Se habían ido todos. Los últimos autos se alejaban levantando polvo en el camino de entrada y el campo volvió a su silencio habitual, ese que lo abraza todo apenas cae el sol. El aire olía a pasto seco, a leña consumida y a esa mezcla terrosa que sólo el atardecer puede invocar en el campo. A lo lejos, el canto de algún pájaro perdido se mezclaba con el crujido de alguna rama vieja. Todo sonaba a pausa, a tregua, a deseo contenido. El calor del día se ocultaba despacio, dejando una tibieza justa, de esas que invitan a quedarse más cerca de otro cuerpo.

Él se quedó en la galería, como siempre. Le gustaba recibir gente, hacerlos parte de sus rituales cada vez que viajaba para su lugar. Javier disfrutaba de ser un gran anfitrión, pero también amaba retratar con sus ojos los atardeceres que las distintas estaciones le regalaban cada vez que se asomaba la noche. Manta sobre las piernas, vaso de whisky en la mano, su camisa desabrochada, el perro rendido a sus pies. El cielo incendiado en tonos naranja y violeta, y allá a lo lejos, el fuego todavía resistía en brasas rojas.

Yo me imaginé ahí. Con él.

No se sorprendía al verme. Como si me hubiese estado esperando. Me hacía un lugar junto a su cuerpo, me ofrecía el vaso y apoyaba su mano en mi muslo, con esa seguridad que tienen los hombres que conocen el ritmo de las cosas. Yo me inclinaba un poco, apenas, y sentía el roce de su barba canosa en mi mejilla, el calor de su aliento cuando me decía cosas que no necesitaban explicación.

El campo, el silencio, el fuego: todo parecía estar diseñado para ese instante. Para esa caricia por debajo de la manta. Para ese gesto suyo de entrecerrar los ojos mientras me miraba la boca. Para esa pausa justo antes de besarme, como si supiera que el deseo vive más en lo que se demora que en lo que se concreta.

Me apoyé en su hombro. Él deslizó los dedos por mi espalda desnuda bajo el abrigo. Cerré los ojos. Lo sentí.

—Ana…

La voz me cortó el aire.

—¿Podés leer la consigna, por favor?

Abrí los ojos. El aula. El cuaderno. La profe esperando. Tragué saliva, agarré la hoja.

Pero en algún rincón de mi cuerpo, todavía sentía el calor de sus manos.

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