Nací de un golpe contra el mundo,
del metal candente que arde en la boca de la herrería,
de la piedra que grita bajo el yugo del cincel.
Vengo de la forja,
del crisol donde se funden los nombres prohibidos,
donde el miedo es un clavo doblado
y la esperanza, un martillo que nunca descansa.
Aquí me alzo, entre escombros y banderas,
con la voz tiznada de hollín y de ira,
con el puño lleno de tierra y de historia.
No me hablen de paz si la paz es un silencio impuesto,
si la justicia es una estatua con los ojos bien abiertos
mirando a otro lado.
Mi patria es un himno rasgado,
un grito que arde en las plazas,
una madre que espera con los brazos vacíos.
Pero resisto.
Porque el tiempo no es sólo el peso de los relojes,
sino la raíz que se niega a ceder ante el viento.
Porque el mar golpea la roca sin romperse,
y yo, con mis cicatrices cosidas a versos,
me planto en la tempestad.
No me quiebro.
No cedo.
Soy la grieta por donde entra la luz,
soy la voz que no calla en la boca del miedo.
Y aún así, cuando la lucha cede su filo,
cuando la tormenta se adormece en la ventana,
vuelvo al refugio de las cosas pequeñas,
al café que humea sobre la mesa
como un incienso sagrado de la rutina.
Vuelvo al abrazo que huele a infancia,
a la caricia que sabe a raíz y a eternidad.
Porque la trinchera no es sólo un campo de batalla,
también es el pecho de la abuela
y la risa de un niño descalzo en el patio.
Así se escribe la vida:
con hierro y con ternura,
con furia y con tregua,
con la certeza de que somos
fuego y ceniza,
martillo y descanso,
fragua y latido.
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