La Huerfana

La Huerfana

Camilot

29/07/2025

Capítulo 1: El Silencio de Santa Florencia

El cielo estaba cubierto de un gris perpetuo cuando Eloísa llegó al orfanato Santa Florencia, un caserón perdido entre los páramos, rodeado por árboles torcidos y el crujido constante del viento. Tenía siete años y no sabía lo que era el amor desde que su madre se quitó la vida frente a ella. Desde ese día, Eloísa dejó de hablar. No por trauma solamente, sino porque comprendió que el silencio dolía menos que las palabras.

La monja que la recibió, la hermana Amaranta, no le dio una bienvenida. Solo una mirada fría y un susurro que le heló los huesos:
—Aquí se llora por dentro.

Santa Florencia no era un orfanato. Era una caja de cristal rota, donde los gritos se apagaban antes de llegar a la superficie. Las paredes estaban cubiertas con retratos antiguos, todos con los ojos arañados, y las ventanas estaban selladas con clavos oxidados. Los pasillos olían a humedad, a sangre vieja y a secretos podridos.

Las niñas no jugaban. Caminaban en fila, cabizbajas, con los dedos entrelazados detrás de la espalda. Nadie hablaba. Nadie lloraba. Solo se escuchaban los pasos, los rosarios golpeando los hábitos, y en las madrugadas, el sonido hueco de algo que se arrastraba por los pisos de piedra.

Eloísa compartía su habitación con dos niñas más: Clara y Lucía. Tenían la mirada vacía, como si llevaran siglos allí. Una noche, Clara le susurró al oído mientras dormía:
—No mires al fondo del pasillo. Si lo haces, ella sabrá que la viste… y entonces vendrá a jugar contigo.

Pero Eloísa miró. Lo hizo por accidente. Solo un segundo. Una figura alargada, demasiado alta, demasiado delgada para ser humana, la observaba desde el umbral, con la cabeza ladeada y los ojos hundidos, brillando como carbones encendidos. No caminaba. Flotaba. Cada vez más cerca.

Desde esa noche, Eloísa no volvió a dormir. Empezaron a aparecer moretones en su cuerpo. La piel se le rompía sin razón. Lucía desapareció. Nadie preguntó por ella. Solo quedó su cama, cubierta de uñas arrancadas.

Las monjas no eran cuidadoras. Eran vigilantes. Custodias del horror. Alimentaban a la casa con los miedos de las niñas. Los castigos eran silenciosos, sin gritos, sin súplicas. Bastaba con que una niña desobedeciera para que al día siguiente su cama estuviera vacía, su nombre borrado de los registros, su existencia olvidada.

Una noche de invierno, cuando la temperatura descendió tanto que la escarcha cubría los pasillos, Eloísa escuchó llorar a alguien desde el sótano. Lloraba como su madre la última vez. Sola. Rota. Desesperada.

Siguió el sonido, descalza, con los pies adormecidos. Bajó los escalones mientras las sombras la abrazaban. Allí, en el fondo, vio a una niña encadenada a una silla. Era Lucía, o lo que quedaba de ella. Su cuerpo estaba torcido, y de su boca salía un susurro constante:
—Ella vive en los muros. Se alimenta de nuestras historias. No la dejes entrar, Eloísa… no la dejes…

Un crujido. Detrás de ella. Una presencia.
Eloísa se volteó y vio los ojos. No tenían forma. No eran humanos. No tenían compasión.

La figura la tocó, solo un instante, y en ese segundo, vio todo: los rituales, las niñas enterradas vivas bajo el orfanato, la promesa de las monjas a una entidad antigua que les ofreció longevidad a cambio del dolor de las inocentes.

Cuando despertó, estaba en su cama. La herida en su brazo parecía una marca, un símbolo que no podía borrar. La hermana Amaranta la observaba desde la puerta.
—Ya eres parte de Santa Florencia —dijo con una sonrisa enferma—. Ahora… tienes que cuidar que las demás no la despierten.

Eloísa no lloró. Solo bajó la cabeza.

Esa mañana, otra niña llegó al orfanato.

Y Eloísa… por primera vez en años… sonrió.

Capítulo 2: La Sangre que no se Borra

El invierno no se fue. En Santa Florencia, el frío era un huésped eterno. La escarcha cubría las paredes y los huesos de las niñas, que apenas podían sostener sus cuerpos famélicos. El tiempo pasaba distinto allí dentro. El día y la noche no eran ciclos naturales, sino una lenta tortura sin relojes ni esperanzas. Las niñas dejaban de contar cuántos días llevaban encerradas. Porque contar implicaba recordar. Y recordar, en Santa Florencia, dolía.

