
Las mujeres dan delicados pasos, giran en torno a sí, se cogen de las manos, se vuelven a soltar, como mariposas que revolotean en el aire, en una coreografía secreta y misteriosa que solo ellas guardan y conservan, y la alejan de las miradas ajenas e intrusas. Se mueven gráciles y elegantes, con movimientos acompasados, pero suaves y armónicos, como si toda la magia de las danzas eternas y sagradas se hubiera acumulado alrededor del espacio que todas ellas ocupan junto a los árboles del bosque, los árboles que las acompañan, complacientes, inseparables, cómplices. Ellas saben que de entre todos ellos, hay uno que surge, sagrado y hechizante, un árbol milenario en el que se halla depositada la sabiduría ancestral y los ritos de un pasado que continúa en un presente catalizador. Y también saben que no deben tocar aquel árbol, pues su poder es indescriptible y rebosante de incertidumbre a la vez, capaz de cambiar el destino de los incautos que se atreven a apoyarse sobre su inquietante tronco, a rozar siquiera la plenitud vegetal que lo envuelve.
El baile ha terminado. Amanece en el bosque sagrado de las tribus celtas. La luz del sol danza ahora sobre el cielo. Es otro baile, el del renacer de cada mañana a la vida, el comienzo de una nueva existencia. Ellas, el grupo de mujeres danzantes, se disponen a marcharse, como cada día, con el alba. Su mágico ritual ha finalizado y el astro que ilumina sus destinos aparece dominante en el firmamento, con su enérgico y cálido poder.
—Alanna, no te distraigas y ven con nosotras. Y, sobre todo, no toques el árbol sagrado. Ya sabes que su poder es imprevisible —le ordena una de las mujeres a la muchacha más joven del grupo.
La muchacha obedece al instante, como si acatara un mandato irrevocable, al que toda persona debe sucumbir. Empieza a caminar. Se apresura sin detenerse hasta que sus pasos la conducen hasta la comitiva que ahora se retira de la zona del bosque donde ha protagonizado el ritual de las danzas celtas, tan antiguas como el mismísimo nacimiento de su tribu. Pero su ardiente curiosidad todavía la hace girar su cabeza en dirección al árbol sagrado, en una última mirada, una última despedida por hoy. Aunque, ¿realmente será la última?
***
Han pasado solo dos horas desde que las mujeres danzantes terminaran su misterioso baile y se retiraran del bosque. Pero hay alguien que ha vuelto al espacio forestal sagrado. Se trata de la joven Alanna, que, con su indomable interés, propio de una edad primeriza que la hace desconocer los peligros que pueblan este mundo todavía inexplorado, se adentra cada vez más en un bosque que la llama y convoca, que parece querer apoderarse de su ingenuidad e inocencia, de una juventud fuerte, poderosa y atrayente. Finalmente, sus pies la llevan hasta él, hasta el sagrado árbol de los celtas, rebosante de un poder y energía que para la joven resulta incontestable y que la atrae, implacable.
Ahora el árbol sagrado se alza ante ella, majestuoso y salvaje, extraño y cautivador. Es entonces cuando la muchacha acerca su mano hacia el tronco milenario y toca aquella mágica superficie con sus dedos índice y corazón. Y espera. Espera. Como quien busca una respuesta, una solución a un enigma, una contestación a la provocación y desobediencia de las advertencias que siempre la han acompañado desde que tiene uso de razón, de sabios consejos ahora ignorados, de tradiciones y normas transgredidas por una inocencia trágica.
Los segundos pasan, transcurren inexorables… hasta que de repente… algo sucede. Parece que el tiempo se hubiera detenido, congelado, apresado, como si se hallara dentro de una cárcel que lo recluye y paraliza. Y surge una luz cegadora, como si miles de rayos solares se hubieran concentrado en una zona reducida del bosque y fueran más poderosos que el más intenso de los resplandores. Y después… la nada más absoluta. La joven Alanna no sabrá más tarde precisar cuánto tiempo pasó en aquel vacío sin fondo. Solo sabe que el tiempo desapareció para volver a aparecer. Y cuando lo hizo, ella ya no se encontraba en el mismo escenario, sino en una ubicación del bosque tan extraña como irreconocible.
Su instinto de conservación la hace ocultarse entre los matorrales al observar a varias personas que caminan por el sendero del bosque, de un bosque que ahora le parece desconocido e inquietante. Pronto advierte sus extraños ropajes, los cabellos que lucen tan diferentes a los que ella conoce de las mujeres y de los hombres de su tribu. Realmente, no se atreve a dar un solo paso en aquel mundo aterrador. ¿Por qué es todo tan diferente a lo que siempre ha conocido? ¿Se trata de una parte del bosque que nunca han pisado sus pies? ¿Por qué esos individuos son tan peculiares?
