Catarsis

Autora: Yasmid Guzmán Ayala

El espejo reflejaba un rostro enrojecido, inflamado, purulento producto de un acné quístico y doloroso padecido desde los primeros años de pubertad. Todo dolía, dolía sonreír, hablar, lavarse la cara, y lo que más dolía era mirarse en el espejo; ya Ricardo había procurado un sinnúmero de remedios caseros que consistían en infusiones, vaporizaciones, cocimientos, emplastos, tónicos, jabones azufrados y visita a balnearios de aguas termales.

Durante cuarenta y cinco días practicó un ritual que consistía en lavarse el rostro tres veces al día en una mezcla de agua, sal marina y jugo de limón. El dolor era lacerante y los resultados, nulos. También intentó con un cocimiento de tres limones partidos en cruz, hervidos en un litro de agua durante dos horas. Bebía esta solución agria y repugnante que le provocaba una acidez tan agresiva que no podía disfrutar la comida. Cuando los remedios fallaron, acudió a la farmacia, el farmaceuta sin prestarle demasiada atención, le recetó un tónico y un jabón a base de té verde, junto a la recomendación de beber ocho vasos de agua tibia con limón al día.

Lo último fue la visita a un dermatólogo. El tratamiento agresivo y costoso, amenazaba con dañar su hígado. Apenas experimentó una leve mejoría que se esfumó en cuestión de meses. Sin resultados, Ricardo caía en arrebatos de cólera que desahogaba frente al espejo oprimiendo con fuerza las pústulas con una toalla. No explotaban; no tenían salida. Su rostro se hinchaba aún más y quedaba marcado con sangre, uñas y frustración. Sabía que esto empeoraba su condición, pero no podía evitarlo. Lloraba, sollozaba, se acurrucaba en un rincón como buscando expiar un pecado.

Días de encierro le seguían, cubriendo todos los espejos del apartamento que compartía con su madre. A ella la culpaba por su padecimiento; una combinación monstruosa de psoriasis pustulosa y acné quístico, herencia de malos generes. La culpaba de entregarse al placer sin considerar los antecedes genéticos del padre. Creía que la procreación debía ser un acto cociente, ético, una garantía de salud física, mental y emocional. Si la humanidad hubiese considerado esto, ¿de cuantos monstruos, psicópatas y locos se habría librado?

Para Ricardo, el intelecto humano, era vencido siempre, por los bajos instintos. La inteligencia se postraba ante la lujuria, y la carne mandaba más que la razón.

En medio de su circunspección pasaba horas estériles rodeadas de vaguedades, pensamientos oscuros, frustración. Un día observó a su madre peinándose su larga y blanca cabellera, frente al espejo. Dio un puñetazo a la pared y abalanzo sobre el espejo para cubrirlo con un paño. Gritó, insultó, culpó a la anciana de su miseria. Ella lloraba, él no se detenía. El odia se apoderaba de él cada vez que la veía.

Después de una larga semana oculto en casa, al notar que las pústulas comenzaban a secarse y la inflamación disminuía, Ricardo consideró propicio salir. Aunque su aspecto había mejorado considerablemente en comparación con los días anteriores, aún resultaba inevitable atraer las miradas de los transeúntes. No entendía como siendo el acné crónico una enfermedad tan común, su rostro podía generar tanta aversión.

Ricardo siempre fue solitario, un misántropo de oficio, vivía a expensas de la exigua pensión de su madre y de las escasas ventas del taller de arte que había heredado de su padre, un espacio que permanecía cerrado la mayor parte del año. Tardó años en terminar sus estudios debido a lo que él llamaba sus “crisis acnéticas” La inseguridad generada por su condición, le impidió tener citas. Ya adulto, a los cuarenta años recurría a prostitutas para satisfacer sus necesidades. Sabía que mentían sobre su aspecto físico y fogosidad, pero pagaba también por eso; por la ilusión. En el burdel “Las Dos Rosas”, ubicado sobre la calle San Luís, a tres cuadras del taller, una de ellas fingía lo suficiente.