Eloísa ya no era la misma. La marca en su brazo ardía cada noche, como si la piel intentara desgarrarse desde adentro. Veía cosas cuando cerraba los ojos: niñas arrastradas por el cabello, rezos deformes, sangre cayendo desde las paredes. Y lo peor… la figura. Esa cosa sin rostro, sin forma, que se movía por los rincones cuando nadie miraba. A veces la sentía sentada al borde de su cama, respirando detrás de su cuello.

La nueva niña se llamaba Teresa. Tenía seis años. Llegó abrazando una manta que olía a humo y miedo. Nadie le habló. Nadie nunca hablaba con las nuevas. Pero Teresa se acercó a Eloísa con una mirada inocente.
—¿Tú también viste a la mujer del muro? —preguntó con voz temblorosa.

Eloísa no respondió. Solo le tomó la mano. Supo que aquella niña estaba condenada desde el primer momento.

Esa noche, durante la oración, Teresa comenzó a llorar. Lloró como una niña normal, como una niña rota por el abandono. Una lágrima bastó. La hermana Amaranta se acercó, levantó su velo, y la bofeteó tan fuerte que el eco recorrió el orfanato. Las demás niñas no se inmutaron. Eloísa tampoco. Porque sabían lo que vendría después.

Teresa fue llevada al altar. No era una capilla. Era una cripta disfrazada. Allí, donde antes había un púlpito, ahora había un pozo sellado con cadenas. Y en el aire… el hedor de carne corrompida.

La hermana Amaranta se arrodilló y murmuró en un idioma que no pertenecía a este mundo. Un canto grave, antinatural. Las otras monjas se unieron, formando un círculo. Teresa gritaba. Rogaba. Se orinó del miedo. Pero eso solo pareció complacerlas más.

La sangre comenzó a brotar del suelo. Subía, como si el suelo respirara y exhalara líquido vital. Eloísa lo había visto antes. Era el ritual. La marca en su brazo palpitaba. Supo que la cosa que vivía bajo el orfanato había despertado. Otra vez.

Y entonces, lo imposible ocurrió: la cadena se rompió. Del pozo emergió una silueta negra, delgada, con brazos largos como ramas muertas y una boca que no se cerraba nunca. Un rostro cubierto de piel estirada, con costuras y ojos que no eran ojos, sino huecos con dientes. Caminó hasta Teresa y la levantó del suelo con un dedo. No la mató. No de inmediato. La devoró lentamente, desde adentro, desgarrándola sin romper su piel. Teresa gritó hasta que no tuvo voz, y aun así… su boca seguía abierta. Suplicando. Mirando a Eloísa. Pidiéndole ayuda.

Eloísa no se movió.

Sabía que si intervenía, ella sería la próxima.

Después del sacrificio, las monjas regresaron a su oración. El cuerpo de Teresa fue arrojado al pozo, o lo que quedaba de él. Y el altar volvió a cerrarse como si nada hubiera pasado. Al amanecer, la cama de Teresa estaba vacía. Su manta quemada. Su nombre, eliminado de todos los registros.

Pero algo había cambiado.

Esa noche, mientras Eloísa dormía, la cosa del pozo la visitó. No como un monstruo. No como un demonio. Se sentó a su lado en forma de su madre. Su madre, como la recordaba: con el vestido blanco manchado de sangre, el cuello aún con la marca de la soga.
—Tú la dejaste morir —susurró—. Eres igual a ellas.

Eloísa lloró por primera vez desde que llegó al orfanato.

Y la cosa… sonrió.
Porque eso era lo que buscaba: alimentarse del arrepentimiento, del dolor, del alma rota de una niña que se había rendido.

Desde ese día, Eloísa empezó a soñar con el pozo. Cada noche lo veía abrirse. Veía niñas arrastradas. Veía su propio rostro flotando en la oscuridad. Y al despertar, sentía que algo en ella se iba perdiendo: su risa, su memoria, su nombre.

Las demás niñas comenzaron a enfermar. La piel se les caía. Les sangraban los oídos. Una se cortó la lengua para no decir lo que veía. Otra se arrancó los ojos. Santa Florencia ya no era un orfanato. Era un altar. Y las niñas, ofrendas vivas.

Un día, Eloísa encontró el diario de una de las primeras huérfanas, oculto entre las piedras sueltas del muro del comedor. Las páginas estaban manchadas, pero legibles. Relataban cómo la Hermana Amaranta había hecho un pacto con una entidad llamada «La Voz sin Boca», a cambio de detener el tiempo en Santa Florencia. El sufrimiento de las niñas era la ofrenda. Cada lágrima, cada muerte, prolongaba la vida de las monjas y mantenía sellada la entrada del Infierno… por ahora.

Eloísa supo entonces que solo había una salida: convertirse en aquello que ellas temían.

No escaparía. No rezaría. No moriría. Iba a hacer que la casa sangrara.


Capítulo 3: La Niña que Aprendió a Gritar en Silencio

Eloísa dejó de tener pesadillas.

