayudar a darle una vuelta al carro.

―¿Y dónde lo tienes?

―En Piura, guardado en casa de un amigo porque yo no tengo cochera

Ahora pienso que la biología se puede definir como un fraude elegante, capaz de asignarte

a un padre vacío y a un tío lleno de compañía, de complicidad, de un respeto que jamás

figurará en los árboles genealógicos. Los genes solo reparten rasgos físicos: el color de

los ojos, la forma de la nariz y poco más. En realidad, la familia es un juego de azar: a

algunos les tocan parientes buenos, a otros apenas aceptables, y a unos cuantos, sorpresas

que superan cualquier expectativa. Y sin embargo, seguimos venerando a la familia como

si fuese una garantía de amor, cuando en el fondo sabemos que no es más que un accidente

químico de naturaleza aleatoria. Al final, lo que recordamos no son cromosomas, sino

momentos. La sangre se pudre; los gestos permanecen.

Resulta inútil para los propósitos de este texto relatar con detalle cuáles fueron los gestos

de aquel hombre que se ganaron un espacio en mi memoria. Hacerlo sería traicionarlo,

porque a él no le habría gustado figurar en descripciones sentimentales, y porque ciertos

recuerdos merecen quedarse conmigo. Lo que sí puedo decir es que, en los dos años que

siguieron a esa conversación, mi padre temporal me enseñó a reconocer el valor real de

las cosas, a no dejarme impresionar por lo aparente, y a regatear sin parecer un mendigo,

sino como acto propio de un varón conocedor. Me enseñó también a pasear sin destino

fijo mientras me dejaba hablar de mis torpes problemas juveniles como si fueran asuntos

serios, y a confiarme pedazos de su historia, historias que probablemente compartió con

muy pocos: viejos amores, disputas familiares y observaciones crudas sobre la vida que

encajaban demasiado bien con las mías. Me sentí en confianza para compartirle algunos

cuentos míos, en los que mostraba el interés suficiente para sentirme feliz, y procedía a

felicitarme por tener vocación de escritor. En ese tiempo me di cuenta de que más que

enseñarme a manejar un carro, me estaba enseñando a manejarme a mí mismo. Debo

insistir en que no fue un instructor de manejo, fue un maestro, y no lo supe entonces, lo

sé ahora, porque aquello que me enseñó pesa más que cualquier lección moral que

intentaron darme en nombre de Dios.

Cuando la impertinente muerte ya lo estaba acechando nos vimos en la necesidad de viajar

hasta el hospital de Chiclayo, viaje al que gracias a sus serenas enseñanzas yo mismo

pude manejar y llevarlo a salvo. Fue justamente al día siguiente, después de una linda

noche de paseos por la plaza que me dijo de repente y sin motivo aparente:

―Oye cholo, tienes que estudiar.

Al momento sospeché que se trataba de una artimaña de mi madre, quien supuse le había

sugerido que me instigue a continuar mis estudios.

Nuevamente, me intrigó su intriga y lo cuestioné, a lo que agregó:

―Sí cholito, sino la gente me va a preguntar de dónde saca plata tu sobrino y no voy a

saber qué responder ―carcajeó.

Como dije antes, él logró conmigo más de lo que cualquier sermón religioso o

motivacional pudo. Y la mejor prueba es que, tras su fallecimiento, esas palabras breves,

crudas, ásperas pero sinceras seguían retumbando en mi mente como si él no quisiera que

las olvide. Poco después de su muerte retomé los estudios, los continué con disciplina y

sigo en ese camino. Hoy estoy a puertas de terminar la carrera, y puedo decir que gran

parte de esa determinación, si no toda, proviene de su consejo despreocupado. Por eso,

cuando llegue el momento de escribir mi tesis, él tendrá un lugar especial en la página de

agradecimientos, y aunque por supuesto él no podrá leerla, quiero pensar que, si pudiera,

estaría orgulloso.