Alanna tiene miedo. Se siente terriblemente sola en ese ignoto universo.
No sabe qué hacer. Su temor la paraliza. Y permanece escondida varias horas en unas rocas ocultas por la vegetación. Por fin se decide a caminar, ocultándose a cada rato, intentando vencer el horror que siente en ser descubierta por enemigos que le hagan daño. Hasta que la sorprende la noche, con su oscuridad y sus sonidos inquietantes. Y, finalmente, sucumbe al cansancio y al sueño, quedándose dormida en medio de extraños sueños y pensamientos turbadores.
Otro nuevo día se sucede. La muchacha despierta en aquel mundo desasosegante. Tiene mucha sed. No ha comido ni bebido nada en muchas horas. Se siente terriblemente débil, mareada y confusa. Cree estar enferma. Intenta levantarse, pero no puede. Su cuerpo pesa como el acero. Cuando por fin logra ponerse en pie, sus tambaleantes piernas apenas responden. De nuevo vuelve a sentarse en el suelo, incapaz de sostenerse. Los minutos pasan. El tiempo transcurre imparable. Alanna yace en el suelo. Nada ni nadie parece consolar a la debilitada muchacha. Al fin se deja vencer, totalmente derrotada, esperando lo inevitable. Nada importa ya. Todo terminará pronto, piensa. Solo es cuestión de tiempo, de unos momentos que se le escapan, de una vida que la rehúye. Y entonces cierra los ojos de nuevo. Y todo se vuelve oscuridad.
Pero una mano, fuerte y vigorosa, le sostiene la parte posterior de la cabeza, mientras que la otra mano intenta acercar una cantimplora llena de agua a sus agrietados labios. La muchacha, con los ojos entreabiertos, cree discernir un rostro varonil que la mira fijamente, y una boca que parece sonreírle levemente, con la ternura y el cariño de una madre con su hijo. Eso cree la joven en medio de su precario y frágil estado. Y puede que así sea. Pues siente que aquel hombre se ha convertido en su certero salvador.
El hombre de extraños ropajes la ha conducido hasta una casa, también extraña, como si fuera una cabaña de otra época, de una edad incierta, confeccionada con materiales desconocidos y provista de una estructura que nunca ha visto. Para ella es increíble llegar a confiar en un completo desconocido, quedarse a solas en el hogar de un varón, ella, una muchacha decente y cumplidora con las normas de la comunidad que toda mujer debe acatar. Pero allí está ella. Dejándose cuidar. Recuperando la salud perdida.
Ambos se entienden por señas. Él lo dice todo gesticulando, con gestos que resulten fácilmente comprensibles. Ella entiende a medias, unas cosas mejor que otras. Pero se siente confiada en su presencia. No sabe por qué, no comprende muy bien el motivo, solo sabe que aquel individuo, aquel extraño hombre de otra época, parece una buena persona. Es algo que nunca hubiera podido imaginar, el que un hombre al que no conoce de nada le resulte fiable. Pero después de todo, estas no son circunstancias normales. Quizá ahora no sirvan los valores que su tribu le inculcó desde su más tierna infancia.
Hasta ahora no se había dado cuenta de lo atractivo que le resulta aquel hombre que la cuida. Su rostro es realmente hermoso. Su cuerpo es de una complexión tremendamente fuerte y vigorosa. Al pensar en ello, su cara se ruboriza. Se avergüenza de sí misma, de sus atrevidas reflexiones. No está bien creer cosas semejantes para una mujer que se debe a las normas de su tribu. Y se esfuerza en hacer desaparecer tales pensamientos.
Un buen día el hombre amable aparece en la casa en compañía de otra mujer. ¿Acaso es ella su esposa? También viste de forma peculiar. Se escandaliza al observar que su falda es tan corta que le viene por encima de sus rodillas. Alanna no comprende cómo puede enseñar la mayor parte de sus piernas en público. Pero procura que su turbación no se note. No delante de aquella mujer.
Los dos, hombre y mujer, parecen hablar un tanto alejados de la joven. Pero Alanna cree entender que su conversación no parece demasiado amistosa. Al contrario, a medida que pasan los segundos, el tono de voz de ambos se agudiza, sus palabras parecen resonar cada vez más alto, y sus voces van acompañadas por agresivas gesticulaciones. Discuten largo rato. Por fin, la mujer se marcha de la casa.