Ya no temía a los pasos detrás de las paredes, ni al pozo, ni a la figura sin rostro que le robaba los recuerdos cada noche. Porque ya no le quedaban lágrimas. Ni miedo. Solo quedaba la certeza: ella debía destruir Santa Florencia desde adentro. Aunque para ello tuviera que volverse tan monstruosa como las que la habían condenado.

Las niñas estaban muriendo. Una por semana. A veces dos. No desaparecían de repente, no. Sus cuerpos quedaban como testigos mudos del horror: doblados, secos, con las bocas abiertas en un grito sin fin. Las monjas decían que eran castigos divinos, que habían sido tocadas por el demonio. Pero Eloísa sabía la verdad: la Voz sin Boca tenía hambre. Y el hambre se estaba volviendo desesperación.

El dolor crecía.

Cada noche, Eloísa escuchaba su nombre en voces que no existían. Voces rotas, infantiles, algunas familiares. Veía a su madre colgada en cada esquina. A Teresa sonriéndole desde los espejos. A Lucía gritando sin lengua desde el reflejo del agua. La locura no llegaba de golpe. Venía gota a gota, como veneno dulce.

Y sin embargo… Eloísa planeaba.

Durante semanas, comenzó a recorrer cada rincón del orfanato en secreto, tocando las paredes, sintiendo las pulsaciones ocultas bajo las piedras, descifrando los símbolos antiguos tallados en el altar, aquellos que incluso las monjas evitaban mirar. No entendía el idioma, pero lo reconocía. Era el lenguaje del dolor. Y ella se había vuelto experta en eso.

Un amanecer, el cuerpo de la hermana Milagros fue hallado colgado con alambre de espino en el comedor. Le habían arrancado los párpados y cosido la boca. No había señales de entrada. Las puertas estaban cerradas por dentro. Las niñas no dijeron nada. Pero todas miraron a Eloísa.

Ese fue el comienzo.

Cada noche, una monja desaparecía. Primero una mano. Luego un grito. Luego nada. La Voz sin Boca se revolvía en su pozo, inquieta. Lo que había sido su nido ahora se llenaba de un nuevo olor: venganza.

Las monjas comenzaron a dormir juntas, rezando en susurros constantes, sudando miedo. Algunas se quemaron vivas sin que el fuego las tocara. Otras perdieron la razón, arrancándose los ojos o hablando con niñas muertas. Santa Florencia ya no obedecía. Estaba tomando partido.

Y en medio de ese caos… Eloísa sonreía.

Había comprendido el verdadero poder del dolor. La casa respondía a la desesperación. La Voz sin Boca era un parásito. Y ella… una larva con dientes. Cada vez que recordaba la cara de Teresa, el llanto de Clara, el cuerpo roto de Lucía, algo dentro de ella se fortalecía. No sentía miedo. Solo hambre.

Una noche, bajó sola al pozo.

La tapa de hierro temblaba. Los grilletes estaban oxidados. La Voz sin Boca no rugía, no gemía. Solo esperaba. Eloísa colocó su mano sobre el sello y habló por primera vez desde que llegó al orfanato.

—Si quieres sobrevivir, aliméntate de ellas. No de nosotras.

Silencio.

Entonces la marca en su brazo ardió hasta hacerla sangrar. Las cadenas se soltaron. Una nube negra emergió del agujero. Una figura alta, tejida de piel arrancada, con rostros superpuestos. Se detuvo frente a ella.

—¿Qué eres tú? —susurró la criatura, sin boca.

—Soy la hija del abandono —respondió Eloísa—. Soy tu espejo.

Y en un acto impensable, le ofreció su alma a cambio del final.

El orfanato tembló. Las paredes sangraron. Las ventanas explotaron. Las niñas corrieron en círculos sin saber si huían o si ya estaban muertas. El altar se abrió y vomitó fuego. Las monjas fueron arrastradas por manos invisibles. Gritaban plegarias que nadie escuchó. La hermana Amaranta fue partida en dos sin ser tocada, y su sangre hirviente escribió un solo nombre en el suelo: ELOÍSA.

Pero ella no murió.

La Voz sin Boca le otorgó un don: vivir entre los muros, entre el tiempo, entre el dolor. Eloísa no escapó. Se quedó. Como guardiana. Como penitente. Como castigo eterno.

Las niñas que sobrevivieron fueron encontradas por las autoridades días después. Nadie pudo explicar qué ocurrió. Santa Florencia fue clausurada, tapiada, enterrada en informes sellados por el Estado.

Pero no fue destruida.

Porque a veces, cuando una niña llora en un orfanato… su reflejo no llora con ella.

Y en las paredes, si se escucha con atención, una voz sin boca sigue susurrando… buscando otra Eloísa.

Capítulo 4: Donde las paredes respiran

Habían pasado casi veinte años desde la tragedia de Santa Florencia. El Estado había declarado el lugar como “inhabitable”, lo había sellado con concreto, documentado con frías palabras legales y archivado entre los tantos horrores silenciados por la historia. Nadie debía entrar. Nadie debía recordar. Pero el olvido no existe cuando hay algo dentro que aún no ha terminado de alimentarse.