No sé si mi padre temporal era realmente un hombre de familia o un hombre de Dios, esa

debe ser una conjetura que no corresponde resolver; su esposa, mi Tía Pilar, posiblemente

diría que no, o tal vez sí, no estoy seguro, pero los almuerzos y momentos que

compartimos junto a ella me mostraron que él sí sabía querer, de una manera escueta y

reservada, pero querer, al fin y al cabo. Sé que quería profundamente a sus nietos porque

cada vez que había la oportunidad me los mencionaba con evidente orgullo, así como a

su hijo, a quien, por cierto, le debo una disculpa por robarme a su padre y convertirlo en

mi padre temporal en este texto. De él, Pepe, no había más que halagos, «profesional»,

«acomodado», «servicial», «nos manda plata y comida todas las semanas», «ya se está

haciendo una casota con buenos acabados, ojalá se venga a vivir acá y trabaje por la

computadora», «él no necesita manejar, allá en Lima puro taxi», «salió inteligente»,

«tiene buen puesto en su chamba», fueron algunas de las tantas cosas que le oí decir a lo

largo de esos dos años. Se notaba el orgullo, y ojalá, en el fondo espero que le haya

quedado un poco de eso para mí.

Supe y conocí a personas que lo quisieron con entrega, en especial a una noble mujer que

apoyó su plan de salud con admirable desinterés, relación complicada, debo admitir, y en

la que no me corresponde indagar, sin embargo, para este punto, no cabe más que

agradecerle y otorgar la certeza de que, de la boca de mi padre temporal, no salían sino

elogios y nombres de canciones que escuchábamos en el auto, dignos de un amor o una

amistad que es agradable recordar.

Al inicio de este relato mencioné que la vida me hizo un préstamo, y como todo préstamo

debe ser devuelto tarde o temprano, llegó lo que ahora bautizo: la devolución de mi padre

temporal.

Vaya préstamo, lindo, pero cuyos intereses fueron presenciar cómo se desgastaba, cómo

la fuerza que alguna vez lo sostuvo se le iba de las manos. No me quejo de la deuda, pero

duele, porque esos recuerdos no piden permiso y aparecen cuando quieren. Y al final uno

entiende que el cariño también cobra: lo que se gana en afecto se paga en memoria, y la

memoria no perdona.

Sobre esta parte del relato procuraré ser breve, breve como su propio deceso, y discreto,

como su funeral.

Tras una noche de angustioso sufrimiento, clásico sufrimiento que le fascina regalar a la

tosca muerte antes de hacer su trabajo y desaparecer, vi a mi padre temporal tendido en

una cama de hospital, desaliñado y empapado en sudor, quejándose de la mala atención

típica de un centro de salud del estado. No pasó mucho hasta que, tras reclamar

insistentemente a varios administrativos de ese lugar para que agilizaran la llegada de una

ambulancia, me encontraba manejando tras ella. En el mismo auto en el que él me enseñó

a manejar, por la misma carretera con dirección a Piura a la que solíamos recurrir en

nuestras largas tardes de prácticas. La ambulancia iba lenta, o eso nos parecía pues, mi

madre bromeaba: ―Seguro Manuelito le va diciendo al chofer que maneje despacio

porque escucha algún sonido raro en el motor o en la suspensión de la ambulancia―, pues

era bien sabido que mi tío mantenía un oído audaz para detectar ruidos en los carros. Ella

dijo que cuando estuviera bien, le contaríamos dicha broma para molestarlo. Inocente mi

madre pues ni ella ni yo imaginábamos que su final estaba cerca.

Dentro del hospital, las cosas suelen ser celestes: las paredes, las máquinas, los tubos, las

sábanas, las mascarillas. Vaya ironía pues es allí donde la gente derrama más sangre y

lágrimas, y siendo estas últimas transparentes, vale decir que el rojo no es un color que

combine bien en el celeste. Mi padre temporal en cambio, no derramó ninguna de las dos,

ni sangre ni lágrimas, fue valiente hasta el final.