Pero este día, el dinero escaseaba. Rebuscó en los cajones del taller, sin éxito. El encierro había afectado sus finanzas de manera considerable y las —putas no fían— se dijo así mismo. Tenía que liberar de su cuerpo de ese instinto que lo acercaba más a las bestias que al hombre. No teniendo otra opción, recurrió al único recurso gratuito que le quedaba; su propia anatomía. Después del acto, la repugnancia lo invadió, la culpa lo llevo a golpearse frenéticamente el rostro como castigo

La tarde transcurrió sin ventas. Algunos curiosos entraron al taller, observaron, pero no compraron. Una imitación barata de “La Última Cena” de Da Vinci, cubierta de polvo, decoraba la vitrina. Fanático de la limpieza, entre muchas otras manías derivadas de su comportamiento obsesivo-compulsivo, Ricardo, buscó los elementos y comenzó a limpiar.

Fue entonces cuando notó algo; una mujer morena de cabello negro y ondulado que caía hasta la cintura, atendía la floristería frente al taller: De cuerpo estilizado y piernas largas, parecía reemplazar a la anciana bonachona que la que Ricardo solía intercambiar algunas palabras. Al ver que la mujer lo miraba, le sonreía y saludaba con la mano, él se inquietó. Corrió al baño dónde se encontró de frente con su reflejo; el rostro purulento, cicatrizado, burlón. Se sintió un monstruo. Por un momento quiso arrancarse la cara con las uñas, pero se contuvo. No era el momento de sangrar. Lo mejor sería leer alfo de Baudelaire… o quizá de Nietzsche.

Durante los días siguientes, quedó obsesionado con la figura de la mujer de la floristería. No se atrevía a cruzar la calle para iniciar una conversación. Si por casualidad la encontraba camino a la cafetería, no levantaba la mirada. Solo observaba. Memorizaba sus gestos, , su risa, el coqueteo con los clientes, se imaginaba su aroma, aunque no lo había percibido. Suponía que sería una mezcla de pachulí con jazmín y un toque de canela, como el que usaba Rosario su antigua compañera de escuela que ocupaba el puesto delante del suyo.

Ricardo se extasiaba con el cuello de cisne de Rosario, que quedaba descubierto cuando se recogía el cabello. Lo excitaba ese aroma que se liberaba al menor movimiento de cabeza; pequeñas partículas flotaban en el aire, alterándole el olfato. Las aspiraba lento, como si quisiera almacenarlas en los pulmones y soltarlas poco a poco, extendiendo el placer.

Rosario fue su primera obsesión. Nunca deseó poseerla, la observaba como se mira a una semidiosa; blanca, inmaculada, casi perfecta. Solo algo la hacía vulnerable; su ceguera. Sus dedos recorrían línea a línea los libros en braille, mientras sus ojos azules, inexpresivos y apagados se perdían en el vacío.

Ella lo percibía. A pesar de su ceguera, Rosario sentía su presencia, en espacios abiertos, su expresión serena se convertía en inquietud. Ricardo la seguía de lejos, por el mismo callejón que ella recorría para llegar a la parada del autobús. Nunca supo porque ese último día Rosario se asustó. Solo corrió y corrió, como si algo terrible la persiguiera, tropezando, cayendo una y otra vez.

Él solo quería ayudarla.

Pero ella gritaba. Gritaba sin advertir que ya se encontraba en la calle principal. El semáforo estaba en rojo. No se detuvo. Un camión la arrolló.

Rosario murió entre estertores, con la piel desollada, los huesos rotos y los ojos azules abiertos como lunas rotas. Nadie culpo a Ricardo, ni siquiera él se atrevió a hacerlo. Lo llamo un accidente. Y con esa misma tranquilidad que da la inocencia, asistió a las honras fúnebres.

Allí estaba Rosario, rígida en su ataúd. Nadie los pudo cerrar sus párpados. Sus ojos ya no eran inexpresivos. Ahora, tenían una furia llameante, fija, acusadora. Desde entonces lo perseguían en sus pesadillas , como demonios hambrientos de venganza.

Una noche, Ricardo decidió esperar el cierre de la floristería. Había jurado entre lágrimas que jamás volvería a seguir a una mujer, pero era inútil. Su deseo era más fuerte. Voces en su cabeza se burlaban de él, lo empujaban, lo castigaban. Tenía que hacerlo. Tenía que saber dónde vivía, con quien, que comía.