María Fernanda, psicóloga social, fue asignada a un nuevo programa del gobierno: rehabilitar estructuras abandonadas con potencial “educativo”. No sabía nada del pasado del edificio. Solo tenía un nombre en su carpeta: “Santa Florencia. Antigua institución religiosa – uso pedagógico suspendido”.

La estructura seguía allí, intacta pese al abandono. Sus muros parecían más sólidos que cualquier otro edificio de la región, como si se resistiera a caer. Como si la muerte lo hubiera fortalecido.

Junto a María Fernanda llegó un grupo de diez adolescentes huérfanas, parte del programa de reintegración. Eran chicas con historias difíciles: abusos, calle, pérdidas, hambre. El plan era simple: limpiar el lugar, reacondicionarlo y volverlo una residencia para atención psicosocial temporal. Nada parecía sospechoso. Hasta que la primera noche cayó.

Desde el primer atardecer, las cosas dejaron de tener lógica.

Las luces parpadeaban aunque no había electricidad conectada. Las puertas se abrían solas. Los pasillos se alargaban más de lo que recordaban haber caminado. Y el aire… el aire sabía a hierro.

Una de las adolescentes, Camila, dijo haber soñado con una niña de vestido negro que caminaba en círculos, arrastrando una muñeca rota sin cabeza. Otra, Juliana, encontró símbolos tallados en las paredes bajo la pintura: símbolos curvados, como garras que querían salir de la piedra.

María Fernanda no creyó nada. Hasta que escuchó el piano.

Era de noche. Todas dormían. El salón principal estaba vacío, pero el sonido era claro, repetitivo, como una melodía triste tocada por manos muertas. Se acercó. No había nadie. Solo polvo. Y sin embargo… las teclas se movían solas.

El día siguiente fue peor.

Una de las niñas, Lina, fue encontrada en la cocina, sangrando por la nariz, con los ojos completamente en blanco, murmurando algo sin sentido:
—Ya no grita… solo respira… solo respira… dentro de nosotras…

Al atardecer, otra niña desapareció. Daniela. Su cama estaba intacta. Su manta aún tibia. Pero su cuerpo jamás apareció. Lo único que quedó fue una palabra escrita con sangre en el muro, detrás de su cama: «Ella».

María Fernanda intentó evacuar a las niñas. Intentó llamar. Las líneas no funcionaban. Intentó huir en el único vehículo disponible, pero el motor estaba cubierto por lo que parecía carne podrida. Las puertas no abrían. Santa Florencia no quería que se fueran.

Las adolescentes empezaron a cambiar. Una se arrancaba el cabello por las noches. Otra hablaba en sueños con una voz que no era la suya. Camila comenzó a escribir en las paredes, compulsivamente, con una letra que no conocía: “Yo la vi. Ella me tocó. Estoy hueca”.

Una noche, María Fernanda bajó al sótano. Algo la llamaba.

Allí, bajo capas de tierra removida, encontró el altar. Las cadenas oxidadas. El pozo. Y grabado en piedra… un nombre: ELOÍSA.

Comprendió que no era una leyenda. Era una advertencia. La niña huérfana que había sacrificado su alma para romper el ciclo… no lo rompió. Solo lo reinició.

Y en ese momento, lo vio.

Del pozo surgió un rostro. El rostro de una niña… pero no del todo humana. Era Eloísa, sí. Pero no como la imaginó. Su cuerpo estaba cosido de otras pieles. Su boca estaba sellada con hilos. Sus ojos eran pozos de tinta. Flotaba. Lloraba sin sonido. La criatura que una vez fue Eloísa no era víctima, ni salvadora. Era la nueva guardiana del horror.

—No debiste entrar —dijo una voz que no salía de ningún lugar físico—. Ellas tienen que aprender a gritar como yo grité. Tienen que sangrar. Como yo sangré.

Las niñas comenzaron a reunirse en el altar. Una a una. Como si algo las guiara. Como si un instinto antiguo las obligara a bajar. El suelo temblaba. Las paredes exhalaban lamentos. El techo sangraba.

María Fernanda intentó detenerlas. Gritó. Lloró. Cayó de rodillas. Pero ya era tarde.

Camila extendió los brazos.
—Nosotras también somos huérfanas, Eloísa —dijo con voz quebrada—. No tenemos a nadie. Ni nombre. Ni fe. Ni futuro.

La criatura descendió. Tocó sus frentes una a una.

Y en lugar de matarlas… las marcó.

El ritual fue distinto esta vez. No hubo sangre inmediata. No hubo gritos. Solo aceptación. La entidad les ofreció un lugar. Un propósito. Ser las nuevas guardianas del dolor.