Por algún motivo, quizá por mi notoria desconfianza en el sistema de salud de este país,

o porque su otro acompañante más cercano, mi tía Pilar, mujer de buen corazón, pero con

dolores propios de su edad, no podía tomar la labor de desplazarlo en una camilla de un

cuarto a otro, fui yo el elegido para acompañarlo en todos los exámenes. Primero con la

muestra de sangre, y luego, con la de orina, mismas con las que tuve que correr de un

extremo a otro del gigantesco hospital para conseguir un resultado y devolvérselo al

médico. Después, me encargaron la tarea de llevarlo a la sala de tomografías, así que lo

deslicé hasta allí, mientras él me pedía, con voz cortada, pero sin súplicas he de aclarar,

que le sobara las piernas fuertemente. Para un hombre como él, con tremendo orgullo y

rechazo a la lástima, eso debe haberse sentido más doloroso que el mal que lo tenía

postrado en esa cama, con los ojos cerrados, la piel fría, y sin poder hablar prácticamente.

Así que hice mi labor de la forma menos aparatosa que pude, mostrando serenidad y

diciéndole: ―Aguanta tío, esto te pasa mañana―, a lo que él respondía: ―No, cholo,

esta es la buena, ya me voy con la Nora―. Dicha respuesta la recuerdo con una claridad

insuperable, elogio mi memoria y mi fortaleza para no quebrar en llanto en ese momento,

pero si de fortaleza se habla, aún no puedo entender cómo es que, con tan grave situación

médica, dentro de la sala de tomografías, viéndose ya desfallecido, tomó la fuerza

necesaria para levantar los brazos por sí mismo cada vez que el técnico de tomografía se

lo pedía. Posiblemente pensaba en no quedar mal, en no quedar como débil, pues no abría

los ojos y mordía sus labios secos por el dolor, pero sus brazos estaban arriba, siguiendo

las indicaciones. Fueron cuatro las veces en las que tuvo que levantar los brazos, y en la

quinta, no pudo más, llegó hasta la mitad y el técnico me permitió ayudarlo, no sin antes

indicarme que no me acerque demasiado a la máquina.

De vuelta en la sala principal, el plan era hacer una cirugía de emergencia, Aguardábamos

allí una respuesta rápida de los médicos, pero pasaban los minutos y no llegaba. Cinco o

seis minutos pasaban para que él volviera a pedirme que le sobe las piernas, a lo que

obedecía por supuesto, mientras trataba de darle aliento con palabras cortas, como las

suyas, sin ningún discurso motivacional que pudiera entorpecer su mente de varón

orgulloso.

―Dame agua, Angel ―me dijo casi como una súplica.

Qué extraño era oír «Angel» en vez de «Cholo», pero aún más extraño era verlo rendido,

y con evidente dolor, después de haberlo percibido irrompible siempre, como un Toyota

del 98.

―No se puede tío, no dejan entrar agua ―contesté.

―¡Vaya su mierda! ―dijo―. Que no jodan.

Insistí vorazmente al médico de turno en darle un poco de agua, pero se negó más de una

vez, sin embargo, algún gesto de desesperación debe haber visto en mi cara dicho hombre

porque continuó: ―No se puede agua, pero por ahí hay algodón―. Realmente no había

ningún algodón cerca, pero entendí que se estaba apiadando de nosotros y seguramente,

ya sabía que el hospital no aprobaría la cirugía, y por tanto, deseaba darle el gusto de

partir sin sed.

Salí en busca de algodón, que me entregó mi tía Pilar, lo mojé con agua y lo escurrí en su

boca para que pudiera beber, este acto lo repetí varias veces.

El agua se sumó a sus peticiones de sobar sus piernas, y con cada minuto perdido, menos

esperanza.

Pasó una doctora, revisó su situación, me mandó a farmacia de emergencias, donde tuve

que gritar pues no había nadie ateniendo el lugar, mas irónicamente sí había farmacéuticos

atendiendo en la farmacia general. ―Mi tío se muere y no hay nadie acá, atiéndanme,

carajo―, grité, y entre la mirada de todo el personal, un hombre robusto se acercó a la

ventanilla y me dio lo que necesitaba.