La siguió, ella tomó la calle San Roque, rumbo a un callejón pobremente iluminado. Caminó hasta el final y entró a una vivienda de una sola planta. La puerta permanecía abierta, como todas las de los inquilinatos, por la constante circulación de personas. Desde la calle, Ricardo distinguió un patio amplio donde varios niños jugaban. Alrededor, muchas puertas cerradas con candados.

Le bastó eso para sentir nauceas.

La idea de compartir baño y cocina con desconocidos le produjo un asco incontrolable. Sudaba, jadeaba, sentía arcadas. A pesar de los ejercicios de respiración no logró contenerse. Vomitó violentamente sobre la acera. El vómito esapeso, repugnante, se espació como una mancha de derrota.

Se escondió de inmediato. Temía que alguien lo hubiera visto. Se reprochaba internamente; su mente solía llevarlo a situaciones bochornosas como esta. Bastaba imaginar algo desagradable para enfermarlo. Por eso incluso a la mujer del burdel, le imponía reglas estrictas.

Antes del acto, exigía, que no hubiera atendido a ningún cliente en horas previas. Debía lavarse completamente incluso el cabello, usando desinfectantes y jabones que el mismo llevaba. Luego debía sentarse en una silla dispuesta en el fondo del cuarto, en silencio, con los ojos cerrados. Él,se acercaba, recogía su cabello húmedo, lo sujetaba con una liga, y rociaba perfume sobre su nuca. Aspiraba profundo.

Después le colocaba una venda negra en los ojos, la levantaba y la llevaba al catre, donde la ataba pies y manos boca arriba en forma de estrella.

Solo así podría mirar su rostro de cerca.

Le fascinaban los arostros in ojos. Las cauencas vacías no le daban miedo; le provocaban una exitación macabra. Durante el acto ella no podía pronunciar palabra, de hacerlo recibía una golpiza.

Las preferencias que exigía en sus encuentros implicaban sobrecostos. La meretriz ajustaba el valor por los servicios perdidos en la jornada y asignaba un porcentaje adicional por el riesgo a su integridad.

Mientras se encontraba agazapado tras las ruinas de una construcción vecina, Ricardo vio salir a la mujer del inquilinato. Se sentó en el suelo, en la acera y encendió un cigarrillo. Un inquilino que ingresaba en ese momento, cargando una bolsa de papel manchada de grasa, la saludo y se sentó a su lado. Le ofreció parte del contenido de la bolsa, que ella acepto. Luego, le pasó el cigarrillo. Compartieron comida y humo como si fuesen viejos conocidos.

Ricardo quedo pasmado, jamás había experimentado tanta repulsión. Las náuseas volvieron. El vómito, violento, le subió por la garganta sin que pudiera impedirlo. Por fortuna, la noche estaba oscura y su figura apenas se distinguía. La mujer y su acompañante pensaron que se trataba de algún borracho y no prestaron mayor atención.

―Perra sucia― murmuró entre dientes, colérico.

No podía concebir el traspaso de fluidos, comida callejera rebosante de grasa ni el vicio del tabaco en una mujer. Le parecían aborrecibles. Por alguna razón que aún no comprendía ―pues aquella mujer no se parecía en nada―, sentía que tenía algo de Rosario. Tal vez era la forma en que miraba o esos ojos malditos… malditos ojos que ale recordaban todo. Era Rosario reencarnada en un cuerpo mancillado por la degradación y el libertinaje. Una semidiosa caída.

Entre lágrimas, volvió a su apartamento, profundamente decepcionado.

Pasó el día siguiente encerrado en su cuarto, ensimismado. Su madre, turbada, temía otro ataque de cólera, del cual, lo sabía, ya no podría escapar. Vivía con la certeza de que tarde o temprano moriría a manos de su propio hijo, y por eso se mantenía en silencio, atrapada en su habitación, cuidando cada sonido, cada paso, cada respiro.

Ricardo pasó horas rumiando pensamientos.

Llegó a la conclusión de que la causa de la degradación humana estaba en la visión.
Sin ojos, pensaba, no habría tentación. Una existencia en las tinieblas obligaría a valorar otras cualidades; el intelecto, el alma, la virtud. En un mundo ciego, los eruditos y artistas serían reconocidos por lo que son, no por como lucen.