María Fernanda fue la única que gritó.

Y ese grito fue el último sonido que salió de Santa Florencia.

Al día siguiente, las autoridades encontraron el edificio abandonado otra vez. Sin señales de vida. Sin cuerpos. Solo murales pintados con ceniza en cada habitación, mostrando niñas sin ojos, monjas crucificadas, pozos que lloraban.

En el mural más grande, en el comedor, había una frase escrita con letras torcidas, repetida una y otra vez:

“La casa nos adoptó.”
“La casa nos adoptó.”
“La casa nos adoptó.”

Y en el centro… una figura de niña.
Con el nombre: ELOÍSA.

Capítulo 5: El nombre que nadie recordó

Los años pasaron como pasan las sombras por las ventanas: silenciosos, invisibles, sin dejar rastros. Santa Florencia fue olvidada por segunda vez. Encerrada bajo informes sellados, planos sin fecha y ruinas cubiertas de musgo. Nadie se atrevía a pronunciar su nombre. Nadie hablaba de las niñas. Nadie quería saber qué fue de ellas.

Pero había uno que sí.

Samuel tenía treinta y cuatro años y vivía con un vacío en el pecho desde que su hermana desapareció. Camila. Nadie lo creyó cuando dijo que no se había escapado, que no era una más. Él la había visto en sus sueños, con los ojos llenos de oscuridad y la piel marcada con símbolos que no entendía. Durante años investigó, preguntó, viajó a archivos cerrados y se metió donde nadie quería mirar.

Hasta que encontró el nombre: Santa Florencia.

La ubicación estaba borrada de todos los mapas digitales. Pero Samuel encontró las coordenadas en una ficha de evaluación escolar archivada por error. Y decidió ir. No por respuestas. Solo por una cosa: ver con sus propios ojos si su hermana alguna vez existió.

El camino fue difícil. La vegetación había devorado el sendero. La niebla no lo dejaba avanzar. Y el aire, con cada paso más espeso, más irrespirable. Pero llegó.

La fachada del orfanato estaba intacta. Como si el tiempo no se atreviera a tocarla. Las ventanas estaban cerradas. Las puertas sin cerradura. Nadie en la región se atrevía a acercarse. Los lugareños hablaban en susurros de “la casa donde lloran los muros”.

Samuel entró.

El polvo no se levantó. No hubo crujidos. Solo un silencio espeso, como si la casa lo estuviera esperando. Cada pasillo estaba cubierto de recuerdos invisibles: juegos que nunca ocurrieron, risas que nunca sonaron. Había retratos, todos borrados. Mantas dobladas. Camas vacías.

Y una muñeca.
Tirada en un rincón.
Era de Camila.
Él la recordaba. Con el ojo roto y el lazo rojo que le había hecho su madre.

Samuel sintió que algo se quebraba dentro de él. Se arrodilló y lloró como cuando era niño, como cuando Camila no regresó.
—¿Dónde estás? —susurró.

La casa respondió.

Una voz… no, un eco sin forma… surgió del techo, de las paredes, de sus propios recuerdos.

—Estoy aquí… pero ya no soy yo…

La vio.
Camila.
O algo que se parecía a ella.

Su piel era ceniza. Su cabello, polvo. Sus ojos… no eran ojos. Pero su voz… esa voz rota… era suya.

—Nos abandonaron, Sam… todas…
—¿Quién te hizo esto?
—El olvido.

Ella caminó hacia él. No flotaba. No atacaba. Solo lloraba. Lágrimas negras que caían sin tocar el suelo.
—Santa Florencia se convirtió en nosotras. Nosotras en ella. Alimentamos el dolor. Y tú… tú viniste a recordarnos. Eso no debías hacerlo.

Samuel quiso abrazarla, pero su cuerpo era humo. Sus brazos atravesaban el vacío.

—No me olvides otra vez —dijo ella—. No me entierres en el silencio como hicieron ellos.
—Nunca lo hice. Nunca…
—Entonces llévame contigo… pero no el cuerpo. Llévate mi historia.

El orfanato comenzó a temblar. Las paredes se agrietaron. Gritos de niñas salían del suelo, del techo, del pozo sellado en el sótano. Gritos viejos. Gritos nuevos. Gritos sin boca.

Samuel corrió. No sabía cómo. Solo supo que salió. Cayó al suelo frente al edificio mientras la estructura se deshacía por dentro, sin caer por fuera. La fachada quedó igual. Pero dentro… algo se apagó.

En sus manos… llevaba la muñeca.
Y en su brazo… la marca.
La misma marca de las niñas.

Samuel volvió a la ciudad. Escribió la historia. La publicó. Nadie la creyó. Dijeron que era ficción. Que exageraba. Que solo era una metáfora.

Pero en cada página estaba su hermana.
Y en cada palabra… una niña que lloraba para no ser olvidada.