De nuevo el amanecer acompaña a Alanna en su despertar. Pero al salir de su habitación advierte que la casa está vacía. No hay nadie en ella. Su amable salvador no está allí, a pesar de ser todavía muy pronto. Las horas transcurren y nadie aparece. La muchacha se inquieta. Empieza a preocuparse. ¿Dónde estará él? ¿Por qué parece haberla dejado sola? La joven se levanta del sofá y se acerca a la ventana. No ve a nadie tampoco afuera. La vida parece que ha desaparecido de su lado. Pero entonces lo ve. Asomada a la ventana, cree observar que a lo lejos el hombre bueno camina hacia la vivienda. Pero no parece estar solo. Junto a él le acompañan otros tres hombres, los tres vestidos de la misma manera, con los mismos ropajes. Los cuatro dejan atrás aquel extraño artefacto, una máquina parecida a la que su salvador guarda en una habitación de la extraña cabaña. La joven se da cuenta de que uno de los tres hombres vestidos con la misma ropa le habla a un aparato que acerca a su boca.
El corazón de Alanna se acelera y su respiración se agita cada vez más. Por fin comprende que aquel hombre amable quizá no es tan bueno. Por fin comprende que los cuatro individuos son una grave amenaza a su integridad. Después de todo, ella no pertenece a su insólito mundo. Puede que pretendan encerrarla en una prisión para seres que son diferentes a ellos. Piensa que es posible que la consideren una persona peligrosa. Ella solo es alguien venido de un mundo muy diferente al que en estos momentos se halla. La mayoría de la gente no la aceptaría, incluso la creerían una bruja con poderes malignos a la que hay que destruir.
Es por todo ello, que huye por la otra puerta de la casa. Corre y corre sin detenerse, como alma que lleva el diablo. No mira siquiera atrás. No quiere mirar. Solo desea adentrarse en el corazón del bosque y alejarse de aquella especie de cabaña maldita. Pero ¿adónde puede ir en ese extraño mundo? Entonces recuerda la manera en la que llegó aquí. Debe encontrar el árbol sagrado, volverlo a tocar para ser de nuevo transportada a su querida civilización, a su añorada tribu celta. ¿Pero dónde lo podrá encontrar? Es como buscar una diminuta piedra entre miles de piedras en el suelo.
Alanna no piensa. Solo siente. Cansancio y agotamiento. Miedo y Terror. Camina sin tregua por el bosque. Como si sus pies fueran arrastrados por una fuerza invisible, como si obedeciera a los entresijos de su alma clamar por su salvación, por su libertad, por su vida. Cada vez más exhausta. Cada vez más desesperada y desvalida. Solo sabe que, si se detiene, su existencia se acaba. Y ello la obliga a continuar. Hasta la extenuación.
Alanna lo deseaba. Quería luchar por su supervivencia, por su amenazada vida. Pero está tan agotada que cae de rodillas sobre el suelo. Sin ser capaz de volverse a levantar. A merced de sus captores. De los enemigos de un mundo que no la comprende. Tarde o temprano la capturarán. Es solo cuestión de tiempo. Amargas lágrimas resbalan por sus mejillas. Lágrimas de angustia y de terror. De pena y de la más absoluta soledad en una tierra hostil.
Su mente quiere sentirse aliviada. Entonces piensa que quizá aquellos hombres no quieren hacerle daño. Que incluso pretenden ayudarla. No, ¿cómo puede ser tan ingenua? Ciertamente, ella es para ellos como un ser despreciable y maligno. Una bruja. Un demonio. Y en su mundo, todas esas criaturas son aniquiladas.
En medio de la cruel desesperación una imagen se posa ante ella. Parece el espejismo en un desierto, o quizá el reflejo sereno de un gran espejo, pero se trata en realidad de una sagrada aparición, de la que emerge entre enigmáticas luces una figura que Alanna conoce vagamente, una silueta de mujer de la que a veces ha oído hablar a los más ancianos de su tribu.
Es un halo poderoso y sereno. Su visión disipa el miedo y la angustia de la joven. Le da fuerzas. La calma. La dota de una extraña energía. Por fin cree recordar su nombre, Druantia, la protectora de los árboles. Aquella diosa, o hada, o ser mágico, extiende su mano hacia ella, tratando de llamarla, de atraerla hacia sí. Alanna empieza a caminar en dirección a la sagrada imagen, lentamente, con solemnidad poderosa. Druantia se halla junto a un árbol. A la muchacha le parece que es el árbol sagrado de su tribu celta. Y piensa que quizá lo ha conseguido. Que lo ha encontrado. O puede que sea la diosa quien la haya encontrado a ella. Pero ahora sabe que puede regresar de nuevo junto a su tribu, de donde no debió salir nunca. Sí, ha aprendido la lección para siempre. Le da gracias a su verdadera salvadora, el hada protectora de los árboles, Druantia. Entonces, respondiendo a su llamada, Alanna alarga su brazo y con sus dedos toca el tronco de aquel árbol sagrado. Y espera. Espera. Los segundos pasan, transcurren inexorables… hasta que de repente… algo sucede. Una gran luz invade aquellos parajes del bosque. Y luego, la joven Alanna desaparece. La fuerza, la energía, el poder de la juventud y la inocencia ha regresado de nuevo a su mundo.
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