En sus ojos había un océano insondable.
Las lágrimas caían como cristales de sal marina, quebrándose contra el suelo. Hacía semanas que no salía de su habitación. Meses que no contestaba las llamadas. Levantó la cabeza lentamente y miró hacia la ventana, buscando algo, cualquier detalle, que le recordara por qué seguir.
En sus brazos, las cicatrices recientes contaban historias que nadie más podía leer. La oscuridad de la casa lo envolvía como una segunda piel. Afuera, el sol se ponía una vez más, pero en su interior hacía tiempo que no amanecía.
No pertenezco aquí, pensaba mientras se hacía más pequeño en la esquina de su cama. El juicio más cruel no venía de afuera, venía de su propio reflejo en el espejo del baño, de esa voz interna que nunca descansaba.
Si pudiera verse a través de otros ojos, tal vez entendería. Vería que cada error era un agujero por donde entraba la luz. Que su rareza lo hacía único. Sin embargo, sus ojos solo veían sombras donde otros podrían ver fosforescencia.
El mundo afuera continuaba su ritmo. Desde su ventana podía ver a la gente moverse con esa facilidad que él había olvidado. Caminaba por su propia casa como un espectro, evitando los reflejos, evitando la luz. Ocultando ese brillo extraño que pulsaba bajo su piel sin que él lo supiera.
Recordaba la última vez que intentó salir. Cada paso hacia la puerta había sido una batalla. El verdadero coraje, que había descubierto, no era conquistar el mundo. Era simplemente admitir: estoy solo y tengo miedo. Era decir “te amo” sin saber si escucharía lo mismo de vuelta.
La casa permanecía en penumbra total, excepto su habitación. Ahí, una pequeña lámpara resistía —un faro diminuto en su océano personal. A veces, tarde en la noche, recordaba cuando no estaba solo. Cuando respiraba al mismo ritmo que otro ser humano. Cuando las mañanas tenían sentido.
Éramos mejores juntos, le hacía recordar a la oscuridad.
Habían vivido como si no hubiera mañana, arriesgándolo todo por ese amor que ahora solo existía en los rincones de su memoria. ¿Por qué había sido tan difícil mantener ese ritmo compartido? Extrañaba tanto esa sincronía perfecta, cuando dos corazones latían como uno solo. Oh, cuánto los extraño, pensó, y el plural lo sorprendió: no solamente extrañaba a esa persona, sino a quienes habían sido juntos.
Soy un iceberg, pensó, mirando su reflejo fragmentado en el vidrio de la ventana.
Mostraba al mundo únicamente la superficie: tranquilo, soberano, controlado. Pero debajo, en las profundidades que nadie veía, guardaba todo lo demás. El miedo que se había vuelto tan familiar como su propio nombre. La vulnerabilidad que protegía como un secreto vergonzoso.
Navegaba nada más en su mar interior, fingiendo que las olas no lo afectaban. Pero su corazón, ese órgano obstinado, seguía latiendo pesadamente, recordándole que aún estaba vivo.
En algún lugar, bajo toda esa agua helada, sabía que no era el único. Otros también navegaban en la oscuridad, buscando luces distantes. Otros también escondían sus branquias secretas, sus huesos de cristal, sus corazones anfibios que no sabían si latir en tierra o en mar.
Quería brillar. No con luz prestada, sino desde dentro, como esos peces extraños de las profundidades. Quería mostrar todo lo que escondía, pero el hielo era grueso y él había olvidado cómo derretirlo.
Tal vez mañana, llueva, pensó, apoyando la frente contra el vidrio frío.
Y tal vez, bajo esa lluvia, comenzaría el deshielo. Si algún día volvía a encontrarse con alguien capaz de ver a través del hielo, quizás tendría el valor de mostrarse completo. No solo la punta visible, sino todo: lo hermoso, lo terrible, lo extrañamente luminoso que llevaba dentro.
Por ahora, seguiría flotando, dejándose llevar. Esperando.
Molécula por molécula, el hielo comenzaría a derretirse. Tenía que creerlo. Era lo único que le quedaba: la promesa silenciosa de que, algún día, el invierno interior terminaría.
La lámpara parpadeó suavemente en la oscuridad.
Él cerró los ojos y siguió esperando el deshielo.
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