A veces, cuando alguien lee ese libro en voz alta, los espejos se empañan. Las luces parpadean. Y se escucha, desde lejos, una canción de piano.

Santa Florencia aún respira.
Porque mientras alguien recuerde a una niña rota… la casa seguirá viva.

La Huérfana
Capítulo 6: Aquello que no nació

El libro que Samuel escribió no solo fue leído.

Fue invocado.

Un ejemplar cayó en manos de Clara, una joven psicóloga especializada en traumas infantiles, escéptica y racional hasta que comenzó a experimentar terrores nocturnos tras leerlo. Gritos que no salían de su garganta, voces que no eran suyas, y un nombre que se repetía cada madrugada: “Nora…”

Pero ella no conocía a ninguna Nora.
O al menos eso pensaba.

Una noche, agotada por el insomnio y el constante zumbido en sus oídos, Clara despertó con sangre en las uñas. Había rasguñado el muro de su habitación, y entre la pintura descascarada encontró algo imposible: una fotografía en blanco y negro. Aparecía una niña de unos ocho años. Ojos hundidos. Ropa raída. Y al reverso, escrito a mano con tinta seca:

“Nora Ramírez – Sala 3 – Santa Florencia”

Clara no sabía por qué, pero su pecho se comprimió. Como si una compuerta se abriera y el aire se tornara fétido, antiguo, lleno de muerte.
No solo era el nombre.
Era su nombre.

Clara nunca tuvo recuerdos claros de su infancia. Siempre creyó haber sido adoptada a los seis años, en otra ciudad. Pero esa niña… esa firma… era suya.

Al día siguiente, en estado de trance, Clara se dirigió a las ruinas del orfanato. Como si alguien guiara sus pasos. No era curiosidad. Era un retorno.
A casa.

Todo lucía igual que lo había descrito Samuel. Pero había algo nuevo: una puerta que no estaba antes. Una puerta negra, sin pomo. Solo una cerradura que parecía un ojo. Clara se acercó. No dudó. Metió el dedo en la hendidura.

La puerta se abrió.

Dentro, el pasillo era estrecho y palpitante. Las paredes eran de carne. Respiraban. Goteaban. El orfanato ya no era un lugar. Era un cuerpo. Un cuerpo podrido de secretos, de niñas no nacidas, de recuerdos abortados por la indiferencia.

Y en el centro… estaba la cuna.

Clara se acercó. Dentro, un feto envuelto en gasas negras. Moviéndose. No respiraba, pero vivía. Su boca se abría sin emitir sonido. Su piel era de sombra. Y tenía su rostro.

Una voz retumbó, en todas direcciones.

—No naciste… aún.

Clara retrocedió. Trastabilló. Cayó. Gritó.

—¡¿Quién eres?!

—Soy la niña que no fuiste.
—¡Esto es un sueño!
—Es un parto. El tuyo.
—¿Qué quieres de mí?
—Que recuerdes… lo que ellos te hicieron olvidar.

Y entonces, como una ola negra, vinieron los recuerdos.

Un sótano.
Un sacerdote sin rostro.
Cuerpos de niñas colgadas como cuadros.
Una niña obligada a olvidar su nombre para sobrevivir.
Una herida en la espalda que nunca sanó, porque fue cosida con silencio.

Clara cayó de rodillas. Comenzó a vomitar tierra. Tierra y dientes. Los dientes de sus compañeras. Los dientes de Nora.
Ella era Nora.
Y la había enterrado.

—¿Por qué volviste? —preguntó la voz del feto.
—Porque me buscaste…
—No. Porque aún no terminaste de morir.

La cuna se encendió en fuego negro. El orfanato gritó. No con voces, sino con memorias. Cada habitación se abría mostrando horrores pasados: torturas, castigos, aislamiento, experimentos, abortos forzados, niñas entregadas como pago de favores a hombres de saco y sonrisa.

Santa Florencia no fue un orfanato.
Fue una fábrica de sufrimiento.
Y Nora fue su último experimento.

Clara se levantó. Ensangrentada. Asqueada. Pero con una decisión clara.

—No voy a dejar que esto continúe.
—Entonces mátame —susurró su otro yo—. Y nos liberamos.
—¿Y si te mato… qué soy?

Silencio.
Las paredes se detuvieron. La carne dejó de latir. El feto la miró, con una ternura imposible. Como un espejo de lo que nunca tuvo.

—Eres lo que nunca debieron permitir que existiera.
—¿Una sobreviviente?
—No. Una testigo.

Clara tomó al feto. Lo apretó contra su pecho. Y por primera vez desde su infancia, lloró de verdad.

Las paredes comenzaron a derrumbarse. Gritos, risas, canciones de cuna. Todo se mezcló. Clara no corrió. Caminó. Con el feto en brazos. Hasta salir.

El orfanato desapareció. No explotó. No se derrumbó. Simplemente se deshizo, como un suspiro largo, como un cuento que nadie quiere volver a contar.

