Catalina estaba parada en la cima de la montaña. No había mucho más que decir. El viento le daba en la cara y el sol se iba apagando, metiéndose detrás de las nubes como si se ocultara para no molestar. Y mientras el cielo se ponía entre naranja y morado, Catalina pensaba. No en cosas complicadas, ni en teorías raras. Pensaba en ella.
Llevaba años sintiéndose invisible. Así, como cuando uno está en un grupo y parece que nadie lo ve. Aunque no era que no la vieran, era que ella misma no se veía. Se había creído eso de que no importaba, de que no destacaba en nada, de que no era lo suficientemente bonita, ni lo suficientemente lista, ni lo suficientemente interesante.
Pero allí, parada en ese punto exacto donde ya no se podía subir más, le vino la idea de golpe. No estaba invisible. Estaba ciega. Llevaba años con una venda puesta, una que nadie más le había puesto, sino ella misma.
Y aunque suene a frase hecha, en ese momento Catalina decidió quitársela. No hubo música de fondo, ni pájaros volando alrededor, ni un rayo de luz que la iluminara. Solo el viento, el frío en las manos, y ese pensamiento claro: había que empezar a quererse.
Bajó de la montaña con esa idea dando vueltas. No era tan fácil como decir “listo, ya me quiero”. Sabía que había un montón de cosas por arreglar por dentro. Cosas viejas, de hace años. Cosas que se habían quedado guardadas, como esas cajas que uno tiene debajo de la cama y no quiere abrir porque sabe que están llenas de cosas rotas.
Al día siguiente, sin darle muchas vueltas, buscó el teléfono de un amigo y le pidió ayuda para encontrar un buen psicólogo. Sabía que sola no iba a poder. Y no le dio vergüenza decirlo, porque de alguna forma eso también era parte de empezar a mirarse con otros ojos.
Una semana después estaba sentada frente al doctor Valencia. El consultorio tenía olor a madera vieja y a libros. Catalina habló, lloró, se le hizo un nudo en la garganta varias veces. Pero cuando salió, con los ojos rojos e hinchados, sintió algo parecido a alivio. No era una solución, no era que de golpe ya estaba todo bien, pero era como soltar una piedra que venía cargando hacía rato.
Los días que siguieron no fueron de película. Hubo mañanas en las que se levantaba con ganas de comerse el mundo, y otras en las que no quería salir de la cama. Hubo noches en las que se le iban las horas mirando el techo, preguntándose si de verdad valía la pena el esfuerzo.
Pero seguía. Volvía a terapia, tomaba las pastillas que le recetaron, escribía en un cuaderno las cosas que sentía aunque fueran torpes, aunque no tuvieran sentido. A veces le costaba ver el avance. Era como cuando uno está subiendo una cuesta larga: si solo miras los pies, parece que no avanzas, pero si miras hacia atrás te das cuenta de todo lo que ya caminaste.
Dos meses después de aquella primera tarde, Catalina volvió a la montaña. Esta vez subió sin apuro, sin esa angustia que llevaba la primera vez. El sol se estaba poniendo igual que entonces, el cielo tenía los mismos colores. Pero ella ya no era la misma.
Se quedó parada un rato largo, sintiendo el viento en la cara otra vez. No gritó, no lloró, no se sacó selfies. Solo estuvo ahí, tranquila, sabiendo que había llegado hasta ese punto por sus propios medios.
Catalina entendía que todavía quedaba camino por delante. Que la venda no se va del todo de un día para el otro, que a veces se quiere volver a poner sola. Pero también sabía que ahora tenía con qué sacársela cada vez que eso pasara.
Cuando empezó a bajar de la montaña, pensó que si alguna vez alguien le preguntaba qué había aprendido de todo eso, no iba a dar grandes discursos. Diría algo sencillo:
Hay que aprender a mirarse. A veces cuesta, pero se puede.
OPINIONES Y COMENTARIOS