El visitante de yeso.

‎Me lo regaló Leo el día que abandonó el estudio. «Guárdalo, Bruno», dijo, empujando el cuadro contra mi pecho como si se deshiciera de un cadáver pequeño. «Tiene algo de vos. O vos tenés algo de él. No sé». Su sonrisa era un gesto cansado entre los caballetes vacíos y los frascos de trementina. El cuadro era abstracto, un remolino de grises y blancos sucios sobre un fondo negro, con una textura áspera, casi como yeso agrietado. Extraño. No me gustó. Pero lo colgué en el pasillo, frente a la puerta del baño, porque Leo había sido mi amigo y el gesto pesaba más que el objeto.

‎La primera ausencia fue una nimiedad. Un domingo lluvioso, quise recordar el sabor exacto de las empanadas que hacía mi abuela Marta, aquellas que doblaban la masa en una puntita perfecta. Nada. Solo un vacío cálido donde debería estar el recuerdo del gusto a comino y carne jugosa. Extraño, pensé, atribuyéndolo al desgaste natural del tiempo. Pero luego fue la melodía que tarareaba mi madre mientras planchaba los domingos. Silencio. Solo la imagen de su espalda encorvada sobre la tabla, muda. Un escalofrío me recorrió la nuca. No era olvido; era extracción quirúrgica.

‎Una tarde, detenido frente al cuadro de Leo mientras esperaba que hirviera la tetera, noté el cambio. En la esquina inferior izquierda, donde solo había un borrón grisáceo, aparecía ahora una mancha diminuta, marrón rojizo, con una textura que evocaba… ¿masa frita? Y justo encima, una línea curva, casi imperceptible, como el arranque de un doblez perfecto. Como la puntita de una empanada. El corazón me dio un vuelco seco contra las costillas. Coincidencia. Sugestión. Me obligué a reír, pero la risa sonó falsa en el pasillo estrecho.

‎Los olvidos se hicieron más frecuentes, más personales. Perdí el recuerdo del olor a tierra mojada del potrero donde jugaba de niño. Desapareció la sensación del golpe en la rodilla cuando me caí de la bicicleta a los diez años, el dolor agudo y la vergüenza. Solo quedaba la imagen borrosa del asfalto acercándose. Y cada pérdida dejaba su rastro en el cuadro. Una mancha verde musgo surgió donde no había nada, húmeda, profunda. Unas líneas quebradas, blancas y rojas, como un relámpago diminuto, aparecieron cerca del centro, recordándome la fractura de aquella rodilla. El cuadro ya no era abstracto. Era un mapa de mis ausencias. Un archivo vivo de lo que me robaba.

‎El terror no era agudo, era una niebla fría que se instaló en los huesos. Empecé a evitar el pasillo. A entrar al baño con los ojos cerrados. Pero una noche, desvelado, la necesidad fue más fuerte que el miedo. Me planté frente a él con una linterna. Necesitaba confirmar la locura o la verdad. La luz barrió la superficie áspera. Y allí estaba. En el borde superior derecho, donde el negro era más denso, había surgido una nueva figura. Pequeña, delicada, hecha de finísimos trazos blancos sobre el negro. Era una figurita femenina, de espaldas, inclinada sobre una superficie rectangular. Llevaba un vestido floreado que reconocí al instante: el que usaba mi madre los domingos. La figura no tenía rostro, pero su postura, la curva del hombro, la manera en que sostenía un objeto que podría ser una plancha… era ella. Era mi madre planchando, silenciosa para siempre en mi mente, pero prisionera aquí, en este yeso viscoso.

‎La rabia me brotó, caliente y ciega. No lo pensé. Agarré el cuadro de su moldura tosca, sintiendo la aspereza del «yeso» bajo mis dedos – una textura que ahora me parecía orgánica, casi pulposa – y lo tiré al suelo del pasillo. El cristal de protección estalló en una lluvia de diamantes sucios. Me agaché, jadeando, dispuesto a arañar la pintura, a destruir ese vampiro de recuerdos. Pero me paralicé.

‎El cuadro, en el suelo, no se había roto. La tela estaba intacta bajo los vidrios rotos. Y lo que vi me heló la sangre. Donde antes estaba la figurita blanca de mi madre, ahora había otra cosa. Era otra figura, también de espaldas, también diminuta. Pero esta era reconocible al nivel más visceral, más antiguo. Llevaba unos pantalones cortos remendados. Tenía el pelo revuelto. Y estaba agachado, como mirando algo en el suelo… o como un niño a punto de caer de una bicicleta. Era yo. Yo, a los diez años, en el instante previo al golpe, al dolor, a la vergüenza que ya no recordaba, pero que el cuadro sí. Y lo peor, lo que me hizo retroceder tambaleándome hasta chocar con la pared, fue ver que esta nueva figura sí tenía un rostro. Un rostro diminuto, apenas un esbozo en el yeso gris, pero nítido en su expresión: una sonrisa. Una sonrisa tranquila, casi expectante, mirando hacia adelante, hacia el lugar donde el asfalto debía estar en el cuadro. O hacia mí, aquí, en el pasillo, convertido en un adulto sin recuerdos.

‎El cuadro no solo robaba. Coleccionaba. Y ahora, con el vidrio roto, parecía respirar más libremente. Sentí, más que escuché, un susurro seco, como yeso deslizándose. En el borde inferior, cerca de mis pies, una nueva mancha comenzaba a formarse. Gris, difusa. La forma de una cabeza. Mi cabeza de ahora. Esperando su turno en la colección.

‎Aldo Rojas Padilla.

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