Meses después, Clara publicó un libro. Pero no con su nombre. Lo tituló:

“La Huérfana: Confesiones desde la cuna”

No dio entrevistas. Nadie supo quién lo escribió. Pero los que lo leyeron dicen que esa historia no es una historia. Es una invocación. Un espejo.

Y que al terminarlo… sienten que alguien los observa desde el fondo del cuarto.

Y en algunos casos…
Dicen que escuchan llorar a un bebé…
Aunque en la casa no haya ninguno.

Capítulo 7: Cuando la oscuridad traga la pequeña luz de esperanza

Clara no dormía.
Desde aquella noche en la que salió del orfanato, cada parpadeo era una pesadilla que se arrastraba entre los pliegues de su mente.
Sus ojos estaban abiertos… pero su alma, no.
Había quedado atrapada en aquel instante en que sostuvo a la niña que nunca fue.
Aquel susurro seguía retumbando:
Eres una testigo…

Intentó rehacer su vida en una cabaña retirada en las montañas, lejos de la ciudad, del ruido, del juicio. Allí, donde solo se escuchaban los árboles y el viento golpeando las ventanas como si fueran súplicas no dichas.
Pero la oscuridad la siguió.

Los objetos en su casa comenzaron a moverse por sí solos.
Sombras infantiles se asomaban desde los rincones con las manos temblorosas, como si quisieran decir algo… pero no tenían boca.
Y, lo más perturbador: en las paredes comenzaron a aparecer pequeños dibujos hechos con crayones. Dibujos de niñas con cuencas vacías, cadenas en las muñecas, cuartos cerrados.
Siempre firmados con una sola palabra:

“Nosotras.”

Clara los borraba. Y volvían. Cada noche. En más lugares. Con más detalles. Hasta que una mañana despertó y todas las paredes, el techo y el suelo estaban cubiertos.
Dibujos de cuerpos deformes, orfanatos como cárceles vivas, niñas desmembradas sonriendo con una tristeza inconcebible.

Estaban recordando.

Esa noche, Clara encendió una vela. Solo una.
La puso frente al espejo.
Y entonces lo vio.

No era su reflejo. Era ella… de niña.
Con la cabeza rapada. Con los ojos suplicantes. Con la piel llena de marcas.
—Tú me dejaste —dijo la niña—. Me traicionaste cuando aceptaste vivir.
—No tuve opción…
—Sí la tuviste. Pudiste quedarte. Pudiste arder conmigo.
—¡Yo fui una víctima!

La niña del espejo se rió. No con alegría. Con pena.

—Las verdaderas víctimas no sobreviven. Solo los instrumentos.

El espejo se rajó.

Y con él, la vela se apagó.

Pasaron semanas. Clara dejó de hablar. Comía solo lo necesario. Cada día sentía que su cuerpo era más liviano, pero no de forma saludable. Era como si algo dentro de ella la estuviera succionando.
No era hambre.
Era deuda.

Una noche, sin luna, la puerta de su casa se abrió sola.
Afuera, un viento helado traía susurros.

Y allí estaban.

Doce niñas.
Transparentes.
Incompletas.
Algunas sin rostro. Otras sin piernas. Una solo era una columna vertebral flotante envuelta en trenzas.
La rodearon.

—Nos fallaste —dijeron al unísono—.
—Yo… traté…
—No basta con sobrevivir. Las heridas que no se cierran, sangran en otros.

Clara se llevó las manos al pecho.
Su piel se abrió como una flor marchita.
Y de su interior no salió sangre…
Salió tierra.

Tierra húmeda. Tierra de tumbas.
Y en esa tierra… brotaron dientes. Uñas. Ojos. Llantos.

El suelo crujió. La casa gimió. Y un eco surgió del fondo:

—Cuando la oscuridad traga la pequeña luz de esperanza… ya no hay retorno.

Las niñas la tomaron de las manos. Y caminaron con ella.
No la arrastraron. No la forzaron.
Clara fue por voluntad.

Bajaron por un pasillo que no existía, que se abría en la tierra misma.
Un túnel hecho de recuerdos y carne.

Al llegar al fondo, vieron una puerta. Era blanca. Sin manija.
Solo un cartel colgado:

“Sala de Nacimiento.”

Clara la atravesó. Y del otro lado no había nada.
Ni dolor.
Ni esperanza.
Ni futuro.

Solo una cuna vacía.

Y al lado, una niña de espaldas, que dijo con la voz más quebrada del mundo:

—Ya es tarde… para que alguien nos ame.

A la mañana siguiente, un grupo de excursionistas encontró la casa vacía.
No había muebles.
No había papeles.
No había rastros de nadie.

Solo una vela, encendida frente a un espejo agrietado…
Y en la pared, escrito con ceniza, un último dibujo:

Una niña sin rostro.
Abrazando a otra.
Y en sus bocas… un susurro dibujado:
“Somos todas…”

Capítulo Final: “Donde mueren los nombres y nacen los ecos”

El mundo se olvidó de Clara.