El mundo a ciegas, imaginó, alcanzaría la perfección suprema. Sería necesario sacrificar las artes vanidosas; pintura, escultura, moda. Todo lo que alimenta el narcisismo quedaría en el olvido.

La ceguera sería la verdadera pureza. Una respuesta opuesta ―y superior― al libertinaje Sadiano. Sin tentación, no habría pecado; sin pecado, no hay culpa; sin culpa, no no habría necesidad de Dios. “La religión fué creada para justificar los errores de los videntes”, pensó “Y el demonio…el verdadero demonio, son los ojos…”

Pasó el día entero escribiendo teorías sobre la santidad de las almas invidentes de nacimiento. Aquellos que habían perdido la vista después de vivir con ella, ya estaban contaminados. Solo los ciegos de nacimiento eran puros.

Para asombro de su madre, Ricardo pareció salir de su estado con más rapidez de lo esperado. Pero lo más sorprendente fue la calma. No hubo estallido. No hubo gritos. Por primera vez desde su infancia, durmió sin pesadillas. Se sentía liberado.

Desde el taller de arte observó nuevamente a la mujer morena que le saludaba desde la floristería. Esta vez, su belleza le pareció terrible. La odio por ello. La rechazó con toda la fuerza que le daba su frustración. Sentía que su existencia tenía un propósito; martirizarlo, como lo había hecho Rosario con sus ojos de luna, que incluso después de muerta lo perseguían.

De pronto, tuvo una revelación; esa mujer no era humana. Era un demonio. Uno que Rosario había enviado desde el infierno, para recuperar sus ojos perdidos.

Recordó el episodio con nitidez;

Una semana después del entierro, en una noche de tormenta, Ricardo, impulsado por la rabia, fue al cementerio, la tierra aún estaba blanda. Abrió el sepulcro, retiró el ataúd y extrajo el cuerpo de Rosario. Con una cuchara, le arrancó los ojos de las cuencas de un solo tirón.

El asco lo devoró durante semanas.

Aun así conservó, los dos globos oculares en una solución de formol, dentro de un frasco que ocultó en su habitación. Alguien le había dicho alguna vez que la única forma de perder el miedo era mirarlo de frente, pero él no podía.

No era un verdugo, era un esclavo.

Pero ahora, ese demonio en cuerpo de mujer estaba ahí, frente a él, dispuesta a arrastrarlo a la perdición. Tendría que exorcizarla, arrebatarle su poder, ¿cómo hacerlo? ¿Con qué medios? Su apartamento era demasiado pequeño. Además su madre era un obstáculo. La habitación de la mujer en el inquilinato; demasiada gente, demasiado ruido. Si desaparecía, la policía revisaría el taller inmediatamente.

Necesitaba un lugar abandonado. A las afueras, Tenía que hacerlo de noche; su rostro purulento lo delataría a plena luz del día

Sus primeras salidas fueron un fracaso; todas las casas estaban habitadas. Decidió entonces explorar el otro extremo de la ciudad. Nada. Las horas pasaban y la frustración se acumulaba como pus bajo su piel.

Cuando regresaba de sus búsquedas inútiles, se preguntaba por qué lo hacía. Sabía que nunca tendría el valor de acercarse a esa mujer. Reflexionaba, se desesperaba, se arañaba el rostro con furia. Las pústulas estallaban, la sangre corría, el dolor regresaba. Se sumergía en baños de agua con sal. Gemía como un animal herido y los platos volaban contra la pared del comedor, decorando el mural con manchas marrones y vewrdosas que goteaban como vómito abstracto.

Las pesadillas volvieron.

Dia y noche, Rosario lo perseguía. Se movía furiosa por el cuarto, convulsionando, con sus cuencas vacías. Lo buscaba, reclamaba sus ojos de luna. No había dónde esconderse. La muerte no le había quitado el olfato; lo rastreaba como un sabueso. Lo encontraba. Siempre lo encontraba.

Una noche decidió terminar con el suplicio. Fue al inquilinato. Se oculto entre las ruinas de construcción vecina. Esperó

Mientras aguardaba, se pellizcaba compulsivamente. Su rostro se llenó de sangre y pus. La repugnancia le provocó náuseas y una hiperventilación brutal. Pero no vomitó. Esta vez no. Esta vez controlaría su cuerpo. Palpó la cuchara en su bolsillo, el metal frío lo tranquilizó. Era su tótem. Su ancla. Mentalmente repasó el plan. Recordaba bien la técnica usada en la escuela para diseccionar reptiles, dormir a la presa antes de abrirla. No tendría que desplazarse. Las ruinas serían su laboratorio.

