Crónica de una dieta anunciada

Crónica de una dieta anunciada

Ojo de Gato

13/08/2025

Mi última dieta empezó un lunes. Como todas las grandes tragedias de la humanidad.

El domingo anterior, después de ver mi reflejo en la cuchara del postre (una copa con una bola de lúcuma y una de chocolate de Laritza), decidí que ya era hora. Que tenía que recuperar mi figura. O al menos dejar de parecer una figura geométrica.

Así que me levanté el lunes temprano, lleno de voluntad. El tipo de voluntad que dura más o menos lo que dura el primer bostezo.

Preparé un desayuno saludable: avena con chía, una infusión de manzanilla, una rodaja de plátano y el alma completamente rota. Me lo comí con la cara de un mártir. De esos que mueren por la causa. Y mi causa era caber otra vez en mi pantalón azul sin que me reviente el botón como corcho de champán.

A media mañana ya sentía que esto estaba dando resultado. Ya estaba más flaco. Físicamente no, pero emocionalmente sí. Me sentía vacío. Miraba con deseo el pan con palta de mi compañera de oficina, que me lo comía con la mirada y con un poco de baba disimulada. Aguanté. Me felicité. Y subí una historia a Instagram con la frase: “Hombre nuevo. Día 1. Let’s gooo.”

Almorcé quinua, (hay los que dicen “quinoa” que creen que engorda menos si lo pronuncias como en un menú vegano), pechuga sancochada y brócoli al vapor. El brócoli me miraba con odio, como diciendo “yo tampoco quiero estar aquí”. Me dio pena el brócoli.

A las cuatro de la tarde, mi fuerza de voluntad se tambaleó cuando alguien de la oficina pidió medialunas por Rappi. Olían como si las hubiera horneado Dios en persona. Cerré los ojos. Respiré. Me concentré en mis metas. Pensé en ese pantalón azul. Pensé en la playa. Pensé en cómo me vería sin panza. Y entonces… me comí dos medialunas. Pero integrales. Y con agua. Balance, pues, balance.

Dije: “No importa, fue un desliz, mañana sí.” Y así fue como el martes se convirtió en el nuevo lunes.

Martes. Intenté hacer yoga. Dije “intenté” porque me puse el video, estiré la colchoneta y a los tres minutos estaba acostado viendo el video como si fuera una serie de Netflix. Aprendí que el saludo al sol no era para mí. El sol puede saludarse solo. Yo ni tengo energía ni paciencia para eso.

Ese día me prometí que caminaría después del trabajo. Caminé, sí. Del sillón a la refrigeradora. La abrí como si fuera una caja fuerte. Y encontré mi tesoro: una porción de pastel de tallarín (bien arequipeño) que había olvidado que existía. Fue un momento mágico, casi espiritual. Me senté, lo calenté, piqué un tomatito, un poquito de rocoto en cuadraditos y “pa’ dentro” mientras tatareaba “Color Esperanza”.

El miércoles ya ni siquiera fingí. Almorcé arroz chaufa con chanchito, y de postre un arroz con leche espectacular. Casi lloro, literalmente, de felicidad. Me abracé a mí mismo. Me dije “te quiero así, con tus rollos, con tus culpas y con tus carbohidratos”.

Pero por alguna razón, el jueves sentí remordimiento. Me miré al espejo. Me apreté la panza como si fuera plastilina. Y dije: “no más”. Así que salí a correr.

Bueno, a caminar.

Bueno… salí.

Caminé tres cuadras, me compré una botella de agua con gas (porque el gas da la ilusión de saciedad, me dijo un influencer que sigo hace años y al que nunca le he hecho caso), y me senté en una banca del parque a contemplar la vida… y a una señora que se comía un sánguche de chicharrón con triple capa de camote frito. Casi la abrazo.

El viernes ya había perdido toda compostura. Volví a mi estado natural. A mi hábitat emocional: el delivery. Pedí hamburguesa con doble queso, papas grandes y una gaseosa del tamaño de mi autoestima después de subir a una balanza.

Ese viernes, la balanza me dijo la verdad. Fría. Cruel. Certera.

Y yo la miré. Y ella me miró. Y me bajé. Y me subí otra vez por si acaso. Pero no. Confirmado. La dieta no solo no funcionó, sino que parece que engordé por pensar en ella.

Ese sábado fue filosófico. Me acosté en la cama, boca arriba, con una bolsa de papas fritas encima del pecho como si fuera un gato dormido. Pensé en todo lo que había hecho mal. En todo lo que había intentado. En las sopas detox. En el té verde. En la avena. Y en el brócoli, ese traidor.

Y me di cuenta de algo: lo que había perdido no era el peso. Era la fuerza de voluntad. Esa fuerza que alguna vez me hizo decir “no” a una pizza. Esa fuerza que me permitía decir “media porción nomás” sin llorar por dentro. Esa fuerza que ahora no encontraba ni debajo de la cama.

Pero, como todo buen relato de Ojo de Gato, esto no podía terminar así. Tenía que haber una reflexión. Un cierre. Un mensaje, aunque sea improvisado.

Y aquí va:

No todas las guerras se ganan en la primera batalla. A veces uno tiene que perder varias veces con dignidad antes de encontrar su ritmo. Y a veces —por qué no decirlo— hay batallas que no están para ser ganadas, sino para enseñarte a pelear.

Quizás no se trata de dejar de comer, sino de aprender a perdonarte cada vez que fallas. Quizás la dieta más difícil no es la de calorías, sino la de culpas.

Y sobre todo, quizás la fuerza de voluntad no se mide en cuántas empanadas dejaste pasar, sino en cuántas veces volviste a intentarlo. Aunque el pantalón azul siga guardado. Aunque el brócoli siga mirándote con rencor.

Así que sí, estoy gordito, pero lúcido. Sin figura, pero con algo de filosofía. Y con la firme intención de volver a intentarlo… el lunes que viene.

Porque este lunes no se puede. Es feriado.

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