Años pasaron desde su desaparición. Su casa quedó cubierta por la maleza, comida por las raíces, por el silencio y el tiempo. Nadie volvió a preguntar por ella. Porque la historia de una mujer sola, que hablaba con sombras y pintaba dibujos en las paredes, no merecía un final feliz, ni un titular en el periódico.

Solo una persona se acordó.
Una mujer.
Se llamaba Elisa.

Ella fue trabajadora social una vez, y había conocido a Clara cuando era niña. En algún rincón olvidado de su archivo, encontró documentos polvorientos del Orfanato San Elías, ese lugar clausurado por abuso infantil y negligencia… pero del cual nadie quiso hablar más.

Las autoridades lo llamaron «un caso cerrado».
Pero Elisa no cerró nada.
Porque cada vez que abría los expedientes, los nombres se borraban solos.
Cada vez que imprimía una copia, las hojas salían llenas de manchas, de manos infantiles plasmadas en negro.

Y, finalmente, decidió regresar a aquel lugar. A la raíz.

El Orfanato San Elías seguía en pie.
Las puertas estaban oxidadas, y el edificio entero era una herida abierta en mitad del campo.
Las paredes, aunque erosionadas, todavía guardaban los gritos en sus grietas.
Y el aire… olía a orina seca, desinfectante y muerte antigua.

Elisa avanzó con linterna en mano.
Cruzó el comedor, el pasillo de castigos, los baños sin espejos, el sótano donde enterraban muñecas rotas como si fueran cuerpos.

Al llegar a la sala de registro encontró algo:
Un libro.
Uno que nunca había sido digitalizado.
Uno donde estaban los nombres verdaderos.
Las niñas que sí murieron allí.

Ochenta y una.

Pero algo no cuadraba.

Una hoja estaba escrita con sangre.
Solo decía:

“La 82 fue la llave.
La 82 fue la puerta.
La 82 no era huérfana.
La 82 era el origen.”

Elisa sintió que el suelo crujía.
No por su peso.
Sino por lo que había debajo.

La linterna parpadeó.
Y escuchó una voz.

Una voz de niña.
—¿Tú eres como ella?

—¿Quién? —preguntó Elisa, girando sobre sí misma.

—Clara.

Elisa descendió por un pasillo oculto, detrás del altar de la vieja capilla.
Un túnel hecho de huesos. No simbólicos. Reales.
Las paredes eran columnas vertebrales.
El techo, mandíbulas soldadas.
Y en el fondo… un cuarto.

Dentro del cuarto, una cuna.

Y encima de ella, un cuerpo.
De espaldas.

Una mujer sin ojos.
Sin lengua.
Sin cuerdas vocales.

Y aún así, gemía.

Elisa quiso correr.
Pero sus piernas no respondieron.

Las niñas comenzaron a salir de las paredes.
Cada una con un hueco donde alguna vez estuvo algo importante:
Corazón, rostro, alma, voz.

Rodearon a Elisa.
Y hablaron todas al mismo tiempo:

—Tú nos oyes. Tú no deberías.

La figura en la cuna se volteó.

Era Clara.
Pero no la Clara que desapareció.

Era la original.
La primera.

La niña que nunca nació.

—No soy Clara —susurró con una voz que parecía compuesta de muchos llantos—. Soy lo que queda de ella.

—¿Qué eres? —preguntó Elisa, temblando.

—La memoria que no se puede enterrar.

La habitación comenzó a llenarse de sangre.
Salía del techo. De los huesos. De los dibujos que aparecían por todos lados.
Elisa gritó.
Pero su voz no sonó.

Y entonces lo entendió.

No estaba allí para salvar a nadie.
Estaba allí porque era la última pieza.
El sacrificio final.

La Orfandad no se curaba.
No se resolvía.
Se transmitía.

Y la oscuridad que Clara había contenido tantos años, ahora necesitaba un nuevo cuerpo.

Una nueva Clara.

Las niñas se acercaron.
Le arrancaron el rostro con ternura.
Le tomaron el nombre y lo quemaron.

Elisa dejó de ser.
Se convirtió en el 83.

El edificio colapsó esa misma noche.
Los bomberos encontraron solo restos carbonizados.

No había cuerpos.
Solo un libro quemado con una última frase escrita en una hoja intacta:

“Donde mueren los nombres… nacen los ecos.”

Y desde entonces, cada tanto, una niña nueva aparece en la puerta de un orfanato, sin nombre, sin padres, con una cicatriz en forma de cruz bajo el ombligo.

Siempre la misma.

Siempre muda.

Y si la abrazas…
Puedes oír, por un instante, todas las voces.
Las ochenta y tres.

Gritando.

Etiquetas: leer suspenso terror

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