Entonces la vio.

La mujer salió del caserón, apresurada. Ricardo sintió un violento latido en el pecho, como si el corazón quisiera escaparse por la boca. Un temblor le recorrió el cuerpo. Se rascó, pero el dolor agudo lo hizo detenerse.

Esperó.

Los niños habían desaparecido. Las otras mujeres también. El patio estaba en silencio. Alguien grito desde adentro:

―Cierra la puerta!

Ella obedeció. Busco las llaves, cerró y salió a la calle. Caminaba lentamente, encendiendo un cigarrillo.

Ricardo la vio pasar.

Impregno un paño con formol, escopolamina y antidepresivos. Las manos le temblaban. Las piernas no le respondían. La mujer se alejaba. No podía dejarla ir. ¡No ahora!

Un impulso lo hizo gritar:

―¡Hola!

Ella se detuvo, giró la cabeza intentando ver quien la saludaba. Él levantó la mano, sonriendo torpemente. Ella se acercó, reconociéndolo.

―¡Ah! ¡Que sorpresa! ¿Qué haces por aquí?

Ricardo fingió sorpresa.

―Vine por una posible inversión…No esperaba encontrar a nadie conocido.

No la miraba a los ojos

Con la excusa de mostrarle un espacio dentro de la construcción en ruinas, la convenció para entra. Dijo que quería su opinión. Ella, curiosa, se adelantó unos pasos.

Fue entonces.

Él se abalanzó con furia. Le cubrió la boca y nariz con el paño. Ella se resistió. Era más alta. Mas fuerte. Se revolvía, forcejeaba. Ricardo estaba en desventaja. Lucharon durante varios minutos, hasta que la sustancia hizo efecto. La vio desplomarse, como una flor arrancada de raíz.

Inconsciente. Silenciosa. Suya

Ricardo sonreía con sorna.

La observaba indefensa, atada de manos y pies en forma de estrella, como una lagartija lista para ser diseccionada. Reparó en el cabello desordenado de la mujer y se enfureció. Gruñó intentando atarlo con torpeza. Al no conseguirlo, sacó su navaja y lo corto de raíz, sin delicadeza, sin arte. Guardó los mechones en una bolsa plástica que introdujo en su morral.

Luego tomó la cuchara.

Se acercó al rostro inmóvil, dispuesto a arrancarle los ojos. En ese instante, la mujer emitió un sonido débil. Ricardo, enfurecido por el quiebre de su fantasía, le clavo un golpe seco en la cabeza que la dejó inconsciente.

Volvió a acercarse. Su respiración era agitada, animal. Sujetó la cuchara con fuerza y, con movimientos torpes, extrajo los globos oculares. La sangre broto en borbotones de las cuencas vacías. Fue entonces cuando sintió un frenesí incontrolable.

Ese rostro sin ojos, esa mujer sin sentidos…lo excitaba como nada en el mundo. La tomó. Fue suya. Finalmente. Era lo que siempre había deseado: silencio, ceguera, sumisión absoluta. Un cuerpo sin alma. Un trofeo.

Pero no era suficiente.

En su locura, comprendió que debía completar el exorcismo. Había que destruir al demonio del todo. Así que enceguecido, tomo la navaja y le clavó una estocada en el pecho. Directo al corazón. Porque así ―Recordaba vagamente― es como se mata a los demonios.

Despertó en su cama.

Los dos frascos estaban sobre la mesa. Cada uno contenía un par de ojos. Cuatro en total. Rosario. La florista.

Y por primera vez… No sintió miedo.

Los miró fijamente. Luego, una risa seca le brotó del pecho. Como un estallido contenido durante años. La carcajada llenó el apartamento, . Reía, Reía como nunca. Reía con los ojos de otrps.

Salió. Caminó hasta el taller. El mismo cuadro barato de “La Última Cena” seguía allí, cubierto de polvo y fracaso.

Miró al otro lado de la calle.

La mujer morena ―La de la floristería― levantaba la mano y le sonreía.

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