Al volver, mi tío seguía en el mismo lugar. La doctora me había indicado que dichos

materiales que recogí en farmacia serían indispensables para iniciar la cirugía, pero

cuando regresé, se los entregué y ella dudó en recibirlos. Los puso en un almacén y dijo:

―Debemos esperar un análisis más―. Lo dijo con una mirada desalentadora, casi

depresiva. Como si estuviera anunciando ya una muerte inminente.

De más está decir que dichos materiales por lo que había luchado, jamás fueron usados,

que, por supuesto los médicos posiblemente desde el comienzo sabían que no harían la

cirugía, en mi hipótesis, debido a su leucemia. Quizá me mantuvieron paseando de un

lugar a otro esperando la noticia; o quizá sí tuvieron la mínima intención de intentarlo,

pero finalmente desistieron debido a la gravedad del caso. Como en otras partes de este

texto, supongo que diré que tampoco es mi deber reprocharme el motivo de los médicos,

ni entrometerme en sus cuestionables métodos para tratar pacientes de gravedad. Basta

con decir que a cada paciente le anotaban su nombre junto a su edad, y que por supuesto,

los más jóvenes y con más posibilidades de sobrevivir eran los que gozaban primero del

quirófano, como un muchacho que llegó y que luego me enteré de que había sido operado

con mucha celeridad, a pesar de llegar después de mi padre temporal.

Me aventuro entonces a concluir esta parte maldiciendo al sistema de salud, y en segundo

lugar, a agradecerles, pues, a pesar de que el hospital ya cerraba las puertas a los

acompañantes, yo me oculté tras una oscura pared para permanecer adentro, y cuando el

guardia me descubrió y me delató con la doctora, ella me dejó pasar. Quiero pensar que

lo hizo por piedad y porque me veía sereno, y no porque faltaba personal. Aunque esto

último sí era cierto. No había quién la ayude a cambiarlo de camilla, así que, tras unas

instrucciones breves, los dos lo cargamos en la sábana y lo acomodamos en una camilla

más robusta. Me pidió además que le alcance un pesado balón de oxígeno y que le ayude

a ponerle un pañal.

Ella tomaba sus signos vitales y volteaba a mirarme para ver si seguía apto en la misión

de enfermero auxiliar, o si ya me había desbordado en llanto como un familiar cualquiera

cuando ve a su pariente cercano a la muerte: Casi desnudo, hiperventilando, con el pecho

inflado y frío, muy frío, ya sin conciencia ―espero para entonces―, Al verme aún

tranquilo, decidió mantenerme allí, pero a cierta distancia. ―Puedes esperar en la puerta,

desde aquí lo puedes ver y me avisas cualquier cosa―.

Eso hice, esperé. Hice llamadas rápidas a todos los familiares que nos esperaban afuera

en busca de noticias. Llamé a mi hermano temporal con la esperanza de llevarlo a otro

lugar donde tuviera una muerte digna, disfrazando esperanzas en forma de palabras que

decían ―Llevémoslo a una clínica para que lo atiendan mejor―. Pero no. Ya no había

forma.

Justo en esa llamada, en esa precisa llamada y siendo fiel a la verdad, interrumpió un

ruido entonces desconocido para mí. Su pecho comenzó a inflarse aún más con una

violencia desenfrenada, el aire parecía entrar a empujones, sin obedecerle. Su pecho

descubierto se levantaba de golpe, rápido, y volvía tensando la piel, de inmediato caía con

brusquedad, en una serie de repeticiones abruptas. Cada inhalación era un jadeo seco,

áspero, cortado a la mitad, y cada exhalación un escape desordenado. Lo miré sin entender

si estaba respirando o simplemente luchando contra el aire que ya no lo sostenía. El tórax

se sacudía, la garganta emitía sonidos cortos y resquebrajados, tal vez se trataba del sonido

de vida resistiéndose a apagarse pero que, al escucharlo, no dejaba dudas: ese era el final,

sí iba a visitar a la Nora, tal como lo predijo.

