El despertador marcaba las 2:58 a.m. cuando mis párpados se abrieron como compuertas herrumbrosas. No hubo transición, solo ese salto seco de la nada al aquí. Ya estaba sentada en el borde de la cama, los pies buscando las zapatillas de fieltro gastado en la penumbra. Tres años, dos meses, catorce días. Tres años, dos meses, catorce días esperando las 3:07.
El apartamento olía a polvo quieto y a café de ayer. Caminé hacia el pasillo, los dedos rozando la pared como un ciego que reconoce su jaula. Todo estaba donde siempre: el jarrón chino con su grieta secreta, el espejo del perchero empañado por mis propios alientos nocturnos. Pero yo no iba hacia el baño, ni a la cocina. Iba hacia la puerta que no estaba. Hasta que estaba.
A las 3:06 y treinta segundos, el aire frente al armario empotrado empezó a espesarse. No era una aparición brusca; era como cuando la plata del viejo revelador fotográfico empieza a fijar la imagen en el papel blanco: primero un fantasma, luego los contornos, al final la sustancia. A las 3:06 y cuarenta y cinco segundos, el picaporte de bronce emergió de la nada, frío bajo mis dedos sudorosos. Treinta y siete latidos del corazón después, giré.
El aroma me golpeó primero: hierbabuena recién cortada y tierra mojada. La luz. Siempre la luz. Esa luz de tarde eterna, dorada y perezosa, colándose por la ventana abierta de par en par. Mi ventana. La de la casa de Lomas, con sus visillos de encaje ondeando en una brisa que solo existía allí, en ese minuto prestado. Y el jardín. Papá estaba arrodillado junto al rosal, la espalda vuelta hacia mí, sus manos enfundadas en esos guantes de cuero marrón que olían a lluvia y a savia. Movía la pala con un ritmo de relojería. Era el día antes de la tormenta, antes del derrumbe, antes del hospital y del silencio para siempre. Mi paraíso de yeso.
Respiré hondo, ahogándome en el aire dulce de 1978. Sesenta segundos. Ni uno más. Lo sabía por experiencia. Una vez, en el día ciento veinte, intenté quedarme. A las 3:08, la ventana empezó a resquebrajarse como un espejo roto y el jardín se deshilachó en jirones grises. Volví a mi pasillo con un sabor a metal y ceniza en la boca, temblando durante horas.
Ahora solo observaba. Atesoraba. Mis ojos grababan cada hoja del magnolio, cada arruga en la camisa de lino de papá, el modo en que un rayo de sol ponía un halo en sus cabellos grises. Todo inmutable. Siempre idéntico. Hasta hoy.
Fue en el segundo cuarenta y tres. Un movimiento negro, rápido, cruzó el campo visual alto, cerca del techo de la habitación. Un estremecimiento. Allí, posado en la moldura blanca de la ventana, había un pájaro. Un mirlo. Negro como la tinta, con un ojo redondo, brillante, clavado en mí. Imposible. En mi recuerdo, en mi jardín perfectamente conservado, no había pájaros aquella tarde. Jamás los hubo.
El mirlo inclinó la cabeza. Un chillido agudo, estridente, cortó el aire quieto. Papá, allá abajo, no se inmutó. Seguía cavando, ajeno. Pero el pájaro estaba allí. Real. Presente. Y me miraba.
El pánico fue un puño de hielo en el estómago. ¿Cuánto faltaba? Los segundos se habían vuelto alquitrán. Miré desesperada el reloj de pared de madera oscura que no existía fuera de esta habitación. Las manecillas, siempre detenidas en las cuatro y media de aquella tarde, temblaron. Un tic imperceptible. El minutero retrocedió un grado.
El mirlo abrió las alas. No para volar. Para cubrir algo. Detrás de él, en la esquina superior derecha del marco de la ventana, la pintura blanca empezaba a desconcharse. Una pequeña mancha marrón, húmeda, como de humedad. Como la que había aparecido la semana pasada en el techo de mi baño, en el apartamento real, el de las 24 horas completas.
Un sonido metálico. Papá había dejado caer la pala. Se levantaba. Lentamente. Demasiado lentamente para los segundos que me quedaban. Se dio la vuelta. Su rostro… no era el rostro sereno de mi recuerdo. Estaba borroso, como una foto movida. Y sonreía. Una sonrisa demasiado ancha, sin dientes, solo una hendidura oscura bajo la nariz difusa.
El chillido del mirlo se convirtió en un graznido triunfal. La mancha de humedad en la pared creció de repente, extendiendo un brazo oscuro hacia el centro de la habitación.
El picaporte a mi espalda vibró. No eran las 3:08. Eran las 3:07 y cincuenta segundos. La puerta se estaba cerrando antes de tiempo, empujada desde el otro lado, desde ‘mi’ lado.
Salté hacia atrás, tropezando con el umbral que se desvanecía. El último fragmento que vi fue el ojo del mirlo, fijo en mí, y la mano de papá –o lo que fuera– alzándose en un saludo o una advertencia, mientras la mancha negra en la pared empezaba a gotear sobre la alfombra persa inexistente.
El portazo fue un suspiro seco. Solo el armario empotrado, mudo y ordinario. El olor a hierbabuena se disolvió en el tufo a humedad del pasillo.
Corrí al baño, encendí la luz. En el espejo, sobre mi reflejo pálido y ojeroso, justo en la comisura derecha del techo, una pequeña mancha marrón, húmeda, empezaba a extenderse.
Afuera, en la oscuridad de la ciudad real, un pájaro graznó.
Esta noche, a las 3:07, volveré a abrir la puerta.
Algo me dice que, esta vez, la habitación me esperará con todo el tiempo del mundo.
Y que el pájaro negro ya ha hecho su nido en el Cedro.
Aldo Rojas Padilla.
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