Perro y Gato

Cierto día, una muy buena amiga me pidió un favor: que me quedara con su perro por el fin de semana. Ella se iba de viaje y Orejas, como se llamaba el enano, no tenía con quién quedarse. Entendiendo la situación acepté casi de inmediato. Lo cierto es que, aunque nunca fui muy aficionado a las mascotas, cuando un amigo te necesita y uno puede, no es un favor, es una especie de deber moral.

De niño, mis hermanas tenían la costumbre de acoger a cuanto perro callejero asomara la nariz por la puerta de la casa. Les daban agua, sobras de comida y, sobre todo, cariño. Yo, el malgeniado de la familia, siempre aparecía para arruinar la escena.

—¿Qué hacen acariciando esos perros cochinos? —decía, haciendo un gesto de asco—. ¿Dónde habrán estado antes? ¡Y ustedes dejando que les lengüeteen la cara! ¡Ni se me acerquen!

Desde luego, mis hermanas no me hacían caso. Es más, como rebeldes con causa, lo hacían con más ímpetu, solo para llevarme la contraria. Gitano, Chato y Pelé fueron nuestros perros oficiales. Yo, por mi parte, prefería la compañía de una vieja pelota de cuero que ya formaba parte de mi anatomía: dormía con ella, comía con ella, y si no me bañaba con ella, era porque el cuero podía estropearse.

Mi padre, un tipo bueno, pero sobre todo justo, repartía las tareas domésticas como un árbitro sin VAR. Si los perros comían, alguien tenía que cocinarles. Si hacían sus necesidades, alguien tenía que recogerlas. Y si olían a callejón, alguien tenía que bañarlos. Todo en turnos: hoy tú, mañana yo, y pasado los tres.

A mí, lo que más me costaba era recoger los regalitos. Siempre fui asquiento, y creo que eso no se me ha quitado. Salía con la pala o la bolsita, miraba a un costado, cerraba los ojos y, entre arcadas dignas de exorcismo, cumplía con la tarea. Mis hermanas, por supuesto, se partían de la risa. No hay nada más cómico para un niño que ver a su hermano a punto de vomitar por culpa de un perro.

Encima, tuve mala suerte con el mundo canino: en mi infancia fui mordido por siete perros diferentes. ¡Siete! No sé qué energía les transmitía, pero más de uno me dejó marcas. Dos de ellos tenían rabia, así que me gané varias rondas de inyecciones en la panza, de esas que duelen más en el ego que en la piel.

Y sin embargo, acepté cuidar a Orejas.

¿Por qué?

Porque cuando conocí al condenado me ganó con su cara. Tenía esa expresión medio burlona, medio sabionda, con una sonrisa perenne en la trompa y una mirada que decía “yo sé cosas”. A pesar de ser medio renegón, como yo, también era juguetón, cariñoso y simpático. Y, lo confieso, también lo vi como una revancha personal: demostrarme que no todos los perros me ven como un almuerzo.

Así llegó el día. Me lo trajeron con cama, comida, juguetes y una carterita digna de una celebridad perruna. Lo bajé de mis brazos y el enano comenzó a husmear el terreno. Pisaba con esa seguridad de quien llega a un lugar ajeno, pero se sabe bienvenido. Puse su camita en la esquina del cuarto, su agua, su comida, y con una palmada en el lomo, le dije:

—Bueno, orejón… que comience el fin de semana.

Le puse la correa y salimos rumbo a la oficina. No habíamos caminado una cuadra cuando comenzó a arañar mis piernas con las patitas delanteras. Clarísimo: no quería caminar. Quería que lo cargue. Lo miré. Me miró. El suelo estaba caliente, y me ganó por cansancio. Lo alcé. Desde mis brazos, observaba el mundo como un marinero en el puente de su barco.

En la tarde, ya de regreso, paramos en un centro comercial. Y entonces ocurrió lo que cambiaría nuestra relación para siempre: se me acercaron dos chicas guapísimas, con ropa de gimnasio, cuerpo atlético y unos ojos celestes que te hacían dudar de tu lugar en el planeta.

—¡Qué lindo tu perrito! —dijo una, mientras lo acariciaban con ternura.

En ese momento le mandé un mensaje telepático a Orejas:

“Hermano… este fin de semana va a estar interesante.”

—¿Cómo se llama?

—Orejas —respondí, con tono varonil pero amable.

Ambas soltaron la carcajada. Me miraron con ternura burlona y una de ellas comentó:

—Qué curioso ver a un chico con un perro tan pequeño. La mayoría llevan rottweilers o huskies.

¡Pum! Golpe bajo. Pero no me afectó. Me reí con ellas. Porque claro, si tener un perro chiquito significaba que se me acercaran mujeres así… ¡que me traigan otro!

Llegamos a casa. Orejitas comió, bebió agua y se fue directo a su camita. Yo sabía que se acercaba el momento temido: el ritual del regalito nocturno. Salimos a caminar. Orejas dio vueltas en círculos, tomó posición… y lo hizo. Yo, con una bolsa en la mano, me agaché, cerré los ojos, giré la cabeza al costado… y sí, volvieron las arcadas. Como en mi infancia. Solo que esta vez no había hermanas que se burlaran. Solo yo, recogiendo el regalito de un perro que ya no era ajeno, era mi socio.

A la mañana siguiente, fuimos a dejar mi ropa a la lavandería. Al salir, me llegó un mensaje: un amigo necesitaba donantes de sangre para su madre, que había sufrido una caída y sería operada. Sin pensarlo, le dije que iba. Miré a Orejas y le expliqué la situación. Me miró serio. Como quien dice: “haz lo correcto”.

Fui al hospital. En la puerta me esperaba mi amigo que sabía que iba con Orejas a donar sangre para su mamá, así que dejé al enano encargado con él. Cuando salí, Orejas estaba tranquilo en sus brazos. Se había portado como un caballero. No ladró, no lloró. Sabía que su humano temporal tenía que cumplir otra misión.

La tarde pasó tranquila. La noche llegó, y con ella, otro regalito. Nuevamente se hicieron presentes las arcadas de rigor. En ese aspecto, no habíamos avanzado nada.

Ya casi a la medianoche, me atacó la ansiedad. Llevaba 20 días sin fumar. Me subí por las paredes. Pensé en salir a comprar cigarros. Pero me senté junto a Orejas. Le acaricié la cabeza. Él, medio dormido, brincó a mis piernas con su pelotita. Jugamos un buen rato. Y cuando me di cuenta… las ganas de fumar se habían ido.

Orejas me había salvado del cigarro. Una noche más.

El domingo, nuestro último día, salimos a caminar, jugamos en el jardín, y almorzamos en una cevichería con terraza. La moza, que era mi amiga, pues siempre me atendía, le trajo agua. Todos lo saludaban. La sonrisa permanente de su cara conquistaba multitudes.

Al caer la noche, vinieron a recogerlo.

Debo reconocer que me costó despedirme.

Ese fin de semana aprendí más de lo que esperaba. Los perros no son solo mascotas. Son compañeros silenciosos, amigos leales, terapeutas con patas. Orejas, ese enano de 20 centímetros, me regaló afecto, risas, disciplina… y un par de lecciones que no olvidaré.

Hoy puedo decir, sin vergüenza:

Tengo un nuevo amigo. Un perro. Se llama Orejas

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