Me acerqué a él rápidamente y pedí ayuda, la doctora vino y miró las máquinas, no sin

antes pedirme que saliera; me negué, retrocedí unos pasos, pero miré de cerca el cruel

trabajo de la muerte. El guardia se dio la vuelta extrañado porque yo aún seguía allí e

intentó alejarme, a lo que me resistí por segunda vez retrocediendo unos pasos más hasta

que de repente, ya no había jadeos, y el sonido de las máquinas cesó segundos después.

Al notar eso, el guardia me sacó a la fuerza con unas palabras toscas. Salí de la sala y me

senté en la banca a esperar. Ya no había esperanza, solo buscaba certeza.

Pasada una media hora, entré nuevamente y le pregunté al guardia por mi tío, ante su

negativa, le exigí bruscamente que me dijera al menos si estaba vivo o no. Conmovido

quizá, me dijo que ingrese hasta la sala de reposo y que pregunte por él, pero que, si no

estaba allí, es porque ya lo habían pasado a «otra área», y que no hiciera un escándalo.

Cuando pregunte por él, la enfermera lo busco en una extensa lista de pacientes

preguntándome varias veces su apellido. Finalmente dijo: ―No está aquí―.

Ese fue el término de mi padre temporal, finalmente se lo devolví a la vida y como dije

antes, con grandes intereses. Me alegra saber que fui el único que vio a ese hombre

derrotado y vulnerable, pues él lo hubiera querido así, sin que nadie más lo vea, de ser

posible ni yo, y que lo recuerden como era, orgulloso y sin necesitar la ayuda de nadie,

pues de otra manera, su muerte no habría sido discreta, privada, sino rodeada de su peor

enemigo: la atención.

Fue una muerte rápida, de un día para otro, la muerte fue cruel, pero al menos no lo tuvo

sufriendo demasiado tiempo. Su sepelio curiosamente también lo fue, el parlante que

daría melodía a una típica canción de entierro no funcionó, y todos caminamos en

silencio… seguramente como él lo hubiera querido.

Con esto mi tío me dio una última lección: no temerle a la muerte pues es inevitable, sino

a buscar una muerte digna y sin molestar a nadie, como la suya. Ahora cada vez que

manejo a Sullana, o a cualquier otro lugar por la carretera, me es terriblemente difícil no

recordarlo a mi lado, dándome indicaciones sobre cómo frenar despacio, cómo hacer bien

los cambios, y sus típicas frases: «No te muñequees», «motos de mierda, se te meten, ten

cuidado», «no le metas la pata al acelerador», «cuidado con los huecos», «frena cholo,

frena, tamare», «te vas a quedar con el timón en la mano», «maneja bonito que hay

guardias por esta zona», «mucho te abres a la derecha, ni que fueras camión». «ya la

cagaste».

Nunca me dijo que me quería, ni yo a él. Me arrepiento sí, pero sé que en esos momentos

no hacían falta esas ridiculeces. A veces pienso que, si hubiera tenido más tiempo con él,

me habría enseñado a fumar cigarrillos o a tomar cerveza con estilo. A decir verdad, nunca

lo vi encender un cigarrillo, aunque mi madre me cuenta que lo hacía eventualmente. Me

gusta imaginarlo así, con el humo escapando lento entre sus labios, sereno, dueño de cada

gesto, seguro de sí mismo, como si hasta la nicotina lo respetara.

Seguramente si se hubiese enterado de que hace poco me compré un carro chino, que

vendí a los pocos meses, se habría muerto antes, de la risa o de la vergüenza, y si me viera

fumando uno de estos vapes o cigarros electrónicos mientras escribo estas líneas, se

habría decepcionado profundamente, porque un cigarrillo es un cigarrillo, y Toyota es

Toyota.

En memoria de Víctor Manuel Pacherrez Mendoza

(1956 – 2022)

Cartera de fierro

De su hijo temporal, Angel Oliden

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